Lui de Pinópolis

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Lui de Pinópolis
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Cuentos para alargar-la-vida

© del texto: Carlos Roselló

© diseño de cubierta: Editorial BABIDI–BÚ

© corrección del texto: Editorial BABIDI–BÚ

© de esta edición:

Editorial BABIDI–BÚ, 2020

Fernández de Ribera 32, 2ºD

41005 – Sevilla

Tlfn: 912.665.684

info@babidibulibros.com

www.babidibulibros.com

Primera edición: Septiembre, 2020

ISBN: 978-84-18297-54-0

Producción del ebook: booqlab

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o scanear algún fragmento de esta obra»

A mis ángeles.

ÍNDICE

I Lui

II Félix

III Un suceso imprevisto

IV El viaje

V Atchús

VI Braius

VII Kirem

VIII Nonópolis

IX Lo más bello del universo

X Ju

XI Hipo y Tos

XII Ra

XIII Los

XIV EPÍLOGO


I
Lui

Cuando eres un duende, una de las cosas en la vida que más feliz hace a tu corazón, es contemplar, desde la altura, el manto verde de tu bosque extenderse hasta el horizonte. Desde aquí arriba, en las rocas altas de Pinópolis, siempre acabo por concluir que mi bosque es como un paraíso por su manto interminable de pinos verdes, juntamente con sus caídas de agua y su variedad de aves y flores.

Estoy pensando que, si estuvieras ahora mismo junto a mí, tus ojos tampoco dejarían de maravillarse ante lo que pueden llegar a ver aquí, desde casi el cielo.

Pero seguramente ya estarás preguntándote si Lui, quien te cuenta lo que hace feliz a su corazón y maravilla sus ojos, es en verdad un duende o, lo que es mejor, si los duendes existen. Veamos. Si tú eres un duende como yo, no hay problema. En caso contrario, todo se reduce a una cuestión de prueba. Pues bien, en este caso y si no te bastara mi palabra en cuanto a la positiva existencia de los duendes, más adelante voy a revelarte una fórmula para que lo compruebes.

A continuación, otra de tus posibles preocupaciones podría ser la de querer saber por qué razón te enteras ahora de mi existencia. Esta respuesta es más sencilla: deseo que conozcas una historia. Empero, no es una historia cualquiera porque ella en realidad sucedió, y el bosque donde vivo no fue destruido porque sus habitantes recurrimos a la fuerza más poderosa. Lo que me propongo es contártela, ya que es necesario que sepas quién es y qué pretende el Hechicero de las Sombras, por si un día resolviera visitar tu bosque.

Y bien. Todo comenzó tiempo atrás, durante una soleada pero fría tarde de comienzos de primavera. Me encontraba en este preciso lugar, pensando, cuando una voz conocida me llamó.

—¡Lui!

Era el maestro Uro, mi amigo y mentor. Nuestra amistad nació en mis primeros años de escuela y se profundizó más tarde, cuando me enseñó todo lo que sabía de letras. Hablar con él siempre es una gran experiencia, pues, entre otras virtudes, sabe escuchar. ¿No es cierto que hoy en día resulta difícil encontrar a alguien que sepa hacerlo?

—Maestro Uro, ¿qué haces aquí? —pregunté asombrado.

—A mi edad no está demás hacer ejercicio. Es más que necesario si quieres mantener tu mente lúcida —respondió el anciano.

—¡Pero el ascenso es peligroso! —repliqué.

—Peligroso es el bosque en el que vivimos hoy en día. Pero he venido hasta aquí para hablar a solas contigo —dijo serio, sentándose a mi lado.

Al mirarme, preguntó:

—¿En qué estabas pensando?

—En los cazadores que hicieron aquel fuego —dije, señalando el espeso humo que emergía de un claro del bosque, a lo lejos—. Me gustaría saber si habrán logrado su propósito. ¿Crees que donde ellos viven también cazan?

—Uno es el mismo en todas partes, Lui. Si lo hacen aquí, ¿por qué no lo harían en sus aldeas? —dijo, moviendo su cabeza platinada a ambos lados—. Lo que ahora les envidio a los de allá abajo es su fuego.

—¿Qué es lo que siempre acostumbras decir sobre el fuego?

—Purifica. ¿Qué es lo que haces con las hojas marchitas cuando quieres limpiar tu jardín? Las juntas, las retiras y luego las quemas. Es la forma en que tu jardín recobra su colorido. Pero he venido a hablar contigo de otra cosa.

—Debe ser importante.

—Sí que lo es, Lui. Escucha: los maestros me han elegido hoy como su representante para ocupar el cargo vacante que hay en el Consejo de Gobierno.

—¿Qué? ¡Te felicito! —grité, abrazándolo por el reconocimiento que ello significaba para él.

En el bosque no existe honor más grande para un duende que ser elegido para ocupar un cargo en el Consejo de Gobierno de su aldea. La designación del maestro Uro me colmó de felicidad, porque todos los habitantes de Pinópolis siempre hemos recibido de él comprensión, amistad y enseñanza. No existía nadie mejor que él para ese cargo.

—Pero eso no es todo —agregó sonriendo.

—No creo que nada de lo que aún tengas por decir pueda alegrarme más.

—Yo creo que sí, Lui. ¿No te agradaría saber, por ejemplo, que a partir de mañana serás el nuevo maestro de letras de la escuela de Pinópolis?

—¿Qué...?

No podía dar crédito a lo que acababa de escuchar. El sueño de mi vida siempre había sido, precisamente, ser maestro de letras. Mi corazón dio un vuelco de felicidad.

—Lui, ¿te sientes bien? —preguntó al verme tan emocionado.

—Sí. Pero ¿cómo sucedió? —pregunté aún conmovido.

—Muy simple. Al aceptar el cargo me preguntaron cuál de los ayudantes podría sustituirme, y no hice más que decir la verdad. El mejor y más aplicado de mis alumnos siempre has sido tú.

—No sé qué decir porque no tengo palabras. Todo te lo debo a ti; es el día más feliz de mi vida.

—Solo dime que aceptas.

—¡Acepto!

—Muy bien. ¡Felicidades, maestro Lui! Y créeme: a partir de ahora admiro tu valor, pues entre tus alumnos, como ya bien sabes, hay algunos que son todo unos diablillos...

Lo que no imaginaba en ese momento es que después de ese día tan feliz, conocería el miedo más atroz que jamás experimentaría en la vida.

II
Félix

Cuando era pequeño y recién comenzaba la escuela, cierta mañana de verano, mientras asistía a una aburrida clase práctica de supervivencia en el bosque, aproveché un descuido del maestro Nas y me escondí. Una vez que perdí de vista a todos, corrí en dirección opuesta, al tiempo que me iba riendo de mi propia travesura, y de la que se armaría cuando descubrieran que faltaba un diablillo.

El sitio preferido de nuestros juegos eran las cuevas de las afueras de Pinópolis. En ellas solíamos pasar la mayor parte de nuestro tiempo libre. Y puesto que así consideré lo que resultaba de mi fuga, sin duda ya imaginarás hacia dónde me encaminé. Mi risa no se había extinguido cuando poco antes de llegar, escuché el ruido característico que hacen las ramas secas al quebrarse bajo los pies de alguien.

Tino y yo teníamos por costumbre asustarnos mutuamente cuando uno veía solo en el bosque al otro. Teniendo presente que ese día hacía horas que no sabía nada de él, y que igualmente le gustaba ausentarse de clase, adiviné de quién se trataba. «¿Así es que tú también quieres divertirte?», pensé. Me cubrí la boca con una mano para que no escuchara la risa que me causaba, y pronto me encontré escondido detrás de una roca, a la espera del muy torpe, que continuaba delatando su presencia. Puesto que a Tino lo que más le asustaba era creer que un oso estaba tras sus pasos, obviamente, como tal, intentaría comportarme.

Si bien últimamente muchas cosas han cambiado, en la escuela de la aldea lo primero que te enseñaban era a temer a los cazadores, y luego a los osos y los lobos. Los maestros solían decirte que, si en tu camino te encontrabas con estos animales, debías escapar rápidamente e intentar que perdieran el rastro. Si tal estrategia fallaba, tenías que luchar y vencerles, ya que si no... bueno, lo mejor sería que no pensaras en el caso opuesto. Respecto a los cazadores, todo sigue igual. La suerte con estos sujetos variará según te vean solos o en grupo. Un grupo intentará atraparte de la forma que sea; en cambio, si te ven solos y no están armados, aunque nunca son de fiar, es común que suelan quedarse paralizados ante ti y digan cosas que nadie entiende. Pero este es otro problema.

 

Lo cierto es que aquella mañana, a medida que escuchaba los ruidos más cerca de mí, empecé a imitar a los osos.

—¡Guaaahhh...!

Tino estaría petrificado de miedo porque instantáneamente el silencio reinó en los alrededores, provocando así que mi risa fuera ya incontenible. Pese a escuchar un ensordecedor aullido de lobo en las inmediaciones que me hizo temblar, resolví correr el riesgo de un encuentro no deseado para continuar asustando a mi amigo.

—¡Guaaahhh...!

El sol estaba a mis espaldas, pero no le presté atención hasta que una sombra sobre la roca tras la que me ocultaba empezó a agrandarse en forma sospechosamente alarmante. Aunque intuí que no se trataba de Tino, ya que él no alcanzaba ni a la quinta parte del tamaño de lo que había detrás de mí, al darme vuelta lentamente y quedar frente a lo que producía la sombra, tuve la desagradable certeza.

—¡Guaaahhh...!

¡Un oso negro gigantesco, con una mancha blanca entre los ojos, estaba delante de mí!

—¡Guaaahhh!

Esta vez el oso y yo, mirándonos, lanzamos al mismo tiempo un sonido similar, aunque de contenido sustancialmente diferente; mientras, seguramente, él me anunciaba que me había elegido para ser su alimento del día, yo grité porque sabía culminada mi existencia.

Cuando el oso gigante me tomó entre sus garras y comenzó a levantarme del suelo, debí haberlo dejado sordo, ya que mis gritos eran desesperados. Claro, siempre y cuando ya no lo fuera, porque en ningún momento pareció molestarle.

La verdad es que segundos antes de lo que creí era mi fin, extrañamente el oso miró hacia atrás. Mientras trataba de entender lo que sucedía, no pude por menos que dejar ir mis ojos en la misma dirección que los de mi captor. Y si mi asombro de por sí ya era mayúsculo, más lo fue cuando a pocos pasos de donde nos encontrábamos el oso y yo, vi a un duende desconocido, mayor, pero de mediana edad. Este vestía de blanco y parecía estar como en trance, puesto que sus ojos estaban cerrados y sus manos abiertas, pero juntas, como saliéndole del pecho.

Decididamente para mí todo era inverosímil, pero el colmo se produjo cuando el oso me depositó nuevamente en tierra, en forma hasta delicada, y fue hacia el desconocido. Una vez que ambos estuvieron frente a frente, y por más ilógico que me pareciera, supe que eran buenos amigos, pues el duende acarició sonriente con sus dos manos la cabeza del oso gigante, el cual, por cómo se comportaba frente al extraño, me recordó a un cachorro. Al cabo de unos momentos de juegos varios, el oso se irguió, pasó su lengua por la cara de mi salvador y después se marchó, para perderse después en la espesura del bosque.

—Hola. Soy Félix de Sabiópolis —dijo el duende al aproximarse.

Su voz era grave, pero al mirarle a los ojos encontré una paz y una bondad hasta entonces desconocidas para mí, y algo más. En ocasión de ver a alguien por primera vez, ¿has tenido esa sensación de creer que ya le conoces? Si te ha sucedido, sabes entonces cómo me sentí con Félix.

—Soy Lui…, Lui de Pinópolis —alcancé a decir.

—Dime, ¿estás bien, Lui?

—Sí, señor, aunque aún temblando por el susto…

—Me imagino. Pero nada de formalidades. Para ti soy simplemente Félix, ¿de acuerdo?

—Muy bien, Félix. Una vez me dijeron que cuando alguien te salva la vida se convierte en tu hermano de sangre —dije, mirándole serio.

—Debemos comenzar por convertirnos en amigos, ¿no te parece, Lui?

—Tienes razón, Félix. Entonces, ya somos amigos.

—Bien. Pero ¿cómo es que a tu edad caminas solo por el bosque?

—Mmm..., ¿me creerías si te dijera que he venido a buscar algo que he perdido?

—No lo creo.

—¿Y si te digo, en cambio, que estoy en una prueba de supervivencia?

—Tampoco.

Una de las tantas cosas afortunadas que tiene la amistad es que un amigo siempre sabe cuándo le mientes.

—Me escapé de la clase de supervivencia —confesé enrojecido, sin atreverme a mirar la cara de mi nuevo amigo.

Para mi sorpresa, Félix empezó a reírse como un loco. Y tanta fue la gracia que me provocó verlo, que no pude evitar contagiarme. Ahora éramos dos locos.

Una vez que nos cansamos de reírnos, le pregunté:

—Félix, ¿podrías explicarme lo que sucedió?

—¿A qué te refieres?

—Ese oso es tu amigo. ¿Cómo puede ser que un duende sea amigo de un oso, que además es gigante?

—¿Estás insinuando que ello no es posible?

—No lo sé. Siempre nos están advirtiendo con respecto a lo que puede sucedernos tanto con los osos como con los lobos...

—Sentémonos —dijo Félix.

Tan pronto lo hicimos sobre un pino caído, me miró.

—Voy a explicarte algo, Lui. Si bien pueden existir criaturas cuyos hábitos o costumbres no comprendas, debes saber que todas y cada una de las vidas que habitan el bosque cumplen una tarea en él. Y en la medida de nuestras posibilidades, debemos contribuir a su realización. Es por lo que la vida es sagrada. Una vez que asumes esto, concluirás que tanto los duendes como los osos, los lobos y el resto de los animales del bosque que conformamos la obra del Supremo Duende, podemos ser amigos. Pero si eso no te bastara, ¿has pensado en lo aburrido que podría ser el bosque sin estos animales?

Sin importar lo que dijera, sabía que mi miedo tanto por los osos como por los lobos seguiría tan intacto como siempre, aunque evitaría desilusionarlo.

—Además, por más difícil que sea la situación a la que te someta algo o alguien, siempre tendrás la oportunidad de confundirle con un poco de ingenio. En el momento que te valgas de lo imprevisto, lo que sea dudará y ganarás así unos preciosos segundos que te permitirán tomar la iniciativa. Pero sabe que nunca debes hacer nada que ponga en peligro ninguna vida, ya que todas son únicas e irrepetibles.

—Te prometo recordar lo que me has dicho. Pero ¿qué haces en Sabiópolis?

—Soy maestro de letras.

—¿Podrías explicarme de qué se trata? Recién comencé la escuela.

—Digamos que es la enseñanza de la obra de quienes escriben. Mira.

Félix seguidamente extrajo un pequeño libro de entre sus ropas, que abrió por la mitad.

—Este libro es mi preferido. Se llama Pensamientos y fue escrito hace muchos años por el poeta Teo de Piedrápolis. En él, Teo escribe para su amada duendecita. Escucha:

«A veces me pregunto:

¿qué sucede con el tiempo

que media entre que llegas y te vas,

que se parece al de un latido de mi corazón?

Lo primero que se me ocurre

es que debe ser algo extraordinario,

como eso que hace que un día sea diferente de los otros...

Entre varias teorías posibles

—porque lo he pensado largamente—,

la que me encanta,

sostiene que a tu alrededor

el tiempo deja de ser constante,

porque, como yo,

tampoco escapa de la magia que tú irradias».

Increíblemente, lo que Félix leyó se grabó en mi memoria sin dificultad alguna. Y a tal punto, que me supe capaz de repetir palabra por palabra todo cuanto dijo. ¿Por qué será que nuestra mente reserva el don de la memoria, para aquellas cosas que arbitrariamente ella elige?

Luego de estas breves reflexiones, lo había resuelto.

—Yo también seré maestro de letras, Félix.

—Me halagas. Pero ¿cómo has tomado una decisión tan importante respecto al futuro aquí y ahora?

—Acabo de saberlo, ¿crees que podré lograrlo?

—Todo dependerá de ti, Lui.

—¿Hay que estudiar mucho?

—Sin importar lo que hagas, siempre deberás estudiar. El aprendizaje en la vida no tiene fin.

Pero hubo otra cosa que también me deslumbró, y contener mi curiosidad resultó imposible.

—Félix, ¿podrías enseñarme a hablar sin voz? Me refiero a eso que hiciste con el oso.

Mi amigo me miró largamente, en silencio, como advirtiendo que había descubierto un secreto, aunque se esforzó por continuar con naturalidad.

—Claro, pero no creas que es difícil. Aparte de alguna indicación técnica que otra, únicamente es necesario que conozcas cierto principio.

—¿Qué es un principio?

—Es algo así como un camino que te trazas, y del que nunca te apartas sin importar los obstáculos que encuentres. Nosotros lo llamamos un fundamento vital inmutable. A modo de ejemplo, lo que te dije acerca de la vida es un principio.

—¿Nosotros...? Bueno, no importa. ¿Cuál otro debo conocer?

—La perseverancia es la madre de la excelencia. Si practicas paciente y constantemente, podrás dominar lo que te propongas.

A medida que iba descubriendo a Félix y pese a mi corta edad, deduje que estaba frente a alguien especial. Un sabio muy comprensivo, si era posible calificarlo así. Ningún duende que hasta ese momento había conocido parecía reunir todas sus virtudes.

—Ahora voy a decirte unas pocas cosas que es necesario recuerdes. ¿Listo?

—Sí.

—Nuestra mente es como un pequeño cofre que guarda todas las respuestas. Solamente hay que ser paciente y constante en la búsqueda. Aquella que corresponde a la pregunta sobre el procedimiento para que tus pensamientos vuelen como los pájaros, es concentración. Esta consiste en una combinación de elementos corporales y mentales. Mírame.

Félix abrió sus manos, las juntó y luego las puso de forma tal que parecían emerger de su pecho, igual a como vi que hizo con el oso.

Una vez que me miró, lo imité.

—Y ahora cierra los ojos, con lo que la secuencia corporal del procedimiento se completa.

Cuando los tuve cerrados, las siguientes palabras de mi nuevo maestro ya no las escuché a través de mis oídos, sino en mi mente.

—De aquí en adelante, tu mente debe hacer el resto, Lui. En primer término, piensa en mí, y luego dime lo que quieras.

Tan pronto como me concentré en Félix y me creí preparado, pensé:

—Félix, ¿me escuchas?

—Sí, Lui.

Tanta fue la alegría que me provocó haber hablado por primera vez con mis pensamientos, que no pude evitar lanzar un grito.

—¡Lo hice!

—Claro, Lui. Pero ten presente que el verdadero secreto para dominar cualquier cosa que te propongas, radica en desarrollar el hábito de la práctica. El éxito no se alcanza sin perseverancia.

Luego de reflexionar unos instantes, agregó:

—Obviamente, en lo que no debes perseverar es en las fugas de clase...

Y empezamos a reírnos otra vez como dos locos, cuando súbitamente intuí que se marcharía por increíble que me pareciera.

—Estás por marcharte y creo que no volveré a verte. ¿Es verdad? —lo que dije sorprendió a Félix.

—Eres muy intuitivo para tu edad, Lui. Es cierto que en algunos instantes deberé partir, ya que hay cosas que no puedo desatender, pero eso no significa que no volvamos a vernos.

Saber que se iba me entristeció. En una ocasión me dijeron que cuando despides a un amigo, es como si el Universo apagara miles de estrellas. Y aunque fuera de día, sabía que era verdad.

—Ten. —Estiró su brazo derecho con los Pensamientos de Teo en la mano.

—¿Qué haces, Félix?

—Te regalo mi libro predilecto. ¿Cómo piensas ser maestro de letras sin conocer la obra del gran Teo?

—Tienes razón —agregué.

Al ponernos de pie, los ojos de mi maestro parecieron brillar.

—Escucha bien lo que voy a decirte, mi pequeño amigo.

Félix se inclinó hasta quedar de mi altura.

—El futuro ya está escrito, Lui. Y tú, como elegido que eres, tienes una tarea muy importante que cumplir. Nada es casual. Nuestras vidas y las de otros están destinadas a cruzarse desde largo tiempo atrás. Lo que hagas por otros, lo harás por ti, ya que todos somos parte de lo mismo. Cuando sea el tiempo del que ahora te hablo, mucho más de lo que nunca imaginarás dependerá de ti. ¿Comprendes, Lui?

 

—Creo que sí —respondí, aunque no supiera a qué se refería.

Y sonreímos juntos por última vez.

—Hasta pronto, mi joven amigo. Algún día, no muy lejano, volveremos a vernos. Lo prometo.

Al dar la vuelta y caminar rumbo a casa unos cuantos pasos, miré atrás, pero ya no estaba. En el sitio que antes se encontraba Félix, había algo parecido a cientos de copos danzantes de luz blanca, que pronto se extinguieron. Y si lo que veía parecía imposible de creer, no menos lo fue el hecho de saber que algún día yo también viajaría así.

Instantes después...

—Maestro Ra... —dijo amablemente Félix.

El anciano que leía a la luz de una vela rodeado de libros en una cueva de las afueras de Osópolis, levantó la vista y sonrió.

—¡Oh, Félix! Mi hogar se honra con la presencia de mi amigo y sucesor.

—El honrado siempre soy yo, maestro.

—Eres muy amable con este anciano, Félix.

—Bien sabes que es el resultado de tus enseñanzas.

—Gracias. ¿Y bien? —La ansiedad ahora era más fuerte que el duende de pelo blanco.

—El Sabán es eternamente exacto, como tú bien sabes. En el tiempo y el lugar que intuí, el gran Dorek esperaba con mi sucesor.

—El viejo oso Dorek... —Sonrió—. Con los años parece estar más grande y luce aún peor…

—Para mí no ha cambiado nada. Todavía recuerdo cuando viniste a mi encuentro, y él me tenía agarrado por los aires. No fue hasta que me revelaste la verdad que dejé de soñar con él.

El anciano rio mientras Félix se sentó enfrente.

—Eso fue hace tanto tiempo, Félix... ¡Cuántas cosas han pasado desde entonces!

—Tienes razón.

—¿Y cómo es tu sucesor?

—Muy inteligente y extremadamente intuitivo para su edad. Por un momento creí que leía mi mente como tú ese libro. De ahora en adelante, debemos esperar a que sea el tiempo.

La ansiedad en el rostro de Ra cedió a la preocupación cuando volvió a hablar:

—Ayer he tenido otro sueño, Félix. —El anciano dejó de mirar a su amigo.

—Cuéntamelo.

—Temo que esta vez será peor de lo que jamás ha sido. El bosque inferior ya ha elegido al próximo Hechicero de las Sombras, y comienza a dotarlo de fuerzas alarmantemente poderosas. Temo que la próxima será la batalla final.

El anciano se puso de pie con dificultad y comenzó a caminar pensativo, apoyado en su bastón.

—Sin importar lo que suceda, sabes que lucharé hasta el fin si es preciso.

—No, Félix. No sé cómo decírtelo. —Ra miró ahora a Félix.

—¿Decirme qué, maestro?

—Ignoro la razón, pero tú nunca enfrentarás a este hechicero...

—¿Qué...? —Félix se puso en pie de un salto, perplejo.

—Lo siento, pero el sueño no me lo reveló. He visto a tu sucesor, el pequeño Guardián, luchando contra el hechicero en tu lugar.

—Es imposible; no está preparado. ¡No será su tiempo!

—Estás equivocado, Félix. Ninguno de nosotros jamás hubiera estado listo para lo que en esta ocasión sucederá. Esta vez será totalmente diferente a como siempre ha sido: ¡El hechicero se apoderará del Sabán!

—No puede ser... ¡Prefiero morir antes de entregárselo, maestro!

—Él hará cualquier cosa para ello esta vez, y finalmente lo obtendrá, Félix.

—Entonces todo habrá terminado: «Si el Duende de la Guarda es despojado, nada impedirá que las sombras se apoderen del bosque...».

—Todo es confuso en esta oportunidad, amigo mío.

—¡Pues prefiero destruir el Sabán antes de que caiga en poder del hechicero!

—¡No, Félix! Desde el momento en que lo hicieras, las sombras se sabrían vencedoras, y ya nada impedirá que esclavicen al bosque. Además, tienes que pensar en tu sucesor.

—¿Lui? Sin el Sabán nada impedirá que muera; y de la peor forma. El bosque le seguirá poco después. ¡Será el fin de todo, maestro! —lamentó Félix.

Apesadumbrado y pensativo, el anciano no respondió.