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Read the book: «Episodios Nacionales: La campaña del Maestrazgo», page 13

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XXV

Uno tras otro le fueron abrazando, admirados no sólo de su entereza, sino de su talento y gracia. Algunos minutos habían pasado ya de la hora designada para el suplicio, y D. Beltrán, impaciente, dijo con buena sombra: «¿Pero qué hacemos, señores? Estamos perdiendo un tiempo precioso…».

El sol entraba por la ventana anunciando un esplendente día primaveral. Suspiró Urdaneta próximo a la ventana, y dirigiendo miradas de tristeza hacia el campo verde y risueño, vio en primer término unas cabras; junto a ellas, un burro viejo, amarrado por las patas. «¡Pobre animal!… le harían ustedes un gran favor sacrificándole conmigo… Pero él no querrá, naturalmente. Aunque viejo y con los dientes gastados, aún le gusta la hierba… ¡glorioso!… ¿Con que vamos… o qué?».

Entró Pulpis a decir que el jefe había mandado un recado urgente… ¡Que aguardaran…! Sin duda querría despedirse del señor D. Beltrán…

«Pues, hombre – dijo este, suspenso y ansioso, – que venga de una vez… ¿Viene ya?».

Dos minutos de cruel expectación transcurrieron hasta la entrada de Llangostera en la estancia. Su rostro de clérigo afligido, si algo expresaba, era la premura y el diligente afán del puntual servicio. «Siéntese, señor – dijo al reo, sin más saludo. – No tenemos prisa. ¿Qué tal le han dado de comer?

– ¡Comer yo! ¿Para qué?… No como nunca tan temprano.

– Que le traigan algo… Hay cordero asado, que quedó de anoche.

– Gracias; no tomo nada entre horas.

– Pues ocurre… Nada, que tenemos otro aplazamiento. Perdone usted: bien sé que es molestísimo…

– Sí, señor: eso digo… De modo que… un día más – murmuró D. Beltrán mirando al campo y al sol.

– ¿Un día?… ¡Qué sé yo cuántos días serán!… Este Ramón ni descansa, ni deja descansar a nadie. Hace una hora que ha llegado de Gandesa la partida del Arcipreste. Recibo por ella este parte (mostrándolo) en que se me dice, entre varias cosas que no son del caso, que…

– Que me atormenten un poco más.

– No, señor: que antes de fusilarle… naturalmente… Vamos, que no le fusilemos, y que hoy mismo se te mande a Gandesa. Quiere interrogarle sobre cosas que sólo usted puede saber.

– ¡Yo!… ¡Cosas!… ¿Estoy soñando?

– Presumo lo que será… No es que él me lo haya dicho. Pero el que más y el que menos, todos aquí sabemos por dónde va el agua… No se devane el caletre. A Gandesa hoy mismo, dentro de dos horas, con dos compañías del 3.º y los pocos caballos que aquí tengo. Lo que Ramón le preguntará es cosa de política… de lo que pasa por allá…

– ¿En la corte celestial?

– O en otras de más abajo… En fin, allá ustedes.

– Pues, señor – dijo D. Beltrán levantándose como un niño entumecido que quiere correr, – vamos a Gandesa, y hablemos de cortes y cortijos o de lo que quiera D. Ramón. Yo no sé una palabra… o tal vez lo sepa sin saberlo, sin enterarme de que lo sé… Sí, sí… algo podré decirle de grandísimo interés… Sr. de Llangostera, si esto es una forma de indulto, Dios se lo pague, que alguna parte habrá usted tenido en ello.

– Yo no; si no viene esta orden, ya estaría usted gozando de Dios. Con que… sea enhorabuena.

– Gracias… Viva usted mil años, Sr. Casa de Val, alias Llangostera… Y acordándome ahora de su gallardo ofrecimiento, que me traigan el cordero asado. Se me despierta un apetito horroroso.

– Pues que aproveche… No descuidarse: a las ocho, en marcha».

Apenas traspasó la puerta el cabecilla, arrancose Putxet a dar a su amigo un abrazo tan fuerte, que a poco más le ahoga. «A mí, a mí me debe usted su salvación, nobilísimo señor, pues sin la tremenda batalla que ayer di, por ser Pentecostés, la orden de Don Ramón le habría alcanzado a usted en la sepultura… Y lo hice, puede creérmelo, más que por ser Pentecostés, ¡pacho!, porque me dio la corazonada de que ganando un día, salvábamos al hombre. Acerté… Ya sabía yo que anda Cabrera muy caviloso estos días con chismes que le han traído del Cuartel Real…

– ¡Pero si yo estoy tan enterado de las cosas del Cuartel Real como de lo que pasa en la luna!

– Quia… eso no puede ser… Por algo se fija D. Ramón en usted, y espera que le aclare lo que ignora…

– Juro que…

– Y en todo caso, si usted no lo sabe, invéntelo, ¡pacho!… Para mí, ya está usted indultado, y puede que muy pronto libre…

– Sea lo que Dios quiera, amigo Putxet. He visto la muerte tan de cerca, que no podré desechar la idea de que vivo de milagro. Cúmplase la voluntad de Dios. Pronto estoy a todo, a vivir y a morir».

A la hora designada salió de Rossell el gran aristócrata con las tropas que marchaban a Gandesa, y todo le fue lisonjero aquel día: se le facilitó un buen caballo, y para colmo de felicidad iban con él Putxet, capellán del 3.º, y el teniente Pulpis, que en el corto tiempo de conocimiento mostraba hacia el aragonés gran simpatía y cordialidad. Por montes y laderas departían los tres de diversas cosas humanas y divinas, hallándose D. Beltrán tan inspirado aquel día y con su inteligencia tan despierta, que los otros no se hartaban de oírle. Refirió sucesos interesantísimos de su vida y de la vida general, o sea Historia, con sin igual donaire y expresión justa, ingeniosa, contestando sin fatiga a cuanto le preguntaban. Y entre párrafo y párrafo introducía, a guisa de estribillo, ponderaciones de los espectáculos de la Naturaleza que contemplaba. Todo le parecía bello, aun lo que no lo era. «¿Y no saben ustedes una cosa, amigos míos? Pues estoy asombrado de ver… que veo mejor que antes… No sé a qué atribuirlo. Pero no hay duda: se me aclara considerable mente la vista. No sé si será porque… ¡pacho! como estuve casi dentro del reino de la muerte, mis ojos se preparaban para ver lo que aquí tenemos por invisible, y se afinaron… aprendieron algo nuevo en el arte de la visión… no sé…».

Todo el día y parte de la noche emplearon en el paso de los puertos de Beceite, pernoctando en la bajada de Monte Caro. Al amanecer se les agregaron varias partidas, y avanzando cautelosos con buenos guías y precavidos de espionaje, evitaron el encuentro con las fuerzas cristinas que operaban en aquella zona. Al caer de la tarde supieron que D. Ramón, atacado por Nogueras ante los muros de Gandesa, había tenido que levantar el sitio de esta plaza retirándose a Bot. A este punto se dirigieron a marchas forzadas, y a media noche encontraron a sus compañeros, acampados al raso, en árida y polvorosa colina junto al río Seco. La temperatura era ardiente; la tierra, caldeada por el sol, apenas se refrescaba en la segunda mitad de la noche. Escaseaba el agua, y los soldados abrían pozos buscando con qué aplacar su sed. En una mala tienda hallábase Cabrera, desvelado, inquieto, en un grado de biliosa displicencia que hacía temblar a cuantos para asuntos del servicio se le acercaban. No bien se enteró de que habían llegado las fuerzas pedidas a Rossell, mandó llamar al viejo Urdaneta, sin darle punto de reposo: tal era su avidez de interrogarle. Muerto de cansancio y de sueño, llegó a la tienda el buen aragonés, y con el saludo pidió al leopardo que le permitiese echarse en el suelo, pues ya no podía tenerse en pie: antes de obtener la venia, se desplomó. Dos sillas de tijera había en la tienda: en una se sentaba el General, envuelto en su capa blanca, pues tenía frío a pesar del tiempo bochornoso; en la otra, convertida en mesa, había papeles, un tintero de cuerno y un farol. El secretario se sentaba en el suelo en postura turquesca.

«Póngase usted a su comodidad – dijo Cabrera al prócer. – Aquí no guardamos etiquetas… Yo voy a hacer lo mismo, pues el dolor de riñones no me deja estar sentado». Hizo una seña al secretario para que se largara, y se tendió frente a D. Beltrán, apoyando la cabeza en un rollo de mantas. No era hombre que se resignaba a perder el tiempo: los minutos eran para él preciosos, y aborrecía las vanas palabras. Sin preguntar al prisionero cosa alguna referente a su viaje ni a su interrumpido suplicio en Rossell, abordó el asunto, que sin duda le inquietaba hondamente.

«Con que… va usted a responderme con claridad, con precisión, y sobre todo con verdad, a lo que le pregunte, Sr. de Urdaneta. No piense usted en engañarme, porque a Ramón Ca…brera nadie le ha engañado todavía, ni guarde reserva sobre punto alguno de mi interrogación… porque se arrepentirá de ello. Lo que me oculte, yo he de saberlo después… y le pediré cuenta de su silencio; lo que me diga con falsedad, lo descubriré al oírlo, porque Dios me ha dado el don de distinguir lo falso de lo verdadero en lo que me dicen… Y si algo de lo que me manifieste es de carácter delicado, quedará entre los dos; yo sé callar como nadie… pero como nadie sé oír y aprender.

– Sepa yo pronto de qué se trata, General – replicó D. Beltrán, – que, por Dios, ni aun sospecho cuál puede ser el asunto de mi conocimiento que a usted interese.

– Ahora lo veremos. Prepárese a responder con cla… ridad, y sobre todo con exactitud. En Febrero de este año pasó usted por Fuentes de Ebro, camino hacia Caspe y Alcañiz. En el parador de Viscarrués comió usted y habló largamente con un sujeto italiano, su amigo, llamado Rapella, que iba en seguimiento de Borso, y venía del Cuartel Real del Norte».

Después de asentir con la cabeza a los primeros conceptos del leopardo, manifestole D. Beltrán con acento sincero que, en efecto, había hablado con Rapella; pero que no era amigo suyo, y en Fuentes de Ebro le vio y trató por primera vez. Por cierto que, movido de la curiosidad y sin ningún interés positivo en ello, había intentado tirarle de la lengua, para sorprender la clave de sus continuas viajatas diplomáticas entre Cortes borbónicas; mas nada pudo obtener, como no fuera la certidumbre de la cerrada discreción del siciliano.

Mostrose Cabrera incrédulo de esta declaración, y en tono agrio le dijo: «Veo que es usted de la misma escuela. No me sirven los diplomáticos, y usted tampoco quiere servirme…

– He dicho a usted, mi General, que ni una palabra pude sacarle… Pero no he dicho que ignore los líos que se trae ese señor…

– Pues si lo sabe…

– Es que usted, General, debió empezar por decirme: ‘Urdaneta, ¿qué sabe usted de esto?’, y no interrogarme al modo capcioso, como se hace con los espías enemigos.

– Tiene usted razón – dijo Cabrera, rindiéndose a la noble actitud del aragonés. – Perdóneme; no supe distinguir. ¡La costumbre de tratar con canallas…! Es usted un caballero, y lo que sepa acerca de este asunto, me lo dirá… como de amigo a amigo.

– A ello voy. No sirvo a ninguna causa; no vendo ningún secreto; referiré lo que sepa, para mí falto de interés, para usted quizás no…».

Minucioso y elegante narrador, maestro en el arte de dar interés al relato más sencillo, D. Beltrán expuso gallardamente lo que sabía y opinaba; que no todo fue relación de hechos, pues hubo también un disertar gracioso sobre cosas políticas hondas, de las que rara vez salen a la superficie. Habiendo trabado amistad, en su viaje desde La Guardia a Villarcayo, con un joven madrileño muy simpático que el verano anterior había visitado la Corte de Oñate en compañía de Rapella, pudo conocer el carácter de este, sin más datos que las referencias de aquel joven. Era el siciliano muy astuto, corrido en intrigas de mujeres y en diplomacia menuda de gabinetes secretos, de combinaciones políticas a hurtadillas de los ministros o cancilleres. Pintó Urdaneta la Corte de D. Carlos, repitiendo lo que le había contado su amigo, y por cierto que no escatimó las tintas burlescas en la pintura, sin que por ello se escandalizara el que le oía. Diole noticias de la amistad del siciliano con el Infante D. Sebastián, con quien al parecer no se había entendido en las negociaciones o enredos que llevaba. Lo que resultó de las conferencias del tal embajador con D. Carlos en Durango, su amigo no lo sabía, pues un accidente inesperado le separó de él el día mismo de la evacuación de Oñate a consecuencia de la toma de Arlabán. Presumía que la base del proyectado convenio para poner fin a la guerra era la reconciliación de las dos ramas borbónicas por medio de un casamiento; mas como este no había de efectuarse hasta que la Reina Isabel y el hijo de D. Carlos llegasen a edad de matrimonio, tal proyecto era un sueño; y para celebrar la paz y que se abrazaran los dos ejércitos, se buscaban otras fórmulas de transacción y avenencia.

Levantose Cabrera de un salto, nervioso y colérico, exclamando: «Yo no me abrazo con nadie… ¡Abrazos a mí!… ¡Transacción!… Juro que no… No saben quién es Cabrera… Ni por un puñado de oro, ni por grados y ventajas en la carrera, me cubro yo de vilipendio entregándome a los cristinos. Si Don Carlos cede, allá se las haya… Él en su casa y yo en la mía… ¡No quiero, no quiero!… ¡Matrimonios de príncipes!… ¿Se casa la luz con las tinieblas?… ¿Se casa la justicia con la injusticia, la razón con la sinrazón? Pues si se casan, con su pan se lo coman. Yo no me caso con nadie. Ramón Cabrera no se casa».

XXVI

Volviendo a ocupar su silla, acarició con movimiento maquinal los papeles que en la otra tenía, alumbrados por el mustio farol. D. Beltrán, sin cambiar de postura, flemático y perezoso, siguió manifestando al caudillo apreciaciones que creía interesantes. Por lo que había oído en Medina y Villarcayo, por algo que pudo descubrir conversando con su grande amigo D. Baldomero Espartero, los tratos para buscar fórmula de paz no habían cesado desde el principio de la guerra. Proposiciones se hicieron a Zumalacárregui, proposiciones a Maroto, y el mismo Cabrera no habría estado libre de que en su oído se murmuraran palabras tentadoras…

«A mí no, a mí no – dijo prontamente el leopardo. – Ya saben que mandaría fusilar al que me trajera recaditos de Doña Cristina o del Rey napolitano.

– Del Rey de Nápoles, a quien entiendo yo que no debemos la invención de la pólvora, es agente oficioso el tal Rapella. Anda también en estos tratos y trotes un legitimista francés, Marqués de no sé cuántos.

– No es Marqués, sino Barón… y ha entrado en España con el supuesto apellido de Neuillet. Me da en la nariz que el nombre de Rapella es también falso, y que bajo él se esconde un correveidile de Cristina, maestro en intrigas, que en Madrid era conocido por Marqués de Lagrua».

Insistió Urdaneta en que no podía dar ninguna luz sobre esto, pues no se había echado a la cara al tal D. Aníbal hasta su paso por Fuentes de Ebro, y de él no tenía más noticias que las anteriormente comunicadas. Asimismo ignoraba si el siciliano se había visto con Borso; pero Cabrera te sacó de dudas, afirmando que tres días permaneció aquel en Castellón en compañía del General y de un italiano llamado Cialdini, embarcándose después para Marsella.

«Le tengo a usted por un caballero – añadió D. Ramón con cierta solemnidad, después de larga meditación, – y estoy con… vencido de que me ha dicho todo lo que sabe. Sus opiniones parécenme muy bien fundadas».

Algo más dijo el leopardo; pero D. Beltrán, que ya venía dando fuertes cabezadas, hundió al fin la barba en el pecho, y cogió un sueño profundo, que por causa de la mala postura había de ser breve.

«Sí, sí: duérmase usted, amigo mío – murmuró el General con lástima, – que bien necesitado está de descanso. Le envidio su facilidad para el sueño».

Y cogió de la mesa-silla, ávido de nueva lectura, la carta que desde Sangüesa le había escrito Arias Teijeiro. De aquellas apretadas líneas de menuda letra española, provenían sus inquietudes y desvelos. Informábale con prolijas referencias su amigo, principal figura en la camarilla del Pretendiente, de que la magna expedición al mando del propio Rey había partido de Navarra el 17 con diez y seis batallones, nueve escuadrones, el estandarte de la Generalísima y su lucida escolta, y un inmenso bagaje, como correspondía al sinnúmero de funcionarios de Corte y Administración que acompañar debían a la Real persona.

«Le tengo por un gran farsante – dijo Don Beltrán despertando súbitamente. – ¡Ah… mi General! ¿No me pregunta usted su opinión sobre ese Rapella? Opino que el ir a Marsella es para ganar más fácilmente la frontera de Navarra y agregarse al llamado Cuartel Real.

– Así es, en efecto. Viene en la expedición magna.

– Pero ¿qué es eso? ¿Se lanza D. Carlos a una correría como las de Gómez, Batanero y D. Basilio?

– No sé… Eso se dice… Allá veremos».

Siguió pensando el leopardo en lo que la carta decía y comentando con interno juicio las noticias de ella. Traducida con la posible fidelidad de expresión muda de su pensamiento en valenciano, resulta mutatis mutandis: «¡Pacho, con la impedimenta que nos traen! La caterva de empleaduchos, la taifa de gente allegadiza que quiere comer a costa nuestra! ¡Vaya una plaga, pacho! Aquí nos vemos y nos deseamos para poder vivir… El país esquilmado… apenas hay raciones para mal comer… y ahora nos viene encima esa nube. Tenemos un Rey que sabe tanto de guerra como yo de afeitar ranas. ¿Por qué no se estará quietecito en su Corte esperando a que le hagamos Rey de todas las Españas?… ¡Y que se trae unos consejeros y unos ministros que no tienen precio para ayudar a misa, para pegar botones o cepillar la ropa! Vendrán de generales el tontaina de Don Sebastián, el buey cansino de González Moreno y el bribón de Gómez, a quien yo pondría de capataz de un presidio, que es lo único para que sirve… Duérmase de una vez, D. Beltrán, que aquí no gastamos etiquetas. Me da pena verle luchar con el sueño.

– Es que… verá usted… decía yo que indudablemente hay tratos y contubernios entre Palacio y ese… ¿cómo le llaman? Ya no me acuerdo… El Rey, hombre… Felipe V… digo, Carlos… La Reina, que no perdona lo de la Granja, parece que no quiere nada con liberales… Luis Felipe desea que se acabe la guerra de cualquier modo, por creerla un peligro… y la cuádruple alianza… sí señor, la cuádruple…

– A dormir… Tenga usted este lío de mantas para que descanse la cabeza.

– Muchas gracias, querido Nelet… digo, no, Sr. D. Ramón V… El sueño me rinde, me trastorna… Gracias».

Sin poder apartar de su mente las ideas que le atormentaban, Cabrera se paseó en el estrecho espacio de la tienda, embozado en su capa blanca. No se conformaba con que el Ejército Real, mal organizado y pésimamente dirigido, viniese a compartir con él el dominio en la región valenciana. Recordaba sus desavenencias con Gómez, por cuál mandaba más. Cierto que al Rey no podía disputársele la supremacía. Aunque incapaz para la guerra y para el Gobierno, era el Rey, por divino mandato, la sacra bandera, el símbolo de la Causa; y de la regia persona, absolutamente inepta para todo, provenía la fuerza moral de las cohortes del absolutismo. No había, pues, más remedio que cargar con el ídolo, aunque este fuera una de las obras más burdas del fetichismo dominante. ¡Y por semejante figurón, hecho al modo de las imágenes vestidas, que por dentro no son más que una armazón de madera tosca, se peleaban tantos hombres valientes, y se vertían ríos de noble sangre!… Claro que todo se hacía por la idea. El grosero ídolo era una idea. Por ella combatían fieramente los de acá, mientras los defensores de la idea contraria cifraban su valor en la adoración de una linda muñeca… En suma: lo que ponía en grande irritación al caudillo del Maestrazgo era que se había de convertir en auxiliar y mequetrefe del Ejército Real en cuanto este pasase el Ebro. Las operaciones ya no serían suyas: tendría que subordinarlas a lo que dispusiese cualquiera de los reverendos sacristanes que venían agregados al santón del absolutismo…

Verdad que la carta de Arias Teijeiro no escatimaba las lisonjas al héroe del Maestrazgo. En el Cuartel Real se le tenía por un estratégico de primer orden, firme columna de la Causa, y el Soberano deseaba ocasión de mostrarle personalmente su Real aprecio. Pero tras estos inciensos venían anuncios de resoluciones que desagradaban al leopardo. La expedición Real, a la que se uniría Cabrera para engrosarla y fortalecerla, llegaría con la ayuda de Dios hasta el propio Madrid, y entraría en la capital de la Monarquía sin disparar un tiro.

Esto de rematar la campaña sin combatir sacaba de quicio al ardiente Cabrera. Todo lo que no fuese ganar a sangre y fuego el triunfo de la Causa, pugnaba con su temperamento batallador, con su corazón fiero y ¿por qué no decirlo? noble. Los arreglos por concesiones recíprocas de mercedes, o por casorios y pactos de familia, le olían a podredumbre. Tan viles eran los unos como los otros si a ello se prestaban. Uno de los dos rivales debía perecer: eso de que vivieran y triunfaran los dos, partiéndose la torta disputada, no se acomodaba a su lógica ruda, ni a su primitivo y elemental criterio de cosas políticas. ¡Entrar en Madrid unos y otros con sus manos lavadas! ¡Ah, pacho, y reconocer a Doña Cristina y a D. Carlos como Reyes Padres, los dos en igual categoría dinástica… y ver a los nenes asistidos de un consejo mixto, y apoyados por un ejército mixto o mestizo!… Y en tanto, ¿que se haría de las ideas? Pues juntarlas todas en una redoma para sacar otra mezcla indecente, que no serviría para nada. ¡Libertad y absolutismo desleídos en agua, según arte! ¡Rey y pueblo abrazaditos…! ¡Religión y ateísmo en una pieza, pacho!

Colmaba la indignación del General esta frasecilla de la carta: «Aún no puedo ser muy explícito, mi querido D. Ramón. Sólo me permitiré anticiparle que las bases de un arreglo decoroso están sentadas por manos muy peritas, y que no veo lejano el día glorioso en que podamos descansar de nuestra ruda campaña, viendo triunfante lo más esencial de nuestra doctrina». ¡Descansar! ¡Si él no quería más descanso que reventar combatiendo!… La gentuza civil, la patulea de holgazanes y vividores que acudían a la Causa como las moscas al panal, era la que anhelaba el descanso de la paz, para chupar a sus anchas, repartiéndose el momio de los destinos. Ese descanso de lo civil era el militar vilipendio, y él no… él no quería descanso sin honra, sino honra con cansancio.

A esto llegaba, cuando despertó el noble caballero sobresaltado, con ahogos de pesadilla. Soñó que le sacaban al cuadro para fusilarle, que le ponían de rodillas y le vendaban los ojos… «¡Al corazón, hijos míos, al corazón! No me hagáis padecer», murmuraba sin abrir los ojos; y cuando los abrió, reconociéndose despierto, pidió perdón al General: «No me haga usted caso. Estoy fatigadísimo, y si aquí molesto, me saldré a dormir en campo raso.

– No, no; quédese aquí. Le diré, para su tranquilidad, que ya está libre de la sentencia de rehenes. Aunque allá fusilen media aristocracia, la vida de usted en mi poder no corre peligro. Rehenes por gente civil, no me convienen.

– No sé con qué palabras expresar a usted mi agradecimiento por su magnanimidad – dijo Urdaneta conmovido. – ¿De modo que estoy libre…?

– Libre no. Aún será usted mi prisionero por una temporada. Puede que te necesite, por su gran conocimiento de cortesanías y politiquerías de Madrid… y de toda la morralla civil. Tenga un poco de paciencia, y por de pronto duerma en mi tienda todo lo que el cuerpo le pida.

– Me pide mucho, General… Traigo un atraso horroroso en el dormir. Lo menos me debe a mí el sueño cuatro noches. Figúrese… a mi edad».

Ayudado de aquel sosiego que las últimas palabras de Cabrera dieron a su espíritu, cogió D. Beltrán el sueño, quedándose en él con profunda quietud hasta muy avanzado el día; pero cuando ya su cuerpo hubo recibido la reparación de que estaba tan necesitado, el cerebro se soliviantó, dándose a los sueños extravagantes. Después de mil visiones vagas, indefinibles, viose atormentado por seres malignos y traviesos que le traían y llevaban sin ningún respeto a su nobleza y ancianidad. Eran, sin duda, los familiares demonios de Nelet, que por contagio de la amistad, pasado se habían del joven al viejo, del creyente al incrédulo. En medio de la turbación del soñar, su razón siempre vigilante le decía: «De esto tiene la culpa Santapau, por contarte sus diabólicas aventuras con tantos pelos y señales». Ello es que la infernal cuadrilla cogió por su cuenta al señor de Albalate, y de un vuelo me le transportó a Cintruénigo, donde vio a Doña Juana Teresa echando trigo, y a Rodriguito con la pluma tras la oreja, contando los garbanzos que se habían de echar al puchero. Visto esto, volvieron los diablillos a cogerle por los sobacos o por el cogote (no estaba bien seguro), y le llevaron a la cima del Moncayo; de allí a Veruela, y metiéndole por un subterráneo, le arrastraron hasta salir al castillo de Loarre en tierra de Huesca. Entretuviéronse en jugar con él a la pelota, lanzándole de un torreón a otro, y después te llevaron, cogido por las orejas, a la sierra de Guara, desde cuyas cumbres le mostraron todo el territorio del antiguo reino de Sobrarbe, diciéndole… Pero de lo que decían no pudo enterarse bien. Despertó con el cuello dolorido, y, viendo la necedad de su ilusión, requirió nuevamente el sueño, tomando mejor postura.

No debía despertar el noble señor sin que su turbado cerebro se lanzara a mayores travesuras, sucediendo a las imágenes de un orden bufonesco otras de carácter lúgubre y penoso. Tan claramente como se ven cosas y personas en la realidad, vio a Nelet, que, asistido de unos cuantos facciosos con rabo (por donde se colegía su calidad demoníaca), crucificaba a un hombre, clavándole en un largo madero. El hombre, que debía de ser un bendito, se dejaba crucificar risueño, diciendo a su verdugo: «¡Pacho!, no sabes lo que haces». Largo tiempo, si es que la lentitud o rapidez de este son apreciables en una pesadilla, atormentó al soñador la visión espantosa, que terminaba y se reproducía como el ensayo de una escena teatral. El propio D. Beltrán, angustiado, quiso más de una vez gritar a su discípulo: «¡Pacho!, no sabes lo que haces». Pero no podía… ¡Vive Dios, que no podía!… Las palabras se le pegaban al cielo de la boca cual si fueran obleas.