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Read the book: «Episodios Nacionales: Un voluntario realista», page 11

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XXI

– En la otra celda de la Isla… en el cuarto de la leña… en la sacristía… no, mejor será en la iglesia… no, en la iglesia no… En la covacha del hortelano… no, en la torre… ¿por qué no en la iglesia?… dentro de uno de los altares…

Estas palabras dichas por Sor Teodora de Aransis, con la voz apagada, los ojos fijos en el suelo y un dedo sobre el labio inferior, demostraban la gran vacilación de su alma. Iba nombrando los distintos lugares donde el caballero podía esconderse, pero tan pronto como los nombraba los desechaba, por no ofrecer la seguridad absoluta que el caso requería. El problema era dificilísimo; pero la dama se aplicaba a él con la constancia y el ardor de un buen matemático. Después de indicar varios sitios apuntando en seguida sus inconvenientes, miró al caballero y le dijo:

– Verdaderamente no hay en la casa paraje alguno donde no pueda usted ser descubierto. Si no se tratara más que de la noche, fácil sería… pero usted quiere estar oculto toda la noche y todo el día de mañana…

– Hasta que se vayan esos salvajes de Navarra.

La venerable madre, demostrando un interés que contrastaba un tanto con su anterior desvío, volvió a enumerar los distintos rincones de San Salomó.

– Hay aquí al lado una celda que no tiene uso – dijo. – Nadie entra en ella… pero la madre priora guarda la llave… y si se le antoja entrar… la madre priora tiene el don de hacer las cosas cuando menos falta hacen… Suele venir a mi cocina que está entre las dos celdas, y si siente ruido… o si se le antoja… porque tiene unos antojos muy ridículos…

– Y recibo la visita de esa respetable señora… En tal caso procuraré que no tenga quejas de mi cortesía.

– Quite usted allá, hombre de Dios – exclamó la dama mostrando por segunda vez al caballero su linda dentadura. – De todos modos es preciso que usted me deje sola lo más pronto posible… Bien podría suceder que cualquier hermana pasase por aquí y viese un hombre en mi celda… En tal caso resultaría muy mal recompensada mi generosidad.

– No pasará eso, señora. Las buenas madres duermen. Dios vela su sueño y los ángeles de la guarda impedirán que este acto caritativo sea descubierto y mal interpretado por la malicia.

– Mucho confío en el amparo de los ángeles de la guarda y en la bondad de Dios – dijo la señora – pero lo mejor es que salga usted de aquí.

Estaban sentados los dos el uno frente al otro junto a la mesa central de la celda, y la luz de la lámpara iluminaba de lleno ambos rostros.

– Nadie que esto viera – añadió la monja contemplando a su huésped con curiosa fijeza – podría interpretarlo como lo que es realmente, como un acto caritativo… ¡Cuántos juicios equivocados se forman en el mundo! ¡Cuántas personas inocentes son víctimas de la maledicencia!…

– Pero hay un juez que todo lo sabe, y que nunca se equivoca en sus sentencias. A ese hay que apelar despreciando los vanos juicios de los hombres, inspirados siempre en el odio o la envidia… Pero no quiero mortificar por más tiempo a mi bienhechora, permaneciendo aquí.

Se levantó.

– Estaba pensando – dijo la madre – que pudiendo trepar por una ventanilla que está sobre la puerta de la sacristía, podría usted ocultarse fácilmente en el camarín. Hay allí mil objetos… Pero no: el sacristán ha dado ahora en la manía de arreglar aquello y todo el día está revolviendo trastos… ¿Dónde, Jesús Sacramentado, dónde?… Déjeme usted pensar.

Apoyó la frente en la palma de la mano. El caballero se sentó de nuevo y esperó las decisiones de su ángel bienhechor. Después de largo rato el caballero no oyó más que un suspiro.

– ¿No halla usted mi salvación, reverenda madre? – dijo al fin Servet.

– ¿Qué? – exclamó bruscamente ella como si fuera arrancada de una meditación profunda.

– Lo mejor será que no se mortifique usted más por este desgraciado. Si Dios ha decidido ampararme esta noche nadie lo podrá impedir.

El caballero volvió a levantarse.

– Yo creo – dijo Teodora en tono de lástima y melancolía – que Dios no le abandonará a usted si son ciertas, como creo, esas cristianas ideas que ha manifestado. El que confía en Dios nuestro Señor y amantísimo padre, será salvo.

– Tantas, tantísimas veces me ha librado de inmensos peligros, que he llegado a creerme invulnerable, y siento un valor muy grande para acometer los trances difíciles y arriesgados. Mi secreta confianza en Dios me ha sostenido durante mi juventud, la más borrascosa que puede imaginarse, por las pasiones, los trabajos, las sorpresas, los compromisos, las penalidades, los triunfos y las caídas que en ella ha habido, y es tal mi vida, reverenda madre, que yo mismo me recreo echando una ojeada hacia atrás y mirando esas turbulentas páginas ya pasadas.

La idea de una vida agitada, fatigosa, llena de pasiones y sobresaltos, de dolores y alegrías contrastaba de tal modo con la idea que Sor Teodora tenía de su propia juventud, la más monótona, la más solitaria, la más desabrida de todas las juventudes posibles, que la dama ilustre sintió vivo interés ante aquella existencia que se le presentaba como un drama vivo. Su discreción era tanta que pudo disimular aquel interés y curiosidad ansiosa, diciendo:

– La juventud del día vive en locos afanes. No dudo que la de usted habrá sido y será de las más desasosegadas.

El huésped se sentó.

– La mayor desgracia de mi vida – dijo – ha sido siempre no poseer lo que amo y amar todo lo que no puedo poseer, corriendo siempre detrás de cosas imposibles.

– Ese mal parece muy común.

El caballero dio su opinión sobre esto, y Sor Teodora se admiró de observar en sí cierta cosa inexplicable, así como un deseo de saber toda la vida del intruso hasta en sus más escondidos repliegues. Despertaba en ella interés semejante al de una novela de la cual se han leído algunas páginas que anuncian escenas conmovedoras. Después de doce años de convento había sentido la reverenda madre un brusco llamamiento de la vida exterior y mundana, de toda aquella vida que había puesto juntamente con sus magníficos cabellos, a los pies del Esposo. Ella se asombraba de no estar todo lo horrorizada que debía estar en presencia de un extraño, y se admiraba de oír con agrado, más que con agrado, con simpatía la conversación del caballero desconocido.

Pero lo escandaloso de su situación revelósele después de un momento de tristeza meditabunda en que se creyó libre, sin tocas, en el siglo, rodeada de afectos nobles, en consorcio honrado y cariñoso con toda clase de personas. Fue una visión breve y risueña, y tras la visión vino un sobresalto y un grito de la conciencia semejante al alarido del centinela que da el «quién vive».

Levantándose bruscamente, dijo:

– Esto no puede seguir. Salga usted y escóndase donde pueda… ¡No parece sino que estoy tonta!

El caballero se dispuso a obedecer. El reló de la ciudad dio la una.

Sor Teodora abrió cautelosamente la puerta y examinó la galería y el claustro para ver si reinaba soledad absoluta. Sus sentidos experimentaron impresión extraña. Tuvo miedo, lanzó una ligera exclamación. Servet acercose a ella y vio que aspiraba el aire fuertemente, cual si no bastándole sus ojos y oídos, quisiera explorar con el olfato.

XXII

Por la parte exterior de la celda corría poco antes algo que merece ser referido. La soledad y apartamiento de la Isla no eran tan grandes que estuviese a salvo de la curiosidad monjil aquella interesante parte del convento, y así como no hay bien que no tenga su sombra de mal, así la independencia que gozaba la de Aransis, tenía por enemigo el afán inquisitorial de una madre que habitaba en el ala opuesta del convento, frente a frente, claustro por medio, de la celda de Sor Teodora. Grandísima era la inclinación de la madre Montserrat a saber lo que hacían o dejaban de hacer las otras monjas, y ya corrompiendo con mimos y regalitos la discreción de las criadas, ya valiéndose de sus propios ojos, había logrado ser un archivo humano lleno de cuantos datos pudiera apetecer el autor que tuviese el capricho de escribir la historia íntima de aquella antigua casa. Hacía con tal disimulo sus pesquisas, y observaba con tal delicadeza y finura, que la mayor parte de las madres apenas notaban la presencia de aquel diligente alguacil aposentado en el extremo Norte del ala de Oriente.

Pero a ninguna de sus compañeras vigilaba con tanta gana y celo tan vivo como a Sor Teodora, la cual por su hermosura, por su orgullo y por antiguas rivalidades tenía cierto derecho divino a la fiscalización de la madre Montserrat, según opinión de esta misma. Bien puede afirmarse que los pasos de la de Aransis, sus entradas en la celda y en la cocina, sus paseos por la huerta, sus visitas al coro, ocupaban las tres cuartas partes del tiempo y del espíritu del alguacil de enfrente. Ponía este especial atención en la hora a que apagaba su luz la monja de la Isla; y cuando a las altas horas de la noche estaba la lámpara encendida, la Montserrat salía paso a paso de su celda, recorría la galería del ala de Oriente, pasaba después por el gran pasillo del cuerpo central del edificio, y recorriendo la galería del ala de Poniente se acercaba con pasos ligerísimos a la celda de su enemiga, y por un agujero, que allí habían hecho los ángeles sin duda, introducía su alma toda puesta en una mirada. Miraba como quien clava una aguja.

Algunas veces al retirarse después de esta inspección decía:

– Lo que yo me figuraba… Está leyendo novelas.

Otra noche al retirarse, se santiguó tres o cuatro veces, y poniendo cara de espanto, exclamó para sí:

– Nuestra Señora de Montserrat nos valga… Está con las tocas quitadas poniéndose flores en la cabeza y mirándose al espejo.

La atisbadora iba a su celda por el mismo camino. Sus pasos no se sentían: calzaba sus venerandos pies con alpargatas que parecían de plumas.

Aquella noche (nos referimos a la noche del caballero hambriento, que fue noche muy célebre en San Salomó) la de Montserrat hizo su viaje de inspección porque era cerca de la una y la celda de su víctima estaba iluminada. Era preciso tomar acta de este peregrino caso.

La monja aplicó su oreja a la puerta, y entonces… ¡por los sagrados clavos y las divinas llagas de Jesucristo!… Se quedó helada de espanto. No daba crédito a aquel su sentido acústico tan bien ejercitado y tan experto. El agujerillo de vigilancia parecía que se había agrandado. Adaptó la monja su ojo vidrioso… Miró, estuvo mirando un largo rato. ¡Cómo miraba! Creyó al principio que era alucinación; pero no, era realidad, realidad.

Echó a correr tambaleándose, porque sus caducas piernas vacilaban, cual si no pudieran sostener el formidable peso de su indignación. Se santiguó repetidas veces, elevó las flacas manos al cielo, movió la cabeza tan semejante a una calavera, y murmuró:

– Ya me esperaba yo esto… En esto habían de parar las locuras de esa mujer. ¡Piedad, Señor!

Dicen que la reverendísima estuvo a punto de dar en tierra con su esqueleto, tal era el pavor que sentía; pero ella sacó de su demacración senil las fuerzas que necesitaba para poder llegar hasta la madre abadesa y referirle un caso tan horroroso. Los minutos que tardó en llegar a la celda de la superiora, le parecieron siglos de infamia, de vilipendio para la orden de Santo Domingo.

La abadesa no estaba en su celda. Aquella buena señora que era la más rezona de las habitantes de la casa, acostumbraba dejar por las noches su angosto lecho y bajar al coro, donde estaba en oración largas horas, de rodillas sobre el mármol duro y frío, apoyando sus brazos en una silla que le servía de reclinatorio y sumido el espíritu en las honduras mareantes de la mística. Algunas monjas la imitaban en esta santa costumbre.

Entró la vieja en el coro, y a la luz incierta de la lámpara que alumbraba al Cristo, vio a la madre abadesa de rodillas. Acercose y le tocó en el hombro.

– ¿Quién es? – dijo la abadesa con voz soñolienta.

La de Montserrat se arrodilló a su lado y se persignó con precipitación.

– Soy yo – repuso – que vengo a poner en conocimiento de…

– Ya… ya me lo figuro – dijo la madre abadesa incorporándose. – Yo también empezaba a alarmarme.

– ¿Sabe usted lo que voy a decirle?…

– Sí… que se siente olor a madera quemada.

– No, no es eso.

– Hace un rato que sentí ese olor – afirmó la madre abadesa husmeando el aire. – ¿No siente usted?

– Fuego hay en el convento, pero es un fuego que no se ve.

– ¿Qué me dice usted, señora?

– Dentro del convento ha entrado esta noche un hombre.

– Usted sueña, hermana… Pues no me queda duda… ¿No siente usted olor a quemado?

– Será que en las murallas han encendido alguna hoguera… Cuando pasan cosas graves, cuando el convento está profanado, deshonrado por la infamia y el sacrilegio, no conviene pensar en fruslerías.

La abadesa se levantó.

– ¡Un hombre! Eso no puede ser – dijo con espanto.

Y al punto se puso a temblar.

– Un hombre, sí. ¿No sé yo lo que es un hombre?

– ¿En dónde?

– En la celda de una religiosa.

La abadesa cesó de temblar y empezó a reír. El caso le parecía tan absurdo, tan inverosímil; estaba además tan acostumbrada a los ridículos terrores de Sor María Montserrat, que no pudo permanecer seria.

– Si a la abadesa de esta comunidad – dijo la delatora – le falta valor para llamar a la puerta de la celda donde se está consumando el horrendo sacrilegio, yo lo haré. No temo nada, no me importa que un asesino…

La monja no pudo continuar porque fue acometida de una tos muy fuerte.

– ¡Oh!… sí, parece que hay humo aquí – dijo en tono de alarma.

Las dos monjas se acercaron a la reja que daba al altar mayor de la iglesia.

– ¡Humo, humo!

Esta exclamación brotó a su tiempo de una y otra garganta. A la indecisa luz de la lámpara veíase una como niebla espesa que envolvía los abigarrados oropeles del altar churrigueresco.

Las dos monjas corrieron de aquella reja a otra que al claustro daba.

– ¡Jesús de mi alma! – gritó la madre Montserrat llevándose las manos a la cabeza. – ¿Qué es esto?… Un hombre… dos hombres, tres hombres… les he visto correr por el claustro hacia la sacristía…

La abadesa se quedó tan aterrada que no pudo ni hablar ni moverse. Volvieron a asomarse a la reja de la iglesia. Una claridad tenue y rojiza llenaba el recinto sagrado permitiendo ver las imágenes, las colgaduras, los altares: era un aspecto siniestro y horripilante.

Las dos monjas corrieron hacia el claustro. Oyéronse los pasos precipitados de tres hermanas que bajaban. En el patio había también algo de humo. Corrieron todas a la puerta de la sacristía, la empujaron; estaba abierta. Cuando la puerta cedió las cinco madres lanzaron espantoso grito y retrocedieron de un salto. Por la puerta salió una bocanada, un chorro, una manga formidable de humo negro, espeso, resinoso y en el fondo del centro oscuro vieron las llamas que brillaban y extendían sus rojas lenguas por las paredes.

Todo San Salomó no tuvo más que una voz para gritar:

– ¡Fuego!… ¡Fuego!

XXIII

Propagose con fulminante rapidez, siendo de notar que parecía haber comenzado por dos puntos distintos; por la sacristía y por las habitaciones ruinosas llenas de retama y trastos viejos que estaban debajo de la Isla. Es difícil distinguir los incendios de casualidad de los de intención. La primera sabe remedar a la segunda, y esta tiene a veces bastante destreza para disfrazarse de inocencia… Pero no pueden hacerse consideraciones dentro de un convento que se quema y en presencia de veintiséis pobrecitas mujeres, contando religiosas y sirvientes, aprisionadas entre llamas y que por ninguna parte hallarán salida si no las favorece el vecindario.

Las llamas entraron en la iglesia y agarrando la primera cortina que hallaron a mano junto al altar escalaron la pared. Como bocas hambrientas que hallan pan, clavaron sus voraces dientes en la vieja madera de los altares; de un soplo devoraron el apolillado tisú y las secas flores que adornaban las imágenes; subieron más culebreando; de una manotada hicieron estallar todos los vidrios, entraron fuertes corrientes de aire, y entonces engordando súbitamente los horribles dragones de fuego estrecharon en sus mil brazos ondulantes las vigas de la techumbre.

Por otra parte, la sacristía que era centro y raíz principal del incendio, enviaba llamas por el pasillo que conducía al locutorio, mientras el fuego que salía de las crujías bajas del ala izquierda trepaba a las galerías incendiando las celdas altas. Felizmente la escalera estaba libre y, aunque muy cargada de humo, permitía a las monjas bajar al claustro. La invasión de la sacristía por el fuego no permitía tocar la campana; pero los vecinos de Solsona vieron pronto aquella claridad horrible y la columna de humo que coronaba a San Salomó como una aureola infernal. Todas las campanas de la ciudad se desgañitaban y se levantaron los habitantes todos, para correr en auxilio de las madres dominicas.

El incendio era de esos que no habrían cedido ante los aparatos modernos, formidable artillería de agua que servida por los bomberos suele abatir baluartes de fuego en las ciudades de hoy. ¿Qué podrían hacer contra aquel infierno los diligentes vecinos y los guerrilleros navarros llevando cubos de agua? Pronto se conoció que serían inútiles todos los esfuerzos para salvar la fundación del señor marqués de San Salomó y no hubo más que un pensamiento: salvar a las pobres madres.

No se sabe por dónde entraron los primeros que fueron a auxiliar a la comunidad; lo cierto es que cuando algunos vecinos rompieron a hachazos la puerta del locutorio y entraron en el claustro, vieron que dentro del convento había ya gente ocupada en salvar lo que se podía. Sin duda aquellos hombres habían entrado antes que el fuego imposibilitase el paso de la sacristía al claustro.

El aspecto de este y del patio era espantoso. Bajaban llorando las pobres monjas, y no hubo santo alguno que no fuera invocado entre gritos, lamentos, congojas, interjecciones de horror. Veíanse las blanquinegras figuras corriendo y bajando al claustro, como rebaño de ovejas acosadas por el lobo. Algunas habían salido de sus celdas sin acabar de vestirse, porque el fuego no les había dado tiempo para más. Ponían otras gran empeño en salvar su ajuar, y hacían subir a los vecinos o trataban ellas mismas de arrostrar la atmósfera de humo para sacar algunos objetos. Otras más filosóficas, creían que después de perdida la casa, nada merecía ser salvado.

Los hombres a quienes la catástrofe había abierto las puertas del sagrado asilo, sacaron de las celdas lo que se podía salvar y lo arrojaban desde la galería alta. Las llamas avanzaban y no fue posible continuar en aquella tarea. Un calor horroroso, suficiente a dar idea perfecta de las penas del Infierno, impedía a todo ser vivo permanecer más tiempo en el claustro y aun en la huerta. Era preciso salir, abandonar para siempre aquellos benditos muros que el Demonio había tomado para sí expulsando a las esposas de Jesucristo. Había monja a quien esta idea afligía más que el peligro de morir asada. Dos de aquellas infelices que estaban enfermas en cama fueron sacadas en brazos y en una de ellas pudo tanto el miedo que expiró en el claustro.

La confusión crecía. Había allí hombres diversos, paisanos y militares, yendo y viniendo sin entenderse. Todos mandaban, nadie obedecía. Cada cual obraba según su valor, su generosidad o su iniciativa. Hubo quien se echó a cuestas a dos monjas y quiso salir con ellas cuando aún no habían bajado todas. Hubo quien propuso un premio al que entrara en la iglesia para salvar de las llamas el símbolo de la Eucaristía, sin que apareciese un héroe decidido a afrontar la muerte por empresa tan santa. Hubo quien intentó salir por la puerta del locutorio; pero esto era imposible. Las llamas se habían extendido ya por el pasillo y el humo era tan denso que no había medio de dar un paso en el locutorio.

Las monjas se llamaban unas a otras como para reconocerse y recontarse.

– Madre Transfiguración, ¿está usted ahí?

– Sí, el Señor me ha dejado vivir, ¿y Sor Melitona de San Francisco?

– La he visto hace un momento… ¿Se ha salvado la Madre Rosa de San Pedro Regalado?…

– Sí, ahí está…

– Sor Ana, ¿está usted aquí?… Sor Ana.

– Allá está… Se ha empeñado en salvar sus colchones, y por tales pingajos han estado a punto de perecer dos hombres.

– Hay personas muy imprudentes.

– ¿Y la madre Montserrat?

– Aquí estoy, hija, más muerta que viva – repuso la voz cavernosa que salía al parecer de una calavera. – Por más que me vuelvo loca no puedo averiguar dónde está Sor Teodora de Aransis.

La flaca monja entraba y salía de grupo en grupo, como una serpiente que culebrea resbalando entre la yerba.

– ¿Está Sor Teodora de Aransis?

– Repito que no lo sé… No está aquí, ni allí, ni allá.

– ¡Jesús Sacramentado! ¿Si se habrá quedado en su celda…?

– ¡Calle usted, tonta!… ¡por las sagradas llagas!… ¡Si hemos subido y hemos encontrado la celda vacía!… y los restos de un festín. ¡Es particular!… ¡Y el incendio ha sido intencionado! ¡Aquel hombre!… no me queda duda de que él, él…

– ¡Sor Teodora! ¡Sor Teodora!…

– Es preciso salir al momento, no puede perderse un minuto. A fuera, señoras – gritó un hombre moreno, bien plantado, con uniforme militar, el cual había logrado a fuerza de golpes, bramidos y empellones imponer su voluntad en medio del gran tumulto.

¡Gracias a Dios, al fin había alguien que mandara en aquel desconcierto!

– ¡Que se cae la pared del claustro! – gritó una voz terrible y de agonía.

– ¡A fuera, a fuera!

Fue preciso abrir con grandísimo trabajo un boquete en la tapia de la huerta, con espacio suficiente para dar salida a la comunidad, siempre que esto se hiciera con orden. El hombre moreno, coronel de ejército y jefe de los voluntarios navarros y aragoneses, designó un plazo para aquella operación y la hizo ejecutar a sablazos. Trabajaban con ardorosa fiebre picoteando el ladrillo con azadones, palas, barras, clavos; con cuanto había. No había concluido la obra importante, cuando el coronel sintió que le sacudían fuertemente el brazo. Volviose y vio una monja que no parecía sino la estampa de la muerte.

– Señor coronel – dijo el espectro. – Señor coronel, el incendio ha sido intencionado. Yo sé quién es el perverso que ha hecho esta gran bellaquería.

– ¿Quién?… ¿Dónde está?

El espectro extendió su brazo blanco que parecía un bastón metido en la funda de una almohada y señaló a un hombre vestido de payés y con un brazo vendado, el cual en aquel instante arrojaba una herramienta de las que habían servido para abrir el boquete y se deslizaba por él, ávido de poner sus pies en la calle.

Dando un rugido, Carlos Navarro gritó:

– ¡A ese… ese… que se escapa!… ¡Zugarramundi… ahí va… cuidado… es él!…

La roja claridad que iluminaba las caras, daba a esta escena un aspecto de extraordinario pavor.

La gritería que fuera sonaba no permitió conocer lo que pasó; pero sin duda los deseos del jefe quedaron satisfechos, porque se abalanzó a la tronera y retirose después diciendo:

– Muy bien, compañeros… No pensé que Dios me lo depararía esta noche… Bien decía yo que se había metido aquí… ¿Con que también incendiario? ¡Horrible conjunto de crímenes!… Ahora, señoras, salgamos. Mucho orden… digo que mucho orden… Esta noche le voy a romper la cabeza a uno.

Colocó un grupo fuera de la tronera y otro grupo dentro. No eran como dos ejércitos, sino como dos partidas de juego de pelota. Los de dentro cogían en brazos una dominica y por el boquete la entregaban en los brazos de los que estaban fuera. Parecía que echaban niños en el torno de una casa de expósitos. Nunca falta un bufón en las más terribles escenas de la vida, y allí hubo uno que al echar fuera una monja, decía: «Ahí va otra carta al correo».

Pocas hubo que hicieran dengues y repulgos al verse entre brazos de hombres; pero el susto, el horror, el peligro, no permitieron a las más de ellas entretenerse en gazmoñerías. Cuando todas estuvieron fuera, se reunieron en apretado grupo; no sabían andar, no sabían a dónde ir. La más tranquila era la muerta, a quien echaron fuera como un saco. Aunque se incendiase el mundo todo, aquella nada podría decir. Unas se arrojaban sin aliento en el suelo; otras lloraban a lágrima viva, otras hablaban todas a un tiempo, haciéndose preguntas, expresando con una observación breve, con un vocablo suelto, con una articulación indefinible el pánico, el azoramiento, la turbación de aquel instante.

– ¿Estamos todas?

– Una, dos, tres, cuatro…

– ¿Y a mí no me cuentan? También estoy aquí.

– Tengo una mano abrasada… ¡Jesús mío, qué dolor tan vivo!

– Mirad cómo está mi hábito; y gracias que la Santísima Virgen me libró de morir achicharrada.

– Estuvo en un tris que me quedase en la escalera hecha carbón.

– Ya sabéis que no gusto de enredos. Por la salvación de mi alma, que cuando subimos había en la celda restos de un festín… pero de un festín opíparo.

– Contemos otra vez… dos, tres…

– Pues sí que falta una.

– Su celda estaba vacía, vacía, vacía… La luz apagada… Yo le había visto antes, y su cara se me quedó en la memoria ¡qué terror! Tenía el brazo vendado y la manga subida.

– El único zapato que pude ponerme se me perdió en la huerta…

– Yo dormía profundamente, cuando sentí un ruido infernal, abrí los ojos, vi la claridad… ¡El divino Jesús nos valga!

– Ya no queda duda. Con la muerta somos veintiuna; con las cuatro criadas veinte y cinco.

– ¡Falta una, falta una!

– ¿Sería yo capaz de decir una cosa por otra?… Un hombre, un hombre. ¡Horripilante suceso! ¿Por qué nos quemaría nuestra casa ese malvado?

– Yo también digo que el convento ha sido incendiado por una mano alevosa.

– ¡Falta una!

– ¡Qué horrible aspecto presenta nuestra casa!… Adiós, San Salomó, vivienda querida, vivienda adorada, adiós para siempre.

– Adiós, San Salomó. Señor, Padre Nuestro, pues tú lo has querido, sea. Pobres debemos ser y pobres seremos.

– ¡Bendito sea el poder de Dios!

– No puedo mirar a San Salomó… Me muero de aflicción.

– Ánimo, hermanas mías. El Señor lo ha querido así; tengamos resignación.

– Yo le vi, yo le vi.

– ¿A dónde vamos?

– ¿Estamos todas?

– No, no, que falta una.

– Falta una.

– Una.