Este día importa

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Carlos Cuauhtémoc Sánchez





este día



importa







ISBN 978-607-98664-8-8



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Derechos reservados:



D.R. © Carlos Cuauhtémoc Sánchez. México, 2018.



D.R. © Ediciones Selectas Diamante, S.A. de C.V. México, 2018.



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TABLA DE CONTENIDO





Introducción







1







2







LA PERLA DE ESTE DÍA







3







4







ENERGÍA PARA CADA DÍA







5







6







PENSAMIENTOS Y EMOCIONES







7







PROTEGE TU DÍA DE PALABRAS NECIAS







8







PROTEGE TU DÍA DE MANIPULADORES







9







10







DÍAS PLANOS O ESCALABLES







11







FACTOR “MOSCA EN LA SOPA”







12







LOS PROBLEMAS DEL DÍA A DÍA







13







COLAPSO DE CRISIS







NUEVO CÓDIGO DE DEFENSA







14







ASESÓRATE CON CUIDADO







15







EL PODER DE LOS SUEÑOS







16







EL PODER DE UNA VISIÓN







17







VIVE EL DUELO







18







19







20







21







CONVICCIONES







CAPITAL MENTAL







22







NUESTRA VACA







23







SER PRODUCTIVOS







24







25







ALERTAS DE PELIGRO







26







REALIZACIÓN DIARIA







27







DÍAS BUENOS Y MALOS







28







29







MISIÓN POSIBLE







30







31







RUTINAS DE COMPETITIVIDAD







32







33







ALIANZAS







34







35







36







PODER LEGÍTIMO







SIETE PALABRAS MÁGICAS QUE DAN PODER







37







Club “Creadores de días grandiosos”






Introducción



Acaba de terminar el año más raro en el planeta: 2020. El de la plaga sars-cov2 que acabó con cientos de miles de vidas, millones de empresas, empleos y proyectos en todo el mundo. Fue un año en el que todos cambiamos nuestra forma de vivir y ver la vida.



Entre muchas de las cosas sorpresivas que trajo para mí ese año pandémico, hay una extraña carta. Jamás la esperé. Cuando la leí, me quedé impactado, sabiendo que debía hacer algo.



La carta primero me desconcertó y después me llevó a recopilar buena parte del material que escribí durante 2020: la metodología sobre cómo enfocarnos en crear grandes días y añadir a cada uno (de forma consciente) un valor excepcional.



La extraña carta me conectó de nuevo con mi entrañable y querida amiga Ariadne. Tenía muchos años sin saber de ella.



Yo tuve tres amigos que marcaron mi juventud. Sheccid (me empujó, con un enamoramiento idealizado, a convertirme en escritor). Ariadne: su compañera pecosa y dulce, me sacó de mi timidez), y Salvador: me enseñó a divertirme y a reír.



He escrito mucho sobre Sheccid, pero no de Ariadne. La mujer con quien tuve una relación indescifrable, digna de análisis. Cuando yo era un adolescente tímido y lo único que sabía hacer era escribir, Ariadne tuvo la paciencia para escucharme e invitarme a hablar. Se convirtió en la única persona con quien me sentía cómodo charlando. Llegamos a tener pláticas tan profundas que nos hicimos grandes amigos. Pero cuando Ariadne abandonó la adolescencia, se convirtió en una de las mujeres más sensuales y hermosas que conocí, nuestras charlas intimistas se contaminaron por deseos corporales difíciles de contener. Mis instintos masculinos me consumían por ella, y aunque ella estaba enamorada de mí, de manera inexplicable (así de extraños e insondables son los caminos del cerebro humano), mi espíritu no la amaba como mujer. Teníamos una relación atrayente y repelente a la vez, como los cables de alto voltaje que, aislados, se complementan, pero que ante la más mínima fisura en su cubierta se queman y hacen explosión. Muchas veces pude embarcarme con ella en una aventura en la que, al menos, las ansias físicas de los dos se vieran satisfechas. Pero nunca quise. La respetaba de forma tajante, como se respeta a una hermana o a una madre. Era tanto mi cariño amistoso hacia ella que puse barreras para no vulnerar nuestra relación. Ella interpretó eso como desprecio y nuestra relación se dañó de todas formas.

 



Dejamos de vernos por largo tiempo. Supe que tuvo varios noviazgos infructuosos. También supe que en una junta de exalumnos encontró a mi amigo Salvador, con quien comenzó a salir. Se hicieron novios. Tal vez Salvador le recordaba algo de mí, o tal vez ella halló en él lo que yo nunca le quise dar.



La última vez que vi a Ariadne y a Salvador fue en su boda. Me invitaron, creo que por compromiso. Yo estaba recién casado con una mujer maravillosa que ha sido mi compañera desde entonces. Aunque asistí a la boda de mis dos entrañables amigos de la juventud, no me pidieron que participara en la celebración. Ni mi esposa ni yo fuimos requeridos como padrinos, ya no se diga de arras, lazo o anillos, pero ni siquiera de cojines, arroz o recuerditos. Fui testigo de su casamiento y presencié la ceremonia con lágrimas en los ojos, conmovido de verdad, deseándoles que fueran felices como en los cuentos.



Nunca volví a saber de Salvador y Ariadne. No los busqué jamás ni ellos a mí. Comprendía que había algo en mi persona que les incomodaba. Con toda seguridad, Ariadne le confesó a su esposo el amor que me tuvo; ese amor obsesivo compulsivo, casi tan enfermizo y anormal como el que yo le tuve a su compañera Sheccid. Y por eso quizá Salvador prefirió cortar nuestra amistad. Yo hubiera hecho lo mismo. Ariadne era una diosa, una mujer hermosísima e inteligente; y cualquier hombre que se hubiese casado con ella se sabría tan afortunado, que habría hecho lo posible por impedir que su esposa tuviera ojos para alguien más; ni siquiera de forma retrospectiva. Ese debió ser el final de la historia, de no ser por la llegada de esa extraña carta.





Querido lector

1

: la vida está conformada por días, y los días se van muy rápido. Tanto que, cuando menos nos demos cuenta, se nos habrán acabado. Como le pasó a Ariadne.



1

 Léase lectora, también. En este libro evito hacer aclaraciones respecto al género de las palabras. Todo lector (lectora) inteligente entiende que, en el castellano, la morfología gramatical de adjetivos y adverbios masculinos comprende a hombres y mujeres. (Amigas defensoras de la igualdad de género: el idioma español, tal como es, las incluye a ustedes también).




1





Querido José Carlos:



Mi abuelo falleció por el virus sars-cov2. Era un artista plástico excepcional. Sus pinturas y esculturas han dado la vuelta al planeta. A pesar de ser una persona pública famosa, tuvo un sepelio desierto y una cremación rápida, como si el mundo entero quisiera deshacerse cuanto antes de su cuerpo.



No pudimos estar con él en sus últimos momentos, no pudimos abrazarlo ni darle el consuelo, ni el amor, ni el apoyo espiritual que merecía, y que él siempre nos dio.



Este virus es así. Con algunos convive pacíficamente y a otros les arranca no solo la vida, sino la dignidad de la muerte.



Ahora, en la casa de mi abuelo vivimos solo tres personas: mi padre, mi hermano menor y yo. La finca es enorme y cada uno está procesando el duelo de forma aislada. Eso hace que el sitio se sienta todavía más grande y frío.



Ayer entré a la habitación de mi papá a llevarle su cena. Lo encontré debajo del escritorio. ¡Estaba hecho un ovillo con la cabeza pegada al suelo, metido en el hueco para las piernas! Me asusté. Le pregunté qué le pasaba y me di cuenta de que estaba llorando; no quiso hablar, ni moverse. Se encontraba sin energías… Nunca lo había visto desmoronarse así. Ni siquiera cuando murieron mi madre y mi hermano mayor. En aquella ocasión también a mi papá lo perseguía la culpa de no haber estado ahí; decía que él pudo haber evitado el accidente. Pero a pesar del remordimiento, logró recuperar la fuerza y levantarse.



Ahora es distinto. Peor. De nuevo la culpa lo ahoga como si tuviese una losa de concreto encima, aunque esta vez, a su entender, él fue quien causó el accidente. No para de decir: “Yo traje el virus a la casa y contagié a mi propio padre”.



Dejé su cena sobre la mesa y salí del cuarto mareada, confundida. Contagiada de un agotamiento físico y emocional que me llevó a los linderos del desmayo.



Fui a buscar a mi hermano menor y me di cuenta de que no estaba. Tal vez había escapado de nuevo para emborracharse o drogarse. Entonces me desplomé en el sillón de la sala, sin poder llorar, pero ahogada por una profunda congoja. Apenas tuve fuerzas para tomar mi computadora y te busqué en internet.



He leído varias veces tu libro en el que hablas de Sheccid y Ariadne. Sé de memoria cada detalle. Crecí enamorada del personaje principal, pero también enojada con él, porque se dejó despreciar por Sheccid y nunca le hizo caso a Ariadne (quien de verdad lo amaba). Aunque la historia sucedió hace más de cuarenta años, la forma como planteas el amor ideal entre los jóvenes sigue vigente. Tú has sido mi guía y mi inspiración durante mucho tiempo. Al igual que Ariadne, te amé en secreto y al igual que Ariadne, aprendí a olvidarte. Ahora, no sé por qué, me acordé de ti. Estoy viviendo una situación de extremo dolor.



Entré a tu grupo de redes que llamas club “creadores de días grandiosos”. Había una reunión por Zoom. Me uní y me quedé quieta, escuchando, nutriéndome con lo que le decías a tus amigos y con lo que ellos te decían a ti. Me gustó el ejercicio de apoyarse mutuamente y de enfocarse en el día a día para lograr salir de la crisis.



Soñé con la fábula de aquel hombre que estaba a punto de morir y encontraba una bolsa de piedras en la orilla del río. El concepto de aprovechar cada día al máximo, porque eso es lo único en lo que tenemos control, me retumbó durante el sueño. En esta casa, mi padre, mi hermano y yo estamos tirando, como esas piedras al río, nuestros días a la basura, uno a uno, desde que murió mi abuelo.



Hoy en la mañana fui a ver a mi papá y lo hallé dormido. Lo invité a salir del cuarto. No quiso. Giró sobre su cuerpo y se tapó con las cobijas. Le dije:



—Tienes que reponerte, papá; cada día importa y estás desperdiciando tus días.



Me contestó con voz muy baja:



—Ya nada tiene sentido. Perdí mi trabajo y perdí a mi familia.



Me quedé fría al escuchar esas palabras. ¿Y yo qué soy para él? ¿Su mascota? ¿Su sirvienta? ¿Un fantasma? ¿Y mi hermano menor no cuenta? Le di la oportunidad de corregir y le pregunté:



—¿No nos consideras tu familia? ¿Ni a mí ni a Chava? Hasta donde sé, todavía te quedan dos hijos, que, por cierto, se sienten muy solos y te necesitan.



Pero no contestó.



¿Por qué un hombre como él, que siempre fue ejemplo de trabajo y fuerza, ahora está tan disminuido? Parece un muñeco mecánico al que le quitaron las baterías.



José Carlos. Te escribo esta carta para pedirte un favor enorme. Sé que tal vez te parezca descabellado. Sin embargo, estoy desesperada y no te lo pediría si no fuera importante. Quiero que vengas a la casa, que hables con mi padre, que platiques con mi hermano y conmigo. Mi papá te conoce. Te conoce muy bien; y tú a él. Se llama Salvador. Estudiaron juntos la secundaria y el bachillerato. ¿Lo recuerdas? Salvador, tu amigo.



Por cierto, se me olvidó decírtelo: mi madre era Ariadne.





Atte.



Amaia




2





La lectura de los últimos párrafos de la carta me provocó un escalofrío lento y profundo que recorrió mi piel desde la punta de los pies hasta la coronilla. Después me quedé quieto, respirando con rapidez. Tardé en razonar.



¿La hija de Ariadne me había escrito?



¿Y dijo que su madre había muerto? ¿Eso entendí?



Repasé los párrafos con mucho cuidado.



Sí. Eso decía. Al parecer, Ariadne murió en un accidente junto a su hijo mayor. Le sobrevivían su hija intermedia, su hijo menor, quien por lo visto se había vuelto drogadicto, y su esposo, Salvador, mi viejo amigo.



Al repasar la carta, atrajo mi atención que la hija de Ariadne se hubiese animado a escribirme solo después de escuchar la reunión del club “creadores de días grandiosos” en la que hablamos de una fábula, una bolsa de piedras a la orilla del río, y el concepto apremiante de aprovechar cada día.



Estaba tan impactado, que fui a mis apuntes y repasé lo que había movido a la chica a contactarme.



LA PERLA DE ESTE DÍA



Un hombre caminaba por la ribera de un caudaloso río. Estaba preocupado porque le habían diagnosticado una enfermedad incurable y no tenía dinero para dejarle a su familia. Si él moría, su esposa y sus cinco hijos quedarían desprotegidos. Entonces se sentó frente al río y rogó:



—Dios, tú sabes que he tenido una vida difícil e intensa; años buenos y malos, pero sobre todo malos; he cometido aciertos y errores, sobre todo errores; un largo historial de éxitos y fracasos, sobre todo fracasos. A pesar de eso, también sabes que soy un hombre que ama a sus hijos y a su esposa. Ahora que voy a morir, ayúdame a dejarles algo para mantenerse.



Se hizo de noche; el hombre caminó encorvado y desanimado. Pensó que el Creador estaba demasiado ocupado para escuchar su oración.



En la oscuridad de la noche halló una bolsa de piedras de río. Algún niño la habría dejado ahí. Entonces comenzó a pedirle un milagro a las piedras, como hacen los supersticiosos cuando arrojan monedas a las fuentes. Aventó una a una, pidiendo deseos. Cuando le quedaba la última, antes de arrojarla, se dio cuenta de que era demasiado tersa; la miró de reojo y descubrió que se trataba de una perla de gran valor. En su sorpresa la dejó caer, y el río profundo y caudaloso se la llevó.



Volvió a sentarse para mirar la vertiente; asustado, enfadado, asombrado; cerró los ojos y pudo percibir en su interior la voz de Dios que lo amonestaba:



—Te regalé una bolsa con perlas. Cada perla representaba uno de los días extraordinarios que has creado en los últimos años. Era tu legado.



El hombre estalló en llanto y se desmoronó.



—Perdóname, Señor… Ahora entiendo que cada día que hice bien las cosas se convirtió en una perla, y esa era la herencia para mu familia. Déjame tenerla de vuelta por favor.



Caminó de regreso a su casa; encontró otra bolsa similar. La abrió esperanzado, y se dio cuenta de que solo tenía piedras. Aun así, la anudó y la llevó a su casa.



A la mañana siguiente su esposa lo despertó.



—Amor, ¿qué es esto? Anoche cuando llegaste dejaste una bolsa sobre la mesa. Dijiste que eran piedras. ¡Pero son perlas! ¿De dónde salieron?



El hombre, llorando de alegría, abrazó a su mujer y le dijo:



—Se me ha dado una segunda oportunidad. En esta bolsa está mi legado. No es mucho, pero todo lo bueno que he hecho en la vida se encuentra contenido aquí. Te lo obsequio, amor. Es el resumen de todos mis días.





Nuestra vida es una colección de días. Cada día puede (o no) ser una perla, dependiendo de lo que hagamos con él. Si en veinticuatro horas logramos ser productivos, constructivos, benéficos, positivos, convertiremos ese día en una perla. Podemos coleccionar cada perla engarzándola en un collar que representará nuestra vida.



Se dice que, al morir, veremos nuestro resumen. Un compendio de lo que hicimos en imágenes presentadas de manera rápida, como una sucesión de fotografías. De ser así, estaremos en presencia de los momentos más importantes (buenos y malos, pero importantes); de los días más remarcables de nuestra vida.



El “todo” está conformado por pequeños elementos. Y un “todo” fabuloso se conforma de pequeños elementos fabulosos. Un gran libro es una colección de grandes capítulos. Una gran obra de teatro es una colección de grandes escenas. Una gran amistad es una colección de grandes convivencias.



La vida es una colección de días. Una vida extraordinaria es una colección de días extraordinarios. Una vida miserable es una colección de días miserables. ¿Queremos tener una vida extraordinaria? Pues comencemos creando una colección de días extraordinarios. ¿Cuál es la diferencia entre lo ordinario y lo extraordinario? ¡El extra!, ese algo más que no tiene lo ordinario.



Somos creadores de grandes días. Por definición, el líder enfocado deja huella y trasciende porque se concentra en hacer de cada día un gran día. Hagamos que este día importe. No mañana ni pasado mañana. ¡Este preciso día! Porque es el único que tenemos, y el único que podemos moldear. Hagamos de nuestra vida una gran vida enfocándonos en hacer de cada día un gran día.

 




3





Después de leer la carta de Amaia y repasar los conceptos que la motivaron a escribirme, puse atención en el número debajo de su nombre. Eran diez dígitos de un celular.



No lo pensé dos veces. Le marqué.



Escuché una voz de mujer joven, con timbre peculiar, más grave de lo normal, como si hubiese enronquecido de tanto llorar.



—Hola —me identifiqué—. Soy José Carlos. El escritor.



Guardó silencio. Después de varios segundos corroboró:



—¿De veras eres tú?



—Sí, Amaia. Acabo de leer tu carta. Es increíble todo lo que me dices. La última vez que vi a tus papás fue cuando se casaron.



—Lo sé. No quise importunarte, pero de verdad necesito ayuda —aunque su voz era pausada y de dicción perfecta, dejaba entrever una clara mortificación—. Como te expliqué en la carta, mi papá está tan deprimido que no puede levantarse de la cama; parece, como te dije, un muñeco al que le han quitado las baterías. Vivimos en una especie de rancho, en una mansión campestre que siempre fue el sitio más alegre y lleno de paz, pero hoy está envuelto en una sombra de muerte. La energía negativa es tan evidente, que pienso que mi padre podría suicidarse en cualquier momento.



—¿Dónde viven, Amaia? Dame tu dirección.



Comenzó a dictar.



—Espera —corrí por lápiz y papel. Anoté el domicilio; no me pareció conocido.



—Y eso, ¿dónde está?



—Es un fraccionamiento a las afueras de la ciudad. En el norte. Colinda con el bosque. Se llama Fincas de Sayavedra.



—Mañana voy. A las diez, ¿te parece bien?



—Sí. Perfecto.



¡Era la hija de Ariadne! Sentía como si mi propia amiga me estuviese pidiendo ayuda para su familia. Me dolía mucho que Ariadne ya no viviera, pero me asombraba la forma increíble en que este mundo redondo siempre nos regresa a los orígenes, y nos da la oportunidad de devolver el bien que recibimos.



—Gracias, José Carlos —dijo la joven—. Nunca pensé que me contestarías el e-mail. Mucho menos que me llamarías.



—Al contrario, Amaia. Gracias a ti por haberme buscado.



—¿Sabes? Me gustaría mucho empaparme de lo que hablan en ese grupo de lectores con quienes te reúnes en línea. En mi casa hay una debilidad crónica. Quisiera aprender a tener más energía. Y transmitírselo a mi papá y a mi hermano.



Todo el mundo tenía acceso a los videos que grabé durante la pandemia, pero nadie, hasta ese momento, tenía el material escrito con las ideas ordenadas. Pensé que, si organizaba mis apuntes del año y se los daba como un obsequio especial, lo apreciaría.



—A propósito, qué curioso —agregó antes de despedirse—. Justo en estos momentos, pensaba escribirte una segunda carta. Pero ya no voy a hacerlo. Mejor mañana platicamos.



—Hazlo. Me encanta tu forma de escribir; deberías ser escritora.



—Tengo una novela a la mitad.



—Pues termínala.



La imaginé sonriendo, con una combinación de esperanza y tristeza.



—Claro —contestó—. Algún día.



Después de la llamada, escribí un texto que copio a continuación. Luego me dediqué varias horas a organizar mis apuntes del club “creadores de días grandiosos” y a imprimirlos. Se los llevaría como regalo.





Estamos en el primer trimestre de 2021; se habla de una vacuna que no llega y el mundo sigue adaptándose a una nueva normalidad.



Los noticieros de diciembre fueron escalofriantes. Vimos en el resumen del año escenas de calles vacías, negocios cerrados, hospitales del mundo atestados de enfermos, coliseos llenos de cadáveres, personas aplaudiendo por la ventana para saludarse de un edificio a otro, niños y jóvenes estudiando a distancia, pegados a un monitor. Recordamos la forma en que estuvimos encerrados, y nuestros propósitos fueron amputados. Nos dijeron “quédate en casa”, “no trabajes”, “no vayas a la escuela”, “deja de ponerte metas”, “no hay dinero”, “no vas a ganar dinero”, “el comercio está en pausa”, “las finanzas a la baja”.



El año que pasó nos dimos cuenta de cuán vulnerables somos y de lo frágil que es nuestra existencia. Comprendimos que el mundo real puede cambiar de un momento a otro, pero que nuestra verdadera batalla está en el mundo mental. Porque es ahí, en la mente, después de perder dinero, trabajo, crecimiento; después de ver nuestros planes y proyectos truncados; después de perder a un amigo o a un familiar por el virus, donde