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El quinto capítulo se intitula “Consideraciones del comportamiento ético desde una perspectiva conductual ecológica”. La base de este se sostiene en el concepto de ecología referido como posibilitador de acción en un contexto dialéctico entre organismo–ambiente. Para explicar el principio epistemológico de conductas evolutivas ecológicas, el autor hace uso de varias analogías propias de la arquitectura. Se pondera cómo los procesos evolutivos dependen no de acciones de utilidad unívoca sino en un complejo de actos que producen una in y un ex; adaptación y exaptación. La construcción arquitectónica de la pechina le permite evidenciar que hay una serie de conductas que se generan en el fenómeno humano y que emergen en la interacción del organismo‒con lo social y cultural. Y, por ejemplo, aunque en el animal gregario como el hombre se expresa como necesario el liderazgo, hay ciertas conductas colaterales emergentes, pechinas, como las conductas de poder que no han sido previstas como meta pero que se generan como un subproducto del fenómeno. Y en ocasiones puede generarse el supuesto falaz de que el líder requiere el uso del poder para su función primaria, cuando en realidad fue un subproducto emergente. De ahí deriva la distinción entre la acción ética y no ética. Sería ética, si el lugar de autoridad es usado para ejercer la ordenanza del grupo en miras del bien común, pero si se sirve de la función para su particular deseo de ejercer poder se considera antiético. Lo maravilloso del capítulo es que, al seguir esta idea con la figura de la pechina, la posición ética deriva de una perspectiva estética. Posteriormente, desarrolla cómo la ética se construye alrededor de conductas deseables en contexto, para lo cual el individuo en su trayecto cultural desarrolla la capacidad de diferenciar estas de las no deseables. Citando a Edward S. Reed (1996), expone tres dimensiones que se dan en ese proceso de diferenciación, a saber: personas especiales o familiares al núcleo relacional; objetos y lugares y condiciones especiales que exigen modos de usos y conductas de protección, y cómo en los cantos y juegos se trasmiten gestos, posturas, actuaciones acompañadas de ritmos y sonidos. Es mediante el juego que se trasmiten códigos contextuales sobre lo esperado, deseable y no deseable.

La última parte del quinto capítulo sostiene, que en el gremio de los psicólogos se generan ciertas pautas culturales donde se aprende la diferencia entre el proceder ético del no ético, si bien las conductas pechinas emergen sobre todo dependiendo del respaldo cultural que se tiene en la sociedad y que potencia una u otra configuración de esas oquedades, lo que permite contemplar su estética.

El capítulo sexto, “Neuroética”, presenta cómo se piensan los principios éticos desde las neurociencias. Se apoyan para ello en los bioeticistas Tom L. Beauchamp y James F. Childress (2012), quienes ofrecen su propia lectura de los principios básicos del obrar ético expuesto en la APA (2017), a saber: la autonomía, le beneficencia, no maleficencia y la justicia. Se inscribe el artículo en una perspectiva antropológica kantiana al sostener que todo humano tiene un valor moral el cual se expresa bajo el concepto de dignidad (un valor en sí incondicionado), por lo que tiene derecho de exigir respeto. En su estructura argumentativa desarrolla la comprensión de cada uno de los conceptos para después mostrar cómo es entendido en su aplicación. Es relevante la precisión que hace de estos principios y la insistente advertencia de que en todo proceso investigativo se deberá buscar la beneficencia o el menor daño y sobre todo ser cautos cuando se trata de poblaciones vulnerables, sea por déficits cognitivos, estatus social, condición penal, etcétera. Los ejemplos que se presentan al desarrollar cada uno de los principios psicoéticos están referidos a la práctica investigativa en neurociencias, por lo que, va especificando los cuidados a tener en cuenta sea cuando se recaba la información o cuando se aplican tratamientos, así como cuando se regresa la información a los participantes. Advierte que cuando se regresa cierta información útil para el paciente es importante que el profesionista discrimine entre la jerga especializada y una versión de divulgación que sea comprensible al participante. Concluye, que la aplicación de las neurociencias aspira a proporcionar condiciones y alternativas para mejorar las condiciones de vida de las personas cuidando en todo momento que el riesgo no atente el bienestar de la persona, ni su autonomía o capacidad de agencia. Al final declara que el reconocimiento de los límites del saber es también una posición ética propia del investigador en neurociencias.

El capítulo séptimo centra su estudio en un caso tipo de investigación social realizado por Stanley Milgram en los años sesenta. Expone el autor de este capítulo sus supuestos epistémicos desde donde repensará la práctica de la investigación sobre obediencia que realizó Milgram, a saber: constructivista y con voluntad de poder, afirma con Nietzsche que el valor de pensar la moral vivida es desde la búsqueda de afirmación de la vida. Afirma el autor que la psicología social crítica piensa la moral desde los linderos mismos de los hábitos (hexis), reconociéndose en esa cultura toma distancia.

El reporte de investigación de Milgram es usado para ponderar por un lado sus hallazgos de investigación coincidentes con el fenómeno que se dio en la segunda guerra, cuando los ejecutores de órdenes llevaron a miles a la muerte dado el imperativo del deber y la obediencia y, por otro lado, el autor del capítulo toma distancia de la interpretación del investigador. Ya que el fenómeno de obediencia que emerge es contextual, el dilema entonces no es entre la conciencia individual y la autoridad externa, en donde lo que queda en entredicho es la autonomía particular. Pensado como un emergente en situación no se trata de la capacidad que se tiene y se puede ejercer por la demanda de obediencia sino bajo qué situaciones el sujeto obra de tal o cual manera. Por ejemplo, cómo influye la configuración del espacio, las posiciones físicas y simbólicas con los otros participantes y los objetos empleados. La particular forma de dar las órdenes, la presencia o no de la aparente víctima, la disidencia de alguno de los personajes que participaban como staff de los investigadores, etcétera. Así en contraposición a la perspectiva interpretativa de Milgram, propone la óptica de Erving Goffman: la vida como un teatro en donde escenificamos varios papeles y funciones, y estos están dados en situación. Finalmente, hace observaciones críticas sobre cómo en la actualidad participamos de cadenas laborales, gracias a la sociedad disciplinar que convoca ejercer la fuerza (el poder) del saber y la función al servicio de ciertos ordenes institucionales. Pensar pues la moral, es reconocer la ficción teatral en la que participamos de modo que no se quede el profesional de la psicología en comprensiones irreales o estereotipos generados por el propio ojo y discurso, tales como el forastero, el ocioso, la mujer, el vagabundo, etcétera.

El capítulo octavo, “Consideraciones éticas de la aplicación de las ciencias del comportamiento en las políticas y programas de desarrollo”, está compuesto de dos apartados. En el primero de ellos se problematiza la perspectiva antropológica, epistémica y política de las ciencias del comportamiento y cómo de ello se derivan ciertos planteamientos y dilemas éticos. Son importantes estas consideraciones que hace el autor en tanto que con ellas le es permitido precisar cómo las ciencias del comportamiento en un contexto latinoamericano tienen que diseñarse desde una perspectiva crítica, ya que, el saber disciplinar como los fondos que se reciben para implementar proyectos sociales devienen de países del primer mundo, o sea, de un contexto e interés político diferente. En la segunda parte del capítulo se expone un proyecto de desarrollo implementado en colonias populares con jóvenes en riesgo de ser absorbidos por las lógicas de violencia. Al describir la experiencia profesional de trabajo se va entretejiendo de qué modo se fueron resolviendo los dilemas éticos que se les presentaron.

En la conclusión de este capítulo, se asumen los alcances y límites de cualquier programa de desarrollo que si bien pretende generar condiciones de justicia social solo puede alcanzar un impacto modesto en lo personal y no en lo estructural. Se considera la importancia de que durante la intervención el receptor del servicio no se dejó de ver como agente o sujeto de acción más que como objeto de conocimiento. Manifiesta la importancia de que estos proyectos de desarrollo prevean los efectos residuales de la intervención misma, para lo cual también hay que diseñar estrategias pedagógicas y prever recursos económicos. Todas estas precauciones en miras de promover la beneficencia, la justicia y disminuir los efectos adversos, los riesgos en esta población vulnerable.

Dada esta sinopsis de los capítulos el lector advierte, que este texto es un collage; perspectivas diversas que piensan desde distintas posiciones y con una gran diversidad de herramientas metodológicas y teóricas el hacer moral y ético del psicólogo. Pensar la constitución moral del individuo, ya introduce al sujeto en un esfuerzo por desmontar las inercias de valoración dadas en el trayecto propio de la existencia singular que no es sino en lo social, así como por la formación profesional y disciplinar del psicólogo. Si bien, se destaca aquí que hay ciertos criterios éticos y epistémicos comunes. Ya que, independientemente de la corriente psicológica desde donde se construye el fenómeno o de la metodología usada para pensarlo se comparten ciertos sedimentos epistémicos: “configuraciones que han dado lugar a las diversas formas del conocimiento empírico”, según lo enunciado por Michel Foucault (1999, p.7). (5) Algunos de estos sedimentos comunes son: reconocer que la conducta, la acción individual esta imbricada en los procesos de pensamiento de los sujetos; que los individuos y sus problemáticas emergen en circunstancias, situación y relación social, y que la ficción teórica determina y posibilita construir el campo de sentido explicativo del fenómeno.

Se puede apelar a los valores psicoéticos o al Código Ético del Psicólogo para orientar la resolución de los dilemas éticos, pero ningún profesional queda exento de dar razón de cómo y por qué delibera de tal o cual modo. Así pues, sirva este libro como invitación a otros colegas de la psicología a exponer su proceso de discernimiento ante los retos que cotidianamente presenta la profesión. La moral es base, sedimento necesario para ejercer la reflexión ética, pero no es sino en el esfuerzo singular y el ejercicio colectivo o gremial que se trasforma el obrar ético, la praxis profesional, configurando y enriqueciendo así, el ethos del psicólogo.

REFERENCIAS

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1- El sentido de ethos se sostiene en lo que Omar Franca–Tarragó (1999) precisa como: “el conjunto de aquellas actitudes, normas éticas específicas, y maneras de juzgar las conductas morales, que la caracterizan como grupo sociológico” (p.18). En este escrito se suma a este concepto que el ethos profesional del psicólogo son acciones y valoraciones que en el ejercicio de la profesión se decantan como las más pertinentes en su hacer (técnicamente) por los efectos benéficos que producen en los destinatarios de los servicios (finalidad). Así como los máximos y mínimos cuidados que deberá advertir cualquier profesional de la psicológica para no ejercer de manera malévola la profesión, buscando en todo, el bienestar subjetivo de acuerdo con las condiciones, alcances y sentidos propios de su receptor.

2- Todos los artículos aquí citados están tomados de Cámara de Diputados (2014).

3- Cfr. Sociedad Mexicana de Psicología (2009). El supuesto básico de formación para un buen ejercicio es un tema declarado en distintos artículos del código, a saber: 2, 6, 10, 11, 14, 30, 44, 47, 52, entre otros.

4- Véase Jerome Schneewind (2009). Para un desarrollo mayor sobre esta afirmación, véase Antonio Sánchez (2016).

5- La nota completa reza así: “la episteme en la que los conocimientos, considerados fuera de cualquier criterio que se refiera a su valor racional o a sus formas objetivas, hunden su positividad y manifiestan así una historia que no es la de su perfección creciente sino la de sus condiciones de posibilidad; en este texto lo que debe aparecer son, dentro del espacio del saber, las configuraciones que han dado lugar a las diversas formas del conocimiento empírico” (Foucault, 1999, p.7).

I. Constitución moral del sujeto y deconstrucción ética en Freud

ANTONIO SÁNCHEZ ANTILLÓN

El presente capítulo tiene por objeto problematizar cómo la moral y la ética están articuladas en los escritos de Sigmund Freud. Ya que, en la medi- da que explica la psicogénesis da razón de cómo se moraliza el sujeto (hay una ontoética). Estos principios explicativos de su teoría permiten comprender las indicaciones hechas sobre la práctica y ética profesional en psicoanálisis. El material de análisis son algunos escritos de Freud sobre la práctica psicoanalítica, los cuales se van problematizando para precisar distintos dilemas éticos propios de la consulta clínica, tales como el uso del dinero, las metas y fines del análisis, etcétera. Es importante advertir que los principios éticos de beneficencia, justicia y autonomía presentados en la introducción de este libro están referidos intertextualmente con las indicaciones de la práctica y el dispositivo psicoanalítico.

Previo al desarrollo de esas dos temáticas se hacen consideraciones sobre algunos principios epistemológicos, antropológicos y contextuales que permiten comprender el aporte del pensador al desarrollo psicológico y moral del sujeto. Este desarrollo tiene como punto de partida la explicación de uno de los conceptos claves en la teoría freudiana: la pulsión.

PREVIOS EPISTÉMICOS Y ANTROPOLÓGICOS DEL PSICOANÁLISIS

El psicoanálisis ha gestado su propia jerga, como también lo han hecho las otras corrientes en psicología. Por ello, aunque los profesionales de la psicología usan términos tales como el yo, consciente o inconsciente, el sentido semántico no es el mismo dado el corpus teórico explicativo de cada corriente psicológica. La propuesta freudiana tiene una semántica que toca los linderos de problemas propios de la medicina, tales como histeria, obsesión, trauma, pero los atributos y usos dados a estos en la psiquiatría difieren en la teorización psicoanalítica. Un concepto que toca la historia de la filosofía y la propuesta psicoanalítica es el término de pulsión (trieb). Se inician a continuación algunas consideraciones sobre este concepto.

Freud innova con el término de pulsión al referir y reconocer que estamos sostenidos en mociones libidinales. El concepto de pulsión freudiano supera el sentido de impulso de procreación (epitimia) propuesto por Aristóteles quien lo atribuye al alma sensitiva y supone que esta la comparte con el alma racional, en el humano. Para Freud, la pulsión es propia del humano y es la bisagra entre el cuerpo y los procesamientos psíquicos. Inicialmente, en el neonato la pulsión tiene que tramitar las tensiones internas las cuales solo tienen cantidad y es experimentada como tensión orgánica. Por ejemplo, el niño tiene hambre, se le da de comer y cancelada esa necesidad orgánica, queda satisfecho. La repetición de esa cancelación de la necesidad orgánica gracias a la acción específica que hace el tutor conlleva a que el niño pueda cualificar ese sentir como afecto. Junto con la satisfacción de la necesidad se erogeniza el órgano, provocando ahí un placer que está más allá de la necesidad. Por ejemplo, el niño seguirá introduciendo todo tipo de objetos en la boca por el placer concomitante, no porque le dé algún nutrimento. Estas mociones libidinales son el principio diferenciador entre la vida humana y la animal. En tanto que con el alimento entra también el placer del órgano, primero la boca y después los otros tantos goces dados por la piel y por las hendiduras donde se experimentan una mayor sensación libidinal.

Las coordenadas explicativas de este fenómeno son complejas en tanto que Freud articula desde la ontogénesis, una psicogénesis en un medio sociocultural. Es así que reconoce en el neonato un cuerpo que tiene necesidades y que posee determinantes dados por la filogénesis, no nace como tábula rasa sino con ciertos esquemas filogenéticos que lo disponen a reaccionar y desarrollar ciertas capacidades. La carga genética y su potencial latente lo desarrolla en el concepto del ello. Estos determinantes heredados no son sin la co‒influencia cultural, en tanto que la voluptuosidad del cuerpo deviene del exterior, como se ha dicho anteriormente. El desarrollo del sujeto implica una complejización del sentir en su relación con los otros, así va emergiendo un yo el cual se va diferenciando paulatinamente del exterior (el no yo). Desde las primeras interacciones, se van estableciendo las identificaciones con los progenitores como con otros miembros de la especie, del clan, de la familia o de la sociedad. Los atributos y acciones de los primeros patrones serán introyectados como ideales y normas sociales de comportamiento. Ese proceso es denominado por Freud, construcción del superyó y del ideal del yo. La articulación de la pulsión con las demandas de la realidad externa se sostiene en que los contenidos inconscientes son dados por las experiencias primeras del neonato en su relación con el tutor(es), quienes demandan al niño regular su impulso, de modo que el niño desde el inicio queda atado a ella y supone que su deseo es igual a realizar la demanda del otro. Así pues, el presupuesto axiomático de pulsión se articula en su teorización alrededor de la primera tópica del aparato psíquico: lo inconsciente, lo preconsciente y consciente, así como de la segunda: ello, yo y superyó. Hay un pulsar del cuerpo que se configura desde la exterioridad, la satisfacción primordial dada por el otro es la huella fuente de placer y de toda pesquisa posterior en otros tantos objetos de deseo.

El determinante epistémico de Freud es la ciencia de su época, la cual está preñada de metáforas físico–químicas y mecanicistas. Un asunto relevante de la teorización freudiana es que invita a pensar al mundo y al hombre desde una práctica. Es decir, a diferencia de los filósofos, Freud —como médico— somete sus observaciones a evidencias empíricas; enfrenta el padecimiento de sus pacientes con lo cual trata de generar una terapéutica que se distingue del magnetismo e hipnotismo de su época; por lo que su teorización no es especulativa sino conjetural, basada en la experiencia clínica.

Como hombre de ciencia de su tiempo, se esfuerza en dar razón de los fenómenos que analiza; se rige por una metodología que inicia con una descripción minuciosa de los casos que atiende. Después, pasa a analizar las recurrencias en cada caso, en cada historial, genera hipótesis explicativas sobre el qué de los mismos, y finalmente, propone ciertas coordenadas generales a modo de teoría provisional, la cual en cada escrito las sigue poniendo en tela de juicio para seguir actualizando su comprensión del fenómeno clínico.

Dada su aspiración por ofrecer un saber legal para su tiempo, se desmarca del pensamiento religioso como del filosófico. Ambos saberes los critica por suponer que pueden ofrecer una explicación total a las problemáticas humanas para acallar su angustia existencial. Así pues, determina que tanto la religión como la filosofía son cosmovisiones, a saber: “una construcción intelectual que soluciona de manera unitaria todos los problemas de nuestra existencia a partir de una hipótesis suprema; dentro de ella, por tanto, ninguna cuestión permanece abierta y todo lo que recaba nuestro interés halla su lugar preciso” (Freud, 1989n, p.146). En esta misma conferencia, Freud se declara bajo el paradigma científico, el cual observa los procesos naturales e investiga todo campo de la actividad humana mediante un método crítico basado en observaciones minuciosas, comprobables para después proponer elaboraciones intelectuales sobre las mismas. Su propuesta se adelanta al discurso actual que pretende verdad, a saber: la ciencia basada en evidencias.

De acuerdo con Paul–Laurent Assoun (1982), Freud pretende justificar su trabajo clínico desde las ciencias naturales; es así como toma posición respecto a la guerra de los métodos del siglo XIX. Su propuesta aspira a explicar cómo comprender los objetos de análisis, de ahí que sus referencias al modelo mecánico, al físico–químico y al energético pretenden cierta objetividad. Por otro lado, quiéralo o no, su teorización está influenciada por el desarrollo filosófico de su época, el estudio de las religiones y por los hallazgos hasta entonces logrados en la antropología social; recursos que usa cuando discute problemáticas atinentes a la cultura, la sociedad y las artes.

Hay que subrayar la actitud provisoria de sus propuestas, ya que un hombre de ciencia no es un empirista o inductivista ingenuo sino un inconforme que busca y pregunta permanentemente a la realidad que analiza. Es quien considera que sus explicaciones son siempre cambiantes, pues reconoce que la realidad no se puede conocer toda, ni de una vez y para siempre. Y que el concepto no es igual al fenómeno analizado sino que es una representación, una intelección conjetural abierta siempre a nuevas maneras de entenderla.

Los filósofos naturalistas antiguos, así como los hombres de ciencia de la época de Freud reconocen la diferencia entre lo real de la cosa y la predicación que se hace sobre los objetos; por lo que, lo real se evidencia en los fenómenos de los cuales damos cuenta, sea por especulaciones imaginarias o inferencias y conjeturas intelectuales. Si bien esta insistencia de delimitación de los distintos campos de intelección de las cosas está presente a lo largo de toda la obra freudiana, valga de ejemplo revisar el inciso f, del capítulo siete, de La interpretación de los sueños en donde destaca que: “Lo inconsciente es lo psíquico verdaderamente real, nos es tan desconocido en su naturaleza interna como lo real del mundo exterior, y nos es dado por los datos de la conciencia de manera tan incompleta como lo es el mundo exterior por las indicaciones de nuestros órganos sensoriales” (Freud, 1989b, p.600).

Con lo dicho anteriormente, se puede considerar a Freud dentro de los pensadores que se alejan de la explicación religiosa y no quedan atrapados en conceptualizaciones o pretensiones de verdades absolutas y sempiternas de filosofía alguna. En Freud hay una búsqueda permanente por ofrecer respuestas a problemáticas prácticas, como son los casos de neurosis. Su propuesta antropológica va configurándose alrededor del objeto de análisis, el individuo, que en realidad es un di‒vidido, un yo constituido por una variedad de objetos (otros como yo) identificatorios. Asevera que “un in‒dividuo es ahora para nosotros un ello psíquico, no conocido (no discernido) e inconsciente” (Freud, 1989m, p.25). Este yo dividido está jaloneado por tres amos: la realidad, los ideales identificatorios y los imperativos morales y, por las mociones libidinales provenientes del ello. Este ello, como expresión nuda de la fuerza pulsional, es amoral; mientras que el superyó puede mostrarse hipermoral, ya que se expresa punitivamente contra el yo hasta tratar de aniquilarlo sádicamente; como en el caso de las melancolías, o la ideación de mortificación moral, propia del obsesivo.

Teniendo en cuenta esta perspectiva de mundo y de individuo en Freud, dado el objeto de discusión de este libro se puede inquirir: ¿la propuesta moral de Freud es una conceptualización bajo la consigna de que el hombre es el lobo del propio hombre? o es más afín, a la hecha por Rousseau en el Emilio, cuando refiere que en su naturaleza el hombre es un salvaje bondadoso pervertido por la sociedad. En este capítulo se sostiene que no es afín ni a la una ni a la otra, ya que el humano, en la conceptualización freudiana, nace pre–moral y es gracias a la acción específica de los otros que se moraliza; el desarrollo de la pulsión de vida se da gracias al nutrimento, el dormir y a todos los cuidados que le ofrece el medio (los otros). La “fuerza de destrucción” aparece en la oralidad secundaria y en la analidad primaria, cuando el cuerpo tiene la capacidad tanto de morder como de operar vía motora en contra del medio. La expresión de la agresividad es un impulso de vida que, en su combinación con otras pulsiones, busca la adecuación al o del medio (autoplastía–aloplastía). Aunque esta pulsión de apoderamiento también se expresa como autodestrucción en actos masoquistas o sádicos. De tal modo que el impulso de vida como de destrucción no son substanciales al ser del concepto hombre sino fuerzas adquiridas en el desarrollo, en la tramitación que hace el sujeto de sus propios impulsos, las demandas de la realidad y de las prescripciones culturales.

Las vivencias traumáticas potencian la estasis o desmezcla pulsional, por ejemplo, un sujeto puede sufrir una sangría energética que lo lleve a la destrucción del objeto amado o la autoagresión. Además de la teoría del trauma, teoriza la pulsión de muerte cuando el niño repite el dolor de la ausencia y el re–encuentro del objeto perdido. En otros textos (Freud, 1989p) evidenciará que la desmezcla pulsional, así como la descarga total de la energía, son signos silenciosos de la pulsión de muerte. Metapsicológicamente, tanto eros como tánatos entran en juego en la lucha por la vida; si bien influido por el pensamiento materialista y evolucionista de la época, asume que finalmente hay una tendencia de regreso a lo inanimado. Al respecto se puede conferir una reseña más puntual sobre este tema en investigaciones recientes sobre el suicidio (Sánchez & Vázquez, 2015).

Volviendo a la teorización de Freud se puede aseverar que, para él, el humano no es malo o bueno por naturaleza sino que nace con un potencial de configuración por lo que, tanto la predisposición, las identificaciones, las imagos primarias, así como la educación y el vivenciar en las experiencias, jugarán en la modalización erógena, mezcla y desmezcla pulsional. En donde lo bueno y lo malo, para el nuevo ser, está relacionado tanto por su tendencia primaria de buscar el placer y evitar el displacer, como posteriormente por soportar el dolor endógeno y hasta buscarlo con tal de mantener el reconocimiento existencial. Sobre todo, cuando el yo no es robusto y no puede mediar entre sus aspiraciones, los impulsos libidinales internos y las demandas externas.

Finalmente, hay que advertir que la concepción del humano como bueno o malo es relativo a la época; por ello el psicoanálisis, al desmontar en el proceso psicoanalítico la superestructura yoica, propone en ello una ética que va más allá de la moralización o educación del sujeto. Es decir, su propuesta está sostenida en una ética que da admisión a las diversas configuraciones de lo humano, sea o no aceptado por el imperativo categórico de la época; o por los ideales teóricos de salud–normalidad, o los prejuicios morales del analista. Esto se verá más detenidamente en el último apartado del capítulo donde se aborda la práctica psicoanalítica.