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Un Rastro de Muerte: Un Misterio Keri Locke – Libro #1

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From the series: Un Misterio Keri Locke #1
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CAPÍTULO DOS

Lunes

Al caer la tarde

Keri maniobraba con el Prius a través del tráfico de la hora punta en el límite oeste de Venice, conduciendo más rápido de lo normal. Algo la impulsaba, una corazonada que sentía crecer, una que no le gustaba.

Los Canales estaban a pocas manzanas de puntos de interés turístico como Boardwalk y Muscle Beach, y le llevó diez minutos de recorrido por la Avenida Pacific antes de encontrar por fin un lugar para aparcar. Se bajó y dejó que el teléfono le indicase el resto del camino a pie.

Los Canales de Venice no eran solo el nombre de una urbanización. Eran realmente una serie de canales artificiales construidos a principios del siglo veinte, a imitación de los originales ubicados en Italia. Cubrían unas diez manzanas justo al sur del Venice Boulevard. Unas cuantas de las casas que estaban junto a los canales eran humildes, pero la mayoría eran extravagantes al estilo de la costa. Las parcelas eran pequeñas pero algunos de los hogares fácilmente valían ocho cifras.

La casa a la que Keri llegó estaba entre las más impresionantes. Tenía tres plantas, pero solo el piso superior era visible, debido al alto muro estucado que la rodeaba. Dio la vuelta desde la parte de atrás, que daba al canal, hasta la puerta del frente. Mientras lo hacía, se fijó en que había múltiples cámaras de seguridad en las paredes de la mansión y en la casa misma. Varias de ellas parecían estar siguiendo sus movimientos.

«¿Por qué una madre veinteañera con una hija adolescente vive aquí? ¿Y por qué tanta seguridad?»

Llegó hasta la verja de hierro forjado de enfrente y se sorprendió de encontrarla abierta. La cruzó y estaba a punto de llamar a la puerta delantera cuando esta se abrió desde adentro.

Una mujer salió a recibirla, vestía vaqueros raídos y un top blanco sin mangas, tenía una cabellera larga y abundante de color castaño e iba descalza. Como Keri había sospechado al escucharla por teléfono, no pasaría de los treinta. Tendría la misma estatura de Keri, pero era unos diez kilos más delgada y estaba además bronceada y en forma. Se veía estupenda, a pesar de la expresión ansiosa en su rostro.

El primer pensamiento de Keri fue «esposa trofeo».

–¿Mia Penn? —preguntó Keri.

–Sí. Entre, por favor, detective Locke. Ya he rellenado los formularios que me envió.

Por dentro, la mansión se abría a un impresionante vestíbulo, con dos escaleras iguales de mármol que llevaban al piso de arriba. Había casi suficiente espacio para organizar un partido de los Lakers. El interior estaba inmaculado, con cuadros cubriendo todas las paredes y esculturas adornando mesas de madera tallada que se veían también como obras de arte en sí mismas.

Todo la casa parecía que podía exhibirse en cualquier instante en la revista Hogares que te hacen cuestionar tu propia valía. Keri reconoció una pintura colocada en un lugar destacado como un Delano, lo que significaba que esa sola valía más que la patética casa bote de veintidós años que ella llamaba hogar.

Mia Penn la llevó a otra de las salitas, más informal, y le ofreció asiento y agua embotellada. En un rincón de la sala, un hombre de constitución gruesa con pantalones de vestir y americana estaba apoyado en la pared como con indiferencia. No dijo nada pero no apartaba la mirada de Keri. Ella se fijó en un pequeño bulto en la parte derecha de su cadera, debajo de la chaqueta.

«Un arma. Debe ser de seguridad».

Una vez que Keri se sentó, su anfitriona no perdió el tiempo.

–Ashley sigue sin contestar mis llamadas y mis mensajes. No ha tuiteado desde que salió de la escuela. No hay posts en Facebook. Nada en Instagram —suspiró y añadió—: Gracias por venir. Me faltan palabras para expresarle lo mucho que esto significa para mí.

Keri asintió lentamente, estudiando a Mia Penn, tratando de comprenderla. Igual que por teléfono, el pánico apenas disimulado se sentía real.

«Ella parece temer en verdad por su hija. Pero está ocultando algo».

–Usted es más joven de lo que esperaba —Keri dijo finalmente.

–Tengo treinta años. Tuve a Ashley cuando tenía quince.

–Guau.

–Sí, eso es más o menos lo que todo el mundo dice. Yo siento que como nos llevamos tan pocos años, tenemos esta conexión. A veces puedo asegurar que sé lo que ella siente incluso antes de verla. Sé que suena ridículo pero tenemos este vínculo. Y yo sé que no hay pruebas, pero puedo notar que algo va mal.

–No entremos en pánico todavía —dijo Keri.

Pasaron revista a los hechos.

La última vez que Mia vio a Ashley fue esa mañana. Todo estaba bien. Desayunó yogur con granola y fresas laminadas. Se había ido a la escuela de buen humor.

La mejor amiga de Ashley era Thelma Gray. Mia la llamó cuando Ashley no apareció después de clase. Según Thelma, Ashley estaba, como se suponía que debía estar, en la clase de geometría del tercer cuatrimestre y todo parecía normal. La última vez que vio a Ashley fue en el pasillo, hacia las 2 p. m. Ella no tenía idea de por qué Ashley no había llegado a casa.

Mia también había hablado con el novio de Ashley, un chico de aspecto deportista llamado Denton Rivers. Él dijo que vio a Ashley en la escuela por la mañana pero que eso fue todo. Le envió unos pocos mensajes después de clase, pero ella nunca respondió.

Ashley no tomaba ninguna medicación, no tenía problemas físicos que mencionar. Mia dijo que antes había pasado por el dormitorio de Ashley y todo parecía normal.

Keri lo escribió todo rápido en un pequeño cuaderno, tomando nota específicamente de los nombres sobre lo que volvería más tarde.

–Mi marido va a llegar a casa de la oficina en cualquier momento. Sé que quiere hablar con usted también.

Keri levantó la vista del cuaderno. Algo en la voz de Mia había cambiado. Sonaba más a la defensiva, más cautelosa.

«Sea lo que sea lo que está ocultando, apuesto a que está relacionado con esto».

–¿Y cómo se llama su esposo? —preguntó, tratando de parecer indiferente.

–Se llama Stafford.

–Espere un minuto —dijo Keri—. ¿Su marido es Stafford Penn, el senador de los Estados Unidos Stafford Penn?

–Sí.

–Esa es una información importante, Sra. Penn. ¿Por qué no la mencionó antes?

–Stafford me pidió que no lo hiciera —dijo ella a modo de disculpa.

–¿Por qué?

–Dijo que quería tratar eso con usted cuando él llegara.

–¿Cuándo dijo usted que estaría aquí de nuevo?

–Seguramente, en menos de diez minutos.

Keri la miró de manera inquisitiva, tratando de decidir si debía presionarla. Al final, lo dejó como estaba, por ahora.

–¿Tiene una foto de Ashley?

Mia Penn le pasó su teléfono. La foto de fondo mostraba a una adolescente con un vestido veraniego. Parecía la hermana menor de Mia. Quitando el cabello rubio de Ashley, era difícil distinguir a una de la otra. Ashley era ligeramente más alta, estaba más bronceada y tenía una constitución más atlética. El vestido no podía tapar sus piernas musculosas y sus poderosos hombros. Keri supuso que practicaba el surf con regularidad.

–¿Es posible que simplemente haya olvidado la cita y esté atrapando olas? —preguntó Keri.

Mia sonrió por primera vez desde que Keri llegó.

–Estoy impresionada, detective. ¿Lo adivinó basándose en una foto? No, a Ashley le gusta surfear en las mañanas, mejores olas y menos gente inoportuna. Miré el garaje por si acaso. Su tabla está allí.

–¿Puede enviarme esa foto junto con unos pocos primeros planos, con y sin maquillaje?

Mientras Mia hacía eso, Keri hizo otra pregunta.

–¿A qué escuela va?

–Al Instituto West Venice.

Keri no pudo ocultar su sorpresa. Conocía bien el lugar. Era un gran instituto público, un crisol de culturas de miles de chicos, con todo lo que eso entrañaba. Ella había arrestado a más de un estudiante que iba al West Venice.

«¿Por qué puñetas la rica hija de un senador de EE. UU. va allí en lugar de asistir a una exclusiva escuela privada?»

Mia debió haber leído la sorpresa en el rostro de Keri.

–A Stafford nunca le ha gustado. Siempre ha querido tenerla en escuelas privadas, que la encaminen de Harvard, donde él fue. Pero no era solo por la mejor educación. Él también quería una mayor seguridad —dijo ella—. Yo siempre la he querido en escuelas públicas, para que se relacione con chicos reales y donde pueda aprender algo de la vida real. Es una de las pocas batallas que realmente le he ganado. Si Ashley termina herida debido a algo relacionado con la escuela, será culpa mía.

Keri quiso cortar de raíz esos pensamientos rápidamente.

–Uno, Ashley va a estar bien. Dos, si le pasara sería culpa de la persona que le hiciera daño, no de la madre que la quiere.

Keri observó a  Mia Penn para ver si la convencía, pero era difícil decirlo. La verdad era que sus palabras de consuelo apuntaban más a impedir que un recurso valioso se desmoronara que a levantarle el ánimo. Decidió presionar.

–Hablemos un segundo de eso. De hecho, ¿hay alguien que quisiera hacerle daño a ella, a usted o a Stafford?

–A Ashley, no; a mí, tampoco; a Stafford, nada concreto que yo sepa, más allá de lo que implica hacer lo que él hace. Quiero decir, recibe amenazas de muerte de votantes que afirman ser extranjeros. Así que es difícil decir qué es lo que hay que tomar en serio.

–¿Y nadie ha llamado pidiendo rescate, correcto?

La repentina tensión en el rostro de la mujer era visible.

–¿Es lo que usted piensa que es esto?

–No, no, no, solo estoy revisando las posibilidades. Todavía no pienso que sea nada. Estas son solo preguntas de rutina.

–No. No ha habido pedidos de rescate.

–Ustedes obviamente tienen algún dinero…

Mia asintió.

–Vengo de una familia muy rica. Pero nadie lo sabe en realidad. Todos dan por sentado que nuestro dinero viene de Stafford.

 

–Por curiosidad, ¿de cuánto estamos hablando, exactamente? —preguntó Keri. Algunas veces este trabajo hacía imposible la discreción.

–¿Exactamente? No lo sé… tenemos una casa junto a la playa en Miami y un apartamento en San Francisco, ambos a nombre de compañías. Estamos activos en el mercado y tenemos muchos otros bienes. Usted ha visto todas las obras de arte que tenemos en la casa. Poniéndolo todo junto estaríamos hablando de cincuenta y cinco a sesenta millones.

–¿Lo sabe Ashley?

La mujer se encogió de hombros.

–Hasta cierto punto. Ella no conoce las cifras exactas pero sabe que es bastante y que se supone que el público no tiene que saberlo todo. A Stafford le gusta proyectar una imagen de «hombre del pueblo».

–¿Habrá hablado acerca de esto? ¿A sus amigos, quizás?

–No. Ella tiene instrucciones estrictas de no hacerlo —la mujer suspiró y dijo—: Dios, estoy hablando demasiado. Stafford estaría furioso.

–¿Ustedes dos se llevan bien?

–Sí, por supuesto.

–¿Qué hay de Ashley? ¿Se lleva usted bien con ella?

–No hay nadie en el mundo a quien esté más unida.

–Muy bien. ¿Stafford se lleva bien con ella?

–Se llevan muy bien.

–¿Hay alguna razón para que ella se fuera de casa?

–No. Ni nada que se le parezca. Eso no es lo que está sucediendo aquí.

–¿Cómo ha estado de humor últimamente?

–Ha sido bueno. Ella es feliz, estable, todo eso.

–Algún problema con algún chico…

–No.

–¿Drogas o alcohol?

–No puedo decir que nunca. Pero en general, ella es una joven responsable. Este verano se entrenó como salvavidas juvenil. Tenía que levantarse a las cinco de la mañana de cada día para eso. Es de fiar. Aparte de eso, ni siquiera ha tenido todavía tiempo de aburrirse. Esta es su segunda semana de clases.

–¿Algún drama por allí?

–No. Le gustan sus profesores. Se lleva bien con todos los chicos. Intentará entrar en el equipo femenino de baloncesto.

Keri fijó los ojos en los de la mujer y preguntó:

–Entonces ¿qué piensa usted que está pasando?

La confusión cubrió el rostro de la mujer. Le temblaban los labios.

–No lo sé. —Dirigió la mirada a la puerta principal, luego volvió a mirarla, y dijo—: Yo solo quiero que ella vuelva a casa. ¿Dónde coño está Stafford?

Como hecho a propósito, un hombre apareció por la esquina. Era el senador Stafford Penn. Keri lo había visto montones de veces en la tele. Pero en persona, irradiaba una onda que no se apreciaba al verlo en una pantalla. tenía alrededor de cuarenta y cinco años, era musculoso y alto, alcanzaba fácilmente el metro noventa de estatura, tenía el cabello rubio como el de Ashley, una mandíbula marcada y unos penetrantes ojos verdes. Poseía un magnetismo que parecía casi vibrar. Keri tragó en seco cuando él extendió la mano para estrechar la de ella.

–Stafford Penn —dijo, aunque podía asegurar que ella ya sabía eso.

Keri sonrió.

–Keri Locke —dijo—. Unidad de Personas Desaparecidas del Departamento de Policía de Los Ángeles, División Pacífico.

Stafford le dio un beso rápido en la mejilla de su esposa y se sentó a su lado. No perdió el tiempo con amabilidades.

–Agradecemos que haya venido. Pero personalmente, pienso que podemos dejar las cosas como están hasta mañana por la mañana

Mia le miró incrédula.

–Stafford…

–Los hijos se independizan de sus padres —continuó—. Se van destetando. Es parte del crecimiento. Joder, si fuera un chico, habríamos estado lidiando con días como este desde hace dos o tres años. Es por eso que le pedí a Mia que fuera discreta cuando la llamara. Dudo que esta sea la última vez que estemos lidiando con este tipo de asuntos y no quiero ser acusado por dar falsas alarmas.

Keri preguntó:

–Entonces, ¿no cree que pase nada malo?

Él dijo que no con la cabeza.

–No. Pienso que es una adolescente haciendo lo que hacen los adolescentes. Para ser honesto, hasta cierto punto me alegro de que haya llegado este día. Demuestra que ella se está volviendo más independiente. Recuerden mis palabras, ella aparecerá esta noche. En el peor de los casos, mañana por la mañana, probablemente con una resaca.

Mia lo contemplaba con incredulidad.

–En primer lugar —dijo—, es un lunes por la tarde en pleno curso escolar, no las vacaciones de primavera en Daytona. Y en segundo lugar, ella no haría eso.

Stafford negó con la cabeza.

–Todos nos volvemos un poco locos a veces, Mia —dijo—. Joder, cuando cumplí quince años, me bebí diez cervezas en un par de horas. Estuve literalmente devolviendo durante tres días. Recuerdo que mi padre se rio bastante. Pienso que, de hecho, estaba bastante orgulloso de mí.

Keri asintió, haciendo ver que eso era algo completamente normal. Nada ganaba con enemistarse con un senador de los Estados Unidos si podía evitarlo.

–Gracias, senador. Probablemente tiene razón. Pero mientras esté aquí, ¿le importaría si le doy un rápido vistazo al dormitorio de Ashley?

Él se encogió de hombros y señaló la  escalera.

–Adelante.

Arriba, al final del pasillo, Keri entró al dormitorio de Ashley y cerró la puerta. La decoración era más o menos lo que esperaba: una bonita cama, a juego con la cómoda, pósteres de Adele y de la leyenda del surf con un solo brazo, Bethany Hamilton. Tenía una lámpara de lava de inspiración retro en la mesilla de noche. Recostado en una de sus almohadas había un peluche. Era tan viejo y manoseado que Keri no estaba segura de si era un perro o una oveja.

Encendió el Mac portátil que había en el escritorio de Ashley y le sorprendió que no estuviera protegido con una contraseña.

«¿Qué adolescente deja su portátil desprotegido sobre su escritorio para que cualquier adulto fisgón venga a controlarlo?»

El historial de Internet mostraba búsquedas de solo los dos últimos días; los anteriores se habían borrado. Lo que quedaba parecía estar relacionado en su mayor parte con un trabajo de biología para el que estaba investigando. Había también una cuantas visitas a sitios web de agencias locales de modelos, al igual que otras en Nueva York y Las Vegas. Había otra visita al sitio de un próximo torneo de surf en Malibú. También había ido al sitio de una banda local llamada Rave.

«O esta chica es la mojigata más aburrida de todos los tiempos, o está dejando todo esto con el propósito de presentar una imagen que sus conocidos se crean».

El instinto de Keri le decía que era lo segundo.

Se sentó al pie de la cama de Ashley y cerró los ojos, tratando de colocarse en la mente de una chica de quince de años. Una vez lo fue. Esperaba recordar todavía cómo era la suya. Después de dos minutos, abrió los ojos e intentó ver la habitación desde otra perspectiva. Recorrió los estantes, buscando algo que se saliera de lo ordinario.

Estaba a punto de darse por vencida cuando su vista se detuvo en un libro de matemáticas al final de la estantería de Ashley. Se titulaba Álgebra para Noveno Grado.

«¿No dijo Mia que Ashley estaba en décimo grado? Su amiga Thelma la vio en la clase de geometría. Entonces ¿por qué conservaba un viejo libro de texto? ¿Por si necesitaba un repaso?»

Keri cogió el libro, lo abrió y comenzó a hojearlo. Cuando llevaba dos terceras partes, encontró dos páginas, que era fáciles de pasar por alto, pegadas cuidadosamente la una con la otra. Había algo duro entre ellas.

Keri cortó la cinta adhesiva y algo cayó en al suelo. Ella lo cogió. Era una falsa licencia de conducir, que parecía sumamente auténtica, con la cara de Ashley en ella. El nombre que aparecía allí era Ashlynn Penner. La fecha de nacimiento indicaba que tenía veintidós años.

Más convencida de que estaba en el camino correcto, Keri se movió con más rapidez por la habitación. No sabía de cuánto tiempo disponía antes de que los Penn empezaran a sospechar. Al cabo de cinco minutos, encontró otra cosa. Metido en una bamba en la parte trasera del armario había un casquillo vacío de 9 mm.

Sacó una bolsa para las pruebas, lo introdujo allí junto con la tarjeta de identidad falsa, y abandonó la habitación. Mia Penn iba por el pasillo en dirección a ella en el momento en que cerraba la puerta. A Keri le pareció que había sucedido algo.

–Acabo de recibir una llamada de la amiga de Ashley, Thelma. Ha estado hablando con la gente acerca de que Ashley no llegó a casa. Dice que otra amiga llamada Miranda Sanchez vio a Ashley subir a una furgoneta negra en Main Street, cerca de un parque canino próximo al instituto. Dijo que no podía asegurar si Ashley subió por su cuenta o si tiraron de ella hacia dentro. No le pareció tan extraño hasta que se enteró de que Ashley había desaparecido.

Keri mantuvo su expresión neutral a pesar del súbito incremento en su presión arterial.

–¿Conocen a alguien que tenga una furgoneta negra?

–Nadie.

Keri caminaba rápidamente por el pasillo. Mia Penn intentaba desesperadamente seguirle el paso.

–Mia, necesito que llame al teléfono de los detectives en la comisaría, el número con el que me contactó. Dígale a quien le atienda, probablemente un hombre llamado Suarez, que le he pedido que llame. Dele la descripción física de Ashley y dígale cómo iba vestida. Dele también los nombres y la información de contacto de cada uno de los que me habló: Thelma, Miranda, el novio Denton Rivers, todos ellos. Después dígale entonces que me llame.

–¿Por qué necesita toda esa información?

–Vamos a tener que entrevistarlos a todos.

–Está empezando a asustarme de verdad. ¿Esto es malo, verdad? —preguntó Mia.

–Probablemente no. Pero mejor asegurarnos que lamentarnos.

–¿Qué puedo hacer?

–Necesito que se quede aquí por si Ashley llama o aparece.

Llegaron al piso de abajo. Keri miró alrededor.

–¿Dónde está su marido?

–Lo llamaron del trabajo.

Keri se mordió la lengua y se dirigió a la puerta principal.

–¿Adónde va? —le gritó Mia.

Por encima del hombre, Keri respondió:

–Voy a encontrar a su hija.

CAPÍTULO TRES

Lunes

Al atardecer

Fuera, mientras se daba prisa por regresar al coche, Keri trataba de ignorar el calor que se levantaba de la acera. En apenas un minuto, aparecieron gotas de sudor en su frente. Mientras marcaba el número de Ray, decía palabrotas en voz baja para sí misma.

«Estoy a seis putas manzanas del Océano Pacífico y en pleno mes de septiembre. ¿Adónde me llevará esto?»

Después de seis tonos, Ray finalmente contestó.

–¿Qué? —preguntó, su voz sonaba tensa y molesta.

–Necesito que nos encontremos en Main, enfrente del Instituto West Venice.

–¿Cuándo?

–Ahora, Raymond.

–Espera un segundo. —Podía oírlo moviéndose de un lado a otro y quejándose por lo bajo. No parecía que estuviera solo. Cuando volvió a ponerse al habla, a ella le dio la impresión de que había cambiado de habitación.

–Estaba ocupado en otra cosa, Keri.

–Bueno, pues desocúpate, detective. Tenemos un caso.

–¿Es lo de Venice? —preguntó él, claramente exasperado.

–Lo es. Y podrías por favor dejar ese tono. Claro, a menos que pienses que la desaparición de la hija de un senador de los Estados Unidos en una furgoneta negra no es algo que valga la pena comprobar.

–Dios mío. ¿Por qué la madre no dijo lo del senador por teléfono?

–Porque él le pidió que no lo hiciera. Él se mostró tan despectivo como tú, quizás incluso más. Espera un segundo.

Keri había llegado a su coche. Puso el altavoz del teléfono, lo tiró en el asiento del copiloto y se subió. Mientras arrancaba, le dio el resto de los detalles: la falsa identificación, el casquillo de proyectil, la chica que vio a Ashley subirse a la van— posiblemente en contra de su voluntad—, el plan para coordinar las entrevistas. Cuando estaba finalizando, su teléfono dio un pitido y ella miró la pantalla.

–Me está entrando una llamada de Suárez. Quiero darle los detalles. ¿De acuerdo? ¿Ya te desocupaste?

–Ahora mismo me estoy subiendo al coche —contestó él, haciendo caso omiso a la indirecta—. Puedo estar allí en quince minutos.

–Espero que te disculpes de mi parte con ella, quienquiera que fuera —dijo Keri, incapaz de no sonar sarcástica.

–No era el tipo de chica que necesite disculpas —replicó Ray.

–¿Por qué no me sorprende?

Pasó a atender la otra llamada sin decir adiós.

*

Quince minutos más tarde, Keri y Ray caminaban por el tramo de Main Street donde Ashley Penn pudo o no haber sido raptada. No había nada que obviamente se saliera de lo ordinario. El parque canino de al lado de la calle estaba animado con alegres ladridos y dueños que llamaban a sus mascotas con nombres como Hoover, Speck, Conrad y Delilah.

 

«Dueños de perros ricos y bohemios. Oh, Venice».

Keri trató de sacar los pensamientos superfluos de su cabeza y concentrarse. No parecía haber mucho que llevara a algún lado. Era evidente que Ray sentía lo mismo.

–¿Es posible que ella simplemente despegara o se escapara? —sopesó él.

–No lo descarto —replicó Keri—. Desde luego que no es la inocente princesita que su mamá cree que es.

–Nunca lo son.

–Sea lo que sea lo que le haya pasado, es posible que ella haya jugado un papel en ello. Cuanto más profundicemos en su vida, más sabremos. Necesitamos hablar con gente que no nos dé la versión oficial. Como ese senador. No sé qué pasa con él, pero está claro que le incomodaba que yo estuviera investigando su vida.

–¿Alguna idea del porqué?

–Todavía no, más allá de un presentimiento de que oculta algo. Nunca he conocido a un padre tan indiferente ante la desaparición de su hijo. Estuvo contando historias de borracheras con cerveza a los quince. Parecía forzado.

Ray se estremeció visiblemente.

–Me alegra que no lo hayas censurado por eso —dijo—. Lo último que necesitas es un enemigo con la palabra senador delante de su nombre.

–No me importa.

–Bueno, pues debería —dijo él—. Unas pocas palabras de él a Beecher o Hillman, y eres historia.

–Soy historia desde hace cinco años.

–Anda ya…

–Sabes que es verdad.

–No empieces —dijo Ray.

Keri vaciló, lo miró, y luego dirigió la vista hacia el parque canino. A unos metros de ellos, un cachorro de pelo marrón pequeño y peludo se revolcaba feliz en el suelo.

–¿Quieres saber algo que nunca te he dicho? —preguntó ella.

–No estoy seguro.

–Después de lo que pasó, ya sabes…

–¿Evie?

Keri sintió que se le encogía el corazón al oír el nombre de su hija.

–Correcto. Hubo un tiempo justo después de lo que sucedió en el que estuve como loca tratando de quedarme embarazada. Duró unos dos o tres meses. Stephen no lo pudo soportar.

Ray no dijo nada. Ella continuó:

–Entonces me levanté una mañana y me odié a mí misma. Me sentía como alguien que había perdido un perro y fue a la perrera a buscar un sustituto. Me sentí como una cobarde, como si solo me preocupara de mí, en lugar de centrarme donde debía. Estaba dejando ir a Evie en lugar de luchar por ella.

–Keri, debes dejar de hacerte esto a ti misma. Eres tu peor enemigo, desde luego.

–Ray, todavía puedo sentirla. Ella está viva. No sé dónde ni cómo, pero lo está.

Él le apretó la mano

–Lo sé.

– Ahora tiene trece años.

–Lo sé.

Caminaron el resto de la manzana en silencio. Cuando llegaron al cruce con la Avenida Westminster, Ray finalmente habló:

–Escucha —dijo, en un tono que indicaba que volvía a centrarse en el caso—, podemos seguir cada pista que surja. Pero es la hija de un senador. Y si ella no se fue solo de juerga, los de arriba se harán cargo de esto. En poco tiempo los Federales se involucrarán. Los mandos allá del centro lo querrán también. Para mañana a las nueve, a ti y a mí nos habrán apartado de una patada.

Probablemente era cierto pero a Keri no le importaba. Se las vería con la mañana siguiente, a la mañana siguiente. Ahora mismo tenían un caso en el cual trabajar.

Ella suspiró profundamente y cerró los ojos. Después de ser su compañero por un año, Ray había aprendido a no interrumpirla cuando estaba intentando concentrarse.

Después de cerca de treinta segundos, abrió los ojos y miró alrededor. Al cabo de un instante, señaló hacia una tienda al otro lado del cruce.

–Allí —dijo ella y comenzó a caminar.

Este tramo de Venice, desde el norte de Washington Boulevard hasta Rose Avenue, era una extraña encrucijada de humanidad. Estaban las mansiones de los Canales de Venice al sur, las tiendas caras de Abbot Kinney Boulevard directamente hacia el este, el sector comercial al norte y la parte cutre de los surfistas y patinadores a lo largo de la playa.

Pero a lo largo y ancho de toda la zona había pandillas. Eran más evidentes de noche, especialmente cerca de la costa. Pero la División Pacífico del Departamento de Policía de Los Ángeles estaba rastreando a catorce pandillas activas en Venice y sus alrededores, de las cuales al menos cinco consideraban el punto donde Keri estaba parte de su territorio. Había una pandilla negra, dos hispanas, una de moteros y supremacistas blancos y otra compuesta principalmente por surfistas que traficaban con armas y drogas. Todas ellas coexistían a su pesar en las mismas calles, junto a milenials asiduos a los bares, prostitutas, turistas boquiabiertos, veteranos sin hogar y residentes de camisetas desteñidas y dieta de granola.

Como resultado, los negocios en el área abarcaban todo el espectro, desde antros de tendencia urbana y salones de tatuaje, a dispensarios de marihuana medicinal y oficinas de prestamistas, como la del local delante del cual estaba Keri.

Se encontraba en el segundo piso de un edificio recién restaurado, encima de un bar de jugos naturales.

–Observa eso —dijo ella. Encima de la puerta de entrada, había un letrero que rezaba «Briggs Bail Bonds».

–¿Qué pasa con eso? —dijo Ray.

–Mira encima del letrero, encima de Bail.

Ray lo hizo. Confuso al principio, entornó entonces su ojo bueno y vio una pequeña cámara de seguridad. Miró en la dirección hacia la que apuntaba la cámara. Estaba enfocada en el cruce. Más allá estaba el tramo de Main Street cerca del parque canino, donde Ashley supuestamente había entrado en la furgoneta.

–Buena observación —dijo él.

Keri retrocedió y estudió el área. Posiblemente había más actividad ahora de la que había habido hacía unas horas. Pero esta no era exactamente un área tranquila.

–Si tú fueras a secuestrar a alguien, ¿sería aquí donde lo harías?

Ray negó con la cabeza.

–¿Yo? No, yo soy más de callejón.

–Entonces ¿qué tipo de persona es tan descarada como para llevarse a alguien a plena luz del día, y cerca de un cruce con mucho tráfico?

–Averigüémoslo —dijo Ray, dirigiéndose a la puerta.

Subieron por la estrecha escalera hasta el segundo piso. La puerta de Briggs Bail Bonds estaba abierta. Justo a la entrada, a la derecha, un hombre grande con una panza aún más grande estaba echado en una silla reclinable, hojeando un ejemplar de Guns & Ammo.

Levantó la vista cuando Keri y Ray entraron, decidió rápidamente que no eran una amenaza y les hizo una señal con la cabeza hacia el fondo de la habitación. Un hombre de pelo largo y barba desarreglada, que estaba sentado detrás de una mesa, les hizo señas para que fueran hacia allí. Keri y Ray tomaron asiento frente a la mesa del hombre y esperaron pacientemente mientras hablaba con un cliente. El asunto no era el diez por ciento en efectivo, sino la garantía para el total. Necesitaba la garantía de una casa, o la posesión de un coche con un título en regla, algo así.

Keri podía oír a la persona en el otro lado de la línea suplicando, pero el tipo de pelo largo no se inmutaba.

Treinta segundos más tarde colgó y se centró en las dos personas que tenía delante.

–Stu Briggs —dijo—, ¿qué puedo hacer por ustedes, detectives?

Nadie había mostrado su placa. Keri estaba impresionada.

Antes de que pudieran responder el hombre miró más detenidamente a Ray, y entonces casi gritó:

–Ray Sands, ¡Sandman! Yo vi su última pelea, aquella con el zurdo; ¿cómo se llamaba?

–Lenny Jack.

–Claro, claro, sí, eso es, Lenny Jack, Jack al Ataque. Perdió un dedo o algo así, ¿no? ¿Un meñique?

–Eso fue después.

–Sí, bueno, con meñique o sin él, pensé que lo tenías, de verdad. Tenía las piernas de goma, su cara era una masa ensangrentada. No podía consigo mismo. Un golpe más, era lo único que necesitaba, uno más. Joder, con medio puñetazo hubiera bastado. Seguramente, si le hubiera pegado, hubiera caído

–Eso es lo que yo pensé también —admitió Ray—. En retrospectiva, pienso que eso fue lo que me hizo bajar la guardia. Aparentemente, él tenía una izquierda de la que no le había hablado a nadie.

El hombre se encogió de hombros.

–Aparentemente. Perdí dinero en esa pelea. —Pareció darse cuenta de que su pérdida no era tan grande como la de Ray, y añadió—: Quiero decir no fue tanto. No se puede comparar con lo suyo. Pero no se ve tan mal el ojo. Sé que es falso porque conozco la historia. No creo que la mayoría de la gente pueda darse cuenta.

Hubo un largo silencio mientras él aguantaba la respiración y Ray dejaba que se girara con torpeza. Stu lo intentó de nuevo.