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Read the book: «Episodios Nacionales: El equipaje del rey José», page 5

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– ¡Mucha razón! – repitió Monsalud por decir algo. – Genara, tu exaltación me conmueve. Ahora veo que hay otra religión además de la que está en el catecismo, la religión de la patria. Los hombres la practican y las mujeres la sienten. Si la fe en Dios mueve las montañas, la fe de esa otra religión también las mueve. Con ella el heroísmo y el martirio son cosas fáciles… Genara, yo te juro ante Dios que nos está mirando desde lo más alto del Cielo, que haré todo lo posible para elevarme como tú hasta el último grado en la fe de la madre España. Mis proezas no han sido hasta ahora muy grandes; pero aún hay franceses en la tierra. Soy joven, fuerte, robusto: soy soldado de la patria. Morir por ella y morir por tu amor me parece lo mismo. Genara de mi alma, quiereme mucho.

– Salvador mío, ese es el lenguaje que me gusta oírte – dijo la muchacha. – Estamos en guerra. Todo hombre que no sea guerrero hoy no merece más que desprecio. ¿Te gusta a ti la guerra, Salvador? Di por Dios que sí, dímelo.

– Extraordinariamente, Genara. El corazón que no palpita por estas tres cosas, Dios, la mujer amada y la victoria, no es corazón de español ni de hombre.

Sintiose el suave estallido de algunas tablas. Genara sacudía la empalizada.

– ¿Qué haces? – le preguntó Monsalud. – Esto se mueve.

– Salvador, amigo querido de toda mi vida – dijo con pasión la muchacha— ¡Malditas sean estas tablas que nos separan! Empuja un poco de ese lado.

– Se romperán, Genara. Esto no es tan fuerte como parece – indicó el joven con terror.

– Quiero verte – añadió Genara con voz que se ahogaba entre sollozos y suspiros. – Hace tanto tiempo que no te veo… y si ahora te vuelves con los guerrilleros, y tu arrojo te causa la muerte en una acción… no te veré más… ¡Ay! estas condenadas tablas no ceden.

– No – repuso el mancebo tranquilizándose.

– Oye – dijo la doncella con exaltación, – si es tan grande tu empeño por entrar y verme, no es menor el mío. Nada más triste que hablar y no poderse ver las caras. ¿Estás pálido, Salvador, estás tostado del sol?… Oye lo que me ocurre. Mi abuelo tiene la llave de esta puerta sobre la mesa de su cuarto. Ahora duerme… puedo entrar de puntillas y cogerla. No sentirá nada… Aquí está el candado, hijito… Se abrirá fácilmente… ¿Conque voy por la llave?

X

– Detente – dijo Monsalud, a quien causaba rubor y angustia la idea de que al abrirse la puerta, descubriera Genara por su traje el engaño de su patriotismo y la verdad de su afrancesamiento. – Detente, Generosa, y reflexiona un momento sobre lo que vas a hacer… Te quiero más que a mi vida; te quiero no por egoísmo, sino con verdadero amor que pone por encima de todo el bien de la persona amada. No necesito llave para abrir esta puerta del cielo, Genara: basta un esfuerzo para echarla a tierra; pero no la romperé, no, porque mi propia estimación y sobre todo la tuya me lo prohíbe.

– Dices bien, yo estoy loca – murmuró la muchacha. – Acércate; que sienta yo tu respiración pasando por estas rendijas, Salvador mío. ¿No te marcharás todavía?

Monsalud, fatigado de la farsa que estaba representando y que repugnaba a la dignidad y lealtad de su alma generosa, mas sin deseos de ponerle fin alejándose de la dulce criatura amada, quiso variar de conversación, entablándola sobre un asunto que no tuviera relación con la guerra, ni con los franceses, ni con los guerrilleros.

– Niña mía – dijo, – se me había olvidado un asunto del cual pensé hablarte.

– ¿Cuál?

– Durante este tiempo en que no nos hemos visto, he tenido celos, muchos celos. En Madrid me dijeron que querías al hijo de D. Fernando Garrote. Recordarás, que cuando éramos novios, él te hacía la corte, que Garrote y yo nos mirábamos con muy malos ojos, que por haber reñido primero de palabra y después de obra, tuve que salir de la Puebla jurándole enemistad eterna. Si después de esto, has tenido la debilidad, no digo de quererle, porque esto me parece imposible, sino de admitir sus galanteos, buscaré a ese fatuo y donde quiera que le encuentre, le mataré.

Contra lo que Monsalud esperaba, Genara no se escandalizó de lo que acababa de oír ni menos contestó a los agravios del mancebo con mimos y lloros, según costumbre tan antigua como el mundo. Oyó él tras los maderos una risita que no le hizo feliz, y después estas palabras.

– ¡Qué tonto eres! No hagas caso de eso. Cierto es que Carlos Garrote me hace la corte y quiere casarse conmigo. Me envía regalitos, ramos de flores, va a misa a la misma hora que yo, y algunas veces viene con sus amigos a desgañitarse bajo las rejas de esta casa, acompañado de guitarras y bandurrias.

– Genara, Genara, me estás destrozando el corazón – exclamó el mancebo con fuego. – ¿Por qué te ríes?

– Me río de él. Y no es mal muchacho, Salvador – continuó Genara. – Tiene buen porte, muy bueno, sí, y también excelentes cualidades, sólo que no es amable ni delicado como tú, sino brusco, serio, y…

– Y fatuo y vanidoso y soplado – interrumpió Monsalud. – Veo que no te disgusta mi enemigo.

– Ni me gusta, ni me disgusta – dijo la doncella, aplicando su boquita a las hendiduras para que se oyese mejor lo que decía. – Si no le quiero, tampoco desconozco sus buenas cualidades, especialmente el valor grande y temerario que ha mostrado en esta guerra. ¿Qué crees tú? Carlos Navarro, el hijo de D. Fernando Garrote, es la admiración de esta villa y el honor de todo el país de Álava. Ha corrido por esos mundos con Longa y Pastor, y todos dicen que no han visto mozo de más arrojo y bravura. ¿Pues y su tino para la guerra? ¿Y su ciencia militar que nadie le ha enseñado? Todo lo sabe, y es al modo de los grandes capitanes, que en un abrir y cerrar de ojos aprenden por completo el arte de pelear. Mi abuelo asegura, que de Carlos Navarro a Alejandro el Grande va menos que el canto de un duro. Hace meses, cuando entró en la Puebla después de haber derrotado a los franceses, todos los habitantes de esta villa salimos, como en procesión, a vitorearle. ¡Qué día, Salvador! Yo me acordaba de ti y hubiera querido que estuvieses aquí para ver tanto entusiasmo. Yo no cabía en mí de puro confusa y exaltada y alegre. No sé lo que pasaba en mi alma cuando vi a Carlos Navarro en su caballo blanco entrar triunfalmente cubierto de guirnaldas de flores, con la espada en la mano y el orgullo de la victoria en los ojos; ¡ay, Salvador! me eché a llorar.

– ¡Te echaste a llorar! – dijo Monsalud con un volcán de celos dentro del pecho. – No lo digas delante de mí. Eso es un insulto, Genara… me estás matando.

Sin añadir más palabras, golpeó con tanta violencia las tablas, que la débil empalizada vaciló. Ocupado por el dolor y los celos, que entre confusiones mil agitaban su alma. Monsalud no advirtió que en el extremo de la calleja donde tan descuidadamente departía con su tormento, había aparecido un hombre; que aquel hombre se había acercado con cautela y puéstose inmóvil y vigilante como a dos varas de la amorosa conferencia. Cuando la empalizada crujió al recibir los golpes de fuera, dio algunos pasos más hacia adelante el que parecía fantasma, y entonces le vio nuestro celoso joven.

Ambos se miraron sin hablar nada, hasta que el desconocido rompió el silencio, diciendo con voz grave:

– ¿Qué hace Vd. aquí?

– Lo que quiero – repuso Monsalud reconociendo al instante la voz de Carlos Navarro, hijo único del célebre y hasta ahora no conocido D. Fernando Garrote. – Siga Vd. su camino, que no me creo obligado a informarle de mi conducta, señor entrometido.

– Ahora veremos quién desfila – dijo el otro sin perder la calma. – Me parece que tengo enfrente a Salvadorcillo Monsalud, el cual marchó a Madrid a servir a los franceses.

– El mismo soy – exclamó el militar con brío— ¿qué quieres de mí, Carlos Navarro?… Supongo que traerás una espada.

– No.

– ¿Navaja?

– Tampoco. Vengo sin armas. Si las trajera, no las deshonraría midiéndolas con las de un miserable traidor, con las de un vendido a los franceses.

– ¡Navarro! Llevo un uniforme que no es el tuyo – exclamó Salvador con violento coraje. – No lo desprecies. El corazón que va dentro de él no ha cometido ninguna acción villana. Lo mismo puedo matarte con una espada española que con un sable francés.

– ¡Vendido!… deja libre la calle. No reñiré contigo. Cuando me encuentro con un traidor, escupo y paso.

– ¡Miserable, cobarde, salteador de caminos! – gritó Monsalud sintiendo culebrear el rayo dentro de sus venas. – Defiéndete, si no quieres que aquí mismo te atraviese y envíe al infierno tu alma perversa.

Monsalud desenvainó el sable. Navarro no hizo movimiento alguno hostil, pero echando atrás el embozo de su capa negra, alargó la mano sin otra arma que una linterna. El espacio que separaba a los dos enemigos se inundó de luz.

En el mismo instante la empalizada, que poco antes se estremecía sacudida con violencia por un hombre, cedió por completo a los esfuerzos de una mujer, y abierta al fin, dio paso a Genara, que pálida como la muerte, fue derecha a ponerse entre los dos jóvenes. Alargando sus brazos podía tocar el pecho del uno y del otro. Lo primero en que se fijaron sus ojos fue en la gallarda persona del renegado, cuyo brillante uniforme reflejaba la luz de la linterna en los relucientes botones de cobre, en el águila, carrilleras, gola y cartera. Genara dio un grito agudísimo, miró a uno y otro galán alternativamente toda acongojada y confusa, como quien no cree lo que ven sus ojos y tocan las propias manos. Monsalud que resuelta y ciegamente iba ya contra su enemigo, detúvose al ver interpuesta a la hermosa joven.

– Este es Monsalud – exclamó ella con perplejidad indescriptible. – Navarro, ¿es este Monsalud?

– Por el uniforme francés se le conoce – respondió el guerrillero.

– ¡Francés, francés! – gritó la doncella. – ¡Tú francés… embustero además de traidor!

– Sí, francés, francés – rugió Salvador; – francés, traidor y embustero y todo lo que quieras; pero vete de aquí y déjame solo con ese hombre.

– ¡Virgen María! ¡Señor mío Jesucristo! Asísteme en este trance – murmuró la joven.

Después entró corriendo en el jardín, y desde la empalizada y con voz clara, argentina, sonora, penetrante y exaltada, con voz que no puede definirse, como no puede definirse la pasión extraña que la inspiraba, gritó:

– ¡Navarro, mátale, mátale sin piedad!

XI

– Mátale – repitió alejándose la voz, al mismo tiempo dulce y guerrera – mátale por traidor y embustero.

Monsalud al oírla, sintió en su corazón frío de muerte; sintiose cobarde, zumbó en su cerebro la sangre inflamada; su brazo era un estropajo inerte que apenas podía mover el sable, aquel hierro, trocado en caña inútil por la súbita congoja del alma… El universo entero se le había caído encima.

– No tengo armas – dijo Navarro sin dar un paso hacia adelante ni hacia atrás y soltando la linterna. – Puesto que no puedo ni quiero batirme contigo en lid de caballeros, asesíname, francés; ese es tu oficio. Asesina al guerrillero de Andía y la Borunda.

La serenidad grave y un poco petulante de aquel hombre, el mirar fijo de sus ojos, su hermosa estatura, la capa que de los hombros le caía hasta los pies, dándole el aspecto de una estatua negra, trastornaron a Monsalud más de lo que estaba. ¿Por qué no decirlo? Tenía miedo, un pavor, semejante al que infunde la superstición. Todo cuanto veía parecíale sobrenatural, obra del demonio, obra de Dios tal vez. Sobreponiéndose a su espanto, dijo:

– Es mentira, la traes bajo tu capa. ¿Tienes miedo?

Con esta pregunta pensó sacarle de su fría impasibilidad; mas el otro sonriendo con desdén, replicó:

– Salvador, guarda ese chisme y vete con los tuyos.

– Mátale, mátale por traidor y embustero – gritó más lejos, desde la casa y junto a la puerta que daba al jardín la voz divina y furiosa de Genara.

Un hecho es este cuyo tenebroso misterio no penetrará jamás con exactitud el observador; pero es indudable que la pasión amorosa confundida con el arrebatado sentimiento patriótico que en el alma de la mujer produce fenómenos extraordinarios, durante las grandes guerras de raza, está sujeta a veleidades casi increíbles. El fanatismo de Genara hizo de ella en la ocasión crítica que narramos un ser espantoso; pero ¿es posible pronunciar la última palabra sobre la vengativa saña de su alma exaltada, sin deslindar lo que de sublime y de perverso había en los sentimientos que precedieron a la explosión tremenda? La pavorosa figura bella y terrible, que pedía la muerte de un hombre, pocos minutos antes amado, encaja muy bien dentro del tétrico cuadro de la época, en la cual las pasiones humanas exacerbadas y desatadas arrastraban a los hechos más heroicos y a los mayores delirios. Había en Genara una entereza romana que de ningún modo podía ser completamente odiosa, y en sus odios lo mismo que en sus amores no se quedaba nunca a medias.

– Tiene razón – dijo de súbito Monsalud arrojando el arma. – Yo soy el que debe morir. ¡Navarro, ahí tienes mi sable! Haz el gusto a Genara.

Navarro recogió el sable y entregándolo a su rival le habló así:

– Te he dicho que te marches a tu campamento. Ni una palabra más. No gusto de conversación.

En el mismo instante sonaron dentro de la casa voces de alarma.

– ¡A ese!, ¡al francés!… ¡al renegado! – gritaban voces distintas.

Y viéronse luces y abriéronse puertas y aparecieron algunos hombres y mujeres con palos y escopetas.

– ¡Al pozo con él! – gritó uno.

– ¡Ahorcarle!… venga la cuerda – gritó otro.

– Meterle en el horno – vociferó un tercero.

De las casas vecinas salieron algunas personas más, y otros aparecieron por la calleja, de tal modo y con tanta presteza que Monsalud se vio amenazado por una ruidosa caterva de personas de todas clases.

– ¡Muerte al francés! – gritaban.

Recobrando su ánimo se apercibió para defenderse.

La voz de Genara repitió a lo lejos con estridente aullido que parecía proceder de la garganta de un ángel de exterminio, flotante en el negro espacio sobre el lugar de la escena, las siguientes palabras:

– ¡Por traidor y embustero!

Hubiéralo pasado muy mal, perdiendo seguramente la vida el pobre jurado, si su propio rival no le defendiese de aquella turba rabiosa, apartando a unos, haciendo callar a otros y repartiendo a diestra y siniestra gran cantidad de porrazos.

– Nosotros no asesinamos – gritó. – Dejen libre a este pobre hombre que se va a su campamento.

Pero ya que no podían acabar con él, siguieron azuzándole con la soez valentía del número. Protector y protegido, sin dejar por eso de ser encarnizados enemigos, caminaron largo trecho, abriéndose paso con dificultad. Gracias a la hora tardía y oscuridad de aquellos lugares, no acudió más gente al alboroto, que si acudiera, mal lo habría pasado el del uniforme francés a pesar de hallarse tan cerca sus amigos. Felizmente para Salvador, a medida que avanzaban, disminuía la molesta chusma, hasta que al fin y después de andar largo trecho hacia una de las puertas de la villa, donde se distinguían las fogatas y se escuchaba el rumor de las fuerzas acampadas, la ruin turba quedó reducida a media docena de hombres. Navarro les aplacaba y despedía uno por uno, logrando al cabo quedarse solo con la víctima. Más abrumaba a Monsalud la nobleza que demostrara en la referida ocasión su enemigo que los insultos con que le vituperó poco antes.

– Estamos solos – dijo cuando llegaron a la plazoleta inmediata a la puerta que da paso al puente del Zadorra. – Navarro, agradezco tu generosidad. Quieres matarme en buena lid, y no has permitido que me asesinen esos bárbaros. Solos estamos. ¿Es cierto que no traes armas?

– Ya lo he dicho— replicó el otro.

– Lo creo; eres valiente y sé que no las ocultarías por cobardía. ¿Insistes en no batirte conmigo? No me he pasado a los franceses: antes de servirles, yo no había tomado las armas por ninguna causa. Mi destino lo ha querido así; pero no estoy deshonrado. Mi desgracia, mi abandono, mi pobreza lleváronme a las filas del enemigo, y la deshonra consistiría en abandonarlas durante el peligro… Ve, pues, en busca de tus armas; aquí te espero.

– No quiero – repuso Navarro, con sequedad. – Ya te he dicho que sigas tu camino.

Y luego con expresión de orgullo que Monsalud no acertaba a explicarse, añadió:

– Soy guerrillero.

Dijo esto, como si dijera: «Soy Dios».

– Bien, ¿y qué más da que seas guerrillero? Eso prueba que eres valiente – repuso el otro con aflicción.

– ¿Sabes lo que haré si te vuelvo a encontrar junto a las tapias de la casa de Genara, o si la miras, o si hablas de ella en público, siquiera digas solamente que la has conocido?

– ¿Qué?

– Cortarte las orejas… Conque adiós.

Dicho esto volvió la espalda y se alejó tranquilamente, dejando a Salvador perplejo y dudoso entre aceptar aquel inopinado desenlace de la contienda o arremeter tras su enemigo para herirle. Una ira loca sucedió a las dolorosas dudas, y siguiendo a Carlos gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

– ¡Navarro, eres un cobarde!

El guerrillero volvió atrás y con provocativa flema le dijo:

– Como están cerca tus amigos; como se les ve desde aquí y podrían venir al menor ruido, te has vuelto tan bravo, que si te vieran los gatos de la vecindad, temblarían de miedo.

– Navarro – exclamó Monsalud con frenético coraje, – toma mi sable. Espérame un instante, un instante no más, mientas voy a que un amigo me preste el suyo. Entonces me podrás decir lo que te acomode y yo morir o cerrarte para siempre esa boca insolente.

– Salvador – gritó Navarro comenzando a perder la enfática serenidad que mostraba— no me provoques con tus ladridos… Te he perdonado y me insultas, te desprecio y me sigues. Tanto me buscarás, que al fin has de encontrarme.

Con rápido movimiento se desembozó, dejando en tierra la linterna.

– No tienes tú la culpa – dijo, – sino quien sabiendo lo que eres, baja de noche a hablar contigo por la reja de la huerta. Genara no te conocía sin duda o la engañaste con torpes embustes e infames artes.

– Dime todo eso con una espada, con una pistola, con tu sangre, malvado – clamó Monsalud rugiendo de ira, – y te contestaré lo que mereces.

– Pues sea – gritó Carlos, y en el mismo momento oyose sonar el chasquido del resorte de una navaja, cuya larga hoja brilló en la oscuridad.

– Yo también traigo la mía – exclamó con júbilo Monsalud, arrojando el sable. – Navarro, defiéndete.

Envolvían en el siniestro brazo el uno su capote y el otro su capa, cuando se oyeron pisadas y luego voces alegres que por un callejón cercano se acercaban.

– Son franceses – dijo Navarro, pateando con furia.

– ¿Franceses? ¿Y qué importa? – exclamó Salvador. – Seguirán su camino. Adelante pues.

– Traidor – gritó el guerrillero, – me has traído a donde están tus amigos.

– Vamos adonde quieras, elige sitio – repuso el jurado apresurándose a partir.

Apenas dieron algunos pasos en la dirección que indicara Navarro marchando delante, cuando se vieron detenidos por media docena de franceses, borrachos todos como cubas, los cuales reconociendo al punto a Monsalud, le rodearon, y con gritos y vociferaciones del peor gusto le saludaron.

– Dejadme, dejadme solo, amigos – dijo este.

– ¿Quién es este bravo mozo? – gritó un francés dirigiéndose a Navarro.

– ¡Ah! ¿tenéis pendencia?

– Echad mano al paisano y llevémosle al cuerpo de guardia – dijo un francés.

– Al que le toque – vociferó Monsalud resguardando con su cuerpo el de su enemigo, – le mataré como a un perro.

– ¡Oh! ¡qué bríos! – gruñó otro francés.

– Vaya, basta de disputas – chilló un tercero, – y vénganse los dos a la taberna con nosotros.

– Tenemos que hacer en otra parte… Sigan ustedes adelante…

– Están desafiados… Ved las navajas.

Ambos contendientes cerraron y guardaron las armas.

– ¿Desafío? – dijo uno que tenía la charretera de sargento. – Ahora mismo van a ir los dos al cuerpo de guardia. ¿Con que desafío? A fe de Jean-Jean que no consiento tal cosa.

– ¡A la taberna, a la taberna!

Apareció entonces otro grupo de franceses que se unió al primero.

– Vamos, ven acá farsante – gritó Jean-Jean asiendo a Monsalud por el brazo y tratando de llevárselo consigo.

– Señor espantajo – indicó un jurado amenazando a Navarro, – o toca Vd. tablas ahora mismo, o le pondremos a la sombra.

Navarro callaba, sofocando su coraje; pero acariciaba la navaja, dispuesto a atravesar al primero que osase ponerle la mano encima.

Salvador, desasiéndose con gran trabajo de los que entorpecían sus movimientos, se acercó a Navarro, y comprendiendo que la situación de este no era muy satisfactoria, dijo en voz alta:

– Señores, déjenme hablar dos palabras a solas con este amigo, y después nos iremos juntos a la taberna.

– Si me dan tiempo para ir a buscar a dos de mis amigos, a dos nada más – le dijo Navarro en voz baja, – daré cuenta de ti y de esos borrachos.

– Carlos – repuso Monsalud, – ponte en salvo. Nada podemos hacer por esta noche. Estos majaderos no nos dejarán solos.

Trémulo de coraje, el guerrillero no contestó nada.

– Señala sitio y hora para mañana, para pasado mañana, para cuando quieras.

– El sitio y la hora en que nos volvamos a encontrar – respondió Carlos echando fuego por los negros ojos.

– El sitio y la hora en que nos volvamos a encontrar – repitió Monsalud con febril resolución. – Por la noche y por Dios que la hizo juro que así será.

– Me voy – dijo Navarro con sarcasmo. – Tus amigos te han salvado esta noche… Ahora, cuando yo vuelva la espalda, azúzalos contra mí.

Sin más palabras ni hechos, Navarro se internó a buen paso por una oscura y solitaria calle, y como algunos de los franceses allí presentes, quisieran ir tras él, púsose Monsalud entre ambas esquinas de la angosta vía y con determinación firmísima dijo a sus camaradas:

– El que quiera seguirle tiene que pasar sobre mi cuerpo.