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Marianela

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-VII-
Más tonterías

Habían descansado. Siguieron adelante, hasta llegar a la entrada del bosque que hay más allá de Saldeoro. Detuviéronse entre un grupo de viejos nogales, cuyos troncos y raíces formaban en el suelo una serie de escalones, con musgosos huecos y recortes tan apropiados para sentarse, que el arte no los hiciera mejor. Desde lo alto del bosque corría un hilo de agua, saltando de piedra en piedra, hasta dar con su fatigado cuerpo en un estanquillo que servía de depósito para alimentar el chorro de que se abastecían los vecinos. Enfrente el suelo se deprimía poco a poco, ofreciendo grandioso panorama de verdes colinas pobladas de bosques y caseríos, de praderas llanas donde pastaban con tranquilidad vagabunda centenares de reses. En el último término dos lejanos y orgullosos cerros que eran límite de la tierra, dejaban ver en un largo segmento azul purísimo del mar. Era un paisaje cuya contemplación revelaba al alma sus excelsas relaciones con lo infinito.

Sentose Pablo en el tronco de un nogal, apoyando su brazo izquierdo en el borde del estanque. Alzaba la derecha mano para coger las ramas que descendían hasta tocar su frente, por la cual pasaba a ratos, con el mover de las hojas, un rayo de sol.

–¿Qué haces, Nela?—dijo el muchacho después de una pausa, no sintiendo ni los pasos, ni la voz, ni la respiración de su compañera—. ¿Qué haces? ¿Dónde estás?

–Aquí—replicó la Nela, tocándole el hombro—. Estaba mirando el mar.

–¡Ah! ¿Está muy lejos?

–Allá se ve por los cerros de Ficóbriga.

–Grande, grandísimo, tan grande, que se estará mirando todo un día sin acabarlo de ver, ¿no es eso?

–No se ve sino un pedazo como el que coges dentro de la boca cuando le pegas una mordida a un pan.

–Ya, ya comprendo. Todos dicen que ninguna hermosura iguala a la del mar, por causa de la sencillez que hay en él.... Oye, Nela, lo que voy a decirte.... ¿Pero qué haces?

La Nela, agarrando con ambas manos la rama del nogal, se suspendía y balanceaba graciosamente.

–Aquí estoy, señorito mío. Estaba pensando que por qué no nos daría Dios a nosotras las personas alas para volar como los pájaros. ¡Qué cosa más bonita que hacer zas, y remontarnos y ponernos de un vuelo en aquel pico que está allá entre Ficóbriga y el mar!…

–Si Dios no nos ha dado alas; en cambio nos ha dado el pensamiento, que vuela más que todos los pájaros, porque llega hasta el mismo Dios.... Dime tú, ¿para qué querría yo alas de pájaro, si Dios me hubiera negado el pensamiento?

–Pues a mí me gustaría tener las dos cosas. Y si tuviera alas, te cogería en mi piquito para llevarte por esos mundos y subirte a lo más alto de las nubes.

El ciego alargó su mano hasta tocar la cabeza de la Nela.

–Siéntate junto a mí. ¿No estás cansada?

–Un poquitín—replicó ella, sentándose y apoyando su cabeza con infantil confianza en el hombro de su amo.

–Respiras fuerte, Nelilla; tú estás muy cansada. Es de tanto volar.... Pues lo que te iba a decir, es esto: Hablando del mar me hiciste recordar una cosa que mi padre me leyó anoche. Ya sabes que desde la edad en que tuve uso de razón, acostumbra mi padre leerme todas las noches distintos libros de ciencia y de historia, de artes y de entretenimiento. Esas lecturas y estos paseos se puede decir que son mi vida toda. Diome el Señor, para compensarme de la ceguera, una memoria feliz, y gracias a ella he sacado algún provecho de las lecturas; pues aunque éstas han sido sin método, yo al fin y al cabo he logrado poner algún orden en las ideas que iban entrando en mi entendimiento. ¡Qué delicias tan grandes las mías al entender el orden admirable del Universo, el concertado rodar de los astros, el giro de los átomos pequeñitos, y después las leyes, más admirable aún, que gobiernan nuestra alma! También me ha recreado mucho la historia, que es un cuento verdadero de todo lo que los hombres han hecho antes de ahora; resultando, hija mía, que siempre han hecho las mismas maldades y las mismas tonterías, aunque no han cesado de mejorarse, acercándose todo lo posible, mas sin llegar nunca, a las perfecciones que sólo posee Dios. Por último, me ha leído mi padre cosas sutiles y un poco hondas para ser penetradas de pronto; pero que suspenden y enamoran cuando se medita en ellas. Es lectura que a él no le agrada, por no comprenderla, y que a mí me ha cansado también unas veces, deleitándome otras. Pero no hay duda que cuando se da con un autor que sepa hablar con claridad, esas materias son preciosas. Contienen ideas sobre las causas y los efectos, sobre la razón de todo lo que pensamos y el modo como lo pensamos, y enseñan la esencia de todas las cosas.

La Nela parecía no comprender ni una sola palabra de lo que su amigo decía; pero atendía profundamente abriendo la boca. Para apoderarse de aquellas esencias y causas de que su amo le hablaba, abría el pico como el pájaro que acecha el vuelo de la mosca que quiere cazar.

–Pues bien—añadió él—anoche leyó mi padre unas páginas sobre la belleza. Hablaba el autor de la belleza, y decía que era el resplandor de la bondad y de la verdad, con otros muchos conceptos ingeniosos y tan bien traídos y pensados, que daba gusto oírlos.

–Ese libro—dijo la Nela queriendo demostrar suficiencia—no será como uno que tiene padre Centeno, que llaman… Las mil y no sé cuántas noches.

–No es eso, tontuela; habla de la belleza en absoluto… ¿no entenderás esto de la belleza ideal?… tampoco lo entiendes… porque has de saber que hay una belleza que no se ve ni se toca, ni se percibe con ningún sentido.

–Como, por ejemplo, la Virgen María—interrumpió la Nela—a quien no vemos ni tocamos, porque las imágenes no son ella misma, sino su retrato.

–Estás en lo cierto: así es. Pensando en esto, mi padre cerró el libro, y él decía una cosa y yo otra. Hablamos de la forma y mi padre me dijo: «Desgraciadamente tú no puedes comprenderla». Yo sostuve que sí; dije que no había más que una sola belleza y que esa había de servir para todo.

La Nela, poco atenta a cosas tan sutiles, había cogido de las manos de su amigo las flores, y combinaba sus risueños colores.

–Yo tenía una idea sobre esto—añadió el ciego con mucha energía—una idea con la cual estoy encariñado desde hace algunos meses. Sí, lo sostengo, lo sostengo.... No, no me hacen falta los ojos para esto. Yo le dije a mi padre: «Concibo un tipo de belleza encantadora, un tipo que contiene todas las bellezas posibles; ese tipo es la Nela». Mi padre se echó a reír y me dijo que sí.

La Nela se puso como amapola y no supo responder nada. Durante un breve instante de terror y ansiedad, creyó que el ciego la estaba mirando.

–Sí, tú eres la belleza más acabada que puede imaginarse—añadió Pablo con calor—. ¿Cómo podría suceder que tu bondad, tu inocencia, tu candor, tu gracia, tu imaginación, tu alma celestial y cariñosa que ha sido capaz de alegrar mis tristes días; cómo podría suceder, cómo, que no estuviese representada en la misma hermosura?… Nela, Nela—añadió balbuciente y con afán—. ¿No es verdad que eres muy bonita?

La Nela calló. Instintivamente se había llevado las manos a la cabeza, enredando entre sus cabellos las florecitas medio ajadas que había cogido antes en la pradera.

–¿No respondes?… Es verdad que eres modesta. Si no lo fueras, no serías tan repreciosa como eres. Faltaría la lógica de las bellezas, y eso no puede ser. ¿No respondes?…

–Yo…—murmuró la Nela con timidez, sin dejar de la mano su tocado—no sé… dicen que cuando niña era muy bonita.... Ahora....

–Y ahora también.

María, en su extraordinaria confusión, pudo hablar así:

–Ahora… ya sabes tú que las personas dicen muchas tonterías… se equivocan también… a veces el que tiene más ojos ve menos.

–¡Oh! ¡Qué bien dicho! Ven acá: dame un abrazo.

La Nela no pudo acudir pronto, porque habiendo conseguido sostener entre sus cabellos una como guirnalda de florecillas, sintió vivos deseos de observar el efecto de aquel atavío en el claro cristal del agua. Por primera vez desde que vivía se sintió presumida. Apoyándose en sus manos, asomose al estanque.

–¿Qué haces, Mariquilla?

–Me estoy mirando en el agua, que es como un espejo—replicó con la mayor inocencia, delatando su presunción.

–Tú no necesitas mirarte. Eres hermosa como los ángeles que rodean el trono de Dios.

El alma del ciego llenábase de entusiasmo y fervor.

–El agua se ha puesto a temblar—dijo la Nela—y no me veo bien, señorito. Ella tiembla como yo. Ya está más tranquila, ya no se mueve.... Me estoy mirando… ahora.

–¡Qué linda eres! Ven acá, niña mía—añadió el ciego, extendiendo sus brazos.

–¡Linda yo!—dijo ella llena de confusión y ansiedad—. Pues esa que veo en el estanque no es tan fea como dicen. Es que hay también muchos que no saben ver.

–Sí, muchos.

–¡Si yo me vistiese como se visten otras!…—exclamó la Nela con orgullo.

–Te vestirás.

–¿Y ese libro dice que yo soy bonita?—preguntó la Nela apelando a todos los recursos de convicción.

–Lo digo yo, que poseo una verdad inmutable—exclamó el ciego, llevado de su ardiente fantasía.

–Puede ser—observó la Nela, apartándose de su espejo pensativa y no muy satisfecha—que los hombres sean muy brutos y no comprendan las cosas como son.

–La humanidad está sujeta a mil errores.

–Así lo creo—dijo Mariquilla, recibiendo gran consuelo con las palabras de su amigo—. ¿Por qué han de reírse de mí?

–¡Oh!, miserable condición de los hombres—exclamó el ciego, arrastrado al absurdo por su delirante entendimiento—. El don de la vista puede causar grandes extravíos… aparta a los hombres de la posesión de la verdad absoluta… y la verdad absoluta dice que tú eres hermosa, hermosa sin tacha ni sombra alguna de fealdad. Que me digan lo contrario, y les desmentiré… Váyanse ellos a paseo con sus formas. No… la forma no puede ser la máscara de Satanás puesta ante la faz de Dios. ¡Ah!, ¡menguados!, ¡a cuántos desvaríos os conducen vuestros ojos! Nela, Nela, ven acá, quiero tenerte junto a mí y abrazar tu preciosa cabeza.

 

María corrió a arrojarse en los brazos de su amigo.

–Chiquilla bonita—exclamó este, estrechándola de un modo delirante contra su pecho—¡te quiero con toda mi alma!

La Nela no dijo nada. En su corazón lleno de casta ternura, se desbordaban los sentimientos más hermosos. El joven, palpitante y conturbado, la abrazó más fuerte diciéndole al oído:

–Te quiero más que a mi vida. Ángel de Dios, quiéreme o me muero.

María se soltó de los brazos de Pablo, y este cayó en profunda meditación. A la fenomenal mujer una fuerza poderosa, irresistible, la impulsaba a mirarse en el espejo del agua. Deslizándose suavemente llegó al borde, y vio allá sobre el fondo verdoso su imagen mezquina, con los ojuelos negros, la tez pecosa, la naricilla picuda, aunque no sin gracia, el cabello escaso y la movible fisonomía de pájaro. Alargó su cuerpo sobre el agua para verse el busto, y lo halló deplorablemente desairado. Las flores que tenía en la cabeza se cayeron al agua, haciendo temblar la superficie, y con la superficie, la imagen. La hija de la Canela sintió como si arrancaran su corazón de raíz, y cayó hacia atrás murmurando:

–¡Madre de Dios!, ¡qué feísima soy!

–¿Qué dices, Nela? Me parece que he oído tu voz.

–No decía nada, niño mío.... Estaba pensando… sí, pensaba que ya es hora de volver a tu casa. Pronto será hora de comer.

–Sí, vamos, comerás conmigo, y esta tarde saldremos otra vez. Dame la mano, no quiero que te separes de mí.

Cuando llegaron a la casa, D. Francisco Penáguilas estaba en el patio, acompañado de dos caballeros. Marianela reconoció al ingeniero de las minas y al individuo que se había extraviado en la Terrible la noche anterior.

–Aquí están—dijo—el señor ingeniero y su hermano, el caballero de anoche.

Miraban los tres hombres con visible interés al ciego que se acercaba.

–Hace rato que te estamos esperando, hijo mío—dijo el padre tomando a su hijo de la mano y presentándole al doctor.

–Entremos—dijo el ingeniero.

–¡Benditos sean los hombres sabios y caritativos!—exclamó el padre, mirando a Teodoro—. Pasen ustedes, señores. Que sea bendito el instante en que ustedes entran en mi casa.

–Veamos este caso—murmuró Golfín.

Cuando Pablo y los dos hermanos entraron, D. Francisco se volvió hacia Mariquilla, que se había quedado en medio del patio inmóvil y asombrada, y le dijo con bondad:

–Mira, Nela, más vale que te vayas. Mi hijo no puede salir esta tarde.

Y luego, como viese que no se marchaba, añadió:

–Puedes pasar a la cocina. Dorotea te dará alguna chuchería.

-VIII-
Prosiguen las tonterías

Al día siguiente, Pablo y su guía salieron de la casa a la misma hora del anterior; mas como estaba encapotado el cielo y soplaba un airecillo molesto que amenazaba convertirse en vendaval, decidieron que su paseo no fuera largo. Atravesando el prado comunal de Aldeacorba, siguieron el gran talud de las minas por Poniente con intención de bajar a las excavaciones.

–Nela, tengo que hablarte de una cosa que te hará saltar de alegría—dijo el ciego, cuando estuvieron lejos de la casa—. ¡Nela, yo siento en mi corazón un alborozo!… Me parece que el Universo, las ciencias todas, la historia, la filosofía, la Naturaleza, todo eso que he aprendido, se me ha metido dentro y se está paseando por mí… es como una procesión. Ya viste aquellos caballeros que me esperaban ayer....

–D. Carlos y su hermano, el que encontramos anoche.

–El cual es un famoso sabio, que ha corrido por toda la América, haciendo maravillosas curas.... Ha venido a visitar a su hermano.... Como D. Carlos es tan buen amigo de mi padre, le ha rogado que me examine.... ¡Qué cariñoso y qué bueno es! Primero estuvo hablando conmigo; preguntome varias cosas y me contó otras muy chuscas y divertidas. Después díjome que me estuviese quieto: sentí sus dedos en mis párpados.... Al cabo de un gran rato dijo unas palabras que no entendí: eran palabras de medicina. Mi padre no me ha leído nunca nada de Medicina. Acercáronme después a una ventana. Mientras me observaba con no sé qué instrumento, ¡había en la sala un silencio!… El doctor dijo después a mi padre: «Lo intentaremos». Decían otras cosas en voz muy baja para que no pudiera yo entenderlas, y creo que también hablaban por señas. Cuando se retiraron mi padre me dijo: «Hijo de mi alma, no puedo ocultarte la alegría que hay dentro de mí. Ese hombre, ese ángel de Dios, me ha dado esperanza, muy poca esperanza; pero la esperanza parece que se agarra más, cuando más chica es. Quiero echarla de mí diciéndome que es imposible, no, no, casi imposible, y ella… pegada como una lapa…» Así me habló mi padre. Por su voz conocí que lloraba.... ¿Qué haces, Nela, estás bailando?

–No, estoy aquí a tu lado.

–Como otras veces te pones a bailar desde que te digo una cosa alegre.... ¿Pero hacia dónde vamos hoy?

–El día está feo. Vámonos hacia la Trascava, que es sitio abrigado, y después bajaremos al Barco y a la Terrible.

–Bien, como tú quieras.... ¡Ay! Nela, compañera mía, si fuese verdad, si Dios quisiera tener piedad de mí y me concediera el placer de verte.... Aunque sólo durara un día mi vista, aunque volviera a cegar al siguiente, ¡cuánto se lo agradecería!

La Nela no decía nada. Después de mostrar exaltada alegría, meditaba con los ojos fijos en el suelo.

–Se ven en el mundo cosas muy extrañas—añadió Pablo—y la misericordia de Dios tiene así… ciertos exabruptos, lo mismo que su cólera. Vienen de improviso, después de largos tormentos y castigos, lo mismo que aparece la ira después de felicidades que parecían seguras y eternas, ¿no te parece?

–Sí, lo que tú esperas será—dijo la Nela con aplomo.

–¿Por qué lo sabes?

–Me lo dice mi corazón.

–¡Te lo dice tu corazón! ¿Y por qué no han de ser ciertos estos avisos?—manifestó Pablo con ardor—. Sí, las almas escogidas pueden en casos dados presentir un suceso. Yo lo he observado en mí, pues como el ver no me distrae del examen de mí mismo, he notado que mi espíritu me susurraba cosas incomprensibles. Después ha venido un acontecimiento cualquiera, y he dicho con asombro: «Yo sabía algo de esto».

–A mí me pasa lo mismo—repuso la Nela—. Ayer me dijiste tú que me querías mucho. Cuando fui a mi casa, iba diciendo para mí: «Es cosa rara, pero yo sabía algo de esto».

–Es maravilloso, chiquilla mía—cómo están acordadas nuestras almas. Unidas por la voluntad, no les falta más que un lazo. Ese lazo lo tendrán si yo adquiero el precioso sentido que me falta. La idea de ver no se determina en mi pensamiento si antes no acaricio en él la idea de quererte más. La adquisición de este sentido no significa para mí otra cosa más que el don de admirar de un modo nuevo lo que ya me causa tanta admiración como amor.... Pero se me figura que estás triste hoy.

–Sí que lo estoy… y si he de decirte la verdad, no sé por qué… Estoy muy alegre y muy triste, las dos cosas a un tiempo. Hoy está tan feo el día.... Valiera más que no hubiese día, y que fuera noche siempre.

–No, no, déjalo como está. Noche y día, si Dios quiere que yo sepa al fin diferenciaros, ¡cuán feliz seré!… ¿Por qué nos detenemos?

–Estamos en un lugar peligroso. Apartémonos a un lado para tomar la vereda.

–¡Ah!, la Trascava. Este césped resbaladizo va bajando hasta perderse en la gruta. El que cae en ella no puede volver a salir. Apartémonos, Nela; no me gusta este sitio.

–Tonto, de aquí a la entrada de la cueva hay mucho que andar. ¡Y qué bonita está hoy!

La Nela, deteniéndose y deteniendo a su compañero por el brazo, observaba la boca de la sima que se abría en el terreno en forma parecida a la de un embudo. Finísimo césped cubría las vertientes de aquel pequeño cráter cóncavo y profundo. En lo más hondo, una gran peña oblonga se extendía sobre el césped entre malezas, hinojos, zarzas, juncos y cantidad inmensa de pintadas florecillas. Parecía una gran lengua. Junto a ella se adivinaba, más bien que se veía, un hueco, un tragadero, oculto por espesas yerbas, como las que tuvo que cortar D. Quijote cuando se descolgó dentro de la cueva de Montesinos.

La Nela no se cansaba de mirar.

–¿Por qué dices que está bonita esa horrenda Trascava?—le preguntó su amigo.

–Porque hay en ella muchas flores. La semana pasada estaban todas secas; pero han vuelto a nacer, y está aquello que da gozo verlo. ¡Madre de Dios! Hay muchos pájaros posados allí y muchísimas mariposas que están cogiendo miel en las flores.... Choto, Choto, ven aquí, no espantes a los pobres pajaritos.

El perro, que había bajado, volvió gozoso llamado por la Nela, y la pacífica república de pajarillos volvió a tomar posesión de sus estados.

–A mí me causa horror este sitio—dijo Pablo, tomando del brazo a la muchacha—. Y ahora ¿vamos hacia las minas? Sí, ya conozco este camino. Estoy en mi terreno. Por aquí vamos derechos al Barco.... Choto, anda delante; no te enredes en mis piernas.

Descendían por una vereda escalonada. Pronto llegaron a la concavidad formada por la explotación minera. Dejando la verde zona vegetal, habían entrado bruscamente en la zona geológica, zanja enorme, cuyas paredes, labradas por el barreno y el pico, mostraban una interesante estratificación, cuyas diversas capas ofrecían en el corte los más variados tonos y los materiales más diversos. Era aquel el sitio que a Teodoro Golfín le había parecido el interior de un gran buque náufrago, comido de las olas, y su nombre vulgar justificaba esta semejanza. Pero de día se admiraban principalmente las superpuestas cortezas de la estratificación, con sus vetas sulfurosas y carbonatadas, sus sedimentos negros, sus lignitos, donde yace el negro azabache, sus capas de tierra ferruginosa que parece amasada con sangre, sus grandes y regulares láminas de roca, quebradas en mil puntos por el arte humano, y erizadas de picos, cortaduras y desgarrones. Era aquello como una herida abierta en el tejido orgánico y vista con microscopio. El arroyo de aguas saturadas de óxido de hierro que corría por el centro, parecía un chorro de sangre.

¿En dónde está nuestro asiento?—preguntó el señorito de Penáguilas—. Vamos a él. Allí no nos molestará el aire.

Desde el fondo de la gran zanja subieron un poco por escabroso sendero, abierto entre rotas piedras, tierra y matas de hinojo, y se sentaron a la sombra de una enorme peña agrietada, que presentaba en su centro una larga hendija. Más bien eran dos peñas, pegada la una a la otra, con irregulares bordes, como dos gastadas mandíbulas que se esfuerzan en morder.

–¡Qué bien se está aquí!—dijo Pablo—. A veces suele salir una corriente de aire por esa gruta; pero hoy no siento nada. Lo que se siente es el gorgoteo del agua allá dentro en las entrañas de la Trascava.

–Calladita está hoy—observó la Nela—. ¿Quieres echarte?

–Pues mira que has tenido una buena idea. Anoche no he dormido, pensando en lo que mi padre me dijo, en el médico, en mis ojos.... Toda la noche estuve sintiendo una mano que entraba en mis ojos y abría en ellos una puerta cerrada y mohosa.

Diciendo esto sentose sobre la piedra, poniendo su cabeza sobre el regazo de la Nela.

–Aquella puerta—prosiguió—que estaba allá en lo más íntimo de mi sentido, abriose, como te he dicho, dando paso a una estancia donde estaba encerrada la idea que me persigue. ¡Ay, Nela de mi corazón, chiquilla idolatrada, si Dios quisiera darme ese don que me falta!… Con él me creería el más feliz de los hombres, yo, que casi lo soy ya sólo con tenerte por amiga y compañera de mi vida. Para que los dos seamos uno solo, me falta muy poco; sólo me falta verte y recrearme en tu belleza, con ese placer de la vista que no puedo comprender aún, pero que concibo de una manera vaga. Tengo la curiosidad del espíritu, pero la de los ojos me falta. Supóngola como una nueva manera del amor que te tengo. Yo estoy lleno de tu belleza; pero hay algo en ella que no me pertenece todavía.

–¿No oyes?—dijo la Nela de improviso, demostrando interés por cosa muy distinta de lo que su amigo decía.

–¿Qué?

–Aquí dentro.... ¡La Trascava!… está hablando.

–¡Supersticiosa! El agua no habla, querida Nela. ¿Qué lenguaje ha de saber un chorro de agua? Sólo hay dos cosas que hablan, chiquilla mía; esas dos cosas son la lengua y la conciencia.

–Y la Trascava—observó la Nela, palideciendo—es un murmullo, un sí, sí, sí… A ratos oigo la voz de mi madre, que dice clarito: «Hija mía, ¡qué bien se está aquí!»

 

–Es tu imaginación. También la imaginación habla; me olvidé de decirlo. La mía a veces se pone tan parlanchina, que tengo que mandarla callar. Su voz es chillona, atropellada, inaguantable; así como la de la conciencia es grave, reposada, convincente; y lo que dice no tiene refutación.

–Ahora parece que llora.... Se va poquito a poco perdiendo la voz—dijo la Nela, atenta a lo que oía.

De pronto salió por la gruta una ligera ráfaga de aire.

–¿No has notado que ha echado un gran suspiro?… Ahora se vuelve a oír la voz: habla bajo, y me dice al oído muy bajito, muy bajito....

–¿Qué te dice?

–Nada—replicó bruscamente María, después de una pausa—. Tú dices que son tonterías. Tendrás razón.

–Ya te quitaré yo de la cabeza esos pensamientos absurdos—dijo el ciego, tomándole la mano—. Hemos de vivir juntos toda la vida. ¡Oh, Dios mío! Si no he de adquirir la facultad de que me privaste al nacer, ¿para qué me has dado esperanzas? Infeliz de mí si no nazco de nuevo en manos del doctor Golfín. Porque esta será nacer otra vez. ¡Y qué nacimiento! ¡Qué nueva vida! Chiquilla mía, juro por la idea de Dios que tengo dentro de mí, clara, patente, inmutable, que tú y yo no nos separaremos jamás por mi voluntad. Yo tendré ojos, Nela, tendré ojos para poder recrearme en tu celestial hermosura, y entonces me casaré contigo. ¡Serás mi esposa querida… serás la vida de mi vida, el recreo y el orgullo de mi alma! ¿No dices nada a esto?

La Nela oprimió contra sí la hermosa cabeza del joven. Quiso hablar, pero su emoción no se lo permitía.

–Y si Dios no quiere otorgarme ese don—añadió el ciego—tampoco te separarás de mí, también serás mi mujer, a no ser que te repugne enlazarte con un ciego. No, no, chiquilla mía, no quiero imponerte un yugo tan penoso. Encontrarás hombres de mérito que te amarán y que podrán hacerte feliz. Tu extraordinaria bondad, tus nobles prendas, tu seductora belleza, que ha de cautivar los corazones y encender el más puro amor en cuantos te traten, asegúrante un porvenir risueño. Yo te juro que te querré mientras viva, ciego o con vista, y que estoy dispuesto a jurarte delante de Dios un amor grande, insaciable, eterno. ¿No me dices nada?

–Sí; que te quiero mucho, muchísimo—dijo la Nela, acercando su rostro al de su amigo—. Pero no te afanes por verme. Quizás no sea yo tan guapa como tú crees.

Diciendo esto, la Nela había rebuscado en su faltriquera y sacado un pedazo de cristal azogado, resto inútil y borroso de un fementido espejo que se rompiera en casa de la Señana la semana anterior. Mirose en él; mas por causa de la pequeñez del vidrio, érale forzoso mirarse por partes, sucesiva y gradualmente, primero un ojo, después la frente. Alejándolo, pudo abarcar la mitad del conjunto. ¡Ay! ¡Cuán triste fue el resultado de sus investigaciones! Guardó el espejillo, y gruesas lágrimas brotaron de sus ojos.

–Nela, sobre mi frente ha caído una gota. ¿Acaso llueve?

–Sí, niño mío, parece que llueve—dijo la Nela sollozando.

–No, es que lloras. Pues has de saber que me lo decía el corazón. Tú eres la misma bondad; tu alma y la mía están unidas por un lazo misterioso y divino: no se pueden separar, ¿verdad? Son dos partes de una misma cosa, ¿verdad?

–Verdad.

–Tus lágrimas me responden más claramente que cuanto pudieras decir. ¿No es verdad que me querrás mucho lo mismo si me dan vista que si continúo privado de ella?

–Lo mismo, sí, lo mismo—dijo la Nela con vehemencia y turbación.

–¿Y me acompañarás?…

–Siempre, siempre.

–Oye tú—exclamó el ciego con amoroso arranque—si me dan a escoger entre no ver y perderte, prefiero....

–Prefieres no ver.... ¡Oh! ¡Madre de Dios divino, qué alegría tengo dentro de mí!

–Prefiero no ver con los ojos tu hermosura, porque yo la veo dentro de mí clara como la verdad que proclamo interiormente. Aquí dentro estás, y tu persona me seduce y enamora más que todas las cosas.

–Sí, sí, sí—afirmó la Nela con desvarío—yo soy hermosa, soy muy hermosa.

–Oye tú—exclamó el ciego con amoroso arranque—tengo un presentimiento… sí, un presentimiento. Dentro de mí parece que está Dios hablándome y diciéndome que tendré ojos, que te veré, que seremos felices.... ¿No sientes tú lo mismo?

–Yo.... El corazón me dice que me verás… pero me lo dice partiéndoseme.

–Veré tu hermosura ¡qué felicidad!—exclamó el ciego con la expresión delirante que era propia de él en ciertos momentos—. Pero si ya la veo; si la veo dentro de mí, clara como la verdad que proclamo y que me llena todo....

–Sí, sí, sí…—repitió la Nela con desvarío, espantados los ojos, trémulos los labios—. Yo soy hermosa, soy muy hermosa.

–Bendita seas tú…

–¡Y tú!—añadió ella besándole en la frente—. ¿Tienes sueño?

–Sí, principio a tener sueño. No he dormido anoche. Estoy tan bien aquí…

–Duérmete, niño....

Principió a cantar como se canta a los niños para que se duerman. Poco después Pablo dormía. La Nela oyó de nuevo la voz de la Trascava, diciéndole:

–Hija mía… aquí, aquí.