Read the book: «Zahorí II. Revelaciones», page 5

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Dudas

Incluso estando en la biblioteca con el jazz a un volumen elevado, escuchó el grito de Marina desde el segundo piso. Tendían a decirle que ella era una ostra, pero lo cierto es que las tres compartían esa característica, así que algo grave había pasado, de lo contrario, su hermana no gritaría así. Guardó los papeles dentro del sobre café, lo escondió debajo de la pila de libros que estaban encima del escritorio y salió corriendo de la biblioteca. Sus pies producían un estruendo sobre la madera envejecida, incluso estando descalza. Cruzó la galería, subió las escaleras dando saltos de a dos escalones. Escuchó que Mercedes, detrás suyo, le preguntaba qué pasaba, pero no tenía tiempo para responder, mucho menos para esperarla, así que siguió su camino. ¿Habría atacado un oscuro ahí mismo, en la casona? Marina era distraída y alguien distraído es alguien vulnerable. Pasó frente a la pieza de Magdalena, luego por la suya y abrió de golpe la puerta del dormitorio de Marina. Apenas la vio, su corazón disminuyó la intensidad de los latidos. La encontró acostada sobre la cama, con los ojos cerrados y la respiración profunda. Pudo notar un aura desprenderse de su cuerpo: llegó justo cuando Marina comenzaba un viaje astral. Si estaba a punto de emprender un viaje luego del grito que había escuchado, si se estaba yendo sin avisar, solo podía existir una razón y no era alentadora. Sabía que, con cada segundo que dejaban pasar, esa otra situación empeoraba, pero necesitaba saber qué sucedía, qué había visto y hacia dónde iba. No podía dejar que Marina se tirara de brazos abiertos al peligro, sin saber si podría ayudarla. Se acercó a ella y tomó sus hombros con ambas manos.

—¡Espera, Marina! ¡No te vayas todavía!

La escuchó. El aura a su alrededor desapareció y volvió a abrir los ojos.

—¿Dónde vas? ¿Qué pasó?

Mercedes hizo la misma pregunta desde el pasillo, aun sin llegar a la pieza. La respuesta no las alentó.

—La Maida está en peligro y tenemos que hacer algo –su voz tenía una seguridad que nunca antes había escuchado en ella–. Creo que tengo una conexión con Damián... Lo vi atacándola.

Era cierto, lo había leído un par de meses atrás cuando intentaba deducir el vínculo que tendría Marina con el engendro que había creado. Era impresionante que Marina pudiera alcanzar, a través del instinto, las mismas conclusiones que ella obtenía por medio de los libros. El agua y el aire, al fin y al cabo.

Manuela asintió.

—Tienes un vínculo con él. Se produce por la maldición que hicieron las originales: está ligado a ti.

—Eso no importa ahora, necesitamos saber si la Maida está bien.

Si a Marina no le interesaba saber cómo funcionaba su conexión con Damián, quería decir que el enfrentamiento era realmente grave.

—¿Dónde fue el ataque?

—En el estacionamiento del hospital.

—Anda para allá, pero si ves que el panorama está muy complicado, busca la forma de avisarnos.

—No podemos arriesgarnos a que alguien la vea –intervino Mercedes–. ¿Llamaron a Gabriel?

—Tú me estás hueviando –Mercedes tenía la habilidad precisa para irritarla–. ¿La Maida está en peligro y tú quieres que llamemos a Gabriel? Tu rol de abuela me conmueve.

—Querida, si Marina aparece de la nada en el estacionamiento del hospital y hay personas cerca, mortales comunes y corrientes, ¿qué haremos?

Si su abuela usaba un tono deferente, ella podía ser peor.

—Mercedes, si la Maida se muere porque estamos hablando como dos ancianas mientras ella está herida, ¿qué vamos a hacer con eso?, ¿ah?

—Estaríamos siendo muy impulsivas; es un peligro que no podemos correr. A Magdalena no le gustaría que actuáramos así, sin un plan de acción y un pensamiento previo.

—Bueno, sentémonos entonces a esperar que los pacos nos llamen para decirnos que los encontraron a los dos muertos, porque si se enfrentan al oscuro que está dentro de Damián, no tienen posibilidades.

—Qué poco confías en su conexión. Si esos dos individualmente son poderosos, ni te imaginas lo que pueden hacer juntos.

—¡Atinen! ¡La Maida necesita nuestra ayuda, no sus peleas de cabras chicas! –el grito de Marina, seco y penetrante, las hizo callar a las dos al instante–. Manuela, usa tu telepatía.

—¿Cuándo desarrollaste ese poder?

Manuela no logró descifrar si la pregunta de Mercedes expresaba asombro, desconfianza o miedo. Quizás había un poco de los tres en ella.

—Hace un tiempo –le contestó apenas y luego volvió a Marina–. Ya pensé en eso, pero en el caso de que no te hayas dado cuenta, la Maida está a kilómetros de distancia... Si no he podido meterme en su mente acá, en la casa, no creo que pueda conectarme con ella estando lejos.

—¿Y ya pensaste también en que tienes el talismán de aire colgando de tu cuello?

No le gustaba cuando alguien se le adelantaba, aunque era bueno saber que, ahora sí, podía contar con el razonamiento de Marina.

—Tu talismán funciona...

—Como un amplificador, si sé.

—Entonces, úsalo. ¡Estamos perdiendo tiempo!

—El agua también es un amplificador de las ondas telepáticas –agregó Mercedes.

—Ya y qué pretendes, ¿que me tire a un río?

—No es necesario –intervino Marina y le extendió ambas manos; tenía una determinación que nunca antes había visto en ella.

Manuela entrelazó sus dedos con los de su hermana y ambas cerraron sus ojos.

Hasta ese momento, solo había escuchado pensamientos en frases sueltas y esporádicas, nada lineal ni coherente, así que no sabía muy bien cómo funcionaba su nuevo poder o qué debía hacer. Se propuso, entonces, usar una técnica similar a la meditación: concentrarse en su respiración y dejar la mente en blanco. Al principio, solo vio los muros oscuros de sus párpados, sintió las manos heladas de Marina y la presencia de Mercedes a su lado. Diferentes ideas llegaban a ella como corrientes submarinas que no se pueden prever ni mucho menos controlar. Quedarse en un estado de vacío meditativo era, a fin de cuentas, más difícil de lo que creía. Sin embargo, debía lograrlo; debía ser capaz de abstraerse y dominar un poder que estaba destinado a ella. La vida de Magdalena dependía de eso.

Lo primero que escuchó fue la voz de Marina, de quien estaba más próxima y conectada. La oyó dentro de su cabeza en un eco claro y cercano. Pensaba en Magdalena y Damián, y la culpa la hacía pedazos al imaginar los posibles resultados de ese enfrentamiento. “Tranquila”, le transmitió a su hermana a través de la mente, pero los pensamientos seguían corriendo desaforados como un río en pleno día de lluvia. “Tranquila”, le repitió más suave y, esta vez, sintió que las manos de Marina cedían un poco a las suyas. Cuando la voz de su hermana salió de su mente, fue capaz de escuchar a Mercedes: “Sé que me puedes oír, querida. No te mantengas aquí, entre estas cuatro paredes. Siente cómo tu mente es capaz de viajar; así como el espíritu de Marina viaja astralmente, tu mente puede salir de aquí”. Jamás lo reconocería frente a Mercedes, pero era cierto: podía sentir que su mente se expandía más allá de la casona, como si tuviera una antena que le permitiera amplificar los sonidos. Así, llegaron a ella los ritmos naturales: el rumor del viento entre las hojas de los alerces, los ecos subterráneos de la tierra, el grito del mar. A lo lejos, escuchó a Magdalena. Su voz no era cercana como había sido la de Marina o Mercedes, sino al contrario, se notaba diluida en un millón de sonidos ajenos a ella, como si estuviera en la mitad de un campo lleno de personas. Aun así, ahí estaba. “El agua es un amplificador de ondas telepáticas”, había dicho Mercedes; apretó las manos de Marina hasta formar halos blancos alrededor de sus dedos y, entonces, tuvo a Magdalena dentro de ella. “No soy Aïne”, la escuchó pensar. “Está confundido, no soy ella”. Los pensamientos de Magdalena se oían más nítidos que antes, pero no lograba llegar enteramente a ellos. ¿Por qué? ¿Qué interfería entre ella y su hermana? Hurgó más adentro, más allá de la racionalidad de Magdalena hasta encontrarse con sus miedos, pero no percibió más que frases sueltas, todas en relación a la original de tierra. Intentó conectarse con ella para transmitirle sus propios pensamientos, como recién lo había hecho con Marina, pero a diferencia de su hermana menor, Magdalena no respondió a su llamado. Fue ahí cuando entendió que, si no podía acceder a ideas lógicas e hiladas, ni tampoco podía comunicarse con ella, era porque su hermana no tenía la fuerza suficiente para hacerlo; y, si eso era cierto, solo había un responsable: Damián.

Abrió los párpados y soltó las manos de Marina. Se vio reflejada en sus ojos con una expresión de inquietud que no era propia de ella.

—¿Qué pasó? ¿Por qué tienes esa cara?

—No sé bien qué pasa, no puedo entrar a sus pensamientos, están bloqueados por algo. Tienes que ir para allá, ahora.

—¿Trataste de entrar a la mente de Gabriel?

—Gabriel no está con ella, Mercedes.

—Voy a viajar hasta el bosque que está justo detrás del estacionamiento del hospital para no correr el riesgo de que alguien me vea.

Ambas asintieron. Era impresionante que Marina se preocupara de complacer a Mercedes después de todo lo que había sucedido e incluso en una situación como esa; en realidad, su hermana menor tendía a tratar de darle en el gusto a cada persona por la que sintiera un mínimo de afecto. Ella, en cambio, hacía justo lo contrario.

Marina se acostó sobre la cama y cerró sus ojos. “Cuídate”, dijo Mercedes antes de que se marchara. Manuela quiso decirle algo similar, pero no encontró las palabras precisas y Marina se fue. Ahora, solo quedaba esperar.

Quedarse sola con Mercedes seguía siendo tan incómodo como el primer día que puso un pie en Puerto Frío. Ella no tenía la comprensión de Magdalena para entender la ausencia de diez años; tampoco tenía la ternura de Marina como para empezar de cero y dejar los vacíos atrás. Al contrario, cuando alguien le repelía, no tenía tolerancia; cuando algo no calzaba, no dejaba de buscar respuestas. Mercedes representaba la mezcla de esos dos supuestos: no le simpatizaba y no le creía. Era imposible que existiera un punto de unión entre ellas dos, sobre todo porque sentía que Mercedes continuaba guardando celosamente una serie de secretos que se apropiaba, cuando en realidad les pertenecían tanto a ella como a sus hermanas. A esas alturas, ya le daba igual si mantenía información oculta porque las subestimara (como había hecho el año pasado con Marina) o porque pensara que era mejor simplemente que no lo supieran (como la verdadera razón por la cual su madre se había ido de Puerto Frío o cómo había muerto Salvador, su abuelo); al margen de cuáles fueran sus motivos, lo cierto es que Mercedes las engañaba para mantenerlas en un estado de ignorancia, de amor incondicional hacia el mundo elemental y sus tradiciones. Para ella, sin embargo, las palabras de Mercedes se diluían en el aire y la tradición era un discurso dominante que se desplomaba de a poco ante sus ojos.

—A veces me gustaría ser telépata para saber qué piensas.

Cuando Mercedes le hablaba, utilizaba un tono diferente al que usaba con sus hermanas; menos sutil, menos meloso. Quizás ya sabía que sus frases adornadas no funcionaban con ella. La anciana se sentó al lado del cuerpo de Marina y le tomó una mano.

No estoy pensando nada que ya no sepas –le contestó y luego apoyó su espalda sobre el ropero.

La anciana hizo un gesto afirmativo con su cabeza, sabía perfectamente a qué se refería.

—¿Hay alguna forma de que cambies tu opinión respecto a mí?

—Dame razones para hacerlo y lo haré.

—Siempre la lógica, ¿no?

—Los sentimientos engañan.

—Algún día, cuando caiga tu enviado...

—Ay, no, qué latera –dijo poniendo los dedos de una mano en la sien izquierda como si le doliera la cabeza–. Conmigo no funcionan esas cosas, ya deberías saberlo. Si vamos a hablar mientras esperamos noticias, elevemos la altura de la conversación; yo no soy la Marina.

Sabía dónde pegarle a Mercedes: Marina era su debilidad. Esbozó una sonrisa a medias.

—Lo tengo claro, querida. Eres totalmente diferente a ella.

No se lo dijo con ningún tono de voz particular y, una vez más, no supo descifrar si se lo decía como algo positivo o negativo. Esa era una de las características que más le molestaban de Mercedes, su falta de claridad. Todavía no aprendía que, si quería decirle algo, se lo debía decir directamente; pero no, Mercedes siempre prefería la tangente.

—Pensé que, después de todo lo que pasó hace unos meses, algo cambiaría entre nosotras.

—Y lo ha hecho, ahora podemos conversar.

—No como me gustaría.

—A mí también me gustarían muchas cosas, Mercedes, pero no se puede tener todo en la vida.

—¿Qué es lo que necesitas saber para que confíes en mí?

—Tú sabes, no te hagas la tonta conmigo. Te lo he dicho desde el primer día que puse un pie en este pueblo, de hecho, por eso vine hasta acá: quiero saber la verdad, sin censuras. Y si no me la quieres contar tú, voy a terminar averiguándolo por mí misma –dijo y le mostró el talismán de aire, la prueba de que ella era intelecto puro.

—Todo lo que buscas está en los Anales, querida.

Manuela resopló, cruzó los brazos y bajó la cabeza. Hablar con Mercedes era retornar al mismo punto de vacío y letargo.

—Los libros tienden a contar la historia oficial –dijo aún con la mirada pegada al suelo; no quería ver la expresión de mosca muerta de Mercedes–. Yo quiero la segunda versión, esa que tú sabes, pero no quieres contar.

—¿Segunda versión? –Mercedes la señaló con su dedo índice, como si con ello le fuera a quedar más grabado lo que diría–. No existe ninguna segunda versión: Ciara nos traicionó, nos escindió y nos mató.

Cada frase fue un movimiento con el dedo.

—¿Según quién, exactamente?

Por primera vez, vio las mejillas de Mercedes llenarse de un tono rojizo. Habría jurado, incluso, que podía ver las venas de su cuello palpitar.

—Según todo el clan de agua que, no lo olvides jamás, es tu familia.

—Mi familia pudo haber tenido la suerte de estar en el lado vencedor.

—¿De verdad piensas que nuestra familia ha tenido suerte?

Una contrapregunta más de Mercedes y le agarraría el cuello con ambas manos.

—Esta es la razón por la cual nuestra relación no ha cambiado y no cambiará nunca: simplemente no nos entendemos.

A pesar de sus palabras hirientes, la anciana no perdía la compostura.

—¿Por qué no confías en tu historia?

—Porque tú eres la portavoz de esa historia y no confío en ti.

Mercedes apretó sus labios. ¿Lo habría hecho por rabia o pena?

—En los Anales no sale nada sobre la infancia de las originales –continuó Manuela; si quería descubrir la verdad, debía dejar que Magdalena y Marina pelearan su batalla mientras ella se encargaba de la suya–. Al contrario, la historia empieza recién cuando Melantha llegó a Chile, pero, ¿qué pasó antes de eso?

—La guerra elemental, la escisión de los clanes, la...

—Sí, pero por qué, cuáles fueron las causas. Ninguna guerra parte de la nada.

—La traición de Ciara, esa fue la causa.

—¿Y por qué Ciara traicionó a sus hermanas?

—Por ambición, por ansias de poder.

—No –dijo Manuela; sacudió su cabeza y comenzó a pasearse de una esquina a otra. La pieza se le hizo demasiado pequeña–. Esa teoría es muy simple con respecto a lo que vino después. Además, Cayla quería venganza. De hecho, fue capaz de esperar siglos por ella. ¿Y todo por qué? ¿Porque su mamita quiso un poder que no tuvo? Por eso no confío en la historia oficial, Mercedes, porque hay cosas que no calzan.

—¿Qué cosas no calzan? ¿Que un ser humano sea consumido por la ambición, corrompido por el poder? ¿Que sea capaz de romper con todo y todos por eso? ¿Que una niña, luego de ser influenciada por su madre, quiera vengarla por razones que no entiende verdaderamente? –Hablaba sin dejar espacios para pausas o comentarios–. ¿Que tus ancestros no hayan dejado registros de lo que pasó antes, primero porque no conocían la escritura y, luego, porque tenían miedo? ¿Por qué todas esas razones no son suficientes para ti, Manuela?

La lógica de Mercedes tenía sentido, incluso a pesar de notarse enervada. Sin embargo, algo dentro de ella le decía a gritos que esa no era la verdadera historia o, por lo menos, que no era la única versión de los hechos.

—Porque me cuesta creer que dos elementales como Ciara y Cayla hayan hecho todo lo que hicieron solo por poder y ambición.

—Te cuesta creer en mí, no en tu historia.

Sí, se le hacía muy difícil confiar en Mercedes, pero ¿cómo fiarse tan fácilmente de su familia después de todo lo que les habían ocultado? Además, se suponía que los elementales eran una evolución de la raza humana y Manuela creía que eso iba más allá de su relación con la naturaleza; por lo menos, quería creer que la traición del clan de fuego trascendía una causa tan horrible como el solo hecho de anhelar más poder. Esa era una razón sencilla, demasiado obvia para su gusto y como sacada de los dibujos animados que veía cuando era niña; tenía que existir algo más.

Marina saltó sobre la cama y abrió los ojos. Una gota cayó desde su frente y corrió por su mejilla. Mercedes notó su mano caliente y mojada, al contrario de su boca, que estaba seca y se le veían unas ranuras pálidas. Se notaba afligida aunque, al mismo tiempo, en calma.

—La Maida está bien –dijo luego de mojarse los labios.

—Dinos qué pasó; por qué no pude meterme en su mente ni comunicarme con ella.

Mercedes se levantó de la cama y Marina se sentó en el borde, apoyó los codos sobre las rodillas y metió su cabeza entre las piernas. Se le había olvidado que llevaba más de tres meses sin ver a Damián y, seguramente, el reencuentro no habría sido fácil para ella. En ocasiones como esas, cuando Magdalena no estaba para apoyarla, le gustaría ser más cariñosa y comprensiva, pero no podía. No le salían esas muestras de afecto que sus hermanas habían heredado de Lucas. En ese sentido, ella era más como Milena: demostraba el cariño con hechos y, cuando intentaba hacerlo de modo diferente, su comportamiento impostado resultaba patético.

—Disculpa, es que me preocupa la Maida –le dijo, pero no encontró el tono adecuado y le pareció que su frase fue igual de desagradable que la anterior. Quizás más, incluso, porque daba a entender que no se preocupaba por ella.

—Está bien –comentó Marina incorporándose–. Damián trató de asfixiarla, pero en último momento llegó Gabriel, eso lo distrajo y le dio tiempo a la Maida para defenderse.

—¿Y tú?

Marina la miró con los ojos a media asta y no la culpó: su tono, una vez más, había sido demasiado parco, casi como si la estuviera culpando por no haber hecho nada en medio del ataque.

—Llegué justo cuando Damián se había ido.

—Eso es bueno, por lo menos no tuviste que pelear contra él.

—¿Y Magdalena, mi hijita?

Por primera vez, agradeció que Mercedes la interrumpiera. Marina se notaba aturdida, respondía cada pregunta con tres segundos de retraso. Era impresionante que Damián tuviera tanto poder sobre ella.

—Viene para acá con Gabriel, en la camioneta. Nadie nos vio llegar ni partir... Está todo bajo control.

Cuando Marina dijo esa última frase, Manuela supo que ese debía de ser el mantra de su hermana durante los últimos meses: convencerse de que estaba todo bajo control para evadir el hecho de que su vida era un desastre.

Bajaron las escaleras y esperaron en el living a que llegara Gabriel y Magdalena. El tiempo pasaba como en una eterna duermevela. A ratos, escuchaba las voces de Mercedes y Marina; se notaba que quería consolar a su hermana, lo cual le pareció absurdo. A pesar de que se llevaran bien y de que, por el contrario, ella nunca hubiera tenido una relación cercana con Marina, la conocía mejor: nada de lo que dijera Mercedes podría ayudarla. De hecho, era muy probable que todo lo dicho desde su llegada del viaje astral, Marina lo hubiera oído en fragmentos difusos. A Mercedes le faltaba eso que Magdalena sabía de sobra: los tiempos para hablar y callar.

Escucharon la llegada de Gabriel y Magdalena antes de que abrieran las puertas dobles. Marina corrió hasta la entrada para recibirlos, Mercedes se levantó del sofá y ella se quedó sentada en uno de los sitiales, después de todo, alguien tenía que bajarle el perfil a la situación. No es que pensara que el ataque de Damián no hubiera sido lo suficientemente grave –porque lo había sido–, pero su madre le había inculcado que, en tiempos difíciles, alguien debía ser el ancla.

Gabriel entró cargando a Magdalena, que estaba pálida y emitía quejidos. Tenía un brazo magullado y otro inflamado con pequeñas ampollas; el traje de turno era de un azul grisáceo por el polvo y tenía un corte en la rodilla manchado con sangre; su labio inferior no tenía mejor aspecto: estaba tan hinchado como su cuello. Gabriel recostó a Magdalena sobre el sillón y, junto a Marina, se quedó parado a su lado. Mercedes se acercó, tomó la mano de su nieta y una luz cálida la envolvió. En menos de un minuto recobró su aspecto habitual. Había que darle un crédito: su poder era fundamental en tiempos de guerra, si no hubiera sido por ella, Magdalena estaría en el hospital. Físicamente, parecía como si nunca hubiera sido atacada; su expresión, sin embargo, decía todo lo contrario. Tenía la mirada vidriosa y, cuando alzó las manos para hacerse un moño, pudo notar que le temblaban. Magdalena era fuerte y valiente, pero era un hecho que no le gustaba el conflicto, solo peleaba cuando debía hacerlo y, cuando lo hacía, aunque ganara, nunca terminaba de buen ánimo. Era la más pacífica de las tres.

Magdalena le dio las gracias a Mercedes por sanarle los moretones y quemaduras, y se sentó en el sillón. Gabriel se quedó parado a su lado como un ángel guardián y puso la mano encima de su hombro; Marina tomó asiento cerca de ella para tomarle la mano. Manuela, en cambio, siguió en el mismo sitial y con la misma postura: Magdalena ya tenía suficientes personas a su alrededor.

—Cuéntanos lo que pasó, Maida.

—Dale un tiempo para que descanse –le contestó Marina; quizás para cuidar de su hermana predilecta. Quizás, porque no quería escuchar que no quedaba nada de Damián dentro de ese cuerpo.

—No, está bien. Tenemos que saber bien a qué nos enfrentamos y mientras antes, mejor.

Magdalena les contó que Damián había sido capaz de controlar a un paciente a distancia, algo que ella no sabía que los oscuros pudieran hacer.

—De hecho, no pueden –la corrigió–. Eso es por la maldición; solo él y el Maldito tienen esa facultad, los demás solo pueden meterse en el cuerpo de seres humanos o elementales, excepto enviados: no les gusta su luz interior. Así que sumen un punto más a su lista de amenazas.

Lo había leído hace tiempo en los Anales, pero no les había dicho a sus hermanas porque, si Magdalena insistía en la importancia de que estuvieran informadas y Marina era la principal interesada en Damián, supuso que ambas ya lo sabrían. Aunque ninguna de las dos lo mencionó, supo que se recriminaban a sí mismas la falta de estudio al respecto. Quizás ahora aprenderían que, si querían estar un paso delante de los oscuros, debían empezar a leer.

Magdalena continuó su relato. Les contó sobre la bolsa de hierbas, algo que Manuela definitivamente consideró un acierto. Les dijo, luego, que había sentido la presencia del oscuro en el estacionamiento, aunque todavía no averiguaba que se trataba de Damián. La sorpresa vino después, cuando la miró a los ojos y literalmente la echó a volar. Entonces, dijo, vino el enfrentamiento, el dolor en el cuerpo, la asfixia, Gabriel, la grieta y la desaparición.

—¿Por qué te atacaría a ti, querida?

—Para vengarse de mí, por todo lo que le hice –comentó Marina.

Magdalena sacudió su cabeza.

—Damián no estaba ahí, chica, ni siquiera me reconoció –hizo una pausa como buscando las palabras–. Era su cuerpo, pero no había rastro de él por ningún lado.

—Es verdad, cuando intenté conectarme telepáticamente contigo, estabas pensando algo relacionado con Aïne.

—Sí, fue muy raro pero cuando vio el talismán de tierra, pensó que yo era ella.

—Quizás somos una reencarnación de las originales –señaló Marina.

Hubo un silencio.

—Eso es imposible.

—Pensé que creías en la reencarnación, Meche.

—Creo en ella, Magdalena, pero es imposible que las originales hayan reencarnado: en los talismanes hay puesta una parte de su esencia, ¿recuerdan?

—Y si su esencia se dividió, no pudieron reencarnar. Cierto.

—Ese oscuro debe haber conocido a Aïne –dijo Gabriel–. Todos ellos nacieron durante la guerra elemental, ninguno se gestó después de eso.

—Pero se supone que eran millones de oscuros los que nacieron en ese tiempo, ¿o no? –paulatinamente Magdalena recobraba el color, pero el cansancio no se le quitaba ni siquiera con la curación de Mercedes–. Además, si fueron creados a partir de los sentimientos negativos de los elementales... ¿Cómo ese ente conoció a Aïne y por qué la odiaba?

“No calza”, pensó Manuela y miró de reojo a Mercedes; si estaba mintiendo sabía muy bien cómo hacerlo porque no demostraba ni una pizca de nerviosismo.

—No tiene sentido –dijo; se levantó del sitial y fue hasta la chimenea que no tenía fuego–. Si ese oscuro conocía a Aïne, quiere decir que no fueron creados a partir de sentimientos negativos como nos contaron.

—Manuela...

Magdalena dijo su nombre como si le rogara no empezar una pelea. Por compasión, le hubiera gustado hacerle caso, sabía que su hermana había tenido un día fatal y que estaba agotada, pero el tiempo corría y no precisamente a su favor.

—No sé tú, Maida, pero yo pienso que Gabriel tiene razón –esa entrada fue triunfal, porque sabía que Magdalena también creía en lo que su enviado decía–: ese oscuro conocía a Aïne. Si es así, debe haber sido un enviado.

—¿Cómo? Tú misma acabas de decir que a los oscuros no le gustan los enviados porque son pura luz.

—Sí, Marina, pero estoy hablando de los enviados de ahora. Quizás, originalmente, ellos eran enviados.

—Puras tonterías, pues, mi hijita.

—Conjeturas, no tonterías. Y no me digas “mi hi-jita”.

—Si lo que dices es cierto, entonces, ¿qué pasa con todo lo que sale en los Anales respecto a los oscuros?

—Puede que los Anales estén equivocados, Maida. Si después de todo, no fue hecho como un registro en tiempo real, al contrario, fue escrito siglos después de la guerra.

—Manuela cree que existe una segunda versión de la historia elemental –comentó Mercedes con las cejas arqueadas y un dejo irrisorio.

—Y lo dices con ese tono de imposibilidad, como si tuviéramos que confiar en ti, que no te has caracterizado por ser el ejemplo de confianza y transparencia, Mercedes.

—Salvador, Muriel, Lucas, Milena, Pedro... Ellos murieron por una causa en la cual todos creemos y que tú...

—¿De qué estás hablando, por favor? –no dejaría que terminara esa frase por nada del mundo o, de lo contrario, la rabia la llevaría a lugares muy oscuros–. La mayoría de ellos fue asesinado por Cayla y los otros por el Maldito, no por defender la tradición, precisamente.

—Si supieras la importancia que tiene esa tradición que tú menosprecias y que...

—Córtala, en serio.

Su abuela le mostró el índice una vez más e insistió en la importancia del legado familiar. Finalmente, se cansó de repetirle que era una latera; se cansó de mirar el cansancio de Magdalena; se cansó de ver la incertidumbre de Marina; se cansó de ver la luz de Gabriel. Atravesó el living, cerró con un portazo las puertas dobles y se internó en el bosque.

Su padre había intentado toda la vida enseñarle la importancia de la paciencia y el diálogo, pero con Mercedes no podía. Le resultaba imposible comunicarse con alguien tan estrecha de mente, tan cegada por una tradición en la cual ella no creía o, por lo menos, no podía hacerlo por completo, sin cuestionamientos. La duda respecto a ese registro que parecía tan veraz en los Anales se había implantado desde el primer día en su mente y, hasta el momento, cada una de sus intuiciones eran correctas. ¿Por qué, entonces, dudar de ellas a esas alturas?

Caminó con paso firme por el bosque, al principio, sin dirección alguna y luego, de modo natural, supo que iba en dirección al claro. La luna y las estrellas se fragmentaban por las copas de los alerces, aunque entregaban la suficiente iluminación para que supiera por dónde moverse. Ahí por donde pasara, un remolino de hojas se formaba a sus pies; en eso Mercedes tenía razón: su conexión a los elementos estaba a unida a sus emociones y, cuando alguna de ellas primaba por sobre las otras, el aire se manifestaba. Qué rabia sentía. Si Magdalena estaba cansada por los golpes y Marina por la pérdida, ella estaba agotada por la rabia. Llevaba un año con ella dentro, tan dentro, que incluso había conectado con el elemento equivocado. ¿A quién habría salido así de iracunda? Lucas era pura paz, así como Magdalena; Milena era dulzura, como Marina. ¿Y ella? Ella era la hermana del medio, la desgajada, la desposeída.

“Tú eres todo lo que a nosotros nos hace falta”, le había dicho una vez su padre. En esa misma ocasión, le dijo que la curiosidad y la erudición formaban parte de ella, y que ambas cualidades no convivían con facilidad en un mundo plagado de sopor e ignorancia. La mirada orgullosa de Lucas le daba la confianza que necesitaba; le entregaba la sensación de que, si el mundo comenzaba a desmoronarse, su sagacidad encontraría la forma de rearmarlo. Hoy, sin embargo, esas supuestas cualidades solo le servían para pelear contra Mercedes y ser un repelente para sus hermanas. Curiosidad y erudición; impotencia y rabia.

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