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© Begoña Ugalde, 2020

© Neón, julio 2020

Neón Ediciones es un sello editorial del grupo ebooks Patagonia

@neonediciones

www.neonediciones.com San Sebastián 2957, Las Condes Santiago de Chile

ISBN Edición Digital: 978-956-9984-14-3

Edición: María Paz Rodríguez

Fotografía portada: Jaime Acevedo

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com info@ebookspatagonia.com

Un Gracias por adquirir este libro, ya que apoya al autor y al editor, estimulando la creatividad y permitiendo que más libros sean producidos. La reproducción total o parcial de este libro queda prohibida, salvo que se cuente con la autorización del editor.

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Begoña Ugalde

ÍNDICE

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Begoña Ugalde

Beatriz ya no siente sus piernas cuando por fin llega al parque. Ha corrido casi sin parar las cinco cuadras que la separan de su casa. O la que hasta esa noche fue su casa. Mareada, se sienta bajo el único árbol grande que hay en medio del césped. Le viene una arcada pero no logra vomitar. Esconde su cabeza entre las rodillas para soportar la náusea. Las tórtolas cantan fuerte anunciando que va a amanecer. Un par de hormigas trepan a través de sus muslos. Están húmedos por culpa del rocío que ha caído al pasto. El corazón le late tan rápido que le cuesta tomar aire.

Mientras se queda muy quieta, esperando a que pase la agitación, sigue con la mirada el recorrido que hacen las hormigas por su piel. Tiene la carne de gallina. Le vienen escenas sueltas de la fiesta y de la pelea que acaba de tener con Juan Pablo. Intenta pensar en otra cosa y al cabo de un rato empieza a sentir frío. Recuerda la voz de su mamá diciéndole en la sala de espera del ginecólogo, en uno de los tantos controles a los que la acompañó cuando estaba embarazada, que las infecciones urinarias daban por no abrigarse y lavarse bien. También recuerda su risa estridente cuando ella le contestó, citando una web de medicina naturista, que en realidad es una enfermedad que le da a las mujeres que quieran marcar un territorio como suyo. Que estaba segura de que meaba mil veces al día como una gata en celo porque necesitaba un espacio propio para criar a su hijo. Y para pintar los cuadros que ya no le cabían en su pieza, menos ahora que habían instalado la cunita de Manuel. Así podrían además seguir visitándola sus amigos, que tenían horarios raros. Su madre se puso seria, y sin dejar de hojear la revista de moda que tenía en las rodillas, le respondió que no fuera tan melodramática, que su casa era su casa y que era absurdo que se fuera cuando más iba a necesitar ayuda. Que todo se iba a resolver si andaba limpia, se compraba unos buenos calzones de algodón y se tomaba el antibiótico que le recetaría el doctor. Por más que no le gustaran los remedios.

Y ahora está ahí, entumecida, con los calzones del día anterior, pensando en que seguro va recaer. Entonces junta fuerzas para levantarse, sujetándose del álamo donde se había refugiado. Una vez de pie le cuesta mantener el equilibrio. Se queda un rato abrazada al tronco, mirando como los primeros rayos de sol se cuelan entre las hojas blanquecinas, atacadas por una plaga de pulgones.

Tiene la boca tan seca que le duele tragar saliva. Y todavía siente en la garganta el regusto de los muchos vodkas que se había tomado después de que Juan Pablo la llamara y todo se fuera a la mierda.

Qué se cree, qué se cree, qué se cree, el muy cabrón, solloza con la cara pegada a la corteza. Primero bajito, después fuerte.

Aunque llorar la hace sentir mejor, para de hacerlo, al ver pasar a dos adolescentes abrazados que parecen volver de una discoteca. Soy patética, dice de nuevo en voz alta, mientras se limpia la nariz con la manga del vestido. Y atraviesa otra vez el césped andando lo más recto que puede, hasta llegar al puente peatonal que conecta los dos pedazos del parque Pedro de Valdivia.

Se detiene un rato antes de subir, mirando la curva pronunciada. No está segura de poder lograrlo. Cuando ve que se acerca una señora en bata paseando a su poodle toy, avanza de a poco, apoyándose de la baranda, sintiendo que va pisando un huevo gigante y que la cáscara puede quebrarse en cualquier momento. Al llegar a la cima del arco, mira para abajo. Le cuesta mucho enfocar la vista en la avenida que está a sus pies. Para dejar de sentir vértigo intenta concentrarse en las líneas amarillas que marcan el cambio del sentido del tránsito. Casi no pasan autos y de repente la calle se le figura como una arteria. Al mismo tiempo como un surco. ¿O es una cicatriz? Sí. La calle es una cicatriz porque abajo está la tierra seca, constreñida. ¿Cuántas cicatrices tiene esta ciudad que nunca está terminada del todo, que siempre parece rota por alguna parte? ¿Cuándo terminarán de botar las casas, de arreglar las calles, de hacer excavaciones? ¿Y cuántas cicatrices tiene ella en su propio cuerpo? La palabra cicatriz le queda resonando en la cabeza. Le gusta. Rima con su nombre.

Justo cuando empieza a jugar con la idea de lanzarse al vacío, un par de taxis irrumpen en su campo visual deambulando lento, buscando pasajeros. Espera a que uno pase bajo ella y suelta la saliva agria que ha acumulado ese rato en la boca. Sonríe al ver que su escupo impacta en el parabrisas. Luego se desploma en una banca color verde pino que tiene la pintura descascarada, donde han escrito con letras blancas en el respaldo: PICO PAL QUE LEE. Y acomoda su cuerpo huesudo a lo largo, usando sus manos como una almohada. Tiene el pelo y las manos hediondas a humo. Le duelen los nudillos, todas las articulaciones, en realidad.

Antes de cerrar los ojos, se pregunta qué hora será. Se palpa el vestido y se da cuenta de que salió sin teléfono. Lo lamenta, porque quiere estar ubicable para Manuel. Seguro todavía no despierta, piensa para tranquilizarse. Y lo imagina soñando aferrado a su peluche de Jorge el curioso. También olvidó las llaves, el monedero y ponerse calcetines. Solo lleva las zapatillas de correr que Juan Pablo le regaló para navidad. Y el vestido color guinda seca que le tejió su hermana, usando una madeja de algodón cien por ciento orgánico comprado en la feria artesanal del pueblo donde vivía desde que dejó, la, según ella, “tóxica capital”. Se lo había mandado para su cumpleaños número veintiocho, junto con un tazón de cerámica que también había hecho ella, en una caja sellada con huincha reflectante y una calcomanía que decía MUY FRÁGIL.

Desde entonces Beatriz usaba su regalo para dormir. Juan Pablo en cambio, dormía sin nada y le decía que era una exagerada por abrigarse tanto en las noches de verano. Tú nunca sientes frío porque vienes del sur, le respondía cuando él intentaba sacárselo para que se acostaran en pelotas. Entonces Juan Pablo se rendía y la penetraba con el vestido cubriéndole la cara, asfixiándola un poco. A Beatriz le gustaba esa sensación de que se le acababa el aire.

Como el algodón era muy flexible, ahora el vestido le sirve para cubrirse entera. Echa un ovillo, agradece el calor del sol que ya se asoma completo por las montañas. Por un momento fantasea con que está de nuevo en la playa. Hace tan poco había pasado la tarde en esa misma posición sobre la arena.

Se adormece y siente que la envuelve de nuevo la orilla. Su ruido de olas y viento. El canto de las tórtolas se convierte en un graznido lejano de gaviotas. Hasta que despierta de golpe con un hombre que pasa trotando a su lado. Tararea fuerte una canción que Beatriz no logra identificar. Parece ir muy contento y seguro de sí mismo. Todavía medio dormida, sigue el movimiento de sus zapatillas naranjas hasta que se pierden por la curva del puente. Imagina que el corazón del corredor bombea sangre con mucha fuerza a todos sus músculos. En cambio su pulso es inestable. Apenas puede sentir un débil temblor en la muñeca. Ahí donde Juan Pablo le había dejado una aureola morada, al sujetarla fuerte para no dejarla pasar.

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