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Read the book: «Episodios Nacionales: La revolución de Julio», page 15

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XXIX

¿Julio todavía?… No sé en qué día vivo. – Sigo contando, y describiré brevemente las batallas que andaban dentro de mí. Mi alma era toda tristeza, considerando cuán poco soy y cuán poco valgo. ¡Entre aquellos hombres inocentes y rudos que perciben un ideal y corren ciegos tras él menospreciando sus propias vidas, y yo, existencia infecunda, inmóvil pieza de un mecanismo que anda sólo a medias y a tropezones, qué colosal diferencia! Ellos me parecían materia viva, aunque tosca; yo, materia inerte, ociosamente refinada. Ellos marchan; yo permanezco apegado al suelo como un vegetal. Ellos son elemento activo; yo, formación petrificada del egoísmo y de la pereza. Para consolarme de la envidia que me punza el corazón, pienso en la barbarie de ellos; comparo su grosería con mi finura, y su ignorancia con las varias erudiciones de segunda mano que me adornan. Pero esto no me vale, y en lo mejor de mis comparaciones, les veo agigantarse, mientras yo, de tanto empequeñecer, llego a ser del tamaño de un cañamón. Ellos trabajan rudamente todo el año para vivir con estrechez, y yo vivo de riquezas que no he labrado, y de rentas que no sé cómo han venido a mí. Y viviendo en la inactividad, amenizando mis ocios con el recreo de ver pasar hombres y cosas, ellos se lanzan a la hechura de los acontecimientos, a impulsar la vida general, y a desenmohecer los ejes del carro de la Historia. Ellos dan su hacienda corta y su vida, no por el beneficio y mejora de sí mismos, y de la clase a que pertenecen, sino por la mejora de toda la sociedad. Si algo bueno resultare de esta revolución, no será para ellos, que seguirán tan pobres, obscurecidos y bárbaros como antes, mientras recogen el fruto de la mudanza política los camastrones que han cultivado y adquirido la agilidad oratoria, o los áureos gandules como yo.

No me conformo con esta inferioridad a que me condena mi propio juicio, y evoco toda mi voluntad para ver si en ella encuentro fuerza bastante con que acometer algo que a tales hombres me iguale. ¿Qué puedo hacer? ¿Coger un arma y lanzarme a la pelea junto a esos admirables ciudadanos? No, porque ya sé lo que ha de pasarme si me meto a revolucionario de acción. Me faltará ardimiento, la fiera impavidez ante el peligro. Me figuro que intento ponerme a disparar tiros en una barricada, y antes de empezar me sentiré invadido de un sentimiento humanitario, incompatible con el heroísmo bélico. Vamos, que si suelto el tiro con buena o mala puntería, y tengo la desgracia de matar a un pobre soldado, he de afligirme como si a mi propio hermano matara. No, no: he de buscar un heroísmo que no sea el militar. Pues ¿qué, entonces? ¿Recoger y asistir a los heridos, exponiendo mi cuerpo a las balas, como si éstas fueran motitas de algodón? ¿Predicar de casa en casa y de pueblo en pueblo las doctrinas salvadoras, y no cejar en ello, desafiando persecuciones, cárceles, presidios y la muerte misma? Estos y otros medios de elevación moral iban pasando por mi mente, sin que me decidiera por ninguno, pues aunque todos me parecieran buenos, yo ambicionaba el mejor, el insuperable. Había de ser algo que yo fuese a buscar a los más eminentes espacios de la bondad humana…

No sé a dónde fue a parar mi desconcertada mente. Sí sé que mis nervios cayeron en una sedación honda. ¿Yo dormía o velaba? Cualquiera lo averigua… ¿Sentí los ronquidos de Ruy, o es que éste tocaba el violín? «Ruy – le dije sobresaltado, – eso que tocas ¿es el aria del Rapto en el Serrallo, del amigo Mozart, o un motivo de tu invención?

– ¿Qué motivo ni qué carneros?… Despierte, señor, y vea que no tengo violín, que estamos pasando la noche arrimados a una puerta, en la plaza Mayor.

– ¿Crees tú que yo he dormido?

– ¡Anda! Pues no ha soñado poco…

– ¿Sabes una cosa? Es muy agradable dormir al raso en estas noches de verano. En la calle, sueña uno cosas más bellas que en casa… Y dime, ¿has oído tú al reloj dar las horas?

– Le oí, señor; pero todas las horas las daba equivocadas. Dio dos veces la una; dio las once después de las doce, y repitió las dos para que parecieran las cuatro.

– ¿De modo que con ese reloj no sabemos a qué hora vivimos? Así es mejor. No hay cosa más cargante que saber la hora, y sentir el tiempo marchar siempre hacia adelante. Yo he pensado que estábamos a prima noche, y que cuando Mita subió a casa del señor Halconero, subíamos con ella.

– Me parece, señor, que no es verdad que subiéramos… Lo que hay es que usted y yo deseábamos subir; pero no fue más que deseo… quiero decir, que el deseo subió, y nosotros nos quedamos en la calle viendo hacer la barricada…

– Más bonita es Lucila que la barricada, pienso yo… y también te digo que en los ojos de tu hermana están todas las revoluciones.

– Mi hermana es tan bella, que yo mismo, al mirarla, me quedo pasmado. Creo a veces que Lucila no es mujer, sino diosa, una diosa con disfraz, que tiene el capricho de pasar temporadas entre nosotros los humanos…

– Ciertamente: Lucila no es de este mundo, sino criatura celestial… Dios la encarnó en una raza escogida… porque has de saber, Ruy, que vosotros, los Ansúrez, sois celtíberos, la raza primaria. Tu padre es el perfecto tipo de la nobleza española, y tu hermana, el ideal símbolo de nuestra querida patria… Y el hijo de Lucila es como un príncipe que lleva en sí todos los caracteres de la realeza: cuando crezca, verás en él la más bella persona, y la más gallarda, la más generosa. No digo yo que reine; pero sí que debe reinar y que idealmente reinará… A propósito, ¿qué nombre le han puesto a ese niño?

– José… el nombre de su padre.

– Y mío… Has de notar que todos los españoles nos llamamos José. Casi, casi, llamarse José es como no llamarse nada, y tu sobrinito ha de tener otro nombre, que no conocemos; un nombre que le ha puesto Lucila, y que sólo ella sabe… Porque no dudes que ese niño ha sido engendrado por el Dios celtíbero, o por el mismísimo genio de la patria.

– Poco a poco, señor Marqués… Mire lo que dice. No está bien que una persona como usted vitupere a mi hermana, señora honrada, más honrada que el sol, y aunque esposa de un viejo, es tan fiel, tan fiel y tan pura, que ninguna otra mujer la puede superar.

– ¡Si lo sé, hijo: si la tengo por dechado y compendio de todas las virtudes! Pero lo uno no quita lo otro, querido Ruy.

– Todos cuantos conocen a mi hermana se hacen lenguas de su recato y honestidad, y mi cuñado Halconero es la persona más envidiada que hay en el mundo. La gente dice en coro: «Vaya una mujer que se ha llevado este tío». Su buen comportamiento, digo yo, es lección que debieran aprenderse de memoria las demás mujeres.

– Lo sé, lo sé. Pero eso no quita… Pudo ser con ella el Dios celtíbero o el genio de la raza española, conservando sin menoscabo su virtud y, si me apuran, su virginidad…

– Señor, señor, tanto como eso no se puede decir… Cállese, por Dios, o creeré que delira… Si no estuviéramos a obscuras, vería usted que, oyéndole esos despropósitos, me he puesto muy colorado.

– Tú podrás ponerte como un cangrejo, si ése es tu gusto. Yo, sin cambiar de color, expreso una idea elevada, teológica… y en el terreno de la fe la sostengo. Claro que no podrá demostrarse; pero la demostración contraria, ¿quién será el guapo que hacerla pueda?…

– El señor conoce a Lucila: no es necesario que sea teológica para ser hermosa y buena como los ángeles.

– Cierto: esto lo sé por espontáneo conocimiento, inspiración si así quieres llamarlo, porque he tratado poco a tu hermana. Sólo dos veces la he visto, y en ninguna de esas ocasiones he tenido el honor de hablar con ella.

– Pues si es así, no conoce el señor lo más bello de mi hermana Lucila, que es el acento, el metal de voz.

– Sin oírlo, lo conozco, Ruy, por percepción intuitiva. En la voz de esa mujer cantan todos los ángeles y serafines.

– Así es… No han oído los hombres música que a la voz de mi hermana pueda compararse… No puedo hacer comprender al señor cómo es aquella voz… Si hubiera traído mi violín, algo podría decirle acerca de esto.

– Pues que no se te olvide traerlo, siempre que salgamos a divagar de noche por las calles solitarias… ¿Sabes, Ruy, lo que estoy reparando? Que alumbra la luna con luz tan clara como si tuviéramos en el cielo tres o cuatro lunas.

– No es claridad de luna lo que vemos, sino del mismo sol. Señor, es de día.

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XXX

Julio… todavía Julio. – La primera embestida de esta dolencia tan vaga como cruel, a la que he dado diferentes nombres sin acertar, creo yo, con el verdadero, empezó a fines del 49 y no terminó hasta mi viaje a Roma el 51. Sufrí entonces desórdenes extraños de la inteligencia y aberraciones sensorias muy peregrinas; pero nunca llegué, como en este segundo ataque, a confundir la luna con el sol, y la noche con el día. Tampoco di entonces en la extravagancia de desayunarme con buñuelos y aguardiente, como hice en la ocasión que refiero. Fue Ruy quien me incitó a tomar tales porquerías, que en mi estómago, la verdad sea dicha, cayeron como veneno, poniéndome de cabeza y voluntad más perdido y desatinado de lo que estaba. En lo que sí coincidían mi primero y mi segundo ataque era en el olvido de mi cara familia, en el amor ardiente al pueblo y en la insana ambición de realizar yo una o más acciones heroicas, siempre dentro de lo popular; es decir, que mi quijotismo tenía el carácter de amparo de los humildes por estado y nacimiento…

Hoy, mejorado de tan raras turbaciones, no puedo traer fácilmente a mi memoria mis acciones de aquel día… el día de los buñuelos y el aguardiente… porque desde que embuché aquella ponzoña se me inició la inconsciencia, y ésta fue aumentando, según me dijo Ruy, hasta que llegué a ser como autómata que iba y venía, y maquinalmente funcionaba moviendo los muelles y resortes de mi organismo, sin apreciar la causa impulsora ni darme cuenta de sus efectos. En mi cerebro ha quedado el estruendo de los tiros que oí, tiros próximos, lejanos lejanísimos, y después he sabido por Ruy que eran el lenguaje de la batalla empeñada en las calles, y me ha informado de las defensas que hubo en estas o las otras posiciones: barricada en la calle de la Montera, en Antón Martín, en Santo Domingo, en los Mostenses… qué sé yo… Todo Madrid debió de ser barricada… Mas si el estampido de la fusilería y cañonazos era recogido por mi cerebro, nada del lenguaje humano que en aquella mañana oí persiste en mi memoria. Los que hablaron conmigo, háganse cuenta de que hablaron con una estatua.

Pero lo más peregrino, entre los muchos fenómenos de inconsciencia de aquel indefinido lapso de tiempo que duró mi turbación, fue que yo me encontré armado sin saber quién había puesto en mi mano un fusil. Y nada me ha causado tanto pasmo y terror como el decirme Ruy con ingenua convicción que yo había hecho fuego… Veinte veces me lo aseguró y aún no le daba yo crédito. Yo disparé mis armas; alguien me las cargaba, y vuelta otra vez a disparar… Añadió mi escudero que durante una hora o más me batí en la barricada, y que por mi arrojo y mi desprecio de la muerte parecía un insensato. ¡Válgame Dios con mi heroísmo sin saberlo! ¿Por desgracia mía, algún cristiano fue víctima de mi despiadado, inconsciente furor? Las referencias de Ruy y las de Tiburcio Gamoneda convienen en que fue Leoncio quien me dio las armas y quien las cargaba. ¡Y mis locas acciones, trabajo de un maniquí de perfeccionado mecanismo, hiciéronme pasar por valiente a los ojos de los tiradores de verdad!…

Si nada quedó en mi memoria de los disparos que hice, según cuentan, con marcial coraje, nada recuerdo tampoco de haber comido. Ruy me asegura que sí. ¡Vaya por Dios! Comí pan, aceitunas negras, un pedazo de cecina, medio arenque, y apuré un vaso de vino… Lo más singular y maravilloso es que mi escudero jura por la salvación de su alma que lo comí con apetito… Mi memoria no recobró su poder hasta después de anochecido, y la primera prueba del renacer de la preciosa facultad fue verdaderamente muy desagradable. Hallábame yo en la calle de Botoneras: me complacía en observar cómo iba recobrando el sentido del lugar y el tiempo, y para comprobarlo reconocía la casa de Sotero, y apreciaba la entrante noche… En esto vi que un hombre a mí se llegaba: era Gracián. Su presencia me hizo temblar. Aunque ni su rostro ni su actitud indicaban hostilidad, despertó en mí un horrible miedo. Con palabra balbuciente contesté a sus preguntas, que no sé si se referían a mi salud o a mi valentía. Dudé si eran manifestaciones de amistad o de burlas; y deseando perderle de vista, porque su mirada me causaba pavor, antipatía, consternación, antes que él se apartase me escabullí yo rozando con la pared de las casas… Intenté dar el pretexto de que alguien me llamaba; pero no sé si lo di…

Entrada la noche, y sosegado ya del miedo que me causó Gracián, tuve mayor prueba del restablecimiento de mi memoria. Fue para mí sorpresa y confusión grandes verme cómo estaba vestido. Hasta entonces no había caído yo en la cuenta de que llevaba un chaquetón holgado y vetusto, en vez de la levita que saqué de mi casa, y de que en lugar de mi sombrero llevaba una gorra de cuartel. Pantalones y chaleco eran los mismos de mi anterior vestimenta, y conservaba el reloj y dinero; pero mis botas de caña, por arte de magia, se habían convertido en zapatos de orillo, blandos y feos. Lo peor de todo fue que mi escudero no supo darme razón de aquel cambio de ropa. ¿Me había mudado en mis horas de máquina inconsciente, o me transformaron los demonios? Ruy no lo sabía, lo que me probaba que él también había tenido eclipses de la memoria y del conocimiento. La mejor prueba de que mi cerebro recobraba su normalidad, la tuve oyendo cuanto se decía de los acontecimientos de carácter público, y asimilándome aquellas referencias, apuntes que pronto habían de ser páginas históricas. La lucha en las calles se había suspendido. En la tregua fraternizaban pueblo y tropa. ¿Qué Gobierno había? Lo ignorábamos. Sabíamos que una Junta magna tomaba sobre sí la obra de pacificación… Entre los nombres que oí, se estamparon en mi mente con vigor y claridad los de Sevillano, Vega Armijo, don Joaquín Aguirre, Fernández de los Ríos y el general San Miguel. Ya estaban en negociaciones la Junta y Palacio… ya se vislumbraba la paz; el triunfo del Pueblo era evidente. Se contaban maravillas del arrojo y constancia de los patriotas en las barricadas de la calle de la Montera, en la confluencia de las calles de San Miguel y Caballero de Gracia, en las Cuatro Calles, plaza de las Cortes… Las tropas que Córdova tenía en la zona de Palacio no habían podido comunicarse con las que ocupaban el Prado y Recoletos… Entre todas las barricadas, la más ineficaz había sido la nuestra, calle de Toledo, y conceptuándola disparate estratégico, Gracián había mandado abandonarla. Esta noticia me llenó de confusión. ¿Dónde me había batido yo? ¿Dónde tuvieron su teatro mis estupendas hazañas?… Mas ¿cómo habíamos de dilucidar este obscuro punto, si Clío, que todo lo sabe, ignoraba en qué lugar se habían separado de mi cuerpo mis botas y mi levita?

Muertos vi en gran número en la calle Imperial, Atocha y entrada de la de Carretas. Heridos transportamos al Fiel Contraste; y hallándome en esta operación, tuve el sentimiento de acompañar en sus últimas al bueno de Erasmo Gamoneda. El pobrecito me pidió agua: se la di de un botijo que pasaba de mano en mano y de boca en boca; bebió con ansia. Parecía sentir alivio del escozor de sus heridas, que eran tremendas: un agujero en la clavícula derecha; en el vacío del mismo lado, otro que le pasaba de parte a parte; la cabeza rota, una mano casi deshecha. Mirándome agradecido, me dijo con sencillez y satisfacción tranquila, como si se alabara de terminar felizmente una partida de obleas: «Hemos ganado. Bien, bien… Milicia Nacional: bien… Yo artillero…». Y repitiendo el bien, bien, yo artillero, estiró piernas y brazos, y abriendo la boca en todo su grandor, entregó el alma.

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XXXI

Este y otros espectáculos tristes deprimieron horrorosamente mi ánimo. Iniciado el despejo de mi entendimiento, ganaba terreno por instantes la querencia de mi familia y el gusto de la vida normal. Pero no volvería yo a mi casa sin resolver dos problemas de importancia: recobrar mi ropa, y saber la suerte y paradero de Mita y Ley. Más fácil era, según Ruy, lo segundo que lo primero, pues sólo Dios podía encontrar una levita y un sombrero en aquel maremágnum de pobreza y confusión. En el Rastro quizás parecerían, y quién sabe si veríamos ambas piezas, dos días después, en la hinchada persona de algún funcionario de la flamante situación popular. No hallando a Mita y Ley en la casa de los Gamonedas, desierta y abandonada, fuimos a la cangrejería de la plazuela de San Miguel, donde nos dijeron que cansada Mita de esperar a Leoncio, y medio muerta de ansiedad, andaba en busca de él, de barricada en barricada. ¡Vaya por Dios! Afanosos nos lanzamos mi escudero y yo a la misma caminata, y en ella se nos pasó gran parte de la noche, sin encontrar a los salvajes. Lo peor fue que con tanto ajetreo me sentí nuevamente amagado de mis desórdenes cerebrales y nerviosos: yo estaba fatigadísimo. Para contener el mal que me rondaba, y dar algún descanso a mis pobres huesos, me metí en el desalojado almacén de paños de la calle de Toledo, ahora convertido en cuartel general de la plebe, depósito de armas y algo que con optimismo burlón llamábamos víveres… Entramos. Vimos diversa gente; hombres fatigados que no podían moverse; otros que perezosos recogían objetos diversos para devolverlos a los hogares: botijos, sillas, colchones. En un rincón había heridos graves, rodeados de sus familias, que no sabían si dejarles morir allí o llevárselos a casa. Mujeres vi en actitud estoica, mujeres desesperadas… Mi cansancio físico no me permitía ya ni aun ser piadoso… Me interné por aquellas obscuras y destartaladas estancias, y fui a parar a la más interior, que cae sobre Cuchilleros. No podía yo con mi cuerpo ni con mi alma; en un montón de esteras que me brindaba las blanduras de un diván, me dejé caer, y estirándome todo lo que daban de sí brazos y piernas, sin llegar a las medidas del camastro, me dormí profundamente.

El tiempo que duró mi sueño no puedo precisarlo… Desperté con una idea triste, una desfavorable opinión de mí mismo: yo era inferior, muy inferior a toda la caterva popular entre la cual había vivido tantas horas; yo no podía compararme a ellos, pues mis hazañas eran fantásticas, quizás burlescas, y ellos sabían luchar y morir por un ideal tanto más grande cuanto más nebuloso. Volvería yo a mi clase o jerarquía social, materializada y egoísta, sin haber hecho nada fuera de lo común, sin encontrar medio de ennoblecer mi alma con un acto hermoso de piedad, o de justicia, o de moral grandeza… Esta idea me mortificaba, y también la sed: revolví mis ojos por la estancia, que alumbraban candiles moribundos; vi a Ruy, dormido a mi lado como un tronco; en el opuesto rincón, un hombracho, envuelto en manta gris, era también tronco durmiente. Creyendo ver junto a éste un cántaro de agua, me levanté para cogerlo, y no había dado dos pasos cuando entró en la estancia un hombre, que al punto reconocí… ¡Ay, qué miedo!: era Bartolomé Gracián. No esperó a que yo le hablase, y reconociéndome al punto, y llegándose a mí jovial, me dijo: «Hola, Beramendi: no creí encontrarle aquí… ¿Salía usted?…». «No – le respondí temblando; – iba en busca de aquel cántaro: tengo sed». Por disimular mi miedo, me dirigí a donde estaba el cántaro, y volviendo junto al héroe de la plebe, con un gesto le ofrecí agua… Me sentía mudo.

«Gracias, que aproveche. Pero ¿qué, se asusta de mí?… Al contrario, diviértase con lo que voy a decirle, amigo Beramendi. Es usted de los míos… Ha terminado la partida militar, y ahora empiezan las amorosas partidas… Yo soy así: salgo de una locura, y emprendo locura mayor… De ésta saldré tan bien como de la otra… ¿Qué le pasa a usted, que no dice nada? Beba si tiene sed… Y si quiere presenciar un grande atrevimiento de amor, más interesante y más dramático que todos los que le conté caminando de Vicálvaro a Vallecas, espéreme aquí un momento».

Al decir esto, ponía la mano en los hierros de una puerta. Siguiendo con mis ojos su mano, reconocí la puerta de la escalera que por arriba conduce a las habitaciones donde moraba Lucila con su marido, por abajo a la calle de Cuchilleros. Interrogado por mis ojos, que debieron de echar lumbre, Gracián me dijo: «En el piso segundo está una mujer a quien yo amé tres años ha; me quiso ella con locura… El Destino nos separó. No he vuelto a verla desde entonces. Casó Lucila con un viejo campesino… Ayer supe que está en Madrid y en esta casa… No soy quien soy si no la saco esta noche del domicilio conyugal para llevármela al mío. Después de estos terribles combates, ¿qué puede apetecer el soldado más que descansar en un éxtasis de amor? Marte nos irrita; Venus nos consuela… Parece que usted no me cree, y aun que se burla de mí. ¿Quiere que hagamos una apuesta? Lucila no me ha visto desde aquella separación de comedia; Lucila, esta tarde, no sabía que yo existo… A media noche le escribí una carta, de las que yo pongo, con el alma, toda la fascinación del mundo en pocas letras… Con Servanda se la mandé. ¿Sabe usted quién es Servanda? Una mujer muy sutil que celestinea maravillosamente… Sé que la carta está en su poder. Lucila no me contestó, ni hace falta su respuesta… ¿Qué creerá usted que puse yo en mi carta?… Cuatro palabras de fascinación, y pocas más diciéndole que… Todo ello es sencillísimo, mi querido Marqués… diciéndole que en cuanto deje a su marido bien dormido, pero bien dormido, salga al pasillo de su casa… Allí me espera… Entro yo…

– Pero usted no entrará – le dije poniendo mi mano sobre la suya, que tocaba la puerta.

– Tengo la llave de aquí… y la de arriba también… véalas. Servanda me las ha dado.

– Pero Lucila no se prestará, no, a ese ardid impropio de un caballero… Lucila es honrada.

– Yo subo; yo entro…

– Y a encontrarle saldrá don José Halconero, armado hasta los dientes.

– Ríase usted de Halconeros y de dientes armados. Es usted un candidote que no conoce el mundo misterioso de la infidelidad conyugal, ni los impulsos de una mujer que, enamorada ciegamente una vez, no deja en ningún caso de acudir al reclamo de su ilusión.

– No acudirá, no acudirá, Gracián – afirmé yo, libre ya mi alma de todo miedo.

– Hagamos la grande apuesta. Usted aquí se queda en expectación de mi aventura. Si al cuarto de hora no me ve pasar por aquí con Lucila, pierdo… Estipulemos lo que se ha de perder o ganar, según falle o no la empresa.

– Yo no apuesto, señor Gracián – respondí sintiéndome todo entereza- Yo no hago más que decir a usted que no subirá… porque no debe subir, porque yo no debo permitirlo; más claro, porque yo le prohíbo que suba.

– No contaba yo con este guardián caballeresco – dijo Gracián echándose atrás; – pero va usted a ver cómo me sacudo yo a los caballeros de la Guarda y Vela».

Al movimiento que hizo para echarme sus crispadas manos al pescuezo, me anticipé yo levantando con poderoso impulso y coraje el cántaro mediado de agua; y ello fue tan rápido, que al tiempo que sus dedos me tocaban, se estrelló el cántaro en su cabeza, y los cascos y el agua envolvieron su rostro, le cegaron… En el mismo instante oí una voz que gritaba: «¡Mátele, señor, mátele!» Y el hombracho aquel que dormía se llegó a mí y puso en mi mano una pistola… Antes que Gracián, rehecho del golpe y mojadura, volviera sobre mí con furiosa exclamación de cólera, la bala se le metió en el cráneo, y de golpe toda su arrogancia y toda su maldad cayeron en los profundos abismos.

Segundos duró lo que cuento. El hombre que me había dado el arma, me cogió del brazo, y sin dejarme ni tan siquiera mirar a la víctima, me llevó fuera diciéndome: «Señor, no le tenga lástima… Vámonos de aquí. ¿No me conoce? Soy Hermosilla, el fabricante de zorros y plumeros… Almendro, 14… Ha quitado el señor de en medio la mayor calamidad del mundo. ¡Vive Dios que ha sido grande hazaña!… Ese tunante me perdió a mi hija mayor, la Rafaelita; después a mi segunda, la Generosa. ¡Qué dolor! Las dos andan por esas calles…».

¿Dónde estaba yo en la mañanita del 20, con Hermosilla? En una sombrerería de la Concepción Jerónima, buscando una prenda decente, cobertera de mi cráneo, para poder entrar en mi casa con el decoro propio de la clase a que pertenezco. Mi diligente escudero, a quien había mandado por cigarros, vino desolado a decirme: «Ahí están, señor… Míreles… Mita y mi hermano Leoncio… Se van, se van de Madrid».

Salí, y en la misma puerta de la tienda me vi cogido de las manos por Mita, que, con premioso acento de despedida, me dijo: «Nos vamos, Pepe… adiós. Ya hay Gobierno; otra vez hay leyes: ya no podemos seguir en este pueblo maldito.

– ¿Y Ley?

– Mírale allí, metiendo nuestros baulitos en la tartana… «Nos vamos al campo, al sol… ¡Salvajes otra vez, hasta que Dios quiera!…».

Corrí a donde estaba el coche, y apenas tuve tiempo de despedir a mis buenos amigos con toda la efusión de mi cariñosa amistad y sinceros ofrecimientos de protección. El coche partió. ¡Cuándo volveríamos a vernos! Díjome Ruy que se iban a la Villa del Prado, donde vivirían al amparo de Lucila.

«¿Y tu hermana, y el bendito señor de Halconero, a quien estimo mucho sin tener el honor de conocerle?

– Pues han salido hace un cuarto de hora en otra tartana que va delante».

Se iban a la paz y a las alegrías del campo, y aquí quedaba Madrid con su corte, su política y el eterno rodar de los artificios, que se suceden mudándose, y se mudan para ser siempre los mismos… Y yo a mi casa: ya era irresistible mi deseo de ver a mi mujer y a mi hijo… No me faltaba más que buscar una levita semejante, si no igual, a la que perdí, pues no me resignaba, no, al deplorable efecto de mi aparición con la facha de jamancio crúo. Y me faltaba también discurrir la ingeniosa mentira con que debía justificar mi ausencia de casa en las turbulentas noches y días de la Revolución. Pensando en ello estaba, y ocupado además en la diligencia de buscar la levosa, cuando vi pasar por la calle de Toledo abajo al general San Miguel, a caballo, con abigarrado séquito de patriotas y militares, también a caballo. Vestía don Evaristo de paisano, con fajín, y a su paso le saludaba la multitud con aclamaciones de respeto y júbilo. Era el pacificador, la personificación del feliz consorcio de Pueblo y Ejército. A poco de verle pasar, una ideíta que yo buscaba entró gozosa en mi mente. «A casa mandaré a Ruy – me dije- para que prepare la vuelta del prófugo con un lindo embuste. Dirá que me cogió el general San Miguel el día 18 para que le ayudara en sus trabajos de pacificación… que no pude zafarme del compromiso, ni de la encerrona en patrióticas asambleas… No, no: esto no lo creerán… Tengo que inventar otra cosa, fabricar mi novela en históricos moldes… Diré que Córdova me llamó a Palacio; que luego se me encargó una misión muy delicada cerca de la Junta que se reunía en casa del señor Sevillano; que fui detenido por un grupo de revolucionarios ardientes; que me encerraron en la Posada del Peine… en el palacio del Nuncio… en las casas de Porras… averígüelo Vargas… guardándome prisionero con exquisitas consideraciones y esmerado trato de aposento y boca…».

Esto contaría yo mutatis mutandis, y una vez salvado el decoro de mi presentación, a mi mujer le contaría la verdad escueta, sin omisión ni aditamento, historiador sincero y leal de una de las páginas más interesantes y dolorosas de mi pobre existencia… Así lo hice. No se cuidaba mi mujer más que de llevarme al reposo y a la franca sedación de mi mal, y lo consiguió con su dulzura. A los trágicos y cómicos lances que le referí, y a mis variados cuentos y descripciones, puse un juicio sintético que aquí reproduzco como término de esta parte de mis Memorias. Ved aquí el juicio y la fría opinión, una vez pasado el hervor revolucionario y entibiadas las pasiones que del corazón de los demás pasaban al mío: Todo es pequeño, en conjunto. Relativa grandeza o mediana talla veo en la obra del pueblo sacrificándose por renovar el ambiente político de los señoretes y cacicones que vivimos en alta esfera. Menguados son los políticos, y no muy grandes los militares que han movido este zipizape. Pobre y casera es esta revolución, que no mudará más que los externos chirimbolos de la existencia, y sólo pondrá la mano en el figurón nacional, en el cartón de su rostro, en sus afeites y postizos, sin atreverse a tocar ni con un dedo la figura real que el maniquí representa y suple a los ojos de la ciega muchedumbre. De mezquina talla es asimismo mi hazaña, la rápida muerte que di a Gracián, en defensa de la paz obscura de una mujer… única paz que en lo humano existe… Todo es pequeño, todo; sólo son grandes Mita y Ley.

Mi mujer no me deja continuar mis Memorias, y por culpa de su cariñosa prohibición, en el tintero se queda la trágica muerte de Chico, y la entrada de Espartero, explosión grande del entusiasmo inocente y de la candidez revolucionaria. Otros contarán estos hechos, que yo no presencié, porque mi esposa me aísla de lo que llamaremos emoción pública… Desde mi doméstico retiro, atendiendo a mi salud, que lentamente recobro, y privado de la compañía de Ruy y de Sebo (que ahora goza un lucido empleo en el Gobierno Civil), sigo con la imaginación los varios acontecimientos, y ya sean dramáticos, ya de risa, les pongo por comentario un grito que me sale del corazón. Siempre que mi mujer me da cuenta de algo que merece lugar en la Historia, yo digo: «¡Viva Mita!… ¡Viva Ley!»

FIN

Santantder, Septiembre 1903. – Madrid, Marzo 1904