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XVI
¡CORAZÓN, ARRIBA!

Elena se mostraba reacia aquel verano para ir al Escorial. Con el pretexto de esperar la terminación de unos muebles que había encargado para su salón iba retrasando días y días el traslado definitivo, por más que solía pasar allá uno que otro. Reynoso ya no podía más. Su amor y su prudencia le retenían de tomar la iniciativa, pero empezaba a mostrar en su semblante la impaciencia que le dominaba. Elena lo comprendió y le propuso que se fuese antes que ella, aguardándola allí los pocos días que faltaban ya para que el ebanista y el tapicero dejasen terminada la reforma del salón. Aceptó gustoso contando que solamente una semana tardaría su esposa en juntarse con él. Transcurrió la semana, corrían ya los últimos días del mes de julio y Elena no daba aviso de su partida. Pensaba ya don Germán en volverse a Madrid y renunciar a sus placeres campestres cuando recibió un telegrama urgente de Tristán concebido en los siguientes términos: «Vente en el primer tren. Urge mucho tu presencia aquí.»

Justamente acababa de almorzar; eran las doce y media y el primer tren para Madrid salía a la una. Mandó enganchar a toda prisa y se trasladó a la estación. El telegrama le había trastornado. No sabía lo que pensar, pero sentía una zozobra inmensa. Lo primero que le había venido al pensamiento era que Elena estuviese enferma, le hubiese ocurrido cualquier accidente. Sin embargo, no parecía natural que le avisasen en aquella forma enigmática. Luego pensó en Clara, en el niño. Tampoco imaginaba que era forma adecuada de darle la noticia. Al fin, presa de la mayor congoja, llegó a Madrid. Cuando puso el pie en el andén y vio a Tristán acompañado de Escudero y de Barragán le dio un salto terrible el corazón. Se dirigió corriendo hacia ellos.

–¿Qué pasa? ¿Elena está enferma…? ¿Clara?

–Las dos están buenas—respondió Tristán gravemente—. Vamos a tomar el coche y allí te hablaremos del asunto que me ha obligado a telegrafiarte.

Estas palabras causaron un frío singular en el corazón de Reynoso. Vagamente adivinó una desgracia mayor que la enfermedad, mayor que la muerte misma, y quedó paralizado sin osar decir otra palabra. Siguió dócilmente a sus amigos, cuyas caras largas, contristadas, eran aún más inquietantes que las palabras de Tristán. Fuera de la estación les esperaba el landau de Escudero.

–A la Moncloa—dijo Tristán al lacayo.

La mayor estupefacción se pintó en los ojos de Reynoso, pero guardó silencio. Prontamente el coche dejó las cercanías de la estación del Norte y se internó en el largo y umbroso paseo de la Moncloa, que se hallaba en aquella hora completamente solitario. Tristán, con los ojos bajos y voz levemente enronquecida, principió al cabo a hablar.

–He vacilado mucho, muchísimo, antes de darte el susto que te he dado y hacerte pasar por una prueba bien triste… Hubiera querido, aun a costa del sacrificio más grande, ahorrártela. Conozco tu corazón confiado, noble, afectuoso y sé perfectamente la herida profunda que ha de abrir en él un desengaño… Pero… yo no puedo olvidar que eres mi hermano, que mi mujer lleva tu nombre y que tengo el sagrado deber de velar por que este nombre no sea arrastrado por el suelo… Yo no quiero—añadió exaltándose—que este nombre, que ha de llevar también mi hijo, sirva de burla y escarnio a la gente. Antes que eso suceda estoy resuelto a hacer justicia por mi propia mano…

Reynoso horriblemente pálido le contemplaba atónito, sin pestañear.

–Antes de dar este paso he consultado con tus amigos más fieles, con los que te quieren como un hermano y ellos han visto como yo que era de todo punto necesario esta operación dolorosa. Ten valor, pues… Prepárate a saber que se ha hecho befa de tus sentimientos más íntimos, que se ha olvidado infamemente tu nobleza y tu generosidad, que se ha pisoteado tu corazón y tu nombre… Elena…

Un grito áspero y extraño, mezcla de rugido y de lamento, salió de la garganta de Reynoso.

–¡La prueba! ¡la prueba!

Tristán, Escudero, Barragán quedaron aterrados viendo la palidez cadavérica de aquel hombre, su mirada centellante de fiera acorralada.

–¡La prueba! ¡la prueba!—repitió apretando el brazo de su cuñado.

–Dentro de pocos momentos la tendrás.

Reynoso paseó una mirada anhelante por el rostro de sus amigos, y viendo que los dos bajaban la cabeza confirmando las palabras de Tristán, se llevó ambas manos crispadas a los cabellos mesándoselos con furor. Fue un acceso de loca desesperación. Gritos, sollozos, interjecciones, movimientos convulsivos. Sus amigos turbados y confusos hacían vanos esfuerzos por calmarle. No duró mucho tiempo, sin embargo, aquel ataque. Dejó al cabo caer la cabeza contra el rincón, se tapó con una mano los ojos y extendiendo la otra hacia Tristán dijo con voz débil:

–Habla. Quiero saberlo todo.

–Todo está dicho ya—repuso Tristán visiblemente afectado—. ¿Para qué necesitas más palabras? Ahora mismo te llevaremos a un sitio donde puedes quedar bien persuadido… ¡Manuel!—añadió sacando la cabeza por la ventanilla—da la vuelta y llévanos a la calle de Atocha. Para delante de la iglesia de San Sebastián. ¡Vivo!

Obedeció el cochero, entraron en la ciudad y llegaron al punto designado en pocos minutos. Se apearon allí y dieron orden de que el carruaje les esperase. Dejaron la calle de Atocha y se internaron por una de sus travesías laterales. Tristán marchaba delante con Escudero, detrás Barragán con Reynoso. Este no había despegado los labios, pero pocos momentos después de caminar los acercó al oído del paisano.

–¿Quién es?

–Núñez—murmuró Barragán apretando al mismo tiempo con afectuosa ternura la mano de su amigo.

Tristán y Escudero se detuvieron delante de una taberna, abrieron la puerta e invitaron a los otros a entrar con ellos. Reynoso se dejaba conducir dócilmente. Tristán, que parecía haber estado ya allí algunas veces, hizo ademán de sentarse a una mesa próxima al escaparate. Tenía éste doble cierre de cristales y a su través se veía perfectamente la calle que era estrecha. Enfrente había una casa de reciente construcción que hacía contraste con las del resto de la calle, casi todas viejas.

–¡Ahí dentro están!—dijo en voz baja apuntando hacia ella.

Reynoso levantó los ojos y volvió a bajarlos rápidamente. Barragán pidió unos vasos de vino. El chico de la taberna los sirvió prontamente mirando al mismo tiempo con temor y curiosidad las barbas insólitas y el rostro espantable del paisano. Nadie más que él llevó a los labios el vaso. Aguardaron allí largo rato. Reynoso con los ojos en la mesa y la mano en la mejilla permanecía en una actitud de indiferencia desesperada. Barragán, Escudero y Tristán hablaban en voz baja espiados por la tabernera y el chico que mostraban en su rostro inquietud. Aquella conferencia misteriosa de cuatro señores en su tienda y sobre todo la traza de bandido que uno tenía les intrigaba. Quizá se les pasara por la mente que estaban fraguando un crimen.

Al cabo de una hora, lo menos, Tristán, que no cesaba de echar ojeadas impacientes a la casa de enfrente, exclamó:

–¡Ya salen!

Reynoso levantó la cabeza y su faz se puso lívida viendo salir del portal a su esposa en compañía de Núñez. Dieron unos cuantos pasos precipitadamente por la calle y se metieron en un coche de punto que un poco más allá les esperaba. El rostro de Elena en aquel instante parecía turbado y pálido, y sus ojos miraban con espanto a todos lados. Esta fue la impresión que les produjo. Reynoso quiso levantarse de la silla al verla, pero cayó de golpe otra vez en ella y metió la cabeza entre las manos. Tristán se llevó la suya al bolsillo y dejando asomar la culata de un revólver profirió con reconcentrada ira:

–¡Mátalos! ¡Mata a esos traidores!

Reynoso no se movió. Se oyó el ruido del coche que se alejaba. Nadie habló una palabra en algunos minutos. Al fin Escudero puso una mano sobre el hombro de aquél y dijo con voz conmovida:

–¡Germán! ¡amigo mío! ¡valor!

Y por el rostro de aquel hombre, que no parecía sensible más que a los cheques y talones, rodaban dos gruesas lágrimas. Reynoso se alzó y tambaleándose como un beodo salió de la taberna seguido de sus amigos. Cuando estuvieron en la calle se volvió hacia su cuñado y apretándole la mano dijo:

–¡Tienes razón, Tristán, la vida es un asco!

Guardaron todos silencio y caminaron hacia el sitio en que habían dejado el coche. Don Germán manifestó su resolución de volverse al Escorial. Todos ellos se brindaron a acompañarle, particularmente Tristán, pero opuso una enérgica negativa a sus instancias. Tampoco aceptó el coche de Escudero que hablaba de añadir otros dos caballos a los que llevaban. Nada, sólo pedía que le dejasen en la estación. Salía un tren a las siete y sólo faltaba una hora. Acataron su voluntad aunque de mala gana.

–Os suplico que os volváis a vuestras casas y me dejéis ya—les dijo cuando hubieron llegado. Y llamando aparte a Tristán:—Cuida mucho de Clara. Conozco su corazón y sé que este golpe puede hacerle mucho daño. Os espero dentro de cuatro o cinco días. Hasta entonces dejadme solo.

Tristán le miró con asombro.

–Pero ¿qué piensas hacer?

–Nada.

–¿No quieres castigar a ese miserable?

–No.

–Entonces voy yo a provocarle.

–Nada. No hagas nada, Tristán. En este mundo todo es nada, ¡nada, nada!

Y diciéndoles adiós con la mano y haciéndoles al mismo tiempo seña de que no le siguiesen, se metió en la estación uniéndose a la multitud que en aquella hora la llenaba.

–¡Nada! ¡nada! ¡nada!—murmuraba reclinado en el fondo de un coche mientras la locomotora le arrastraba velozmente al través de los campos adustos, melancólicos que cercan a Madrid. El humo se esparcía delante del paisaje ocultándolo por momentos. El sol moría a lo lejos entre resplandores carmesíes. Una dulce serenidad se desprendía del cielo pálido. Reynoso dejó el rincón y puso su rostro enardecido al golpe violento de la brisa que se iba haciendo más fresca según se aproximaban a la sierra. Con los ojos atónitos sentía más que veía el raudo cruzar de los objetos por delante. Todo huía, todo se escapaba causándole una extraña impresión de desquiciamiento universal. El mundo se deshacía, se evaporaba, rodaba vertiginosamente a los abismos de la nada.

–¡Todo es nada! ¡nada! ¡nada!—repetía sin cesar con voz ronca.

Cuando el tren se detuvo en la estación de Escorial, salió del coche sin darse cuenta de ello y emprendió como un autómata el camino del Sotillo. Estaba anocheciendo. En el cielo brillante e inmóvil centelleaban algunas estrellas. A su espalda la mole de la sierra se ocultaba entre cendales de un violeta profundo. Delante el inmenso horizonte de los campos parecía cerrarse fundiéndose todo en un tenue vapor gris.

Alcanzó su casa y penetró en ella sin ruido, casi furtivamente como si fuera un intruso. Uno de los criados se asombró de verle al cruzar un pasillo y se excusó de no haber prevenido a los demás. Don Germán ordenó que todos permaneciesen tranquilos. Se encerró en su despacho, sacó legajos y papeles y estuvo trabajando largo rato. Llamaron a su puerta humildemente y una doméstica preguntó si el señor bajaba a cenar. Respondió que le subiesen a la habitación contigua caldo y algunos fiambres y siguió trabajando. Al cabo se alzó del sillón y pasó al saloncito contiguo donde ya le habían preparado la mesa. Ordenó en seguida que todos se acostasen y volvió a su trabajo que aún duró mucho tiempo. Cuando terminó eran las altas horas de la noche. Descansó unos instantes y escribió una carta de pocas palabras que depositó sobre la mesa en sitio visible. Luego sacó de uno de los cajones un revólver, lo examinó con detenimiento, lo cargó con nuevas cápsulas, lo colocó sobre la mesa y echó de nuevo la llave al cajón. Abrió la puerta del salón, abrió la de la habitación contigua, que era el dormitorio matrimonial, encendió un cigarro y se puso a pasear a lo largo de la crujía con aparente calma.

Allá en el fondo entre las camas de los esposos pendía un crucifijo. En uno de los paseos los ojos de don Germán tropezaron con él. Quedó inmóvil, clavado al suelo, los ojos fijos en aquella imagen sangrienta. ¿Cuánto tiempo estuvo así? ¿Una hora? ¿Un minuto? Jamás pudo él mismo saberlo. Al fin dejó escapar un suspiro, se tapó el rostro con las manos y cayó de rodillas sollozando.

Cuando se puso en pie había recobrado el sosiego, todo el sosiego del alma. Su resolución estaba tomada. Se dirigió con paso firme a su despacho, guardó de nuevo el revólver y se puso a escribir algunas cartas. Una larga para Tristán, otra para Cirilo. La última para su mujer.

«Elena: Perdona que por última vez me dirija a ti. Es de absoluta necesidad para tu futura existencia. Cuando recibas ésta me hallaré lejos y jamás volveré a importunarte con mi presencia. Te dejo toda mi fortuna: sólo me llevo lo necesario para vivir. Gasta todas las rentas que te entregará Cirilo. Es el último favor que te pido y también que disculpes mi ausencia. Puedes decir que estoy en América, donde tenía comprometidos algunos intereses. Nada más. Que Dios te proteja y que a mí no me abandone.»

Cerró la carta y lo mismo que las otras la guardó en el bolsillo para enviarlas al correo en la oportuna ocasión. Hizo después pedazos la que había dirigido al juez y sacó otro cigarro y de nuevo se puso a pasear, esta vez no con calma aparente sino bien verdadera. Por fin abrió el balcón y salió a una pequeña terraza, recostándose de bruces sobre el antepecho de mármol. La noche era caliente y poblada de estrellas. El paisaje severo, erizado, dormía bajo su dosel alargando la sombra inmensa de sus collados. Reynoso abría los ojos sin ver, tendía los oídos sin oír, no viendo ni oyendo más que los latidos de su corazón desgarrado. Este corazón latía y hablaba. ¿Qué importa todo? ¿Qué vale cuanto existe en el mundo? Riqueza y miseria, grandezas y humillaciones, desgracia o ventura todo cambia, todo se hunde al fin en los abismos de la noche eterna… ¿También se hundirá el amor? ¿Nada quedará de esta emoción incomprensible que parece transformarnos por momentos, arrebatarnos de la tierra a otras esferas más altas? Don Germán contempló el cielo, largo rato, escrutando con avidez sus abismos azulados, sus millones de luminarias maravillosas. Al fin los bajó de nuevo murmurando: «¡No; el amor no se hundirá porque el amor es Dios!» Paseó después su mirada por el campo. Allá, hacia el oriente, en los confines del horizonte un tenue reflejo del firmamento señalaba el sitio donde se asentaba Madrid. Apartó los ojos con horror. Del cielo viene el rayo que nos abate, del mar viene la ola que nos traga, del campo la dentellada de la fiera o la puñalada del bandido. ¡Pero de allí…! ¡ah, de allí viene el daño que no puede explicarse, la agonía sin muerte, el dolor increíble!

Permaneció algún tiempo perdido enteramente en una meditación profunda. Era un torrente de pensamientos graves, de sensaciones confusas que atravesaba su cerebro y su corazón. Apenas guardaba la conciencia de que fuesen suyos. Una ola de olvido le envolvía poco a poco; una voz bien alta subía invitándole a mirar hacia arriba y a despreciar lo de abajo. Después haciendo un esfuerzo alzó sus codos de la baranda, contempló todavía con distracción el horizonte obscuro, sacó del bolsillo su llavero, del llavero un lápiz y escribió tres palabras sobre el mármol. Entró en sus habitaciones, se dirigió a su armario y tomando de allí la ropa y los objetos más indispensables los empaquetó en una maleta. Cuando la tuvo hecha bajó cautelosamente hasta la puerta del jardín y salió de casa. Atravesó el parque, atravesó el bosque y en pocos minutos se encontró a campo raso. Emprendió por los senderos el camino de Zarzalejo para montar allí en el primer tren que le alejase de Madrid. Cuando hubo caminado algún tiempo se detuvo y volvió los ojos hacia su casa. Allí quedaba, silencioso, tranquilo, el que había sido su paraíso en la tierra. Jamás, jamás volvería a entrar en él. ¡Cuánta felicidad deshecha en un instante! Tomó la maleta que había dejado caer al suelo y emprendió de nuevo la carrera. Los sollozos le rompían el pecho, las lágrimas le cegaban. Así marchaba aquel hombre al través de la noche desierta en busca de Dios.

XVII
LA BODA DE ARACELI

Araceli, la niña espiritual y aristocrática de los señores de Escudero, tocaba a la meta de sus ambiciones heráldicas. Iba a ser duquesa. Poco después de la catástrofe sobrevenida a don Germán y de su viaje misterioso, se le ocurrió al duque del Real Saludo el morirse de una apoplejía fulminante. Cuando recibió la noticia Araceli sintió que las piernas le flaqueaban; todo su cuerpecito distinguido se estremeció con un escalofrío de ansiedad y de gozo. Supo disimular, sin embargo, puso la cara larga, se vistió de negro y dio el pésame a la familia y la acompañó muchos ratos en aquellos días de tristeza. Había que verla en tales momentos, entrar y salir en las habitaciones, recibir recados, pronunciar órdenes y darse aire de pariente. Sus esperanzas no quedaron fallidas. La duquesa viuda no pensó que un sepulcro abierto la eximía de permanecer fiel a sus principios de contradicción doméstica, y otorgó el consentimiento a su hijo, realizando así contra el duque un acto de oposición de ultratumba. Se dejó transcurrir por respeto un plazo de seis meses. Comenzaron al fin los preparativos de la boda. Sin embargo, hubo en ciertos instantes temor de que ésta zozobrase al tratarse la cuestión de intereses. La duquesa sólo ponía a disposición de su hijo una renta de treinta mil pesetas, que era lo que le correspondía por herencia de su padre. Escudero, hombre exactísimo, metódico, ordenado, manifestó que en ese caso él daría a su hija otro tanto. Pero estas cantidades no bastaban para que el joven matrimonio viviese con arreglo a su rango. Se trabajó con empeño para que el suegro aumentase la renta; hubo en la casa reyertas, desmayos, lágrimas en abundancia. Don Ramón consintió al fin en doblar la cantidad, pero a condición de que tal excedente se dedujese en su día de los gananciales atribuidos a su esposa en el caso de que falleciese antes que él.

Corrían ya los días precedentes de la boda. Se habían cambiado los regalos y Araceli había recibido de la sociedad elegante y de la que no lo era un bazar completo de bisutería. Los periódicos publicaron largas columnas con la lista de los objetos como si se tratase de una liquidación. «Señores de L***: neceser de viaje en piel de Rusia guarnecido de plata.—Señor de C***: juego de tocador en cristal de Bohemia.—Marqueses de H***: bandeja de plata repujada.—Duquesa de N***: cajita de oro esmaltada, etc., etc.» Araceli exhibía estos chirimbolos a las visitas con singular complacencia. Sólo faltaba sobre ellos un cartoncito con el precio para que semejase por completo un almacén de saldos. Pero lo que mostraba con mayor deleite la hija de los señores de Escudero era su equipo, un soberbio trousseau confeccionado en París, donde sobre cada pieza se ostentaba una corona ducal, pequeña o grande, bordada en blanco o en color. Había coronas hasta sobre los paños de la cocina.

Algunas amigas íntimas se reunían la víspera del día señalado para el enlace en el gabinete de la prometida. Se la felicitaba, se la acariciaba, se la besaba, se le decían mil ternezas. Había sinceridad en unas, había falsedad en otras, que en el mundo el bien y el mal no se encuentran jamás solos. Aquella juventud se entregaba a la alegría y retozaba acordándose de los tiempos en que hacían lo mismo en el jardín de las Ursulinas.

–No te darás tono de señora casada con nosotras, ¿verdad, Araceli?

–¿Ni de duquesa tampoco?

–¡Oh, madame la duchesse!

Y una de las amiguitas se inclinaba delante de la novia con reverencia cómica que despertaba las carcajadas de las otras. Araceli, lisonjeada, sonreía con benevolencia.

–¿No tardarás en tomar la almohada?

–¡Quién piensa en eso todavía!—respondió Araceli que había pensado ya infinitas veces.

–Es una ceremonia imponente, muy imponente—manifestó con gravedad y poniendo los ojos en blanco una jovencita rubia que seguía las huellas de Araceli—. Cuando la tomó mi prima la marquesa de la Suave-Conquista vino antes a ensayarse con mamá, que ha sido camarista de la reina Isabel. Hay que esperar en un salón; vendrá a buscarte la madrina y otras damas, se te anunciará y al entrar harás tres reverencias… una así… otra así… y por último otra así.

La jovencita rubia, puesta en pie y en medio del corro, hacía las genuflexiones con tal unción, delicadeza y primor, que parecía que en su vida había hecho otra cosa. Sin embargo, Araceli irguió su cabecita con altanera indiferencia.

–Ya sé, ya sé todo eso, querida.

–¡A ver, que la tome aquí ahora mismo ante nosotras!—exclamó la amiguita de humor jocoso que la había saludado en francés—. ¡Yo soy la reina! Dejad que me siente ahí en lo más alto. Margarita, echa ese cojín en el suelo. Esa es la almohada. Carmen, tú serás la madrina. A ti, Beatriz, te nombro mi camarista mayor. No reírse, que éstas son cosas serias, ¿verdad Mimí? (dirigiéndose a la jovencita rubia). Vamos, llevadme a esa chica fuera. La llamaré cuando me dé la real gana. Vosotras aquí en semicírculo haciéndome la corte…

La traviesa niña empujando a unas, arrastrando a otras, cambiando sillas y cerrando puertas improvisó presto un salón de corte. Se representó la escena con no poca algazara. Araceli vino del gabinete de su mamá donde la tuvieron recluida largo rato, hizo sus reverencias casi tan bien como la rubita Mimí (prueba de que ya las había ensayado a solas) y se sentó sobre el cojín naciendo tantos remilgos que la reina incomodada le tiró otro a la cabeza.

–Pero, duquesa, ¿cómo tiene usted valor de presentarse sin diadema?—exclamó S. M. en el colmo de la estupefacción.

–¡Ah! ¡La diadema, es verdad!—exclamaron a su vez todas las damas de la corte.

–Póngase usted la diadema inmediatamente—prorrumpió con energía la augusta persona.

Araceli se disculpó diciendo que estaba guardada en la caja de hierro de su papá, pero no le valieron excusas. Fue necesario que bajase al escritorio de Escudero y que éste sacase de la caja la preciada joya regalo del novio. Enteradas por este paso algunas criadas de la ceremonia que iba a realizarse, no dejaron de acudir para ver si percibían algo espiando por las cerraduras y los quicios de las puertas. El acto se efectuó de nuevo con mucha mayor solemnidad a causa de la diadema y también del ensayo previo que se había hecho. Terminado, S. M. se dignó felicitar con las palabras más amables a la gentil duquesa del Real Saludo, y dio su mano a besar y una bofetada en la mejilla a todas sus damas.

Araceli durmió muy poco aquella noche. En cuanto se levantó comenzó a hacer sus preparativos de tocado, aunque la ceremonia nupcial no había de celebrarse hasta la tarde en su propia casa. Se hizo venir para que la peinase a Mr. Gaston, famoso peluquero de la corte, y acudieron a adornarla dos oficialas de Mme. Verlet, la gran modista. No se perdonó gasto alguno para que la ceremonia se celebrase con inusitada pompa y suntuosidad. Escudero puso a disposición de su esposa y de su hija una cantidad respetable, la cargó en sus libros y no volvió a ocuparse del asunto. Pero he aquí que su esposa, no poco confusa porque le conocía bien, vino a anunciarle que faltaban mil doscientas pesetas para pagar las flores de la quinta del Pilar, y su hija Araceli, menos confusa pero también un poco asustada, le manifestó que aún restaba por abonar al joyero una pequeña cantidad. Escudero montó en cólera, una cólera ciega. «¡Cómo! ¿Qué formalidad era aquélla? ¿No sabían que ya estaba agotado el presupuesto de los gastos de boda, que no se podía andar en los libros, que él era un hombre de negocios, un hombre de orden?» Doña Eugenia viéndole tan irritado determinó pagar con sus ahorros aquella suma y dejar en paz los libros de su esposo. Doña Eugenia era una mujer económica, pero había adquirido un vicio considerable, el del papel. Cada día más enemiga de los microbios y resuelta a darles guerra crudísima mientras le quedase un soplo de vida, desde hacía algún tiempo ni daba la mano a nadie sino enguantada ni tocaba objeto alguno si no era interponiendo entre los bacilus y sus dedos un papel. Lo compraba por resmas en un almacén de la calle de las Infantas. El dueño de este almacén solía decir burlando que la señora de Escudero le consumía tanto como una imprenta.

Otro de los asuntos que dio origen a algunos disturbios domésticos que hubieran degenerado en graves conflagraciones si uno de los bandos no hubiese operado una prudente retirada, fue el de las invitaciones. Escudero, que a causa del citado desequilibrio en el presupuesto de boda se hallaba en un estado alarmante de disgusto y de profunda decepción, exigió que se invitase a la ceremonia a sus amigos y compañeros de tresillo en el Círculo Mercantil, Buceta, Trompeta y Rubau. Esta monstruosa exigencia llevó la desolación al espíritu refinado de su hija. En vano doña Eugenia agotaba para convencerla toda clase de razonamientos y representaciones. Araceli, en el colmo de la desesperación, torciéndose las manos, exclamaba:

–¡Pero mamá de mi alma! ¿qué dirá la duquesa de Colmenar de la Oreja, qué dirá el marqués de Cabezón de la Sal al verse junto a un hombre que se llama Trompeta?

Todavía el hado adverso reservaba una prueba más cruel al temperamento primo y elevado de la prometida. Escudero, enardecido con su victoria, después de haber impuesto a Buceta y a Trompeta, llevó su audacia hasta proponer a Barragán. El paisano se había hecho su amigo íntimo, le había confiado la gestión de sus intereses y por último había tenido el rasgo feliz de ofrecer a la novia no un regalo como cualquier hombre vulgar, sino un billete de quinientas pesetas para que ella comprase el objeto que más le gustase. Este procedimiento generoso y práctico a la vez le había elevado considerablemente en el concepto de Escudero. La consternación más profunda se pintó en el semblante de su hija al tener conocimiento de la fatal decisión. No valieron súplicas ni lágrimas ni se logró nada con la intervención oficiosa de algunos amigos diputados para ello. Don Ramón permaneció inflexible. O Barragán era invitado o él mismo dejaría de asistir a la ceremonia. Se tragó, pues, a Barragán, ¡un trago bien amargo! Araceli, pateando de cólera en su gabinete, se prometía tomar en lo futuro una digna venganza. En cuanto estuviese casada ¡ni uno solo de aquellos hombres ordinarios pondría los pies en la casa ducal! Por su parte Escudero, temiendo haber llevado demasiado lejos sus exigencias, suplicó a Barragán en términos sentidos «que si era posible se recortase un poco las barbas». Cedió éste, bien convencido sin embargo en su interior de que no se lograría con ello borrar la odiosa traza de bandido con que, implacable, la naturaleza le había dotado. Pero como hombre dócil y de buena pasta, no sólo cedió a recortarse un si es no es la barba, sino que se vistió una flamante levita, se puso botas de charol, pantalón bombacho, sombrero de copa y en la corbata un alfiler con una enorme esmeralda falsa. ¡Estaba horrible! ¡patibulario! Los invitados al pasar junto a él no podían menos de sentir un escalofrío. Uno de los amigos del novio le llamó Rebolledo, aludiendo al bandido de la zarzuela Los diamantes de la corona, y la palabra hizo fortuna entre la juventud maleante.

La ceremonia debía de celebrarse a las cinco de la tarde. Los novios partirían en el sud-express poco después. A las tres, la multitud de los convidados invadía los fastuosos salones de la casa de Escudero, en la calle de Alcalá. Tristán estaba allí. Era uno de los testigos designados por la novia. Andaba solo, huyendo de juntarse a nadie según su costumbre. El sensible lance acaecido a su cuñado y en el cual había él tomado parte no había contribuido a mejorar su genio difícil y sombrío. El matrimonio de su prima, a la cual nunca había profesado mucha estima, le inspiraba un poco de risa, un poco de lástima y otro poco de desprecio. ¡Casarse, por ser duquesa, con un espectro!

Efectivamente Gonzalito Ruiz Díaz lo era. Al principio de sus relaciones con la niña de Escudero pareció animarse un tanto su naturaleza, pero a medida que transcurría el tiempo se fue debilitando nuevamente hasta inspirar miedo. Se decía en la familia que la oposición tenaz de su padre era la causa de tal decaimiento. Sin embargo, después del fallecimiento del duque nada mejoró de aspecto. Entonces se achacó a los amores. En cuanto satisficiese, uniéndose a Araceli, los vivos anhelos de su corazón engordaría hasta ponerse como una bola. Esta era la profecía que había encontrado más eco en la familia de Escudero y de todos sus allegados.

Cuando se presentó en el salón ataviado con el uniforme de maestrante de Granada, su faz lívida, el círculo azulado que rodeaba sus ojos, la fatiga que se leía en todos sus rasgos no pudo menos de sorprender a los circunstantes que empezaron a hablarse al oído. «Es el uniforme—decían algunos—lo que le da ese aspecto de muerto desenterrado.» «¡Qué uniforme! Es la emoción. ¡Ha sido siempre un chico tan sensible!» El pobre Gonzalito se sentía en efecto bien fatigado, bien conmovido, bien amarrado dentro de su vistoso uniforme. Todos los amigos se apresuraron a rodearle vertiendo en su oído palabras de felicitación. Unos lo tomaban por lo serio, le hablaban de su preclaro nombre que pronto iba a encontrar quien lo perpetuase, otros echaban el santo sacramento a broma.—«¡Ánimo, Gonzalo! Para sostenerte en este trance fiero aquí tienes a los amigos. ¡No tiembles a la vista del patíbulo!» Y señalaban al altarcito erigido allá en el fondo del salón contiguo y que se veía por la puerta entreabierta.

Al fin llegó monseñor Isbert que debía bendecir la unión de los jóvenes. Era un prelado doméstico de S. S., hombre de mundo, jovial, diplomático, tolerante. Por estas razones gozaba de gran crédito en la alta sociedad madrileña y había casado ya un número considerable de sus miembros. Señoras y caballeros le rodearon al instante y gozaron de su conversación culta y jocosa. Cuando se hubo cansado monseñor sacó el reloj.

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01 July 2019
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