Gracias por tu vida

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Gracias por tu vida.

Un diálogo entre padre e hijo sobre lo que creen importante en la vida

Basilio Ruiz

Basilio Ruiz

Santander y San Cristóbal de La Laguna, 2020

A Mariuca.

Índice

Introducción.

Capítulo I: Homenaje a Mariuca de su hijo.

Capítulo II: Los esposos se encuentran en la vida-otra.

Capítulo III: Nos llamamos Basilio.

Capítulo IV: El libre albedrío.

Capítulo V: El bien y el mal.

Capítulo VI: La felicidad.

Capítulo VII: El sentido de la vida.

Capítulo VIII: La muerte.

Capítulo IX: El amor.

Capítulo X: La existencia de Dios.

Apéndice: Problemas mal planteados y mal condicionados.

Lecturas recomendadas.

Introducción.

La muerte de mi madre, Mariuca, nos dejó a todos un hueco oscuro, una sorpresa sobrecogedora y un dolor sordo. Muchos días con los ojos líquidos y el pecho encogido. Así que mi padre y yo decidimos intentar llenar las horas muertas con palabras dulces. Dejar por escrito, a cuatro manos, lo que pensábamos sobre los temas más importantes de la vida. Y así nacieron estas páginas, desde dos perspectivas diferentes: la mía, la de un ateo militante; y la de mi padre, desde la fe de un heterodoxo. Pero en ambas estamos hablándole al oído a Mariuca, quien tanto amaba las palabras y las reflexiones sobre los temas que en realidad importan. Porque Mariuca, que de niña jugaba con una piedra alargada a la que pintaba ojos y boca y vestía con su imaginación, porque no tenía ni siquiera una muñeca, se convirtió en una espléndida mujer, enamorada siempre de su marido, maestra nacional, madre de seis hijos y coleccionista de cosas bonitas: viajes por ciudades medievales e iglesias románicas, postales de vírgenes, paseos por el monte, amigos charlatanes, besos con abrazo, frasquitos de cristal, plantas, cactus, libros leídos, búhos, boliches de colores y caracolas. Y palabras y reflexiones que recopilaba con toda la ternura, ingenuidad y paciencia de una persona enamorada de la vida y de la alegría de vivir. Porque Mariuca nos llenó la vida de alegría. Fue una mujer que todo lo hizo tan, pero que tan bien, que hemos decidido que el título de estas páginas sea el epitafio que mi padre escribió en su lápida: Gracias por tu vida.

Capítulo I. Homenaje a Mariuca de su hijo.

El lunes 16 de marzo del 2020 a mi madre, Mariuca, se le paró el corazón. Tenía 88 años y estaba muy flojita, pero nos pilló por sorpresa. En los últimos meses había poco a poco retrocedido a su infancia, había en gran parte dejado de ser ella.

Supongo que todas las madres son especiales para sus hijos. Una de las grandezas de la humanidad, quizá lo mejor que tiene cada ser humano, es su madre.

Mariuca es, ha sido, será siempre, la primera mujer de mi vida. Y siempre la veré como la materialización de la alegría. Si hay una palabra que describa a mi madre es esa: alegría. Porque mi madre era como entrar a saltos en el mar, como tirarse sobre las olas, sobre la espuma, era como reír a carcajadas, hasta que te duele la cara, era como la dulce alegría de sentir una mano de mujer en la tuya. Mi madre era la alegría de vivir y de compartir, la alegría que se siente al ayudar a los demás, al querer y sentir que te quieren.

Siempre la veré bailando una jota montañesa con su hermana, mi tía Loli, o cantando, siempre cantando, cantando coplas a voz en cuello mientras cocinaba, fregaba los platos o limpiaba la casa: Angelitos negros, Están clavadas dos cruces, Caminito verde, María de las Angustias… Siempre cantando. Y ahora me pregunto: Su cantar ¿era fruto de la felicidad, de la plenitud y de la vitalidad que sentía, que se le escapaba por la boca?

Siempre la veré cantando con mi padre de paseo, primero con cuatro y luego cinco y más tarde seis churumbeles correteando monte arriba, el más pequeño en sillita, entre piedras y olor a hierba, entre manzanos y flores, con la merienda en una cesta. Aún puedo cantar sus canciones de caminar por senderos, prados y montañas: Colín, colín,”coliendo” flores; En el campo entre las flores; De colores se visten los campos...

Recuerdo a mi madre leyéndonos Nils Holgersson bajo un árbol en la sobremesa de alguna excursión, y al tiempo viajaré con su voz a lomos de un pato recorriendo Suecia.

Mi madre era católica hasta la médula. Con toda la intensidad y profundidad con que se puede vivir la religión. Siempre me decía que rezaba por mí, para que Dios me concediese la fe, pero que yo tenía que poner algo de mi parte, que yo también tenía que rezar a Dios para que me hiciese creer en él. Nunca lo consiguió, porque soy muy duro de mollera. Pero ella no desfallecía.

Mi madre vivía la religión con una entrega total a los demás. Siempre la recuerdo preparando cursos, cursillos y reuniones y haciendo trabajos y discusiones sobre religión. Hace unos años a la entrada de la iglesia una mujeruca estaba pidiendo limosna. Mi madre se dio cuenta de que no tenía dientes, así que en vez de darle una limosna la llevó a un dentista y le pagó una dentadura postiza.

Recuerdo, de adolescente, acompañar a mi madre a misa, a diario, durante los mayos aquellos de flores y vírgenes. Y sentir la delicia de su orgullo por mí. Y sentir por mi madre un amor limpio y transparente como agua de manantial. Por mi madre. Por mayo. Por la vida.

Me parece estar viendo a mi madre cocinando como sólo pueden cocinar las madres. Esos platos que saben a infancia y ternura, a amor limpio.

Mi padre escribió, allá por el 2006, un libro de memorias. Así relata cómo conoció a mi madre: “La llegada de Mariuca a mi vida no fue de repente. Más bien la puedo comparar con el amanecer para alguien que ha vivido siempre en la noche. […] Y, de pronto, ve amanecer. Y se pregunta si eso será verdad. Si puede haber una persona así. Si, en la oscuridad, puede nacer aquella luz. Y se palpa por si está soñando. Y luego, cuando avanza la luz y lo inunda todo, empieza a ver la vida distinta, la gente gana color, las cosas se embellecen”. Mis padres se han querido mucho y yo siempre he visto en sus ojos esa luz. Cada día. Como si fuera la primera vez.

Mi madre estará siempre conmigo, siendo lo mejor de mí. Y yo estaré con ella en cada amanecer, en el olor de las manzanas y la tiza, en los buenos libros y en la música. Estaré con ella cuando disfrute de mis hijos y de mis hermanos. Estaré con ella entre las rocas y los árboles. Y cada vez que me inunde la belleza, cada vez que los ojos se me llenen de lágrimas y de miel y flores de almendro.

Capítulo II. Los esposos se encuentran en la vida-otra.

… y el cielo parecía recién estrenado. ….el pensamiento acaricia los sueños

- HOLA CHATI: ¡Ya estás aquí! He notado cómo te acercabas. Tu onda ha vibrado fuerte, fuerte Por fin estamos de nuevo juntos, ya para siempre, cielo mío. Al principio aún tendremos alguna dificultad para comunicarnos, pero la iremos superando, ya verás.

- Pero ¡si siempre nos hemos comunicado!

- Sí, pero entre neblinas, porque tú seguías en el otro nivel. Yo, desde éste, no podía romper las defensas, pero ahora ya es otra cosa. Ya estamos los dos en la vida otra, en la misma vida vivida de otra manera. Verás: todo nuestro físico ha quedado en el arca, cerradito para siempre. Sigue viva la memoria, el ser, el espíritu. La memoria de todo lo que vivimos y sentimos antes, pero nítida, fuerte, viva. Hay que aprovecharla. Nuestra memoria nos ha unido de nuevo. Porque nos quisimos mucho y bien, mucho tiempo y en muchas situaciones. Ahora todo eso lo tenemos ahí.

Viviremos como ángeles, sin cuerpo, sin materia; porque nuestra memoria nos acompaña y nos da vida. Ya verás, estaremos ya en comunión perfecta tú y yo, yo y tú, mi Chati querido. Recuerdo ahora (ya ves cómo la memoria actúa en mí) un domingo por la mañana. Era verano y paseábamos nuestro amor por La Rasilla. Tú me cogiste del brazo y me dijiste: “me gustaría poder comulgarte, para estar siempre contigo”

- Y tú me miraste con aquellos preciosos ojos y sonreíste toda emocionada.

- Y tropezaste con algo.

- Porque levitaba. Ya voy entendiendo. Qué maravilla. Todo esto y muchísimo más podemos volver a vivir. No esperaba yo esto tan lindo. ¡Qué alegría más grande!

- Gozaremos de las auroras y de los crepúsculos, del canto de los pájaros y de la risa de los niños, del olor y del color de las flores, de los grandes conciertos de los hombres y del canto solitario de los pastores.

- Viviremos de nuevo el amanecer en las acampadas, el aire tibio de los puertos (Sejos, Palombera, El Chivo…) de las sombras llenas de vida de las riberas de los ríos (Entrambosríos…)

- Y recordaremos muchas, muchísimas cosas, más: monasterios, lecturas sosegadas, aromas de los montes y de las vaguadas)… Y de nuestros hijos, los seis regalos del cielo, volveremos a oír sus risas, a sentir sus besos. Esto sí que es maravilloso. Vamos ya, adelante, chatito, para siempre…

Capítulo III. Nos llamamos Basilio.

Ateo

Me llamo Basilio, como mi padre, pero a diferencia de él soy un ateo empedernido.

No siempre lo he sido: de joven creía con fervor. Recuerdo con ternura y un poco de tristeza la sensación de pureza y de plenitud, de total entrega, de creer en Dios. Creer en Dios era como tirarse sin miedo a un río de agua fresca, como descansar totalmente confiado haciendo la plancha en el mar, el sol sobre la piel y la suave seguridad del agua sosteniéndote. Era llenar la vida de sentido y belleza. Era no tener miedo.

 

Recuerdo acompañar a mi padre a la iglesia de mi pueblo en las noches de Semana Santa, pasar la noche en silencio o hablando en susurros en la penumbra con olor a piedra sólida y protectora, con olor a cera e incienso de la iglesia. Había otros hombres y yo, adolescente, me sentía integrado en una comunidad de adultos. De hombres que eran capaces de sacrificarse por acompañar a Jesús en su sufrimiento. La sensación de comulgar con los demás se juntaba con el aroma de la iglesia y con la cercanía de mi padre y me inundaba la felicidad. Nadaba en orgullo al presentir que mi padre estaba orgulloso de mí. No creo que exista en el mundo una persona más buena que mi padre. Sé que no puedo ser objetivo en esto, pero desde mi perspectiva es una persona que rezuma bondad, inteligencia y simpatía. No he conocido ni conoceré nunca a nadie como él.

Recuerdo también acompañar a mi madre, Mariuca, a misa algunas madrugadas de los meses mayo de mi adolescencia. Nos veo a los dos, caminando del bracete muy temprano en la mañana fresca del pueblo. Con un ramo de calas en la mano, para llevarlas a la Virgen. Desde entonces identifico el color blanco y el olor a flores con el aire fresco de la mañana, con la ternura, con la pureza. Aún puedo evocar, con nostalgia, el amor limpio, sin sexo pero con entrega total, que sólo sentí por mi madre y por la Virgen, en aquellas madrugadas de mayo.

Recuerdo despertarme las mañanas del domingo de Resurrección con el Aleluya de Haendel, el disco que ponía mi padre a todo volumen, brillando en la casa, elevándome el alma, arriba, más arriba, y aún más: tan perfecto y tan, tan bello que me daban ganas de llorar. El día de Resurrección es para mi padre la fecha más alegre del año, y al despertarnos con ese disco nos contagiaba la alegría. Nos untaba de belleza, alegría y ternura, como si fuéramos una rebanada de pan sobre la que se pone mantequilla y miel. Pronto aprendí a descubrir la belleza y la profundidad de la música religiosa: la Pasión según San Mateo o las cantatas de Bach, el Mesías de Haendel o el réquiem de Mozart me han acompañado toda la vida. No creo que exista para mí nada más hermoso.

Cuando conocí a la que sería mi esposa, la mujer de mi vida, el tiempo se me llenó de entusiasmo, de emoción y de latidos. Descubrí en ella un mundo nuevo empapado de amor, de ansía, de emoción, de sueños, de limpieza y de entrega. Todavía éramos creyentes y recuerdo ir a misa con ella y hablar de Dios en interminables paseos. Fue la época en que empecé a replanteármelo todo.

A los diecisiete años creció en mí la rebeldía, las ganas de arreglar el mundo, de encontrar respuestas: leía con voracidad todo lo que pillaba que pudiera iluminarme sobre el sentido de la vida. Me impactaron Cortázar, Borges, Becket, Camus, Sartre, Nietzsche, Kierkegaard, Spinoza, Malraux, Dostoievski. Y poco a poco se fue descorriendo el telón, dejándome ver una realidad sin dioses, santos ni vírgenes. Sin respuestas. Sin explicaciones ni trascendencia. Una realidad mucho más dura y sin sentido.

No creo en Dios, pero para mí el concepto de Dios, mis recuerdos de niño creyente, están unidos a lo más bello. Al sentido de profundidad, de dulzura, de misterio y trascendencia. Siempre me acompañarán el olor a espiritualidad en la penumbra de la iglesia, el recuerdo del candor plasmado en las flores y en mi madre en las mañanas de mayo, el brillo del aleluya de Haendel llenándome el pecho de vida, el compartir la alegría con mi padre, el recuerdo del amor profundo y limpio, por Dios, por las personas. ¡Qué hermoso era creer en Dios!

Creyente

Perfectamente expresado. No hay nada que objetar salvo las exageradas referencias al padre. Bueno, luego, leyendo el párrafo siguiente, ya se ponen las cosas más en su sitio. No hay libre albedrío, por tanto, no hay alabanzas en nada. Todo lo hacemos según nuestras experiencias de vida. Y en esto parece que hay bastante acierto. Pero no nos salgamos del punto en que estamos.

Mi vivencia de la fe fue, en el tiempo, totalmente distinta a la tuya. Mi infancia la viví sin ningún contacto con lo religioso. Cuando tenía 5 años estalló la que puede llamarse la más cruel y estúpida guerra incivil de este pobre, tan mal gobernado como rígido y timorato país. A esa edad y en el Madrid republicano (enfrentado a la Iglesia como respuesta lógica al apoyo incondicional y entusiasta de la Jerarquía hacia la rebelión militar) en este Madrid sometido a bombardeos de la despiadada aviación alemana, aquí pasé los primeros años de la infancia sin ninguna referencia a la fe. Luego, nos evacuaron a Valencia donde me acogió una estupenda familia atea. En Cataluña pasamos un tiempo entre otros niños y jóvenes de los suburbios de Madrid que me decían que “olía a cera”. Yo no sabía qué era eso y mi madre, que vivía con nosotros, como cocinera de la colonia, ya me lo explicaría cuando fuera mayor. Al integrarnos a la España Liberada, me enviaron unos meses a Rioparaíso, al pueblo de mis abuelos paternos. Y pasé allí unos meses muy dichosos. Allí hice la Primera Comunión de la que solo recuerdo que estrené pantalón bombacho. Nada más. Ah, sí que en la escuela el maestro nos hacía aprender unas oraciones que resultaban insufribles, de las que yo no entendía nada. En otro periodo de mi alborotada niñez recuerdo ir con mis hermanos, solos, a la iglesia de la plaza de Manuel Becerra, vecina de nuestra vivienda, ya en Madrid. Me gustaban mucho las canciones, el susurro de las oraciones y la quietud del templo.

Luego siguió un desarrollo lento y difícil donde la religión siguió ocupando un espacio marginal, iba a misa y seguía las ordenanzas, pero sin calarme nada. Seguía firme en mis bombachos. Había que hacer aquello, pues se hacía. Tampoco exigía gran esfuerzo.

Así seguí en mi primera juventud, ya en Corrales. Pero, ingresé en la Escuela de Aprendices de la fábrica, dirigida y mantenida por frailes de la Salle. Y me topé con un fraile que resultó ser una maravilla. Nunca había oído yo a nadie hablar de la vida como a él. De la vida, de la limpieza, de la alegría, de la fe. Me vio interesado y me fue invitando a leer libros de formación que me fueron descubriendo un mundo nuevo, lleno de esperanza, bueno para vivir. Esto resultó un cambio total en mi vida. Luego, mucho más tarde, me desilusionó, porque él veía en mí solo un candidato seguro para su congregación. Pero hasta ahí no llegaba mi entusiasmo, yo quería vivir como laico. Me gustaba la vida y sabía que se podía vivir una fe fuerte dentro del mundo seglar.

Como ves, nuestras experiencias sobre la vida de fe son muy distintas. Mi primera etapa fue, en el fondo, de un ateísmo soso, cubierto con una capa de práctica vacía de sentido. Y, al entrar en la vida más adulta, me ayudaron a descubrir otro mundo. Tu proceso fue inverso.

Finalmente, el encuentro con Mariuca fue deslumbrador. Ella era una convencida radical. Me ayudó mucho. Charlábamos incansablemente de la vida, de nuestras respectivas vidas. Al final, yo me convertí en un militante cristiano y ella perdió el miedo al socialismo, en contra de su vida familiar y social. A lo largo de nuestra vida en común, nuestra fe nos fue llevando a implicaciones fuertes en la vida religiosa, social y política muy interesantes. Pero eso se sale ya de una Introducción. Lo dejamos para otra ocasión.

Capítulo IV. El libre albedrío.

Ateo

A lo largo de la vida, leyendo y meditando he llegado a algunas conclusiones. Durante un tiempo creí que mi respuesta al problema del libre albedrío era tan novedosa y tan rompedora que tenía que escribirla y explicarla a los cuatro vientos. Luego encontré mi idea original expuesta en un libro de Steven Pinker, y luego en otro de Joshua Greene, en Sam Harris, en Spinoza y luego en tantos otros autores que finalmente llegué a la certidumbre de que no sólo mi idea no era original, sino que en realidad era la postura actualmente aceptada por la ciencia: el libre albedrío es un espejismo. No existe en realidad.

¿Cómo es el proceso para tomar una decisión cualquiera? No hace falta que sea algo trascendente, supongamos cualquier cosa que hacemos, decimos o pensamos: ¿Tendríamos otra opción? ¿Podemos realmente elegir?

La ciencia aún no ha encontrado una respuesta clara a qué es la consciencia, el discurso secuencial que tenemos dentro de nuestra cabeza. Estamos continua y casi inevitablemente hablándonos. De hecho creemos que en realidad lo que somos es ese charlatán que está continuamente comentando cada instante.

Sin embargo sabemos que la mayor parte de los procesos mentales no tienen repercusión en la consciencia, actúan por debajo, en paralelo, simultáneamente. Al llamarlos inconscientes o subconscientes los percibimos o etiquetamos como inevitables. Nadie piensa que somos responsables de nuestro subconsciente. No tenemos la culpa de lo que piensa nuestro subconsciente. El pensamiento subconsciente está formado por una secuencia de flujos eléctrico-químicos entre neuronas y nosotros no tenemos ningún control sobre esa cascada inmensa de señales que van y vienen. Esa actividad es consecuencia de la interacción entre nuestras vivencias y nuestras percepciones. No tenemos ningún control sobre ella. Es totalmente contingente, es decir es fruto de lo que nos ha ocurrido y de los genes y de lo que estamos percibiendo del exterior.

Leyendo a Antonio Damasio, un neurocientífico de ascendencia portuguesa que trabaja en California, descubrí que los sentimientos, a los que tenemos en tan alta consideración, son entre otras cosas una forma que usa el cerebro para almacenar información en el estado corporal. Si sentimos vergüenza el cerebro envía al cuerpo una serie de señales, aumenta el flujo sanguíneo en la cara, lo que nos pone colorados, o aumenta el ritmo del corazón si estamos nerviosos, o nos hace sudar o dilata nuestras pupilas. O nos hace sentir mariposas en el estómago o nos hincha el pecho cuando vemos a esa persona tan bonita. ¿Para qué hace eso nuestro cerebro? Hay varias razones, una de ellas es para ayudarnos a actuar: si nuestro corazón late más rápido actuaremos en menor tiempo, etc., pero además el cerebro usa esas sensaciones como almacén de información. El cerebro, nuestro inconsciente, está continuamente comprobando el estado de nuestro cuerpo -eso se llama propiocepción-, de tal forma que si estamos en una situación en la que nuestra cara se ha puesto colorada nos dice, amigo mío, estás sintiendo vergüenza. No somos responsables de sentir vergüenza, no podemos controlar evitar ponernos colorados. No podemos evitar enamorarnos, ni sentir miedo, o ansiedad. Simplemente comprobamos que lo estamos sintiendo. Nuestro cerebro nos dice lo que estamos sintiendo, pero no somos libres de sentirlo.

Además de ese pensamiento inconsciente, digamos que por encima de él, existe un discurso que llamamos consciencia. Lo que ha descubierto la ciencia últimamente es que ese pensamiento consciente es posterior al pensamiento o a cualquier decisión. Supongamos, por ejemplo, que tenemos que tomar una decisión sin importancia: elijo la camisa blanca o la azul. Se ha demostrado que la elección se produce unos 200 milisegundos antes de que seamos conscientes de lo que hemos elegido. En el momento de elegir un porcentaje, pongamos el 40% de las neuronas implicadas en la decisión dicen, elijo la camisa blanca porque va mejor con el pantalón vaquero, porque es más fresca, porque hace más que no me la pongo y un 60% por ciento dice, elijo la azul, porque a ella le gustó más, porque recuerdo que me sentí más elegante aquella vez. Perfecto, gana la opción camisa azul, y nuestro cerebro le manda a nuestro pensamiento consciente esa información, elegimos la azul. Y es por esto, y por esto, y a pesar de esto y de esto otro. ¿He sido libre al elegir la camisa azul? ¿Puedo cambiar el pasado? Es decir, ¿puedo cambiar el hecho de que aquella vez me sentí más elegante o que a ella le gustase esa camisa? ¿Puedo cambiar el hecho de que me importe lo que opine ella? ¿Puedo cambiar el hecho de que me importe menos pasar calor que estar guapo? No. No mientras siga siendo yo. La cuestión importante es que cada decisión que tomo es consecuencia de lo que me ha ocurrido antes, de cómo soy. Y esas decisiones, y lo que me ocurra en consecuencia, van a influir en mis decisiones futuras. Pero no puedo cambiarlo. Soy lo que hago. Soy lo que decido. No tengo otra opción. Últimamente he aprendido a decir: yo no vivo la vida, la vida me vive a mí. Y yo soy lo que estoy viviendo. El vivido no el vividor.

 

Mi yo consciente va con retraso. Se entera de lo que he decidido y lo asume como suyo. Se han hecho experimentos muy interesantes para demostrar esto. Por ejemplo en pacientes a quienes se les ha seccionado el cuerpo calloso. El cuerpo calloso es el haz de conexiones nerviosas que comunican ambos hemisferios cerebrales. Una persona a la que se la ha seccionado el cuerpo calloso tiene dos cerebros dentro de su cabeza. En realidad son dos personas dentro del mismo cráneo. Lo interesante del caso es que el ojo derecho está conectado al hemisferio izquierdo y el ojo izquierdo al derecho. Si se pone a una persona con el cuerpo calloso seccionado frente a una pantalla perpendicular a la cara, a la altura de su nariz, de forma que lo que ve el ojo izquierdo no lo vea el derecho y viceversa, se le puede dar información a un ojo y no al otro. Así, por ejemplo le damos a una parte del cerebro una información por escrito y le decimos que diga algo, que es escuchado por el otro cerebro. Luego le preguntamos al otro ojo por qué ha dicho eso y siempre esa otra mitad del cerebro que no tiene ninguna información se dedicará a fabular. Inventará una respuesta para justificar un comportamiento. Lo interesante del caso es que el cerebro está habituado a hacer eso: continuamente fabula y nos dice he decidido esto, y lo he decidido yo, libre y conscientemente, por este y ese motivo, y podría haber decidido lo contrario si lo hubiese deseado. Nada más lejos de la realidad. Han sido mis neuronas las que han tomado la decisión condicionadas por cómo soy, por mis genes y mis experiencias previas, y yo, mi consciente, no he tenido parte en esa decisión. Me he enterado después y para guardar las formas me doy a mí mismo una explicación.

Si el libre albedrío existiera el cerebro debería funcionar al revés: el control debería estar en el pensamiento consciente, éste debería actuar antes, no después, debería pesar los pros y los contras y decidir libre y responsablemente, y luego informar al resto del cerebro. Pero además debería existir un ente independiente, no condicionado por cómo somos, que tomase libremente las decisiones.

Supongamos por un momento que el pensamiento consciente fuera delante del inconsciente y que fuera él quien tomara la decisión. Aún en ese caso, esa decisión sería el resultado de pesar diferentes intereses, el recuerdo de ocasiones anteriores, el ejemplo de otras personas, el conocimiento de mis propios sentimientos, mis apetencias viscerales, lo que he aprendido que es correcto, lo que creo que va a ser mejor para mí, etc. Tras pesar todo eso, si mi yo consciente fuera quien toma la decisión, llegaría a una conclusión. Lo curioso del caso es que aún en esa situación yo tampoco sería el responsable de la decisión, tampoco la habría tomado libremente, porque no tengo ningún control sobre los pesos que le doy a cada una de los impulsos. Yo no puedo cambiar el hecho de darle más importancia a mis sentimientos que a lo que considero moralmente preferible o a la inversa, yo no puedo evitar que mi ambición, o mi miedo, o el ansia de quedar bien, o el libro que he leído, o el ejemplo de mi padre, dominen en ese instante y me obliguen a decantarme por esta o esa opción. No al menos sin dejar de ser yo. Yo soy así por lo que me ha ocurrido, por la suerte que he tenido en la vida, porque me he encontrado con un padre maravilloso o he leído un libro que me ha impactado o he visto a esa persona o he sentido esto o aquello. Pero no puedo cambiar esos pesos. Y por tanto no puedo cambiar la decisión. Ya digo, ni siquiera esa decisión la toma mi yo consciente, porque esos pesos están almacenados en mi subconsciente y es él el encargado de decidir, pero aunque fuera mi consciente, mi yo, el que tomase la decisión, aun así, el libre albedrío sería una ilusión. Porque actúo por ser como soy. Puedo cambiar, pero ese cambio será consecuencia de cosas sobre las que no tengo ningún control.

Mi dulce esposa me hizo notar la curiosa expresión: ¿eres consciente de lo que has hecho? Efectivamente, no está claro en muchas ocasiones que en realidad seamos conscientes, es decir nos enteremos de las decisiones que hemos tomado, de las acciones que hemos emprendido. Es claro que en general nuestro subconsciente actúa o toma la decisión y luego informa al consciente, nos hace conscientes. ¿Es esto siempre así? ¿No hay ocasiones en que nuestro pensamiento racional y consciente se impone? Parece ser que sí: El premio Nobel Daniel Kahneman escribió un fantástico libro, Pensar rápido, pensar despacio, en que, entre otras muchas cosas, expone su descubrimiento de que tenemos dos métodos, dos ritmos, de pensamiento, uno rápido e inconsciente, y otro lento y consciente. Cuando éste último se impone en la toma de decisiones hablamos de voluntad. Hacemos un acto de voluntad o demostramos fuerza de voluntad cuando lo que queremos de forma consciente discrepa con lo que queremos de forma inconsciente pero es capaz de imponerse. Podría parecer que en ese caso estamos actuando de forma libre, que estamos ejerciendo el libre albedrío, porque estamos haciendo lo que conscientemente queremos. Pero no es así, pues en realidad no hemos sido libres de elegir eso que en realidad queremos.

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