Read the book: «Zahorí II. Revelaciones», page 3

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Puso su mochila de género sobre el costado de la mesa y se sentó. “Está distinta”, pensó Marina. La Vanesa del año anterior se habría sentado en otro puesto con los ojos humedecidos, en cambio, esta versión era más segura de sí misma. ¿Qué habría pasado durante esos meses sin verse ni hablar?

—Oye, sabemos lo que estás haciendo y no te va a servir de nada.

—¿Qué se supone que estoy haciendo?

—El Emilio y yo te conocemos. Somos tus amigos, así que aunque hagas como que quieres alejarte de nosotros, vamos a seguir como coliguachos encima de ti.

—Por algo no les respondí las llamadas, ni los correos, ni los mensajes.

—Obvio que fue por algo; por varias cosas, en realidad: la Matilde se ganó una beca y ya no está en Chile, Pedro se murió, Damián se fue, quién sabe dónde. Nosotros entendemos todo eso. Pero vamos a seguir aquí mandando mensajes, llamando por teléfono y sentándonos en el banco de al lado. Y lo siento, no hay nada que puedas hacer para evitarlo.

Una vez más, la nostalgia y la pena la invadieron. Nunca antes había visto a su amiga hablar con tanta determinación y con cierto tono de autoridad, pero logró contener sus ganas de abrazarla, de contarle todo, porque sabía que si lo hacía, su amiga seguiría firme a su lado y eso era demasiado riesgoso.

—Haz lo que quieras. Me da lo mismo.

Ni siquiera miró a Vanesa. Buscó el reproductor de mp3 en el bolso, se puso los audífonos y dejó caer la mejilla derecha sobre sus brazos, apoyados en el banco. Ninguna volvió a hablar.

De modo gradual comenzaron a llegar los demás compañeros. Casi se cayó de la silla cuando vio entrar a Emilio a la sala. Llegó corriendo justo cuando tocaban el timbre para iniciar las clases. Llevaba la camisa afuera y la corbata en la mano, como pasaba siempre que se quedaba dormido. Se la puso alrededor del cuello mientras se acercaba a Vanesa y, cuando estuvo frente a ella, la besó. Vanesa y Emilio estaban juntos. La pareja más extraña de Puerto Frío, sin duda. ¿Cómo alguien tan maniática podía estar con el desastre de Dentón? Marina apagó el mp3 de golpe y se sacó los audífonos, enojada consigo misma. Esos pensamientos provenían de una mala amiga. Después de todo, quién era ella para juzgarlos de ese modo. Qué bueno que se hubieran encontrado, que estuvieran juntos. Le hubiese gustado preguntarles cómo pasó, desde cuándo se gustaban o quién había dado el primer paso, pero se tuvo que conformar con el silencio.

Littin llegó junto con el término del timbre. Saludó a sus alumnos y les preguntó sobre las vacaciones. Preguntas de rutina, pensó Marina. “Gabriel tiene demasiadas preocupaciones como para importarle, de verdad, qué hicieron unos cabros de diecisiete años durante el verano”. Como ningún compañero entregó mayor detalle acerca de su vida personal, Littin empezó a hablar sobre el último año de colegio. Que cuarto medio, que la prueba de selección, que los horarios de clases, que hay que estudiar mucho para que puedan ser profesionales, que deben programar los tiempos. ¿Qué diablos hacía ahí? Una guerra le pisaba los talones y ella estaba sentada en una sala de clases, escuchando consejos sobre la prueba de ingreso a la universidad. No había ninguna opción de que a fin de año pudiera responderla. Jamás tendría tiempo de estudiar para esa prueba, era una utopía pensar en ello. Era un sueño, también, imaginar que el próximo año entraría a la universidad. Primero, porque la educación superior era un lujo que, con sus padres muertos y los ingresos que tenían, jamás podría costear a menos que se endeudara de por vida con un crédito; segundo, porque no sabía si estaría viva de aquí a mañana.

Estaba pensando cómo le explicaría a su familia lo ilógica que era su presencia en esa sala de clases, cuando la Rueda del Ser volvió a girar al abrirse la puerta de golpe: era Eva Millán, con sus ojos fuera de órbita. El curso completo se levantó para quedar detrás de sus respectivos puestos, Marina hizo lo mismo, aunque con unos segundos de retraso.

—Buenos días, profesor Littin –su voz aguda fue una bomba en los oídos de Marina.

—Buen día, señorita directora. ¿La puedo ayudar en algo?

Eva Millán lo observó como miraba a todo el mundo: con desprecio.

—Disculpe que interrumpa su clase de esta manera, pero quería presentarle a la nueva contratación de la Escuela Elemental de Puerto Frío: León Guevara, profesor de Educación Física.

La directora volvió a la puerta y la abrió de par en par, haciendo un ademán con su brazo para exhibir al nuevo profesor como si estuviera en un zoológico. Entonces, entró un hombre que bien podría haber sido hermano de Littin: tenía los ojos color miel y el pelo muy corto, tanto, que Marina no logró descifrar si sería castaño claro u oscuro. Sin embargo, su parecido con Gabriel era tal, que dedujo debía ser claro. Saludó a Littin con un apretón de manos; eran de la misma estatura, aunque él tenía la musculatura más definida, sin ser robusto o demasiado fornido. Gabriel sonrió, pero el nuevo profesor no le devolvió ese gesto. Tenía el aspecto de quien no sonríe nunca, así que el rictus de seriedad se materializaba en sus labios de forma permanente. “Hay caras que uno mira y sabe a quién se tiene enfrente, o por lo menos, a qué se dedica”, pensó Marina. Por ejemplo, para cualquier persona que viera los ojos de Magdalena, sería evidente que tendría una profesión ligada al ámbito social; Manuela, por otro lado, derrocha en cada una de sus expresiones, intelectualidad; Gabriel es pura luz y calma.

En cambio, lo único que se podía decir de él es que venía de un lugar oscuro, triste y solitario. La noche estaba en sus ojos.

Fue capaz de verse reflejada en su soledad y lo supo: era un enviado.

Su enviado.

Vínculos

Quería correr, salir rápido de ahí. Le hubiera gustado ser práctica como Magdalena para mantener la mente fría o resuelta como Manuela para no darle tanta importancia. Incluso podría haber sido osada, como se suponía que era Matilde, para encararlo; pero no, el agua dentro de ella era más fuerte y los sentimientos la nublaban. Quería arrancar. No sabía qué podía implicar conocerlo y esa incertidumbre en medio de la tormenta solo alimentaba sus miedos. Además, ¿cómo era posible que fuera tanto mayor que ella, si se suponía que los enviados nacían al mismo tiempo que su elemental? Por otro lado, si pensaba en cómo funcionaban las dinámicas clásicas entre elementales y enviados, solo veía la existencia de dos posibilidades: el enviado era una proyección o complemento de su elemental. Por ejemplo, en Lucas veía el complemento de Milena: ella era de carácter fuerte y determinada mientras que él era dócil y tendía a ceder. En cambio, Gabriel era una proyección de Magdalena: ambos responsables y trabajadores, seguros y tranquilos, justos y leales. Entonces, ¿qué características tendría ese extraño en relación con ella? A primera vista, la tristeza en su mirada.

La sala completa fue devorada por el silencio. Littin, que claramente también lo había reconocido, tenía ambas manos apoyadas sobre su escritorio para mantenerse en pie; Marina no supo si por el impacto de conocer a otro enviado o por el desconcierto de verlo ahí, en plena sala de clases, tan súbitamente.

Había algo contradictorio en él: luz y oscuridad, paz y guerra. En realidad, si lo pensaba mejor, eso no tenía nada de discordante: la situación era extraña para los dos. “Lo sabe”, pensó Marina. “Sabe toda la historia”.

Littin pasó una mano por su cabeza. Se notaba incómodo.

—¿Cuándo llegaste?

—Hace poco –contestó con la voz a rastras, pero decidido.

A Marina le pareció que hacía el intento por no fijar su vista en ella; cuánto le hubiese gustado elegir un puesto del fondo, escondido en lo más recóndito de la sala.

—¡Pero qué forma de recibir a un colega es esa, profesor Littin! –la voz y presencia de Eva Millán la perturbaba más que de costumbre–. El profesor Guevara realizará las clases de Educación Física para los cuatro cursos de la media. Le pido, por favor, que lo ayude en lo que respecta a este nivel.

Littin asintió, pero no dijo palabra alguna. Eva Millán se despidió justificando una larga lista de quehaceres y le hizo una seña con dejos coquetones al nuevo profesor para que salieran juntos de la sala; a Marina no le extrañó ese gesto.

Marina intentó, en vano, olvidar que el enviado había llegado. Se fijó en el reloj colgado al centro y arriba de la pizarra: en treinta minutos tocarían el timbre y llegaría el recreo. No se sentía preparada para hablar con él ese día, necesitaba tiempo. Sin embargo, la situación no trataba ni dependía solo de ella y, si él estaba ahí, de seguro querría una conversación. Decidió que, cuando pudiera, se le acercaría para presentarse y le diría que se juntaran mañana, después de clases. Para ese entonces pensaba tener procesada la llegada del enviado. En todo caso, ¿podría hacer eso? ¿Decirle que se juntaran después de clases? Probablemente a Eva Millán le daría un ataque si la veía fuera del colegio con su nueva contratación. “Mala suerte”, pensó, en temas de enviados y elementales, no había mucho que Millán pudiera hacer u opinar.

Volvió a mirar el reloj y advirtió que apenas habían pasado tres minutos. Si todavía no dominara el viaje astral, se hubiera desvanecido ahí mismo porque lo único que quería era irse. La clase de Littin se le hacía eterna. Lo escuchaba hablar con voz de trompeta, como los adultos de Charly Brown, uno de los dibujos animados que le gustaban a Magdalena cuando era niña.

De pronto, un papel doblado y pequeño cayó sobre su escritorio. Como si supiera que quería pensar en otra cosa, Emilio le había mandado uno de sus clásicos “Chat 2.0”, como le gustaba llamarlos.


De forma instantánea, pasó los dedos disimuladamente por su frente; podía escuchar la risa silenciosa de su amigo. Arrugó el papel y lo metió al bolsillo. Por supuesto, no tardó en recibir otro.


Miró a Emilio con su peor cara y dijo con los labios aunque sin emitir sonido alguno: “Para”. Él le respondió encogiendo los hombros, como haciéndose el loco. No le volvió a escribir durante el resto de clase, pero había conseguido sembrar la duda en ella.

Después de los interminables treinta minutos, por fin tocaron el timbre para salir a recreo. Los alumnos abandonaron la sala en estampida a excepción de Emilio, que esperó a que Vanesa ordenara su escritorio mientras le guiñaba un ojo a Marina. En ese momento, se preguntó si de verdad Emilio vería algo distinto en ella o solo quería despejar sus pensamientos para que, por unos minutos, volviera a ser la misma de antes. Era un deseo imposible: esa Marina se había ido en fragmentos, cortada a pedacitos con todas las muertes.

Vanesa y Emilio salieron de la sala, no sin que antes su amiga la mirara por encima del hombro, seguramente preguntándose por qué se quedaría ahí dentro con Gabriel. Le hubiera gustado contarle todo para escuchar sus consejos, siempre tan lógicos y oportunos, pero la dejó ir. Littin dejó la puerta entreabierta. Marina se acercó a él.

—Es tu enviado –le dijo con tono preocupado, como si la sala estuviera llena de ojos.

—Y qué quieres que haga.

—Primero, hablar con él.

—Obvio que voy a hacerlo, pero no ahora –miró hacia atrás para corroborar que no hubiera nadie y bajó la voz–. Oye, es muy raro que sea mayor que yo.

Gabriel asintió.

—¿No se supone que los enviados nacen al mismo tiempo que la elemental? ¿Cómo pudo haber nacido antes que yo, entonces?

—No sé, es el primer enviado que conozco y créeme que no me esperaba algo así. Tienes que averiguarlo.

—No hoy.

—¿No te come la curiosidad?

—Sí, pero no puedo ser impulsiva con esto. Jamás pensé que aparecería ahora y menos que sería mi profesor... Necesito tiempo.

—Justo lo que no tenemos.

—Bueno, vamos a tener que saber esperar porque yo no puedo hablar...

Dos golpes en la puerta: era el enviado. Littin no dijo una sola palabra más. Salió, pero dejó la puerta abierta. Marina subió la vista de a poco hasta que se encontró con sus ojos fríos y penetrantes; teniéndolo así de cerca pudo advertir una línea fina que cruzaba su ceja izquierda. ¿Cómo habría adquirido esa cicatriz?

Fue en ese momento que entendió lo que un año antes le había dicho Magdalena cuando conoció a Gabriel: sintió que lo conocía de toda la vida e incluso antes. Podía sentir que tenía la capacidad de abrirle el pecho, la mente, el cuerpo entero y descifrarla en dos segundos. Y ella también a él. Pudo ver su tristeza, su cansancio, pero sobre todo, su rebeldía y necesidad de libertad. En eso sí se parecían: ella no quería un enviado y él no quería ser uno.

—Esto es muy raro –dijo ella, rompiendo el silencio de la forma más torpe posible.

A diferencia de ella, él nunca bajaba su mirada.

—Lo es –añadió él y se apoyó en la pizarra antes de meter las manos en los bolsillos del pantalón. Desde esa perspectiva, se veía mejor su mentón anguloso con una barba de días–. Pero relájate no más, si estamos los dos igual de perdidos.

Marina notó que, cuando sonreía, su labio superior se hacía más fino; en cambio, el de abajo mantenía su grosor. Para su sorpresa, ella también esbozó una sonrisa a medias.

—¿Hace cuánto estás acá?

—Un tiempo. No había querido acercarme por razones obvias.

Casi no hablaba, pero cuando lo hacía, parecía fabricar las palabras.

—“Un tiempo”, qué vaguedad.

—No creo que ninguno de los dos quiera profundizar en algo ahora.

—En eso estamos de acuerdo –se mordió el interior del labio inferior–. Sabes todo lo que pasó, ¿cierto?

Asintió. “Tiene la nariz recta como Damián, pero con la punta algo corva”. Su corazón seguía con Damián, pero no podía negar que algo pasaba ahí; aunque no sabía qué. Emilio tenía razón. Ahora sí sentía la gota gorda y brillante en su frente.

—Sé todo. Tus papás, Cayla, la profecía, la elegida de fuego, Pedro.

No fue necesario que nombrara a Damián. Los dos conocían esa historia y hablar acerca de ella, en esos momentos, solo lograría hacer más incómoda la situación. Marina trasladó el peso de su cuerpo de una pierna a la otra.

—Y ¿dónde te estás quedando?

Fue una pregunta tonta, para llenar el vacío. La única posibilidad de alojamiento en el pueblo era en el hostal que estaba en la plaza central. Marina sabía eso, pero no tenía idea cómo llenar la conversación.

—Arriendo una pieza en el Hostal de la Plaza.

Afuera se escuchaban las conversaciones y risas de los estudiantes. Marina sentía las manos sudorosas, así que las secó disimuladamente en la parte posterior de su falda. “Qué diferente es este encuentro en comparación al de la Maida con Gabriel”.

Él la miró, ella lo miró. Sostuvieron sus miradas, pero sin incomodidad alguna; era como si los dos quisieran decirse algo, aunque ninguno supiera qué. El silencio fue demasiado largo y el timbre los alcanzó. Los dos saltaron cuando el primer sonido rompió su mutismo. León fue el primero en volver a hablar antes de que entraran todos los compañeros de nuevo a la sala. Su comentario fue bastante más asertivo que todos los que había hecho ella. Después de todo, pensó, de pronto no estaba tan nervioso como ella.

—Mañana, después del colegio, voy a ir al local que está en la esquina de la plaza a tomar algo... Donde el Man-cho, se llama. Tú lo debes conocer mejor que yo. Si quieres llegar, no hay problema.

Si él estaba dispuesto a correr el riesgo, ella también lo haría.

—Dale, ahí voy a estar.

Asintieron al mismo tiempo, como si se hubieran puesto de acuerdo y se separaron. No volvieron a verse durante el resto del día. Como no tenía más clases con Littin, tampoco lo vio a él para que pudiera entregarle algún dato sobre los enviados, cualquiera que tuviera.

Magdalena estaba trabajando en el hospital, Gabriel tenía una jornada más extensa porque era el primer día de clases y ella no sabía manejar como para irse sola en la camioneta, así que usó la mitad de la plata que tenía para un taxi y guardó el resto para su salida de mañana con León. El taxista la llevó cuesta arriba hasta el fin del camino pavimentado e hizo a pie el sendero de tierra. Fue bueno caminar para calmar la maraña de su cabeza pero, sobre todo, el mareo de sus sentimientos. Los senderos se bifurcaban entre helechos y robles, pero Marina ya conocía a la perfección el camino de vuelta a casa. Qué distinta era en comparación al año anterior, cuando con suerte conocía la ubicación de Puerto Frío en el mapa de Chile. Qué diferente estaba todo a su alrededor. Y como si fuera poco, ahora aparecía su enviado; había llegado en el peor momento. Sabía que solo complicaría aún más las cosas. Pero, aun así, a pesar de esa alarma y rabia, algo había en él que la apaciguaba. Era un sentimiento similar a cuando era niña y recién conocía el mar. Apenas metía los pies en el agua, una sensación de paz la inundaba, así que, a diferencia de los otros niños, se adentraba en él sin aprensiones; pero cuando las corrientes submarinas le hacían tropezones en los pies y las olas se veían demasiado grandes para ella, llegaba el miedo. ¿Podía sentir por León, calma y temor al mismo tiempo?

Llegó a la casona. Justo bajo las puertas dobles había un sobre tamaño oficio de color café. Lo levantó y dio vuelta para ver a quién iba dirigido. Estaba cerrado, remitido solo a “Srta. Manuela Azancot” con la tipografía propia de una máquina de escribir antigua. Frunció los labios. Manuela no tenía amigos que le escribieran y, si los tuviera, de seguro nadie le mandaría una correspondencia de ese tipo. La sensación de extraña incomodidad volvió a ella. Sin embargo, a pesar de la curiosidad, no le correspondía a ella averiguar de qué trataba.

Entró a la casa, luego de traspasar una y otra sala del ala izquierda, llegó hasta la biblioteca donde sabía que la encontraría. Su hermana estaba sentada de espaldas a la puerta; una torre de libros se levantaba a un lado y un conjunto de hojas manuscritas al otro. Al frente, el notebook emitía un jazz desde los parlantes.

—¿Alguna novedad?

Manuela, que no había advertido su presencia, saltó sobre la silla botando los libros apilados al suelo.

—¡Cómo entras así! ¡Me asustaste!

—Disculpa –contestó mientras la ayudaba a recoger dos de las cuatro obras que estaban en el piso–. ¿Descubriste algo en... Anam Cara, El Libro de la sabiduría Celta?

—Cuando tenga novedades, lo sabrán.

Marina cambió rápidamente el tema, ya había aprendido cómo evadir discusiones con su hermana. El jazz le pareció una buena salida.

—Duke Ellington era el favorito del papá. ¿Te acuerdas cuando trataba de enseñarnos a bailar?

Marina soltó una risita.

—Sí, qué horror, no sé quién bailaba peor: tú o él.

Incluso cuando Manuela hablaba mal de Lucas, los ojos le brillaban.

—¿Y tú? Hasta el día de hoy eres un palo de escoba, Manu, acéptalo.

—Era muy chica, todos los prepúberes bailan mal.

—Le gustaba bailar lentos de jazz con la mamá...

—Le gustaba intentar bailar jazz con la mamá... Pero nunca le resultaba porque la mamá lo odiaba.

Esta vez, las dos se rieron.

—Imagino que tu primer día de colegio estuvo muy entretenido.

El tono de Manuela era siempre irónico, así que le costaba reconocer cuándo tenía esa intención y cuándo era una frase más en su repertorio de ironías.

Se quedó pensando si le contaba o no sobre León.

—Glorioso. ¿Y las entrevistas de trabajo?

—Mal. Vino una oleada de viejos decrépitos durante la mañana, pero a Mercedes no le gustó ninguno. Así como vamos voy a terminar cultivando tomates, cortando leña y limpiando esos baños del año uno.

Su malhumor le salía por los poros.

—Bueno, yo vine hasta acá para dejarte esto.

Le entregó el sobre. Manuela lo revisó y Marina se mantuvo en el mismo lugar, esperando a que su hermana lo abriera para ver qué había dentro.

—Ábrelo, poh.

—Está dirigido a mí.

—Si sé, pero puede ser algo que nos competa a todos.

—Si fuera así, no estaría escrito solo mi nombre.

—¿De verdad no lo vas a abrir?

—No al frente tuyo.

Marina caminó hacia la puerta con paso firme y los dientes apretados. Sus cejas eran una sola línea recta.

—Trato, Manuela, te juro que trato, pero contigo no se puede.

Portazo. Le daba rabia que, después de todo lo que había pasado, Manuela no fuera capaz de confiar en ella. Podía disminuir su ironía, cambiar su forma de tratar a las personas e incluso a veces contener su malhumor, pero siempre sería incapaz de trabajar en equipo.

Pasó como un rayo por la galería hasta llegar a las escaleras y subir al segundo piso. No había visto a su abuela en todo el día, pero aun así no tenía ganas de ir a saludarla; lo haría en la noche, cuando estuviera con mejor ánimo. Fue hasta su pieza, entró y tiró con fuerza su bolso al piso, que se deslizó hasta chocar con el ropero. Voló para caer sobre la cama. “Apágate, apágate”, le dijo a su mente, a su cuerpo entero. Bajó sus párpados con una inhalación profunda y dejó que el sueño llegara a ella.

El vibrador de su celular hizo que volviera a abrirlos. Mensaje de Magdalena que, a esas alturas, seguro ya sabía sobre la existencia de León: “Supe lo que pasó. Pronto conversamos con calma. Fuerza”. Dejó el celular sobre el velador y volvió a cerrar los párpados. Había descansado tan poco los últimos meses, que no tardó en quedarse dormida.

Aun así, su mente no se apagó.

Cuando abrió los ojos, supo que no estaba dentro de su cuerpo. Seguía siendo ella; su conciencia dentro de otro cuerpo, otra mente. Sentía como si hubiese viajado astralmente al interior de alguien, pero sin saber quién. ¿Podría tener ese poder?

El cuerpo que habitaba se escondía de alguien o, por lo menos, no quería ser visto por nadie. Marina no era capaz de acceder a los pensamientos de ese cuerpo, pero sí a las sensaciones. Sentía la adrenalina, el latir del corazón que tronaba en el pecho. Uno, dos. Uno, dos. ¿Dónde estaba?

Aprovechó de ver lo que veían los ojos ajenos: el tronco y ramaje del árbol que la ocultaba; cinco autos, entre ellos, la camioneta de Pedro; más bosque alrededor; el sonido de las olas romper cerca de ella. Conocía ese lugar, pero le era difícil concentrarse, pensar con claridad, usar toda su energía estando en otro cuerpo. Dónde estoy, dónde estoy. Quién tenía la camioneta de Pedro. Gabriel. No, Gabriel se había bajado cuando llegaron al colegio. Magdalena. Sí, su hermana. ¡Estaba en el estacionamiento del hospital! ¿Qué hacía ahí? ¿Quién estaba ahí? ¿Acaso estaba dentro del cuerpo de Magdalena, que se estaba escondiendo de alguien? La respuesta que buscaba no tardó en llegar. El cuerpo que habitaba se movió entre las sombras de los árboles y, de la nada, una energía desbordante e invisible la arrastró desde el bosque hasta el centro del estacionamiento. Nada de volutas de humo negro, nada de niebla. Quien la atacaba, no era un oscuro. Estaba tirada sobre el suelo luego de haber sido jalada más de tres metros. El cuerpo, de todos modos, no se sentía ni siquiera un poco debilitado o herido. Apoyó ambas manos en el pavimento para levantarse. La mirada se posó en ella. A pesar de la mugre, el olor a sangre y suciedad, Marina reconocía muy bien ese dorso ancho y rugoso, con dedos largos y robustos. No tuvo la necesidad de concentrarse para saber a quién pertenecían.

No lo veía ni lo sentía, pero sabía que era él o, por lo menos, su cuerpo.

Damián en Puerto Frío.

Damián en el estacionamiento del hospital, frente a su hermana.

Damián, después de cinco meses de ausencia, tan cerca y tan lejos.

Se incorporó de a poco hasta quedar arrodillado. Sintió una mano sobre su hombro y, muy despacio, giró su cabeza. Primero vio el resplandor verde del talismán de tierra; luego, la boca de botón, los ojos transparentes. Cuando supo que era Magdalena quien estaba frente a Damián, no sintió la paz que siempre le inspiraba, al contrario, una rabia profunda y excesiva, que no provenía de ella, la invadió. Damián agarró y apretó la muñeca de Magdalena. Marina pudo sentir la calidez de su hermana hacer contraste con el cuerpo gélido del oscuro. Él le dobló el brazo. Magdalena no alcanzó a gritar cuando fue lanzada por los aires hasta azotarse contra uno de los muros externos del hospital.

Sin embargo, el grito de pánico de Marina se escuchó por toda la casona.