El derecho contra el capital

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La crítica de Marx a la concepción normativa e institucional de la democracia liberal

Eduardo Álvarez

El sentido histórico ante la complejidad de los procesos sociales

Marx sabía muy bien que la organización de la sociedad a través de la ley es una conquista de la civilización, al igual que lo es la escritura o la ciencia, de modo que a este respecto no conviene confundirse cuando enfocamos la cuestión del derecho y de su valor desde una perspectiva que trate de hacer justicia al sentido más genuino del pensamiento de Marx. Pues la crítica de Marx a la sacralización del derecho que lleva a cabo la cultura política liberal no debe llevar a pensar que despreciase lo que significa en última instancia la regulación legal de las relaciones sociales y el conjunto del aparato institucional del Estado, vistos desde una amplia perspectiva histórica. Aunque algunas de sus críticas pueden alentar interpretaciones sesgadas y simplificadoras, no debemos engañarnos a este respecto. Y, por eso, lo primero que conviene señalar es que Marx siempre aborda con sentido histórico la valoración de aquellas realidades sociales y políticas complejas que somete a juicio. Así, por ejemplo, su crítica del capitalismo no es incompatible con su reconocimiento de los muchos logros que promovió su desenvolvimiento en la Europa de los últimos siglos. En efecto, no sólo reconoce el inmenso desarrollo técnico y, en general, de las fuerzas productivas (incluyendo al conocimiento científico y el aprovechamiento humano de las fuerzas de la naturaleza) que el capitalismo ha traído consigo, sino que señala también lo que ha significado desde el punto de vista de la exploración y del desarrollo de los conocimientos geográficos y de navegación, o —en el orden del pensamiento— su significado en cuanto ruptura con el orden feudal y el dogmatismo religioso, así como su importancia en el proceso de secularización y de promoción del pensamiento crítico en general, etc. Y ese mismo sentido histórico que ve en el capitalismo, en términos generales, un progreso respecto de la sociedad feudal, es también lo que lleva a Marx a denunciar el retroceso que supuso en sus inicios, sin embargo, para el modo de vida de amplios sectores de la población europea, que vieron cómo de hecho empeoraba su forma de existencia cotidiana al quedar sometida al trabajo de un modo que suponía de hecho una explotación no conocida en épocas anteriores. En efecto, masas de campesinos que bajo el régimen feudal no necesitaban trabajar más que seis u ocho horas se encontraron, cuando el capitalismo alcanza su fase industrial, con que debían emigrar a las ciudades y, para subsistir, emplearse en fábricas donde tenían que realizar interminables jornadas de doce o catorce horas en condiciones penosas, insalubres y de intensa explotación. Y es que Marx piensa que el progreso histórico se compone de avances y retrocesos que deben evaluarse desde una amplia perspectiva histórica que haga justicia a la complejidad con que se presentan los procesos sociales. En este sentido, propio de un pensamiento flexible y de amplia perspectiva, es como debe comprenderse la conquista progresiva de mejores condiciones de trabajo por parte de los asalariados, que sólo penosamente, mediante su sacrificio, su lucha y su sangre, alcanzaron el reconocimiento de algunos derechos sociales. Y esos derechos, tales como el de huelga, el de un salario mínimo, el de la jornada de ocho horas, el de la prohibición del trabajo infantil, así como los derechos políticos de asociación, de libertad de expresión, de sufragio, etc., no los podía despreciar Marx, porque era muy consciente de su significado como conquista histórica así como del inmenso esfuerzo humano que costaron.

Así pues, lo primero que hay que hacer notar es la importancia del sentido histórico general con que hay que enjuiciar los fenómenos sociales, políticos, culturales y humanos en general, si hemos de seguir el ejemplo de Marx, que siempre se preocupó por comprender la complejidad de los problemas, con sus diferentes ángulos y matices. Ésa es una de las principales herencias teóricas del marxismo y así es recogida por algunos de sus más lúcidos seguidores, como Gramsci o el Lukács de Historia y consciencia de clase: la apelación al todo social, comprendido en su historicidad, tan sólo desde lo cual se ilumina el sentido de los procesos sociales y de los acontecimientos particulares. Y ese sentido histórico con el que Marx interpreta un fenómeno tan complejo como el capitalismo lo tiene también presente ante otras producciones humanas, como es el caso del derecho. Hay que decir, sin embargo, que no siempre encontramos en el pensamiento marxista, o que se reclama heredero de la obra de Marx, esa misma sensibilidad dialéctica a la hora de abordar realidades complejas como las del Estado de derecho, el ordenamiento jurídico-institucional o, en general, el Estado. Las denuncias por parte de Marx del componente ideológico presente en la concepción liberal del derecho y el Estado, así como la crítica con la que puso de manifiesto el carácter instrumental de éstos, en cuanto medios de los que históricamente se ha servido la clase dirigente para dar una cobertura legitimadora a su dominio social, hay que entenderlas en su contexto histórico y no como posiciones que puedan eternizarse e interpretarse aisladamente sin tomar en cuenta la historicidad de todas las realidades sociales. Pero lo cierto es que llegaron a convertirse en el núcleo de ciertas interpretaciones marxistas de carácter simplificador, que al calor además de las luchas políticas del momento, o bajo la presión de procesos revolucionarios en los que sólo contaba la eficacia del éxito inmediato, perdieron de vista el sentido dialéctico del planteamiento de Marx y llegaron a repudiar sin más las formas de la democracia liberal. Eso condujo al rechazo de principios como el de elección de representantes a través del sufragio, el del valor asignado a las formas del parlamentarismo, el de la división de poderes o el que defiende el Estado de derecho, juzgados todos ellos como principios engañosos sin eficacia democrática real, ya que generan la ilusión de un reparto equitativo del poder a base de desviar la atención hacia el plano superestructural de la ley y de las instituciones, formalmente iguales para todos, al tiempo que ocultan el plano donde en verdad se ventilan las relaciones de poder, que es el de la sociedad civil, donde se halla una fractura en función del acceso a la propiedad y un radical condicionamiento por las relaciones de producción existentes. Sin embargo, esa visión es simplificadora si se aísla de todo lo demás y se convierte en el único frente de la crítica, desatendiendo al significado emancipador que, aunque de manera limitada, traen consigo las conquistas de la democracia liberal, visto el asunto en amplia perspectiva histórica.

Sin embargo, y en términos dialécticos, hay que reconocer el momento de verdad que encierra esa visión que primero describe el hecho objetivo de la fractura que opone a las clases sociales entre sí y que, en segundo lugar, destaca también el hecho igualmente objetivo de que la dinámica de la sociedad de clases genera un velo ideológico que presta legitimidad a dicha fractura con la apariencia de que ante las instituciones del Estado todos los hombres son iguales en derechos. Ese fantasma ideológico, constitutivo del liberalismo, es él mismo también un hecho social objetivo promovido por la realidad social. De tal manera que debe reconocerse que las representaciones que los individuos se forjan acerca de su lugar en la sociedad, de los derechos que creen poseer y de la libertad con que ellos se creen capaces de abordar espontáneamente estas cuestiones, todo eso, tiene un carácter ideológico que responde a la presión de la mentalidad dominante, anclada a su vez en la estructura objetiva de la sociedad. Y destacar que esto último constituye un hecho social objetivo significa señalar que ese velo ideológico arraiga en la realidad objetiva y no es un resultado de la libre conciencia de los individuos. Como ha explicado de modo magistral Norbert Elias, desarrollando viejas ideas de Marx, la sociedad es un a priori para el individuo, no sólo en lo que concierne a su forma de vida, a sus costumbres o a sus ideas, sino incluso en lo que respecta a su condición como tal individuo, o sea, a la posibilidad misma de diferenciarse de otros y de constituirse como individuo separado. Por lo tanto, lejos de poder sostener la vieja oposición individuo-sociedad, tan cara a la mentalidad liberal, hay que decir, por el contrario, que el individuo es una forma de la sociedad, uno de los modos a través de los cuales ésta se expresa y se reproduce. La sociedad, en efecto, genera rituales, técnicas, relaciones de cooperación y de dominio, normas, instituciones, mitos, etc., pero también formas posibles de constituirse como individuos.96

El significado dialéctico de la crítica de Marx

Sin embargo, decíamos, la crítica que rechaza sin más las formas de la democracia liberal es simplificadora, en tanto se limita a destacar el carácter clasista de las instituciones y del sistema legal y a presentar las apelaciones a la ley, a los derechos ciudadanos y a las libertades conquistadas tras la Revolución francesa como meras estratagemas de la burguesía con las que ésta oculta su dominio de clase, asegura la defensa de la propiedad privada y disfraza la injusticia tras discursos moralizantes. Y aunque esta crítica está presente en la obra de Marx y ha inspirado la acción y el pensamiento de muchos de sus seguidores, lo cierto es que de su obra cabe extraer otras interpretaciones que no son incompatibles con el respeto a las conquistas del Estado liberal, siempre que se reconozca el carácter limitado de éstas y la necesidad de alcanzar su complemento en los logros de la democracia social.

 

La cuestión plantea varias caras y del enfoque que se adopte ante ella se derivan consecuencias muy diversas desde el punto de vista de la filosofía social y política. Pero el asunto de fondo que hay que dilucidar atañe al significado que asignemos a ciertos conceptos clave en la discusión política, que presentan además una dimensión antropológica y filosófica en general. Así, por ejemplo, y en relación con la libertad y la igualdad como valores que suelen recogerse en la parte dogmática de la Constitución de toda democracia liberal, el marxismo señala el carácter meramente formal de esos derechos (la libertad de expresión o asociación, la igualdad de todos ante la ley) cuando se presentan de un modo que hace abstracción de las condiciones materiales que les prestan su contenido y efectividad, sin las cuales quedan desnaturalizados como tales derechos. Pero eso no significa un rechazo al aspecto formal de la libertad o la igualdad, aspecto que también concierne al obrero que quiere expresar libremente su protesta o que quiere votar en igualdad de condiciones que aquellos pocos que podían hacerlo durante la época en que existía el sistema de sufragio censitario. A no ser que dicho aspecto formal se identifique con el concepto en su totalidad. En términos dialécticos hay que decir que dicho aspecto constituye tan sólo un momento del concepto y, por lo tanto, un momento de su verdad; pero es una falsificación presentar dicho momento aislado y separado como si se tratara del concepto en cuestión considerado en su totalidad. A este respecto, Marx adopta el principio dialéctico ya formulado por Hegel según el cual la verdad es el todo. Y el todo concreto implica siempre la unidad de la forma y el contenido, de manera que se produce una mistificación cuando se pretende definir la libertad o la igualdad por su mera forma y haciendo abstracción del contenido material que corresponde a estos conceptos. El problema radica, por lo tanto, en que el concepto liberal de la libertad o de la igualdad, aun estableciendo un principio irrenunciable, es insuficiente formulado en esos términos por carecer del contenido material que completa el concepto en cuestión y actualiza dichos derechos hasta hacerlos verdadera y efectivamente reales. La crítica de Marx se encamina aquí ante todo a denunciar el discurso alienante que persuade a los individuos de que ya son libres e iguales mientras están sometidos a un sistema que les subyuga al tiempo que genera en ellos esa ilusión.

Así en los Grundrisse,97 por ejemplo, Marx aborda esta cuestión en el contexto de una discusión sobre lo que Lukács, desarrollando esta crítica de Marx, llamará cosificación o reificación (Verdinglichung), como tendencia que promueve el capitalismo. Éste, en efecto, tiende a suprimir la relación de dependencia personal (como la que, en cambio, sí se daba entre el amo y el esclavo en el modo de producción esclavista o entre el señor y el siervo en el feudal) como base del nexo social: los individuos en el capitalismo, y como cuestión de principio, no están sometidos a otras personas que puedan hacer valer un derecho sobre ellos, sino que se encuentran sujetos a una situación del mercado en el que el estado de cosas les induce a contraer determinadas obligaciones en sus relaciones laborales. Es decir, el nexo social les viene determinado por el modo en que se les presentan las cosas, ya que al no disponer de medios propios de producción se ven obligados a vender su fuerza de trabajo a otros durante un tiempo determinado, con lo cual convierten su propio trabajo en una mercancía. De modo que el vínculo que el obrero establece con el capitalista que le contrata tiene el carácter de un contrato libremente acordado por las partes, por mucho que ese acuerdo formalmente libre le venga impuesto por su estado de necesidad, que es además el que le obliga a aceptar las condiciones laborales que propician su explotación. Así que esa relación entre patrón y trabajador, que es la marca distintiva del modo de producción capitalista, supedita las relaciones interindividuales no a vínculos de dependencia personal preestablecidos, sino a la división entre los hombres en función de que sean o no dueños de medios de producción. A partir de ahí, el obrero queda fijado a su trabajo y, sólo de manera indirecta, a aquel que lo contrata y explota para revalorizar su capital. Y eso genera en él la falsa conciencia de su libertad, ya que en principio es en efecto libre de romper el vínculo que lo ata a su tarea, aunque de facto no lo haga pues el desempleo sólo lo devuelve a la miseria en que se encuentran todos cuantos esperan en el “ejército de reserva” la ocasión de ser empleados. A través de esa subordinación a la lógica implacable de las cosas en el capitalismo, de su enajenación en el trabajo y de su sometimiento a la dinámica concreta que le impone la maquinaria y el ritmo de la producción, analiza Marx en diversos niveles el proceso de cosificación —al que él se refiere con el término “fetichismo”— que avanza y corroe el alma del individuo. En este sentido señala que, en general, el capitalismo crea la apariencia de que las relaciones entre individuos son relaciones entre cosas. E ilustra este principio en el famoso pasaje sobre el fetichismo de la mercancía del libro I de El capital, donde ironiza sobre la pretensión de interpretar el valor de la mercancía como una propiedad natural suya, al igual que lo es su color o su peso, ocultando las relaciones sociales que se encuentran causalmente en el origen de dicho valor. Ha habido en el pasado economías con mercado, pero el capitalismo es la primera economía de mercado que todo lo convierte en mercancía, incluyendo a aquello que eleva al hombre sobre su condición animal y lo convierte en propiamente humano: su capacidad de transformar el medio mediante el trabajo.

Pues bien, a partir del sentido con que Marx aborda esta cuestión sobre la libertad o la igualdad podemos entender mejor su posición en relación con la ética o el derecho y con la concepción que al respecto desarrolla la tradición liberal.

El lugar de la ética en el todo social

Sin embargo, para comprender el fondo de su posición nos parece que hay que atender a toda la complejidad de la cuestión y hacerlo con el sentido histórico del que antes hablábamos. En este punto conviene recordar lo que los más lúcidos seguidores de Marx, como Gramsci, Korsch o el primer Lukács, han señalado acerca de la necesidad de interpretar los procesos sociales desde la perspectiva de la totalidad que configuran. La sociedad constituye una totalidad dinámica en la que cabe distinguir diversos procesos que se desarrollan interconectados entre sí, siendo siempre el todo el que goza de una prioridad lógica, en cuanto está mediando en cada una de sus partes. Y el sentido del conjunto se hace más claro cuando atendemos al modo en que los individuos producen sus condiciones materiales de vida y, con ello, distribuyen los bienes y reproducen su forma de existencia. De tal manera que —en contra de la idea tópicamente repetida, sobre todo por las versiones del materialismo más dogmático— el nexo de dependencia fundamental en la sociedad no es el que de manera simple se señala entre la superestructura y la base material, sino más bien el que existe entre los fenómenos particulares y el todo social al que pertenecen y del cual son expresivos. Como señalaron, entre otros, Gramsci, el primer Lukács o —décadas más tarde— Horkheimer, el gran legado de Hegel en el materialismo marxista consiste en esta apelación a la totalidad social como vía para comprender el sentido de los fenómenos particulares que se producen en ella.

Pues bien, ése es también el enfoque que debe presidir la discusión sobre el asunto que nos ocupa. En términos generales, hay que decir que la ética, al igual que el derecho, la filosofía o la ciencia, es un fenómeno en el que el todo social encuentra una expresión concreta. Su radical inmanencia a la historia y al modo en que se desenvuelve en ella el conjunto de la dinámica social significa que —como en su día destacó Gramsci mejor que nadie— no existe un punto de vista trascendental privilegiado en el que se constituyan los principios jurídicos o los valores morales, como si fueran independientes de la historia. Por eso, a partir de este planteamiento de Marx no tiene sentido aferrarse a la separación entre el ser y el deber-ser al modo en que lo hicieron algunos marxistas de la II Internacional que buscaron en Kant el fundamento filosófico de su llamada a la revolución, haciendo de ésta una especie de imperativo categórico como si el cumplimiento de la justicia fuera una exigencia ética que había que considerar en el plano del deber-ser, concebido como autónomo e irreductible al plano de la realidad social que describe y analiza el científico. Por el contrario, el legado de Hegel en el marxismo significa que el deber-ser surge del ser. ¿De dónde si no? Y expresa el conjunto de aspiraciones e ideales que se forjan los hombres en una situación histórico-social dada. Porque la conciencia que los individuos se forman sobre la realidad —incluida la conciencia moral y política que incita a su transformación— es ella misma también parte de esa realidad. La conciencia sobre los hechos sociales es también un hecho social. Las representaciones acerca de la realidad son también una parte expresiva de ésta. Y, por eso, la cuestión de la moralidad no puede remitirse a ningún tipo de conciencia trascendental ni a una razón pura que pudiera determinar la voluntad a priori; o sea, no puede entenderse de manera ahistórica.

En relación con la ética, en la perspectiva de Marx sólo cabe hacer una doble consideración:

1) Los seres humanos disponemos de la capacidad moral, la cual implica el poder de despegarnos de los hechos inmediatos para hacer posible su enjuiciamiento, trascendiendo así aquello que es para verlo desde lo que podría o debería ser. Esta consideración antropológica de carácter universal no está explícitamente formulada por Marx, pero es un supuesto que se deriva del conjunto de su obra y que comparte buena parte de la filosofía moderna. Y que se deduce además del respeto que Marx sentía por Darwin. Hoy podríamos enunciar esta consideración indicando el carácter estructural que la disposición moral tiene para el hombre en tanto producto de la evolución biológica. Y esta consideración es además acorde con la concepción marxiana del hombre como el animal que produce sus propias condiciones de vida rebasando así lo meramente dado por la naturaleza: el hombre produce también sus condiciones morales de vida.

2) Esa capacidad moral como rasgo estructural humano de carácter universal se actualiza con unos contenidos particulares u otros (valores, normas, ideales, etc.) en función de las pautas culturales dominantes en una sociedad, pautas que se corresponden con el todo social en cuanto modo de producción, que varían históricamente y de unas sociedades a otras, y que tampoco son uniformes en las sociedades complejas. Esos contenidos morales adoptan la forma objetiva que revisten las normas o los valores compartidos (la eticidad o Sittlichkeit, en el lenguaje hegeliano), pero originan también una vivencia subjetiva en la conciencia individual (es lo que se corresponde con el momento de la moralidad o Moralität), vivencia que se explica a partir de aquella capacidad moral como rasgo antropológico general junto con la interiorización de las pautas culturales objetivamente existentes.

Esta apelación al todo social concebido en su historicidad como vía de explicación en el terreno de la ética ha de hacerse extensiva a la consideración del derecho.

La cuestión del derecho y las instituciones en la democracia liberal

Recordemos que el Estado de derecho implica que se cumpla con las prescripciones que marca la ley, entre las cuales se hallan por cierto aquellas que obligan al patrón a pagar un salario mínimo o a respetar el límite establecido de horas de trabajo. El que dichos derechos se reconocieran en leyes escritas es un logro del movimiento obrero. Sin embargo, como hemos dicho, la cuestión del Estado de derecho a partir de la crítica de Marx al liberalismo presenta diversos ángulos, algunos de los cuales fueron destacados por él de manera más enfática que otros, debido a las vicisitudes de las luchas en que se vio envuelta la vida de Marx. De entrada, hay que decir que el ordenamiento jurídico-institucional del Estado es un componente particular del todo social y, como tal, debe entenderse también como una expresión limitada de éste. Por otro lado, el carácter de realidad histórica de las leyes y de las instituciones se pone de manifiesto en cuanto comprendemos su origen en la dinámica de la sociedad, así como la función que vienen a cumplir en ésta como respuesta a las aspiraciones de los hombres de fijar normativamente formas de conducta que satisfacen a las relaciones de poder dominantes. La fijación por escrito de la ley en el proceso de codificación y en el movimiento histórico que da lugar a las constituciones de los Estados surge para limitar o incluso someter el poder absoluto del soberano en la crisis del Ancien Régime, cuyo crepúsculo corre en paralelo a las revoluciones burguesas que se desarrollan a lo largo de todo el siglo XIX. El auge del parlamentarismo y de los sistemas políticos de corte liberal regulados por la división de poderes responde a esa misma dinámica. Pero el reconocimiento del carácter burgués con que históricamente aparece ese sistema de ordenación legal-institucional no significa para Marx que dicho sistema haya de ser descalificado sin más, por mucho que la crítica revele que su razón de ser última se encuentre en determinadas relaciones de poder. Aquí hay que apelar de nuevo al sentido histórico que preside el enfoque de Marx.

 

Sin duda este reconocimiento del interés material —y, en última instancia, de clase— y del estado de fuerza que se encuentra en la génesis de las leyes e instituciones y que subyace siempre a éstas es un punto clave de la crítica de Marx. Y en este punto conviene recordar que mucho antes que Foucault ya Marx puso de manifiesto cómo el poder fluye en el plano de las relaciones sociales y en qué modo su fijación en leyes e instituciones debe entenderse como la apariencia de un orden que esconde el ejercicio de la violencia social y las relaciones de dominio. Pero no lleva este enfoque hasta el punto de relativización al que llega Foucault, para quien finalmente el poder no se detenta, sino que tan sólo fluye, de manera que se hace imposible discriminar en términos valorativos entre democracia y dictadura, ya que ambas serían por igual apariencias ilusorias, insustanciales y carentes de verdadera importancia que se superponen a lo que realmente importa, que es la “microfísica del poder” fluyente e intangible. Pues aunque Marx revela el modo en que el Estado se constituye como superestructura de poder en relación con la sociedad civil, eso no significa para él que la forma que pueda adoptar el Estado sea irrelevante ni tampoco que se trate de una mera apariencia ilusoria. Por el contrario, Marx reconoce a diferencia de Foucault que aquella genealogía sigue un proceso de acuerdo con el cual ciertas relaciones de poder que se encuentran en la sociedad civil se canalizan a través de instituciones, mismas que llegan a ser así centros donde el poder se detenta. De modo que no es irrelevante ni mucho menos la forma en que se organiza políticamente el Estado para consolidar y justificar en el nivel superestructural las relaciones de poder existentes en el plano de la sociedad civil. No es lo mismo, por tanto, el totalitarismo fascista que la democracia liberal.

Así pues, Marx descubre el carácter relativo de los sistemas normativos y su dependencia respecto del conjunto de la totalidad social a la que pertenecen. Esa relatividad explica en qué modo fueron históricamente posibles y aclara de paso por qué toda sacralización del derecho positivo o de las instituciones y formas del Estado entraña la adopción del enfoque trascendental que, como hemos visto, Marx rechaza por ser incompatible con la inmanencia al devenir histórico de todas las creaciones humanas. Pero el reconocimiento de las relaciones de poder que se ocultan tras las conquistas jurídicas e institucionales —reconocimiento que impide su sacralización— no tiene por qué conducir a su descalificación. Del mismo modo que el reconocimiento de que los llamados “derechos humanos” son una conquista alcanzada en una cultura y época particulares no pone en cuestión su aspiración a la universalidad. No existen leyes o instituciones que puedan justificarse apelando a sentidos absolutos de valor extrahistórico. La superación de la metafísica y de la filosofía trascendental pone de manifiesto que no existen más sentidos en el mundo que aquellos que los hombres han logrado introducir en él a través de sus luchas para regular las relaciones sociales. Pero la historicidad de las conquistas humanas no significa que éstas no puedan aspirar a la universalidad, aunque se trate de una universalidad fundada no en términos metafísicos sino en el ideal compartido —y aparecido progresivamente en la historia— de la esencial igualdad entre los hombres.

En ese contexto hay que plantear el sentido de la crítica que sostuvo el marxismo clásico en contra de la vía parlamentaria como medio de emancipación política. He aquí una cuestión que ha desatado numerosas polémicas y ha alentado en el pensamiento liberal la idea de que el marxismo es incompatible con el ideal democrático. Sin embargo, esta interpretación nos parece superficial, aparte de interesada, y como tal ha sido frecuentemente utilizada como arma dialéctica en el debate político. Pues bien, frente a ello lo primero que hay que señalar es que, de hecho, Marx no pone en cuestión la democracia como ideal político, sino más bien la expresión limitada y parcial de la misma, que deja fuera a la inmensa mayoría del acceso a los derechos sociales y que trata además de imponerse como si esa versión limitada ya constituyera por sí misma el cumplimiento realizado de dicho ideal. Y hay que recordar además que ya desde sus textos juveniles se invoca el comunismo como la más plena y radical realización de la democracia, y no como una alternativa a ésta. En ese sentido, tanto el rechazo del parlamentarismo, juzgado como expresión de la cultura política burguesa, como también la propuesta de su sustitución por el sistema de los consejos obreros, que realizaría el ideal de la democracia social —que fue la posición de Marx, con la que él valora la experiencia de la Comuna de París, pero también la posición de los clásicos del marxismo, como Lenin, Gramsci y Lukács, entre otros— tiene que entenderse, vista la cuestión en una amplia perspectiva histórica, como una expresión del rechazo de aquellas formas de la democracia liberal que fueron usadas para imponer de facto y de iure un dominio de clase que en la práctica negaba el acceso a los más elementales derechos a la gran mayoría de la población. Es decir: la pretensión de organizar el poder político mediante los consejos obreros significaba no tanto el repudio del ideal de una representación de la voluntad popular interpretada en términos verdaderamente democráticos, sino más bien el reconocimiento de que la institución parlamentaria no representaba en la práctica dicho ideal igualitario. En ese sentido, el rechazo del parlamentarismo no ha de entenderse como la negación de la democracia, sino, al contrario, como el rechazo de la pretensión de hacer pasar por democracia lo que sólo constituye un elemento particular de su definición: el aspecto formal que se abstrae y se quiere hacer valer de manera separada, estrategia que siempre guio al pensamiento político liberal. Pero la verdad es el todo y la fijación en uno de sus momentos particulares, como si éste valiera por la totalidad misma, es una falsificación del concepto.

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