Read the book: «Tristán o el pesimismo», page 11

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Tristán, sin hacer caso de estas palabras, siguió paseando agitado y colérico. Don Germán sonrió y replicó suavemente:

–Todo eso, amigo Núñez, me parece más gracioso que exacto. Jamás ha existido unanimidad de pareceres en este mundo. Mucho menos puede haberla en las obras literarias en que se trata de lo feo y lo bonito. Pero eso no impide que aquí como en todas partes prevalezca al cabo lo que debe prevalecer y perezca lo que debe perecer. Yo he vivido siempre bien alejado del mundo de las artes y las letras, pero tengo el presentimiento de que en la literatura los enemigos contribuyen más a formar las reputaciones que los amigos. Unas veces con un silencio injustificado y receloso, otras con un ataque intempestivo como el que ahora ha experimentado Tristán, señalan al público el sitio donde está lo bueno. En las aldeas de Francia he visto que para descubrir las trufas sueltan los cerdos al campo. En el sitio donde las hay se detienen y comienzan a hozar estos animales. Entonces acuden a separarlos, se cava la tierra y se recoge el fruto. Así los envidiosos delatan el paraje donde existen las trufas literarias; allí acude el público, los separa y se las come. Perdone usted lo feo de la comparación en gracia de su exactitud…

Núñez no quiso conceder la exactitud del símil y se desbordó inmediatamente en un torrente de paradojas e ingeniosidades, todas bien amargas y resquemantes. Don Germán le respondió con su habitual sencillez y se entabló una discusión prolongada. Tristán se puso en seguida de la parte del pintor y le superó si no en gracia en amargura y exaltación. Al fin Reynoso la cortó jocosamente advirtiendo que les esperaba el almuerzo. Núñez se despidió.

Durante el almuerzo Tristán se mostró tan taciturno que Clara, sorprendida y dolorosamente impresionada, no apartaba de él los ojos. Reynoso y Elena se dirigían miradas furtivas, sonriendo unas veces, otras sacudiendo la cabeza con señales de enfado. Particularmente Elena se iba poniendo nerviosa con el silencio descortés y embarazoso de su cuñado. En poco estuvo que no le interpelase bruscamente y sólo atendiendo a las señas de su marido logró contenerse. Pero no pudo menos de murmurar una de las veces:

–¡Parece mentira que un hombre tan majadero haya escrito una obra tan bonita!

Tristán alzó la cabeza y preguntó distraído:

–¿Qué decías?

–Que está admirable esta salsa.

Don Germán sonrió y Tristán bajó de nuevo la cabeza persistiendo en su silencio desconsiderado.

En cuanto terminó el almuerzo se encerró en su despacho. Allí vino a llamar no mucho tiempo después García, que traía igualmente un número de El Universal en la mano. En cuanto entró apretó la de Tristán fuertemente y dejó escapar estas fatídicas palabras:

–¡Hay que aplastar a la víbora!

Tristán se estremeció. García se dejó caer en una butaca y paseando sus ojos relampagueantes por la estancia como si esperase descubrir oculto en algún rincón al odioso reptil se echó mano al bolsillo interior del chaquette, sacó un manojo de cuartillas, dejó caer hacia atrás la capa y se puso a leer con voz hueca. Era una respuesta aplastante, en efecto, a la crítica de Leporello nutrida de sana doctrina retórica y adornada con todos los recursos que proporciona al discurso la ortografía española; signos de admiración, interrogantes, puntos suspensivos, paréntesis, etc., etc. Tristán, muy caviloso, apenas le escuchaba.

«¡Pero váyase a Leporello con las diferencias entre el estilo adornado y el vehemente y patético! ¿Qué sabe el crítico zorrocloco de humanidades? De éstas no sabe más que lo que a la suya se refiere, y como ésta no ve mucho más allá de sus narices… de ahí que… ¡tente pluma! ¿Cómo es posible que un hombre de tan corta vista logre entender que el fin moral de la tragedia es purgar nuestras pasiones por medio de la compasión y del terror, mientras que el de la comedia es corregir nuestros vicios por medio del ridículo? Pero no hablemos de ridículo, no mentemos la soga en casa del ahorcado. Si el escritor insigne a quien Leporello moteja…»

–¡Por Dios, García!—exclamó Tristán avergonzado.

–¡Déjame! Yo sé lo que escribo—exclamó García con la misma voz vibrante, campanuda, con que leía su artículo.

«Si el escritor insigne a quien…»

–¡Pero García, eso es demasiado! ¿No comprendes?…

El retórico extendió su mano para atajarle y sin hacerle caso volvió a repetir con más énfasis:

«Si el escritor insigne a quien Leporello moteja pudiera descender a responderle; si la pluma brillante que ha trazado los prodigiosos versos de Magdalena pudiera mancharse una sola vez, etc.»

García, trémulo y gritando como un energúmeno, concluyó al cabo la lectura del artículo. Una mirada feliz, triunfante brilló en sus ojillos negros, debajo de sus pobladas pestañas, como una linterna dentro de un bosque. Envolvió las cuartillas lentamente, las metió en el bolsillo y acercando la boca al oído de Tristán y haciendo una serie prodigiosa de muecas pronunció estas palabras memorables:

–Este artículo saldrá en el correo de esta noche, y pasado mañana o a todo más el sábado se publicará en El Clamor de Alicante. El sábado, pues, ya podrás caminar por la calle con la cabeza bien levantada.

XII
LA NOVENA SINFONÍA

En un billetito perfumado, muy perfumado, y las armas de la noble casa de Peñarrubia estampadas en lacre de color rosa, invitaba la condesa a comer a su entrañable amiga Elena.

«Cherie: Ya que tu señor marido te ha dejado hoy por aquellos bichos tan feos que guarda en el Sotillo, ven a alegrar unos instantes esta humilde casita comiendo conmigo esta noche. A las ocho. Tú puedes venir cuando se te antoje que para eso eres el ama. Adieu, ma petitte poupée de biscuit. Muchos besos, muchos, muchos…

Marcela.»

El matrimonio Reynoso se hallaba instalado desde el 1.º de enero en su magnífico hotel de la Castellana. Corrían los últimos días de febrero. Don Germán, que había aceptado con semblante risueño por no disgustar a Elena el traslado de domicilio, se aburría mortalmente en la corte. Sólo la ópera y algunos conciertos le indemnizaban de aquellas horribles horas de paseo con los coches en fila viendo cruzar a su lado una ristra de rostros contraídos y de cuellos almidonados. Luego otra vez a verlos en el teatro, en las soirées, después de haberlos visto por la mañana en la acera de la calle de Alcalá y por la tarde en algún five o'clock, en la exposición de pinturas, en las carreras, en dondequiera que repicasen. Cualquiera diría, pensaba Reynoso, al observarlos tan presurosos, tan sedientos de verse a todas horas, que estos señores se aman entrañablemente. Y, sin embargo, el día que uno de ellos se presenta con un nuevo tren tirado por un tronco de raza sería asesinado gozosamente por sus más íntimos amigos.

Casi todas las semanas se escapaba el indiano algunas horas o un día entero a su finca. Hasta entonces no había dormido nunca allá, pero como necesitase hacer una larga excursión al monte, determinó quedarse aquella noche y regresar al día siguiente.

A las ocho en punto se detenía la berlina de Elena delante de una casa de la calle de Serrano donde vivía la de Peñarrubia. Ocupaba esta dama un modesto entresuelo sin lujo ni ostentación; la escalera estrecha, los muebles pocos y sencillos, la servidumbre reducida a una cocinera y una doncella. El único lujo que se autorizaba era un exceso de luz y de perfumes. Los vecinos de los otros cuartos al subir la escalera y cruzar por delante de su puerta advertían por el montante una viva, esplendorosa iluminación y sentían en la nariz un penetrante aroma de violeta. No necesitaban más para penetrarse de la clara estirpe de la inquilina.

Cuando Elena llegó no estaba Marcela y aún se pasó un buen rato sin que apareciese. Al cabo hizo su entrada en compañía de Narciso Luna, de Gustavo Núñez y de otra dama que llamaba Enriqueta. Venían de una matinée en casa de la de Somorrostro, donde decía que se habían encontrado casualmente. Marcela había invitado a comer a Gustavo. Todo parecía muy claro. Sin embargo, Elena sintió un leve estremecimiento olfateando la trampa. Aquella dama a quien no conocía se llamaba Enriqueta Atienza, hermana del marqués de Raigoso, de treinta y ocho a cuarenta años de edad, casada con un banquero, rubia y separada de su marido.

Pasaron inmediatamente al comedor. El criado de Narciso Luna servía la comida. Este vivía en un cuartito de la calle de Recoletos, haciendo sus comidas en el Club. Un criado arreglaba su habitación, limpiaba su ropa y le ayudaba a vestirse. Muchas veces se vestía en el mismo Club, haciéndose traer el frac y la camisa. La de Peñarrubia utilizaba al muchacho para sus recados y aun para servir la mesa cuando tenía invitados.

–No; ahí no, Elena… Siéntate aquí.

Y después que la tuvo acomodada la condesa sentó a su lado a Gustavo Núñez.

Elena no pudo menos de sentir un poco de malestar mezclado de miedo. Esta mala impresión se disipó al cabo en el curso de la comida. La alegre conversación y el vino hicieron efecto en su cerebro volátil. Todos la colmaban de atenciones y de mimos. Elena que era propensa a ellos, como una niña de pocos años, pronto se halló en su centro dejando pasar al través de sus ojos y su boca aquella infantil, inagotable alegría que formaba su principal encanto.

Antes que hubiesen terminado de comer llegó el vizconde de las Llanas, el cual, por ciertos signos indubitables, pronto hizo comprender a Elena que era el amante de Enriqueta Atienza. Un noble de traza innoble, joven aún pero bien estropeado; el pelo lacio, las mejillas hundidas, la nariz amoratada, la voz aguardentosa, los ojos levemente torcidos y aviesos. A Elena le produjo malísimo efecto aquel aristócrata que tenía todo el aspecto de un caballero de industria. Además hablaba con un cinismo repugnante bien lejano del culto e ingenioso de Núñez.

La conversación era animada aunque reducida casi toda a la narración y comentario de las intrigas amorosas que se anudaban y se desanudaban en el círculo de sus conocimientos. Pepita Z*** había entrado al fin en relaciones con el marqués de G***. ¡Cuánto tiempo le había estado despreciando! Como que esperaba que el duque de A*** se rindiese a sus encantos. Convencida al fin de que el duque no se hallaba dispuesto a morder aquella manzana pasada, cayó arrepentida en los brazos del marqués. Blanquita H*** estaba pasando las grandes ducas por Manolo L*** y éste sin hacerle caso.

–¿Y por qué no la quiere Manolo?—preguntó Núñez—. Blanquita es una preciosa criatura.

–Porque está enamorado de su mujer según dicen—respondió Enriqueta Atienza.

–¡Qué mal gusto!—exclamó la condesa—. Gorda como una barrica de aceite y bizca por añadidura… ¿Pero Manolo no se había casado con ella por el dinero?

–Todo el mundo pensaba eso y él mismo no se ocultaba para decirlo. Ahora al cabo de seis años resulta que se pone loco perdido por ella y tiene unos celos atroces de Marquina.

–¡Válgate Dios! ¡Después de tanto tiempo como llevan de relaciones! Me parece que Marquina entró en amores con ella antes de ser ministro, ¿verdad?

–Ya lo creo; ni soñaba con serlo. Pues a pesar de eso Manolo está furioso, persigue a su mujer y la vigila. El día menos pensado va a dar un escándalo provocando a Marquina.

–Muy mal hecho—profirió la condesa.

–Muy mal hecho—repitió Gustavo Núñez.

–Muy mal hecho—corroboraron el vizconde de las Llanas y Narciso Luna.

–Unos amores tan largos es cosa que debe respetarse—manifestó Enriqueta con profunda convicción.

Los demás expresaron también su aprobación poniéndose muy serios. Parecía que aquel adulterio era cosa sagrada e intangible.

A los postres llegó Rosita León, una mujercilla que sólo tenía de joven la figura grácil, elegante y vivaracha. El rostro bastante ajado y con pronunciadas ojeras. Rubia también y separada de su marido.

–Es una observación que vengo haciendo desde largo tiempo—dijo Gustavo Núñez echándose atrás en la silla y limpiándose la boca para beber—. Todas las señoras que no están de acuerdo con sus maridos se pintan el pelo de rubio. Parece así como la primera señal ostensible de su independencia, una declaración enérgica y valerosa de que están hartas del yugo matrimonial y que no se hallan dispuestas a soportarlo por más tiempo.

–Eso no es exacto—repuso la condesa un poco picada—. Aquí tiene usted a Elena que es rubia y sin embargo se halla bien conforme con su marido.

Núñez no dio su brazo a torcer y replicó inclinándose correctamente:

–Cuando se tiene un marido tan amable y tan simpático como Elena, no sorprende esa conformidad.

El vizconde de las Llanas y Enriqueta levantaron hacia él los ojos con curiosidad no exenta de malicia.

–Eso de la conformidad—manifestó Rosita León aceptando una copa de champagne que le tendía la condesa—es cosa complicada. Se puede estar de acuerdo desde ciertos puntos de vista y sin embargo no estarlo desde otros.

El vizconde soltó una estrepitosa carcajada.

–¿Y cuál es el punto de vista desde donde su marido no es aceptable, se puede saber?—preguntó groseramente.

–¿Se puede saber cuándo dejará usted de ser un sinvergüenza?—Luego añadió bajando la voz:—Yo estimo mucho, muchísimo a mi marido, pero… francamente no le quiero, ¿por qué no he de decirlo?

–Él en cambio la quiere a usted muchísimo, pero no la estima—dijo sonriendo Núñez.

–¿Por dónde le ha venido a usted esa noticia?—replicó la de León vivamente y con señales de cólera. Era sino del pintor despertarla fácilmente; pero como hombre bien educado y cauto sabía restañar prontamente las heridas.

–Por lo que a mí me sucede. Yo cuando quiero mucho a una mujer desearía estrujarla.

Rosa no pudo menos de reír.

–Está visto, Marcela, que te complaces en recibir en tu casa a los hombres más desvergonzados de Madrid.

Mas el pintor tenía la atención puesta en otro punto y temía que aquel libre chisporroteo ahuyentase la caza que perseguía. Poniéndose serio y con ademanes de hombre sensato y convencido principió a decir lentamente:

–En este asunto de la fidelidad conyugal pienso que casi todos nos equivocamos. Así que vemos a una mujer casada corriendo una aventura, lo primero que decimos es: «Esa mujer no está conforme con su marido», si es que no aseguramos: «Esa mujer aborrece a su marido». Si meditásemos con calma y observásemos con cuidado comprenderíamos que es injusta la sospecha. Estoy absolutamente persuadido de que la mayoría de las mujeres que faltan a sus maridos no lo hacen porque dejen de hallarse conformes con ellos ni menos porque los aborrezcan…

–¿Entonces por qué les faltan?—preguntó Narciso Luna riendo.

–Por la tendencia invencible que todos los seres sentimos hacia la variedad, a lo menos como seres corporales. Sería muy bello que fuésemos espíritus puros. Entonces acaso existiera en los matrimonios fidelidad, aunque lo dudo, porque la inclinación al cambio reside igualmente en el fondo de nuestra naturaleza espiritual. Pero ¿cómo ni por qué contrarrestar los impulsos vitales con que la naturaleza nos advierte que por encima de nuestros mezquinos intereses están los suyos, que esas convenciones que llamamos sagradas son cosas para ella absolutamente despreciables? Toda mujer percibe instintivamente que la promiscuidad no es un crimen natural como el robo o el asesinato, sino artificial inventado por el egoísmo de los hombres. Si no falta a su marido será porque teme a las consecuencias, no porque le aterre el pecado.

–¡Choque usted, Núñez: eso mismo he pensado yo siempre!—exclamó Enriqueta Atienza alargando su copa que Gustavo se apresuró a tocar con la suya.

–Una mujer puede amar mucho a su marido—prosiguió el pintor—, pero llega un momento en que sin darse ella misma cuenta, por un impulso vivo pero fugaz de su naturaleza se entrega a otro hombre. ¿Quién no tiene en el mundo caprichos? ¿Quién no siente estos impulsos inconscientes de su naturaleza? ¿Qué tiene que partir con ellos nuestra alma ni nuestras verdaderas y profundas afecciones? El mundo injusto y cruel como siempre condena a aquella pobre mujer, la persigue y la maldice.

–Sin embargo—apuntó la condesa que presumía de dialéctica sutil—, la responsabilidad que el mundo exige a la mujer no se funda precisamente en la conciencia o inconsciencia de su capricho, sino en las consecuencias que consigo arrastra. Hay maridos tranquilos, que tienen la piel dura… que no son muy aprensivos…

–Vamos, maridos sin vergüenza—exclamó Rosa León.

Los comensales rieron y la condesa también.

–A esta clase de maridos no se les hace ningún daño. Pero hay otros susceptibles, de una sensibilidad exquisita y a éstos una falta que en sí misma tiene tan poco valor puede herirles de muerte.

–Si les hiere de muerte es porque padecen una aberración—replicó el pintor—. No son espíritus sanos, bien equilibrados. Pero en fin, no se trata de eso. A la mujer corresponde evitar disgustos a su marido por medio de una gran prudencia, del más profundo secreto. Basta con eso, porque repito y sostengo que no hay tal crimen. Si lo hubiese sería igual para los dos cónyuges, y bien saben ustedes que las faltas del marido, cuando no son excesivamente escandalosas, ni atentan al matrimonio ni extinguen por lo general el amor de la esposa.

Elena escuchaba con intensa atención. Las palabras del pintor le sorprendían y aunque no les diese completo asentimiento, no pudo menos de hallarlas razonables.

Núñez con astucia cambió en seguida la conversación. Las señoras dieron permiso para encender los cigarros y, con asombro de Elena, la condesa aceptó un cigarrito de tabaco turco que Narciso le ofreció.

–¿Y dónde anda ahora Menelao, amigo Gustavo?—preguntó con sonrisa insolente el vizconde de las Llanas.

Núñez se turbó levemente y echó una rápida mirada de reojo a Elena. Luego se puso serio y murmuró de mal humor:

–No lo sé.

–¿Viaja lejos de Esparta?

El pintor visiblemente molesto se contentó con alzar los hombros, dirigiendo en seguida la palabra a la condesa. El vizconde hizo un guiño a Narciso Luna y dejó escapar una risita maligna.

Se levantaron de la mesa. El café se les sirvió en el gabinete de la condesa. Esta se fue a la sala antes de terminar, abrió el piano y comenzó a teclear suavemente: luego llamó a Elena, la hizo sentar a su lado en un diván y comenzó a charlar perdiéndose en un mar de graciosas y menudas confidencias que aún alegraron más a Elena con estarlo ya mucho a causa del champagne. Cuando se hallaban más distraídas vino a interrumpirlas Gustavo Núñez.

–¡Usted siempre tan importuno!—exclamó la condesa.

–¡Perdón! Me daba el corazón que se estaban ustedes contando secretos… y los secretos de las señoras me fascinan. Dios no ha hecho ni puede hacer otra cosa más interesante. Me retiro—añadió dando un paso hacia la puerta—, pero conste que lo hago con todo el dolor de mi alma.

–Acérquese usted, granuja, arrime usted una silla y venga usted a pedir perdón a Elena de haberla escandalizado hace un momento.

Elena nada había hablado a la condesa de las opiniones de Núñez.

–Siento mucho que no le parezcan bien y si hubiera sabido su disconformidad me guardaría de emitirlas.

–Debiera usted suponerlo, malvado, porque Elena adora a su marido.

–Volvemos a lo mismo, condesa. Las mujeres que adoran a sus maridos me encantan. Y si cometen alguna falta (de lo cual nadie está libre en el mundo) yo las perdono de buen grado porque tienen corazón.

Elena soltó una carcajada.

–Sabe usted decir las cosas de un modo, Núñez, que cualquiera pensaría que habla usted en serio.

–¿Tan absurdas encuentra usted mis ideas?

Efectivamente Elena las hallaba completamente disparatadas y así lo manifestó sin rodeos. Se inició una discusión viva pero amical entre el pintor y la dama. La condesa les dejó enfrascados en ella y fue a reunirse con sus amigos en el gabinete. Núñez se mostró paradójico y chispeante como siempre, pero más delicado, más insinuante que nunca. Elena no pudo menos de reír muchas veces admirando su gracia y habilidad. Gustavo tuvo espacio y ocasión para decir todo, todo lo que bullía en su mente desde hacía algunos meses sin que la dama encontrase motivo para enojarse. El tiempo transcurría, la charla fue haciéndose cada vez más íntima. Elena, un poco aturdida, se iba dejando arrastrar a las confidencias. Como se veía aplaudida y mimada por aquel hombre, le mostraba su interior inocente, pero voluble y caprichoso. Núñez comprendió que el vicio no arraigaría jamás en su temperamento infantil pero podía caer por la ligereza increíble de su espíritu.

Al cabo se alzó sofocada del diván. Cuando entró en el gabinete debía de tener el rostro encendido. Todos la miraron con insistencia y creyó notar en sus ojos cierta curiosidad burlona. Vio que a hurtadillas el vizconde de las Llanas apretaba la mano del pintor como si le diese la enhorabuena. Bruscamente se despidió.

–¡Tan pronto!—exclamó la condesa.

En vano la suplicaron que se quedara otro ratito. Resueltamente se iba. Se sentía sofocada, con un deseo irresistible de salir de aquella casa. Bajó la escalera precipitadamente, montó en el coche y se dejó caer en un rincón. Pero allí su agitación fue en aumento, tenía toda la sangre acumulada en las mejillas; latían sus sienes, temblaban sus manos, sonaban en sus oídos aquellos requiebros delicados en la superficie, en el fondo desvergonzados. Lentamente se despojó del guante de la mano izquierda que acababa de ponerse. En aquella mano habían estampado un beso hacía un instante y ella, en vez de castigar la insolencia, se había limitado a levantarse del asiento roja como una amapola. ¿Cómo había perdido la fuerza para rebelarse? Esta idea dolorosa trazaba una arruga profunda en su frente. Su imaginación volaba, volaba hacia el Escorial. ¡Qué feliz había sido allí siempre! ¿Por qué había tomado tanto empeño en venir a Madrid? Esta ciudad empezaba a causarle miedo. Jamás en su vida se había hallado tan humillada y tan inquieta. Cuando llegaron a la puerta del hotel y el lacayo vino a abrir la portezuela, sin hacer movimiento alguno para salir le preguntó:

–¿El tiro de mulas está aquí o en el Sotillo?

–Está aquí, señora.

–Quitad éste y enganchadlo.

–Está bien, señora—replicó el lacayo sorprendido.

Y como permaneciese de pie con la portezuela abierta esperando que la señora bajase, ésta le dijo con alguna impaciencia:

–Cierra, yo no salgo del coche.

La sorpresa del lacayo fue mucho mayor. Habló en voz baja con el cochero, bajó éste del pescante, tomó otra vez la orden de la señora y se dispuso a cumplimentarla. Un buen cuarto de hora se tardó en cambiar los tiros de la berlina, porque el de mulas no estaba enjaezado. El cochero propuso cambiar el coche por una carretela de camino, pero Elena se negó a ello. Era poco más de las once.

–Al Sotillo—dijo con firmeza al lacayo cuando todo estuvo a punto. Ni éste ni el cochero sintieron esta vez sorpresa porque ya se lo habían tragado—. ¡Vivo! ¡vivo!—Apenas salieron por la puerta de San Vicente emprendieron el galope. La noche era obscura; el cielo estaba aborrascado; grandes nubes negras, informes, monstruosas corrían por él dejando por intervalos descubierto algún rincón de azul obscuro. La tierra se extendía negra, amenazadora como el cielo. En poco más de tres horas alcanzaron el Sotillo, que dormía el sueño profundo y tranquilo del labriego. Ladraron los perros furiosos, pero al oír la voz del cochero se amansaron repentinamente. Elena subió a las habitaciones de su marido. Este al sentir el ruido del coche y los ladridos de los perros se había vestido apresuradamente. Cuando la vio aparecer quedó estupefacto. ¿Qué ocurría? ¿Cómo a tales horas…?

–Nada—replicó ella turbada—. He sentido mucho miedo y no pude resistir.

Don Germán tuvo una sonrisa cariñosa para aquel capricho infantil. Ya estaba acostumbrado a ellos.

–¡Vendrás muerta de frío, hija mía!—dijo acariciándole el rostro, palpando su espalda.

–No, he venido muy bien abrigada.

Reynoso mandó encender las chimeneas del dormitorio y del saloncito contiguo que ya estaban apagadas; luego despidió a los criados y se encerró con su esposa.

–¿Pero qué es eso? ¿qué es eso?—dijo paternalmente tomándole una mano y arrastrándola suavemente hacia un diván. Elena le echó los brazos al cuello y rompió a llorar. Don Germán asustado, confuso la instó para que se explicase. ¿Qué había pasado? ¿Había tenido algún disgusto con los criados? ¿Le habían dado algún susto? Elena callaba, llorando cada vez con más sentimiento. Al cabo profirió entre sollozos:

–No sé lo que tengo… nada me ha pasado… pero he sentido miedo de pronto… ¡un miedo tan horrible…! Pensé que no te volvería a ver más…

Reynoso sonrió aplicando sobre sus mejillas algunos besos prolongados.

–Es que estás nerviosa, hija mía.

–Sí, muy nerviosa.

–Voy a llamar para que te traigan una taza de tila con azahar.

Elena se opuso resueltamente. Se encontraba bien; no necesitaba otra cosa que tranquilidad y sentirle cerca de sí. Y se estrechaba contra él y le apretaba la mano y de vez en cuando la llevaba a sus labios. Reynoso a su vez la apretaba tiernamente contra su pecho y le acariciaba la cabeza rozando con los labios sus cabellos dorados.

Al cabo de un largo silencio, Elena levantó sus ojos mojados de lágrimas y sonriente y confusa balbució con mimo:

–¡Si me hicieses un favor, Germán!

–¡Cuanto tú quieras, alma mía!

–Es que acaso te moleste…

–Si me molesta, mejor: así tendrá algún mérito.

–Quisiera que tocases la novena sinfonía de Beethoven, esa obra que tanto me gusta… Yo pienso que me tranquilizaría más que la tila y el azahar.

–¡Pero eso no es molestia, hija mía! Es un placer—replicó riendo el caballero.

Y abrazándola de nuevo y estampando un beso en su frente se alzó del asiento, se acercó al piano y lo abrió.

Elena comenzó a escuchar con tal inmovilidad y silencio que parecía la estatua simbólica de la atención. Aquel ser pueril, de natural tan ligero y aturdido hallaba repentinamente en el fondo de su alma una seriedad increíble. Las frases graves, solemnes de la inmortal sinfonía le revelaban el acuerdo misterioso de las cosas entre sí y el de su propio corazón con el universo. Su espíritu se bañaba en lo infinito y percibía como uno de los más escogidos de la tierra la eterna, profunda armonía que reside en el centro de la vida inmortal. No lloraba: sus grandes ojos abiertos parecían absorber oleadas de luz. De vez en cuando los cerraba con un gesto aprobador. ¡Así es; así es el mundo; así es la vida! Reynoso que había advertido vagamente el efecto que aquella obra producía siempre en su esposa la tocaba ahora con singular maestría, con un sentimiento arrobado y una unción que hasta entonces jamás había sentido.

Cuando terminó y se alzó del asiento, Elena vino hacia él, se colgó de su cuello y dejó caer la cabeza sobre su pecho sin decir palabra. Así estuvieron unos instantes. Suavemente Reynoso la condujo al diván y la sentó sobre sus rodillas. ¿Y ahora estaba contenta? Sí, sí, Elena estaba muy contenta; todo se le había pasado. Y volviendo repentinamente a su acostumbrada alegría comenzó a charlar con animada volubilidad. ¡Qué susto le había dado! ¿verdad? ¡Vaya una cara chistosa que había puesto cuando la vio aparecer! ¡Ni que fuera la estatua del Comendador! Él se defendía; se había asustado, es cierto, pero inmediatamente había sentido una extraordinaria alegría.

–¡Mentira! Tú te dijiste: «Vaya unas horas oportunas que tiene mi mujercita para visitarme.» Y echaste de menos en seguida tu hermoso sueño interrumpido.

–¡Qué idea! Al contrario; por ver estos ojos divinos, por acariciar estos cabellos de oro, por besar estas manos de nieve y de rosa velaría yo toda la vida.

–No seas embustero. Confiesa que dormías a pierna suelta y muy a gusto lejos de tu pobrecita Elena.

–Que dormía, sí, lo confieso; pero niego que durmiera a gusto. Mientras el sueño no me rindió tu imagen no se apartó de mi pensamiento.

Elena alegre con estas palabras como un pajarito en el árbol aparentaba no creerle, le tiraba del bigote, le daba suaves bofetadas en las mejillas, le tapaba la boca, «el frasco de las mentiras» como ella decía. Pero él, aunque enajenado por aquella lluvia de caricias, concluyó por mostrarse inquieto. Tal vez su ruidosa alegría dependiera del mal estado de sus nervios, fuese una continuación de la crisis. Así que con timidez le insinuó la idea de acostarse. Elena protestó inmediatamente. Se hallaba admirablemente: no sentía ningún sueño.

–Pero, hija mía, es imposible que después del sacudimiento nervioso que has tenido, después del viaje tan molesto en carruaje, no te sientas fatigada. ¿No sería mejor que fueses a la cama?

Hizo nuevas protestas de que no estaba fatigada, de que no tenía sueño. Quien lo tenía era él, el grandísimo cazurro, que con el achaque de que ella se reposase sentía unas ganas atroces de meterse otra vez entre sábanas y roncar como un gañán. Don Germán reía asegurando que sólo temía por la salud de ella.

–¡Pero cuántas mentiras me has dicho hoy, Virgen del Carmen! ¿No te remuerde la conciencia de engañar de ese modo a una infeliz mujer?

Y de nuevo volvió a su charla voluble, incoherente, hablando del adorno de la casa, que era su tema favorito, saltando por intervalos al teatro, a las tertulias que había asistido, a las amigas, para volver de nuevo a la casa, a sus eternos proyectos de reforma, echar abajo el tabique del comedor, levantar en el jardín sobre columnas una serre que comunicase con él, cambiar la decoración del despacho de su marido que era muy vulgar por un mobiliario estilo americano que había visto en la calle de Alcalá. Porque Elena se metía a reformar hasta las habitaciones particulares de su marido y éste la dejaba hacer, feliz de verla tan divertida.

Poco a poco, no obstante, aquel chorro de palabras se fue haciendo menos copioso. Su marido se lo hizo notar. ¿Tendría sueño por ventura? Elena se mostró indignadísima ante aquella superchería y para castigarla le dio unos cuantos pellizcos y le tiró del bigote con refinada crueldad. Pero entonces, ¿por qué comenzaba a apoyar la cabeza en su pecho? ¿Por qué no se mantenía derecha?

–Porque hablo mejor así, antipático. ¿No comprendes que tengo la boca más cerca de tu oído?

Sin embargo cada vez hablaba menos. Últimamente se quejó de que su marido no decía nada. ¿Por qué no hablaba? ¿Todo lo había de decir ella? Reynoso por complacerla se puso a contarle lo que había hecho durante el día, su excursión a la sierra. Elena escuchaba cediendo cada vez más al letargo que la invadía. Su marido sonrió. Ella advirtió su sonrisa.

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01 July 2019
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350 p. 1 illustration
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