La casa de las almas

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La casa de las almas
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La casa de las almas

Título original: The House of Souls

D. R. © 2014, The Estate of Arthur Machen

D. R. © 2011, Guillermo del Toro, por el prólogo, cedido por Penguin Classics, un sello de Penguin Publishing Group, una división de Penguin Random House LLC.

D. R. © 2011, S. T. Joshi, por el epílogo, cedido por Penguin Classics, un sello de Penguin Publishing Group, una división de Penguin Random House LLC.

D. R. © 2020, Juan Elías Tovar, por la traducción de la introducción, “Un fragmento de vida”, “El gran dios Pan” y el epílogo

D. R. © 2020, Ricardo Vinós, por la traducción de “La gente blanca” y “La luz más recóndita”

Ilustración de portada: Isidro R. Esquivel

Primera edición: agosto de 2020.

D. R. © 2020, de la presente edición en castellano para todo el mundo:

Perla Ediciones, S. A. de C. V.

Venecia 84-504, colonia Clavería, alcaldía Azcapotzalco, C. P. 02080, Ciudad de México

www.perlaediciones.com / contacto@perlaediciones.com

Facebook / Instagram / Twitter: @perlaediciones

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

ISBN: 9786079889920


Conversión eBook:

Mutāre, Procesos Editoriales y de Comunicación

ÍNDICE


Página de título

Página de créditos

Prólogo. El éxtasis de san Arthur, por Guillermo del Toro

Introducción a la edición de 1922

Un fragmento de vida

I

II

III

IV

La gente blanca

Prólogo

El libro verde

Epílogo

El gran dios Pan

I. El experimento

II. Las memorias del señor Clarke

III. La ciudad de las resurrecciones

IV. El descubrimiento en la calle Paul

V. Un consejo por carta

VI. Los suicidios

VII. El encuentro en Soho

VIII. Los fragmentos

La luz más recóndita

I

II

III

IV

V

Epílogo, por S. T. Joshi

Acerca del autor

Acerca de este libro


PRÓLOGO
EL ÉXTASIS DE SAN ARTHUR


ES UNA ESPECIE RARA de fabulista el que transcribe y registra —más que inventar— una realidad invisible para la mayoría de nosotros. Estos escribas, como san Juan el Divino, son poseedores de una certeza casi religiosa de que esos mundos existen. Arthur Machen era uno de ellos.

Al igual que Algernon Blackwood, Machen no dudaba de la existencia de mundos antiguos debajo del nuestro ni del poder que sus habitantes ejercen sobre nuestras almas y, en última instancia, sobre nuestra carne. Él sabía que hay bárbaros a nuestra puerta, ocultos en alguna parte de la oscuridad subyacente.

El Reino Unido, con toda su pompa y flema, está permeado por una sensación de fatalidad espiritual. Por muchas iglesias que se construyeron en sus campos y pueblos, por muchos santos que caminaron en sus calles recién pavimentadas, desde mucho antes los poderes paganos habían tomado esta tierra bañada en sangre. Así, cada año, en las orillas lodosas del río Támesis, cuando desciende la marea, aparecen figurillas antiguas, huesos humanos y monedas romanas. Éste es un crudo recordatorio de que compartimos este mundo con seres endemoniados, poseedores de apetitos y deseos sin freno, los cuales observan con desconcierto nuestras vidas y ridículas preocupaciones.

El estilo magistral de Machen y su narrativa laberíntica —vienen a la mente “El gran dios Pan” y Los tres impostores— han influido a muchos autores, desde H. P. Lovecraft hasta Jorge Luis Borges, y porciones del universo literario de Machen, con su denso formalismo de caja china y el metadiálogo entre lector y autor, serán un referente para futuras generaciones.

Al igual que Borges, Machen era un acólito de Robert Louis Stevenson, uno de los escritores más esmerados de la lengua inglesa. Y también al igual que Borges Machen parecía creer que leer y escribir son una forma de rezar, cada una extensión de la otra. Pero mientras que para Borges el mundo era una biblioteca, para Machen era una geografía concreta que todo lo abarcaba; a la vez tenía una fascinación por los vestigios de los cultos prerromanos. Hoy, como entonces, sus palabras no son académicas ni filosóficas, sino más bien una alarma, una denuncia frenética.

La coherencia de sus historias y creencias no era alimentada por la fantasiosa invención de Marcel Schwob —otro devoto de Stevenson— ni Lord Dunsany ni, aún más adelante, Clark Ashton Smith. Machen no necesitaba visitar Zothique ni Bethmoora ni ninguna otra tierra lejana. Tan sólo se volvió hacia las colinas y promontorios a su alrededor: esos eternos centinelas verdes que le confiaron los misterios eleusinos sepultados bajo la tierra.

Un paganismo sobreexcitado rodeaba a Machen: los simbolistas, los decadentistas, la Aurora Dorada, el tarot, el espiritualismo y la magia egipcia estaban por todas partes en la Europa de la preguerra saciada de la moralidad victoriana, desvirgada por la industria y en busca de una realización espiritual en verdades más antiguas que la Iglesia anglicana.

Los afanes concupiscentes de los nuevos paganos se desarrollaban en salones decorados con exquisitez; hasta la absenta tenía su santo patrono. Sir Richard Burton y John Hanning Speke delineaban las geografías extranjeras mientras Félicien Rops —perfecta contraparte de Machen— y Oscar Wilde demolían las morales. Machen tradujo a Giacomo Casanova y François Béroalde de Verville, así que conocía bien sus nociones de filosofía, alquimia y lujuria, pero a diferencia de muchas de sus contrapartes, él articulaba su mundo a partir del temor descarnado más que desde la fascinación o el deseo. Lejos de ser un libertino, no sólo le temía a la corrupción del espíritu, sino también a la más palpable corrupción de la carne. El precio de levantar el velo y vislumbrar el rostro de Pan es elevado y es real.

La dicotomía entre sexualidad y espiritualidad sólo puede arraigarse en países fundados sobre principios puritanos, países que no se ríen del Diablo porque también sería burlarse de Dios.

Machen registró estos artículos de la fe con gran fervor, como un explorador en un solitario universo espiritual. Abandonó la seguridad de sus humildes aposentos, la santidad de su nombre verdadero y la fachada de sofisticación metropolitana para alcanzar una visión extática. Al igual que Lovecraft, creía en la naturaleza transitoria de nuestra acción en este mundo y en la ferocidad inexorable del cosmos.

 

Este miedo también vincula tenuemente a Machen con aquel otro gran anticuario, M. R. James, pero en su caso lo que condena a sus personajes no es la arrogancia de la erudición, sino la curiosidad y el destino. A diferencia de Machen, James aborda apariciones de tal especificidad que jamás aluden a una perspectiva más amplia. Sin embargo, ambos parecen compartir la convicción de que nuestra condena yace en nuestro pasado, en los pecados de nuestros antepasados. En “El gran dios Pan”, la fecundación y maldición de un personaje florecen en la siguiente generación. El mal nunca reposa: se está gestando.

Las interpretaciones freudianas de estos temores, enfocadas en imágenes de fertilidad, feminidad y la tierra, en mi opinión no acaban de entender el punto y sólo pueden esgrimirse como argumentos reduccionistas. Los filósofos, escritores y artistas rara vez son seres humanos exitosos en lo emocional. Una conexión más interesante surge del hecho de que el miedo puede reconocerse como una sensación eminentemente espiritual. Aquí hay un lado más oscuro de la fe, si se quiere, pues ¿qué es la fe sino la creencia en aquello que no se puede demostrar ni racionalizar?

Machen sabía que aceptar nuestra insignificancia cósmica es alcanzar una perspectiva espiritual y finalmente darse cuenta de que sí, todo está permitido. Y de que por muy malvados o perversos que podamos ser, en algún lugar, en un reino caído en el olvido, un Dios enloquecido nos espera, burlándose… y listo para abrazarnos a todos.

GUILLERMO DEL TORO

INTRODUCCIÓN A LA EDICIÓN DE 1922


FUE EN ALGÚN MOMENTO, me parece, hacia el otoño del año 1889, cuando se me ocurrió que quizá podría tratar de escribir un poco en el estilo moderno, pues hasta entonces yo había usado, por así decirlo, un disfraz literario. El inglés rico y florido de la primera parte del siglo XVII siempre tuvo para mí un atractivo peculiar. Me acostumbré a escribir así, a pensar así; llevaba un diario en ese estilo y un poco inconscientemente ataviaba mis pensamientos cotidianos y experiencias normales con el hábito del caballero o los divinos carolinos.1 Así, cuando en 1884 me encargaron traducir el Heptamerón, me vino muy natural escribir en el lenguaje de mi periodo favorito y, como declaran algunos críticos, hice una versión en inglés un poco más anticuada y tiesa que el original. También La anatomía del tabaco fue un ejercicio en torno a la Antigüedad, pero de otro tipo; y La crónica de Clemendy fue un volumen de relatos que intentaban con todas sus ganas ser medievales; y la traducción de Le Moyen de parvenir seguía siendo una cosa en modalidad antigua.

Parecía, in fine, decidido que en literatura yo sería un aferrado a las eras pasadas; y no sé bien cómo logré separarme de ellas. Acababa de traducir Casanova —más moderna, pero aún no completamente al día— y no tenía nada especial en puerta, y de uno u otro modo se me ocurrió que podría tratar de escribir un poco para los periódicos. Empecé con un turnover, como se llamaban, para el viejo y desaparecido Globe, un articulito inofensivo sobre viejos proverbios ingleses; y nunca olvidaré el orgullo y el deleite que sentí cuando un día, estando en Dover, con un fresco viento otoñal que llegaba del mar, compré el periódico por casualidad y vi mi ensayo en primera plana. Como es natural, eso me animó a perseverar, y escribí más turnovers para el Globe y luego probé en la St. James’s Gazette y descubrí que ellos pagaban dos libras en vez de la guinea que daban en el Globe, así que de nueva cuenta, como era natural, dediqué la mayor parte de mi atención a la St. James’s Gazette. A partir del ensayo o artículo literario de algún modo me hice el hábito de escribir cuentos, y escribí bastantes, aún para la St. James’s, hasta que en otoño de 1890 escribí un relato titulado The Double Return. Bueno, Oscar Wilde me preguntó:

—¿Usted es el autor de ese cuento que alborotó el gallinero? Me pareció muy bueno.

Sí alborotó el gallinero y la St. James’s Gazette y yo terminamos. No obstante, seguí escribiendo cuentos, ahora sobre todo para lo que llamaban periódicos “de sociedad”, que ya no existen. Y uno de esos cuentos apareció en un periódico cuyo nombre hace mucho que olvidé. Yo había llamado al relato “Resurrectio Mortuorum”, y el editor, con mucha sensatez, le cambió el título a “La resurrección de los muertos”.

No recuerdo con claridad cómo empezaba el cuento. Me inclino a pensar que era algo más o menos así:

El viejo señor Llewellyn, el anticuario galés, arrojó al suelo su ejemplar del periódico de la mañana y golpeó la mesa del desayuno, exclamando:

—¡Por Dios! Al último de los Caradoc del Garth lo ha casado un pastor disidente en una capilla bautista; en algún lugar de Peckham.

O bien retomaba el cuento unos años después de ese feliz acontecimiento y mostraba al joven empleado comercial perfectamente alegre, que una mañana corre demasiado rápido para alcanzar el autobús y se siente aturdido todo el día en su trabajo de oficina, y vuelve a casa un tanto abstraído, y luego, a la entrada de su propia casa, recupera, por así decirlo, su conciencia ancestral. Me parece que ver a su esposa y oír los tonos de su voz fue lo que de repente le anunció, con el sonido de una trompeta, que él no tenía nada que ver con esa mujer y su acento cockney, ni con el pastor que venía a cenar, ni con la quinta de ladrillo rojo, ni con Peckham ni con la ciudad de Londres. Aunque el antiguo lugar a orillas del Usk se había vendido hacía cincuenta años, incluso así él era Caradoc del Garth. No recuerdo cómo terminaba el relato, pero ésa fue una de las fuentes de “Un fragmento de vida”.

Y de alguna manera, aunque el relato se escribió y se publicó y se pagó, se me quedó rondando como una historia contada a medias entre 1890 y 1899. Estaba enamorado de esa idea: el contraste entre el crudo suburbio londinense y su vida de estrechez y limitación, con sus viajes diarios a la Ciudad; su absoluta banalidad y falta de sentido; entre todo esto y la antigua casona gris con parteluces en las ventanas bajo el bosque cerca del río, el escudo de armas en el porche jacobino y las nobles tradiciones antiguas; lo anterior me cautivaba y a intervalos pensaba en mi historia mal contada, mientras escribía “El gran dios Pan”, La mano roja, Los tres impostores, La colina de los sueños, “La gente blanca” y Jeroglíficos. Se quedó en el fondo de mi mente, supongo, todo el tiempo, y por fin, en 1899, empecé a escribirla otra vez desde una perspectiva un tanto diferente.

El hecho es que, una mañana gris de domingo en marzo de ese año, salí a dar una larga caminata con un amigo. En esos días yo vivía en Gray’s Inn, y deambulamos por la carretera a Gray’s Inn en una de esas curiosas exploraciones no científicas de los rincones raros de Londres que siempre me han fascinado. No creo que hubiera ningún plan muy definitivo, pero resistimos numerosas tentaciones, ya que a la derecha de la carretera a Gray’s Inn está uno de los barrios más raros de Londres para aquellos, claro está, que tienen los ojos abiertos. Ahí hay calles de 1800-1820 que bajan hasta un valle —Flora de La pequeña Dorrit vivía en una de ellas— y luego, cruzando la carretera a King’s Cross, suben muy empinadas hasta alturas que siempre me hacen pensar que estoy en los barrios pobres y marginados de un gran lugar en la costa, y que de las ventanas del ático hay una buena vista del mar. Este lugar alguna vez se llamó Spa Fields, y de manera muy adecuada cuenta entre sus atracciones con un viejo recinto de culto de la Conexión de la Condesa de Huntingdon. Es una de las partes de Londres que me resultarían atractivas si quisiera esconderme no para escapar de un arresto, quizá, sino más bien de la posibilidad de llegar a encontrarme con cualquiera que en su vida me hubiera visto.

Sin embargo, mi amigo y yo resistimos todo. Caminamos hasta donde tantos caminos se separan en la estación de King’s Cross, y subimos con valentía por Pentonville. Otra vez: a nuestra izquierda estaba Barnsbary, que era como África. En Barnsbary semper aliquid novi,2 aunque nuestra ruta había sido trazada por alguna influencia oculta, y llegamos a Islington y elegimos el lado derecho del camino. Hasta ahora seguíamos tolerablemente en regiones conocidas, pues cada año hay una gran feria ganadera en Islington y muchos hombres la visitan. Pero, siguiendo a la derecha, nos adentramos en Canonbury, de donde sólo existen relatos de viajeros. De vez en cuando, quizá, cuando uno está sentado frente a un fuego invernal, mientras afuera la tormenta aúlla y la nieve cae aprisa, el hombre silencioso del rincón se pone a contar que tuvo una tía abuela que vivía en Canonbury en 1860, así como en el siglo XIV era posible toparse con algún hombre que había hablado con uno de los que habían estado en Cathay y visto los esplendores del Gran Cham. Así es Canonbury; apenas me atrevo a hablar de sus plazas sombrías, de los profundos y frondosos jardines detrás de las casas, que se extienden por oscuros callejones con discretas y misteriosas puertas traseras: lo dicho, “relatos de viajeros”, cosas en las que no se puede creer mucho.

No obstante, quien se aventura en Londres tiene una vislumbre anticipada del infinito. Existe una región pasando la Última Tule. No sé cómo fue, pero en esa famosa tarde de domingo mi amigo y yo, cuando cruzábamos Canonbury, llegamos a algo llamado carretera a Balls Pond —el señor Perch, el mensajero de Dombey e hijo, vivía en alguna parte de esa región— y luego, me parece que por Dalston, bajamos hasta Hackney, donde los tranvías, que nosotros llamamos trams y en Estados Unidos me parece que trolleys, salen en intervalos regulares hacia los confines del mundo occidental.

En el transcurso de esa caminata que se había vuelto una exploración de lo desconocido vi dos cosas cotidianas que me causaron una profunda impresión. Una de estas cosas fue una calle; la otra, una pequeña familia. La calle estaba en esa difusa e ignota región de Balls Pond-Dalston. Era una calle larga y era una calle gris. Cada casa era exactamente igual a todas las demás. Cada una tenía un sótano, el tipo de piso que a los agentes inmobiliarios les ha dado por llamar una “planta baja inferior”. Las ventanas de estos sótanos salían a medias del tramo de tierra negra embarrada de hollín con pasto grueso que se hacía llamar jardín, y así, cuando pasamos a eso de las cuatro o cuatro y media, vi que en cada uno de estos “antecomedores” —su nombre técnico— tenían todo listo con la charola y las tazas de té. De esta trivial y natural circunstancia recibí una impresión de una vida monótona, trazada en líneas terribles con un patrón uniforme; de una vida sin aventura en cuerpo ni alma.

Luego, la familia. Se subió al tranvía allá por Hackney. Eran el padre, la madre y un bebé, y pienso que venían de un negocio pequeño, quizá de una pequeña mercería. Los padres eran jóvenes de entre veinticinco y treinta y cinco años. Él llevaba puesta una levita negra brillante —¿un “Albert” en Estados Unidos?—, sombrero de copa, algo de patilla, bigote negro y una expresión de afable vacuidad. Su esposa estaba extrañamente ataviada en satín negro, con un sombrero ancho que se desparramaba; no se veía mal, tan sólo carecía de sentido. Me imagino que a veces, no muy seguido, ella tenía “su genio”. Y el muy pequeño bebé iba sentado en sus piernas. Es probable que se dirigieran a pasar la tarde del domingo con familiares o amigos. Y, sin embargo, me dije a mí mismo, estos dos juntos han tomado parte del gran misterio, del gran sacramento de la naturaleza, de la fuente de cuanto es mágico en el ancho mundo. Pero ¿han discernido los misterios? ¿Saben que han estado en ese lugar llamado Sion y Jerusalén? Estoy citando de un libro antiguo y extraño.

Fue así como, al recordar el viejo cuento de “La resurrección de los muertos”, obtuve la fuente para “Un fragmento de vida”. En ese entonces me hallaba escribiendo Jeroglíficos y acababa de terminar “La gente blanca”; o más bien acababa de decidir que lo que ahora aparece publicado bajo ese título era todo lo que iba a escribir, que el “gran romance” que debió haberse escrito —en manifestación de esa idea— nunca se escribiría. Y así, cuando terminé Jeroglíficos, por ahí de mayo de 1899, me puse a escribir “Un fragmento de vida” y redacté el primer capítulo con sumo deleite y la mayor facilidad. Y luego mi propia vida se hizo pedazos.3 Dejé de escribir. Viajé. Vi Sion y Bagdad y otros lugares extraños —en Cosas de cerca y de lejos hay una explicación de este oscuro pasaje— y me encontré en el mundo iluminado de los flotadores y las escotillas, entrando a L. U. E., cruzando R y saliendo de R3, y haciendo toda clase de cosas raras.

 

A pesar de estos golpes y cambios, la “idea” no me abandonaba. Volví a intentarlo, supongo que en 1904, consumido por un amargo empeño de terminar lo que había empezado. Ahora todo se había vuelto difícil. Probé de un modo y del otro y de otro más. Todos fracasaron y yo me venía abajo con cada uno, y lo intentaba otra y otra vez. Por fin armé como pude un final, que era pésimo, como me daba cuenta al redactar cada línea y palabra del mismo, y el cuento salió, en 1904 o 1905, en Horlick’s Magazine, donde era editor mi querido y viejo amigo A. E. Waite.

Aun así, no estaba satisfecho. Ese final era intolerable y yo lo sabía. Otra vez me senté a trabajar; noche tras noche batallaba. Y recuerdo una circunstancia curiosa que puede o no ser de cierto interés fisiológico. Entonces yo vivía en la acotada “planta superior” de una casa en la calle Cosway, carretera a Marylebone. Para poder batallar a solas, escribía en la cocinita, y noche tras noche, mientras luchaba sombríamente, salvajemente, casi desesperadamente por encontrar un cierre digno para “Un fragmento de vida”, me asombraba y casi me alarmaba descubrir que mis pies desarrollaban una sensación de frío atroz. En el cuarto no hacía frío; había encendido los quemadores del horno de la pequeña estufa de gas. No tenía frío, pero los pies se me helaban de una manera bastante extraordinaria, como si los hubieran empacado en hielo. Al final me quitaba las pantuflas con miras a meter los dedos en el horno, y al tocarme los pies con las manos percibía que, de hecho, ¡no estaban fríos en absoluto! No obstante, la sensación permanecía; aquí, supongo, hay un extraño caso de transferencia de algo que estaba pasando en el cerebro a las extremidades. Sentía los pies bastante tibios con la palma de la mano, pero la sensación que tenía era que estaban helados. Pero ¡qué testimonio de lo adecuado de esa expresión estadounidense, “pies fríos”, para indicar un humor deprimido y desanimado! Sin embargo, de uno u otro modo, la historia se terminó y a la postre me saqué la “idea” de la cabeza. He entrado en tanto detalle acerca de “Un fragmento de vida” porque me han asegurado en distintos círculos que es lo mejor que he hecho, y para los estudiosos de los tortuosos caminos de la literatura podría ser de interés saber de los abominables esfuerzos para lograrlo.

“La gente blanca” es del mismo año que el primer capítulo de “Un fragmento de vida”, 1899, que también fue el año de Jeroglíficos. El hecho es que justo en ese momento me encontraba de muy buen ánimo literario. Me había pasado un año entero atosigado y preocupado en la oficina de Literature, un periódico semanal que era publicado por The Times, y otra vez desocupado me sentía como un preso liberado de sus cadenas: listo para danzar en letras hasta donde fuera. Pensé de inmediato en un “gran romance”, una obra muy elaborada y compleja, llena de las cosas más extrañas y excepcionales. He olvidado cómo fue que este diseño se vino abajo, pero al experimentar descubrí que el gran romance se quedaría en el valiente estante de los libros no escritos, el estante donde se encuentran todos los espléndidos libros con sus portadas de oro. “La gente blanca” es un pequeño salvamento del naufragio. De manera curiosa, como se insinúa en el prólogo, el origen de esta historia se encuentra en un libro de texto de medicina. En el prólogo se hace referencia a un artículo del doctor Coryn. Aunque después descubrí que el doctor Coryn sólo citaba un tratado científico del caso de una señora cuyos dedos se inflamaron con violencia porque vio una pesada ventana-guillotina caer sobre los dedos de su niño. Junto con esta instancia, desde luego, deben considerarse todos los casos de estigmas, tanto antiguos como modernos; y entonces la pregunta resulta bastante obvia: ¿qué límites nos resulta viable poner a los poderes de la imaginación? ¿Acaso no tiene la imaginación al menos el potencial de realizar cualquier milagro, por muy asombroso, por muy increíble que sea, de acuerdo con nuestros estándares normales? En cuanto al decorado de la historia, eso es una mezcolanza que me atrevo a considerar un tanto ingeniosa de pedacería de leyendas tradicionales y de brujas y de invenciones mías. Varios años después me divirtió recibir una carta de un caballero que, si no mal recuerdo, era maestro en alguna parte de Malaya. Este caballero, un estudioso serio del folclor, estaba redactando un artículo sobre algunas cuestiones singulares que había observado entre los malayos, y en especial una especie de estado licantrópico que algunos podían invocar sobre sí mismos. Había encontrado, según dijo, similitudes sorprendentes entre el ritual mágico de Malaya y algunas de las ceremonias y prácticas insinuadas en “La gente blanca”. Él suponía que todo esto no era invención sino hecho; es decir, que yo estaba describiendo prácticas que en verdad existían entre la gente supersticiosa de la frontera galesa; me iba a citar en su artículo para la Revista de la Asociación de Folcloristas, o como se llame, y sólo quería avisarme. Escribí cuanto antes a la revista para prevenirlos, pues ¡todos los pasajes seleccionados por el estudioso eran ficciones de mi propio cerebro!

“El gran dios Pan” y “La luz más recóndita” son relatos de una fecha anterior y se remontan a 1890, 1891, 1892. He escrito bastante sobre ellos en Cosas lejanas y en el prefacio a una edición de “El gran dios Pan” publicada por los señores Simpkin y Marshall en 1916. Ahí hablo de manera extensa de los orígenes del libro. Pero debo volver a citar algunos fragmentos de las reseñas que recibieron a “El gran dios Pan” y me causaron enorme entretenimiento e hilaridad, y fueron de lo más refrescantes. Aquí hay algunas de las mejores:

No es la culpa del señor Machen sino su desgracia que uno tiemble de risa y no de miedo al contemplar sus espantos psicológicos.

The Observer

Su horror, lamentamos informar, nos deja bastante fríos… y nuestra piel se rehúsa con obstinación a erizarse.

Chronicle

Sus espantos no asustan.

The Sketch

Mucho nos tememos que lo único que logra es hacer el ridículo.

Manchester Guardian

Horripilante, espantoso y aburrido.

Lady’s Pictorial

Una pesadilla incoherente de sexo… que pronto acabaría en locura si no se le contuviera… inocua por absurda.

Westminster Gazette

Y así sucesivamente. Varios periódicos, recuerdo, declararon que “El gran dios Pan” era tan sólo un refrito estúpido e incompetente de Là-Bas y À Rebours de Huysmans. Yo no había leído esos libros, así que conseguí los dos. Y ahí me resultó posible percibir que mis críticos tampoco los habían leído.

ARTHUR MACHEN

1 Los poetas caballeros (Cavalier poets) fueron una escuela de literatos ingleses del siglo XVII que apoyaban al rey Carlos I; los divinos carolinos (Caroline Divines) fueron un grupo de influyentes teólogos y escritores de la Iglesia anglicana en la época de Carlos I y II. [N. del T.]

2 Lit. “siempre algo nuevo”, al citar Ex Africa semper aliquid novi (“De África siempre sale algo nuevo”), de la Historia natural de Plinio el Viejo. [N. del T.]

3 Ese año murió de cáncer su primera esposa, Amy. [N. del T.]