Guerra, política y derecho

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Guerra, política y derecho
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Para mis nietos Luka y Anna Hlum Borrero, con la esperanza de que sus vidas discurran en un mundo sin guerras.

AGRADECIMIENTOS

Agradezco de manera muy especial a la Escuela Superior de Guerra de las Fuerzas Militares de Colombia, institución que me dio el estímulo y el apoyo necesarios para terminar los trabajos iniciados en mi cátedra sobre la Guerra en la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de Colombia. Agradezco igualmente a la Universidad El Bosque, por su interés en estos escritos para su publicación y difusión.

320.9 B67g

BORRERO MANSILLA, Armando

Guerra, política y derecho / Armando Borrero Mansilla -- Bogotá : Universidad El Bosque, Vicerrectoría de Investigaciones, 2017.

166 p.

ISBN 978-958-739-098-8 (Impreso)

ISBN 978-958-739-099-5 (Digital)

1. Derecho Internacional humanitario 2. Derechos Humanos 3. Violencia – Consecuencias 4. Política y Guerra 5. Fuerzas armadas – Colombia.

Fuente. SCDD 23ª ed. – Universidad El Bosque. Biblioteca Juan Roa Vásquez (Julio de 2017).


Guerra, política y derecho

1ª edición, septiembre de 2017

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

© Universidad El Bosque

© Editorial Universidad El Bosque

© Armando Borrero Mansilla

ISBN: 978-958-739-098-8 (impreso)

ISBN: 978-958-739-099-5 (digital)

Universidad El Bosque

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Editor jefe: Gustavo Silva Carrero

Coordinación editorial: Leidy De Ávila Castro

Dirección gráfica y diseño: Alejandro Gallego

Carátula: Lekker. Design Lab

Diagramación: Leonardo Cháves Torres

Corrección de estilo: Mónica Roesel Maldonado

Diseño de ePub:

Hipertexto - Netizen Digital Solutions

Tabla de contenido //

Introducción

Capítulo 1. La crisis del derecho de la guerra

Antecedentes históricos del derecho de la guerra

• La constitución del derecho de la guerra

• El reino de lo secular y el derecho de la guerra. La autonomía de la política

• De la teología a la ciencia y al pensamiento secular

El derecho internacional humanitario

• Las guerras de liberación nacional y el jus ad bellum

• Las guerras revolucionarias

• El terrorismo

• La privatización de las guerras

• Las guerras híbridas

• El traslado de la batalla a las áreas urbanas

La pérdida de las referencias de la guerra clásica

• La violencia, el derecho natural y el derecho positivo

• La transformación de la guerra y sus consecuencias en la aplicación del derecho

• ¿Misiones militares o misiones policiales?

• Los terrorismos no revolucionarios y los negocios ilegales

La necesidad militar y los conflictos asimétricos

El caso colombiano

• ¿DD. HH. O DIH?

• Las zonas grises en las operaciones de contrainsurgencia

• Las dificultades para superar las indefiniciones

El combate urbano, ejemplo de las dificultades

• La deconstrucción del espacio urbano para el combate

• El papel de la teoría: ¿determinante o justificación a posteriori?

• El golpe al derecho de la guerra: ¿estocada final y cremación?

Referencias

Capítulo 2. La vigencia del pensamiento de Carl von Clausewitz

La guerra es la política: los intentos de refutación

La decisión de la guerra: ¿la conciencia o el azar?

Las lecturas de Clausewitz

El pensamiento esencial

Referencias

Capítulo 3. La defensa: la forma más fuerte de la guerra

Consideraciones generales

El balance estratégico

La teoría del balance ataque-defensa

La teoría tecnológica del balance ataque-defensa

Conclusión

Referencias

Capítulo 4. Mala política, mala guerra, mala paz

La mala política

• El disturbio alemán

• La decadencia austro-húngara

• La decrepitud otomana

El proceso tortuoso para tomar decisiones

• Los Imperios centrales

• La Entente

La mala guerra

La mala paz

Referencias

Capítulo 5. Las relaciones civiles-militares en Colombia: el encuentro con la sociedad

Quis custodiet ipsos custodes?

 

La gestión de la defensa en América Latina

El encuentro entre fuerzas armadas y sociedad

• Los militares, la política y la sociedad: una revisión teórica necesaria

• La interacción Estado-sociedad

• Las alianzas militares con sectores sociales privilegiados

Referencias

Introducción

La guerra es un fenómeno social de dimensiones trágicas, a la par que es también espectacular. La descripción puede atrapar una y otra características. Pero los intentos explicativos se estrellan contra una entidad inasible, rebelde a las categorías que pretenden develar su naturaleza. La guerra es uno de los desafíos mayores de las ciencias sociales. Mientras un investigador de las ciencias naturales puede circunscribirse a cuerpos conceptuales relativamente recientes, el de las ciencias sociales puede comprobar que en la obra de Tucídides, veinticuatro siglos atrás, se encuentran ya elementos para la interpretación de la guerra, tan útiles, si no más, que los intentos de la actualidad.

El párrafo anterior no es invitación al desaliento. Es cierto que la presentación del objeto de investigación no está a salvo del repudio que producen la sinrazón y la crueldad de lo que es la guerra en la práctica. Pero un fenómeno siempre presente en la historia de los humanos merece el intento de acercarse con objetividad y desprevención, más allá de las urgencias morales que miran por una intención “terapéutica”, vale decir, por un conjunto de prácticas y conocimientos orientados al tratamiento de la dolencia. La guerra debe ser vista como un fenómeno social más, sin que el enfoque reduzca, en otro plano, las dimensiones éticas que tiene. Estas últimas encuentran su nicho en la reflexión filosófica. A la ciencia toca la búsqueda de las causas y de las formas que asume.

En los tiempos actuales, la concepción de la guerra como intrínsecamente mala tiene una aceptación muy elevada. Pero, aun si se acepta plenamente esa calidad de maldad, la calificación no se contrapone con la posibilidad de la guerra inevitable o la guerra justificada. En el largo debate sobre el concepto de “guerra justa” siempre aparece el argumento de que los dos bandos, en medio de la confusión producida por las medias verdades, consideran justa su causa. Pero no es el punto central. El asunto estriba en los criterios que definen una causa como injusta o criminal. Tales criterios se fundan en valores, y también en estos hay espacios de relatividad moral. Sin embargo, existen situaciones límite, en las cuales no queda duda razonable sobre la necesidad de combatir. Ante una amenaza como el nazismo hitleriano, irracional y criminal, pocos pacifistas considerarían la abstención.

Para empezar una guerra no es necesario que haya dos partes desde el inicio: una de las partes puede crear la otra por reacción. Nunca en la historia ha faltado un bando que quiera imponer algo por la fuerza. A los amenazados les resta decidir si resisten la imposición, o si la aceptan. Es común en la historia que solo uno sea el que llama a la guerra. La calificación de la causa cae en el campo de la ética. Pero en la práctica política el asunto no es fácil. La confusión reina con frecuencia.

La solución de los instrumentos que pretenden regular un orden mundial ha sido, en el período más reciente de la historia, proscribir la guerra como medio de trámite de disputas entre Estados. Es el intento plasmado en la Carta de las Naciones Unidas, y constituye un avance frente a la manera como se trataba el derecho de hacer la guerra, en adelante ius ad bellum, en el Estado westfaliano de soberanía excluyente en la materia. Desde 1945 existe una institucionalidad que reduce la autonomía del Estado para disponer de la guerra como un instrumento válido para resolver disputas o, simplemente, ganar ventajas en una competencia entre Estados. El Consejo de Seguridad de la Naciones Unidas asume el papel de calificador y de movilizador de sanciones, si es necesario. No se puede hablar de éxito total, ni de equidad en el tratamiento de los conflictos, pero no hay duda de que es un paso adelante en el difícil camino de proscribir, o por lo menos limitar, las guerras en el mundo.

Además de los avances para la regulación del derecho de hacer la guerra, también se ha fortalecido –particularmente desde el siglo XIX – el derecho que regula la conducta de los enfrentados en el desarrollo de la guerra. Desde la antigüedad se conocen usos y prescripciones –ora religiosos, ora de honor, ora de costumbres– que limitan las conductas de los combatientes y buscan paliar algunos de los peores efectos de las guerras. Ese derecho, básicamente consuetudinario, se transformó en Occidente de manera paulatina en un derecho secular y codificado dentro del derecho internacional. Es en la actualidad el derecho internacional humanitario, conocido generalmente como la suma del derecho de La Haya, en esencia convencional (medios y métodos de hacer la guerra), y el derecho de Ginebra (protección de los no combatientes), consolidados en el siglo XX.

El tema del primer ensayo que se presenta a la consideración de los lectores es la interrelación entre el derecho internacional de los conflictos armados y la realidad del fenómeno social y político que ese derecho pretende regular –la guerra– en los tiempos actuales. El punto central es el dilema que se vive hoy, cuando las normas, que en un pasado relativamente reciente se consolidaron como un cuerpo de derecho acatado en el orden internacional, se han convertido en letra casi que muerta, por causa de las transformaciones que ha sufrido la guerra en los últimos tiempos, particularmente desde la Segunda Guerra Mundial.

La humanidad sufrió dos grandes convulsiones durante el siglo XX, las llamadas guerras mundiales. La primera se acercó más al tipo susceptible de ser regulado por el comúnmente llamado derecho de la guerra, en tanto guerra interestatal llevada a cabo con ejércitos que respondían al modelo clásico de ejércitos regulares. La segunda todavía se mantuvo en el plano de las guerras interestatales, pero en su desarrollo bullían ya los gérmenes de procesos que más adelante iban a subvertir los conceptos de regularidad y guerra convencional.

Lo ideológico tuvo un protagonismo claro e importante en esta segunda guerra, que fue más extensa y prolongada, y el combatiente irregular, aunque no fue actor predominante ni modalidad decisiva, sí apareció con fuerza en varios de los teatros de operaciones. Las prácticas criminales en gran escala, especialmente las del nazismo alemán, se ligaron a la guerra, a despecho de las diferencias conceptuales entre uno y otro tipos de violencia. El terror acotado de la guerra convencional sintió la vecindad incómoda del terror libre de ataduras y de los adelantos técnicos que llevaron la guerra de las líneas del frente a la geografía entera de las sociedades.

La intromisión de las ideologías, no del todo desconocidas en los montajes de las guerras, pero al menos contenidas y sin la presencia explícita que entonces llegaron a tener, llevó la guerra de los intereses materiales transables a los “trances existenciales” surgidos de las amenazas a las culturas, identidades, valores, visiones del mundo y estilos de vida, y de contera a los odios irredimibles, a las deshumanizaciones mutuas de los contendores, al tránsito de la enemistad limitada a la enemistad entendida como imposibilidad de coexistir sobre la faz del planeta.

Por otra parte, formas de violencia inaceptable dentro de lo que se define como guerra, de las cuales el mejor ejemplo es el terrorismo, comenzaron a asociarse a las guerras bajo el alero permisivo de la irregularidad. La violencia terrorista es criminal a la luz de todo derecho vigente y no se ejerce para derrotar militarmente a un enemigo: es una violencia extorsiva que se aplica para lograr concesiones a favor de quien la ejerce a cambio de no ejercerla. Pero se juntó con la guerra como una especie de táctica auxiliar utilizada para aterrorizar y desmoralizar al contendor, o para quitarle –o limitarle– bases sociales y políticas.

Entre tanto, y también como consecuencia de las dos guerras mundiales, el derecho internacional logró incorporar finalmente, en la Carta de las Naciones Unidas, la prohibición del uso de la fuerza como medio para resolver disputas internacionales y la limitó a casos de defensa legítima y situaciones de intervención, bajo las normas del Consejo de Seguridad de la ONU.

A pesar de estos avances y de la progresiva ampliación del ámbito de la intervención humanitaria, cada vez más cerca de una legitimidad plena, las confrontaciones desreguladas de orígenes diversos (liberación nacional, revolución política, luchas interculturales, interétnicas o religiosas: separatismo, bonanzas económicas ilegales y su consecuencia, grupos armados delincuenciales pero combatientes contra la institucionalidad estatal) han llevado a conflictos por fuera del derecho y alejados de la posibilidad de resolución mediante los instrumentos de la institucionalidad internacional, previstos para situaciones susceptibles de ser encuadradas en normas.

El primer paso de un irregular es ponerse fuera del derecho. En adelante, todo se adentra en el reino de lo imprevisible. Durante el primer período subsiguiente a la última conflagración mundial, la discusión sobre el derecho de la guerra se centró en el jus ad bellum, el derecho de hacer la guerra por parte de insurgencias nacionalistas que buscaban la independencia de sociedades colonizadas, o de insurgencias políticas que buscaban cambios revolucionarios por medio de guerras internas. Unas y otras llevaron al problema de la exigibilidad del jus in bello (el derecho en la guerra, referido a la protección de los no combatientes y a los medios y métodos de hacer la guerra) a los combatientes considerados irregulares. El debate cobró, y cobra todavía, la forma de una discusión en la que el derecho convencional es puesto en cuestión por consideraciones de moralidad política.

Las cuestiones morales giran, en primer lugar, sobre el derecho que tienen los pueblos colonizados a constituir Estados propios, y en segundo lugar, al supuesto derecho de los grupos revolucionarios a disponer de medios y métodos prohibidos para hacer la guerra, con el argumento de necesidad hecha virtud: si no disponen de recursos iguales a los del enemigo, pueden apelar a lo no convencional para promover sus objetivos. Más peso ha tenido el primero, apoyado por el anticolonialismo creciente en el siglo XX. Más difícil de aceptar el segundo, por razones de humanidad.

Pero no se detienen allí los embates al derecho. Otras facetas del problema emergen y anticipan lo que sucede en el mundo actual bajo la forma de las guerras desreguladas de todo tipo, especialmente las llamadas de manera novedosa con un concepto que describe mejor la confusión, el de “guerra híbrida”. Este concepto no solo da cuenta de las posiciones de los bandos no estatales, sino que engloba la conducta de Estados que justifican una defensa basada en formas que subvierten el derecho que supuestamente deberían guardar los Estados. Incluye también conflictos en los cuales surge otra modalidad, la constituida por grupos, más delincuenciales que rebeldes, enfrentados a los Estados. Si bien no tienen propósito político, producen consecuencias políticas y pueden, eventualmente, ligarse a conflictos políticos, lo que lleva al extremo las confusiones de la era que comienza en el siglo XXI.

En el trasfondo están las mutaciones del Estado. El Estado nacional moderno sigue vivo, en medio de su crisis, como el marco regulatorio más importante de la vida social en todo el planeta. Pero ha desaparecido la soberanía excluyente del Estado westfaliano, al compás de la globalización de la economía, la cesión de soberanía a instancias supranacionales y las enormes disparidades de poder entre los Estados. Esa pérdida de la soberanía excluyente y sacralizada –que en muchos aspectos es un avance de la política internacional– tiene hoy una piedra de toque que es una espada de doble filo: el derecho de intervención en los asuntos internos de los Estados cuando se dan situaciones límite por causa de conflictos. La soberanía se limita y hasta se anula cuando se llega al punto de justificar la intervención armada en Estados soberanos, bajo la forma de “intervención bélica humanitaria”, derecho de nuevo cuño en el mundo de hoy. El segundo filo de la espada es la doble moral con la que se toma la decisión de la intervención: no hay un rasero uniforme para todos los conflictos.

 

La crisis del Estado tiene las consecuencias mencionadas y otras más. La principal para el objeto de este trabajo es el surgimiento de guerras promovidas por grupos sin fundamento nacional alguno, guerras que se hacen en nombre de colectivos identificados por la cultura y la civilización, la religión, la raza o la ideología. Tal es el mundo en que vivimos: un mundo de cambio incesante en el que una parcela inestimable del derecho, el derecho de la guerra, se erosiona.

El segundo ensayo se refiere a la crítica del pensamiento sobre la guerra. El tema es la vigencia del pensamiento de Carl von Clausewitz. El ensayo defiende la pertinencia y la utilidad esclarecedora de la obra clásica del gran teórico de la guerra. El pensamiento de Clausewitz ha sufrido toda clase de embates descalificadores, sin que el edificio conceptual se haya derrumbado.

Se da en la historia del pensamiento un fenómeno de apariencia curiosa y más frecuente de lo que se supone comúnmente: que una obra sea leída y mejor comprendida por el bando contrario al de su autor. La obra de Clausewitz, un militar monárquico y conservador, ha sido menos comprendida por sus afines ideológicos que por los bandos revolucionarios contrarios a su visión. Fue la izquierda revolucionaria la que entendió el potencial de la definición de la guerra hecha por el general prusiano; fueron Lenin y Mao quienes dieron a la concepción clausewitziana su justa interpretación. Lo esencial de la obra es que la guerra es la política misma, y que esta tiende a los extremos. No necesariamente la política de un Estado: la de un partido político, de una clase social, de un grupo cualquiera. Los límites para frenar la marcha a los extremos, los que pretenden establecer el derecho de la guerra y la idea de la regularidad, pueden ser vistos de una manera diferente a la que impone un derecho positivo, cuando la guerra se califica, desde la ideología, como justificada por unos fines y llevada a cabo por irregulares. Desde la segunda mitad del siglo XX, la irregularidad crece y se enseñorea de la guerra.

El tercer ensayo se centra en otra definición de Clausewitz: la defensa es la forma más fuerte de la guerra. Durante la Guerra Fría, no faltaron los críticos que vieron en la teoría del “balance estratégico” una negación del aserto expuesto en De la guerra. El ataque podía ser la forma más fuerte. Llegó a acariciarse la ilusión de poder asestar un primer golpe que paralizara la posibilidad de una réplica enemiga, ilusión peligrosa entre superpotencias atómicas. Pero la lógica restableció la primacía de la formulación inicial. Para que el ataque sea la opción preferida, se necesita una superioridad notable que asegure el éxito. Por tanto la defensa es, puntualmente, en cada situación específica, la forma que alcanza el éxito con menos fuerzas en juego.

La relación ataque-defensa es compleja y Clausewitz no dejó de ver que, a lo largo de una guerra, debe llegar el momento de la ofensiva decisiva. Pero la defensa puede ser vista como la manera de desgastar la superioridad de un contendor y como factor de cambio en el balance estratégico para pasar al ataque. La formulación de Clausewitz no es ocasión para meras especulaciones teóricas. Es fundamento de políticas disuasivas, capaces de prevenir la guerra, y por eso tiene sentido debatir tanto su permanencia como su pertinencia en la construcción de las políticas de defensa y seguridad.

El cuarto ensayo aborda el examen de las políticas que llevaron a la tragedia europea que fue la Primera Guerra Mundial. La teorías de Clausewitz sobre la naturaleza política de la guerra encontraron su confirmación en la realidad cuando, tanto conformaciones gubernamentales que separaban política interna, diplomacia y establecimientos militares, como planeamientos militares que no tomaron en cuenta las realidades políticas, llevaron al desastre todo un orden internacional: desaparición de tres Imperios, muerte y desolación en una escala no vista antes, y ruina moral de todo un continente.

Alemania y Rusia fueron los mejores ejemplos de ese divorcio previo a las decisiones sobre la guerra y la paz. El Gobierno alemán fue a la guerra conscientemente: quería un Imperio en el Oriente europeo. La guerra era el camino, pero no se les escapaba a los dirigentes de la época el peligro que significaba una guerra en dos frentes. Para evitarlo, planearon atacar primero a Francia y derrotarla –según el plan– en seis semanas, mientras Rusia, cuya movilización se sabía lenta, se preparaba para pasar a la ofensiva. Como atacar la fortificada frontera germano-francesa era riesgoso en alto grado, no tuvieron mejor idea que atacar por Bélgica, la región más vulnerable de las fronteras orientales francesas.

Era un plan militar sobre mapas, no sobre realidades, y menos sobre realidades de política. Así como los alemanes no querían una guerra en dos frentes, tampoco querían que el rival más fuerte, el Imperio británico, interviniera en el conflicto. Consiguieron lo uno y lo otro. La guerra corta que previeron se convirtió en una larga de cuatro años.

El gobierno del canciller alemán Bethmann Hollweg se enteró del plan quince días antes de comenzar la guerra. El Estado Mayor no reportaba a la cabeza política del Gobierno alemán sino directamente al Emperador, cuyas capacidades eran, por decir lo menos, discutibles. Los militares diseñaron, sin intromisión alguna de la administración civil, un plan puramente militar. Invadir Bélgica era provocar la intervención de la Gran Bretaña como Estado garante de la neutralidad belga. No solo esa garantía jugaba a favor de ir a la guerra. También la tradición histórica de las intervenciones británicas por siglos, cada vez que una gran potencia continental pretendía asentarse en las costas flamencas. Cambiar un plan con los ejércitos en movimiento era renunciar a la guerra hasta nueva oportunidad. Solo quedó la esperanza incierta de que los británicos no intervinieran. Pero cruzar los dedos no ha sido nunca una estrategia comprobada para convertir deseos en realidades. Alemania obtuvo lo peor de lo que no quería: enfrentar no solamente a Francia, sino también a una potencia más fuerte.

En 1916 pudo haberse negociado. Pero el Imperio alemán no cedía en sus objetivos iniciales. Aunque ya resultaba evidente que la guerra era incierta, la obsesión de la conquista seguía fija en la mentalidad de la dirigencia. En 1918, Alemania tampoco tuvo en cuenta la política. Derrotada Rusia, la avidez imperial la llevó a ocupar todo el territorio que el régimen bolchevique naciente estuviera dispuesto a entregar con tal de tener paz para salvar su revolución. De esta manera, las fuerzas que debían haber quedado libres para reforzar el frente occidental, el fundamental, se utilizaron para mantener un territorio inmenso. Actuaron como si estuvieran en el primer día de la guerra y no al borde del colapso que llegó ese mismo año.

Rusia fue otro caso de diseño estatal obsoleto e ineficaz. Tampoco allí las voces de la política tuvieron acceso al autócrata que todo lo decidía. Lo que pudo ser razonable no tuvo lugar en los escenarios del poder. La fatalidad del desencadenamiento de la guerra no fue tal. No hay fatalidades, siglos atrás lo había enseñado Maquiavelo. Primó la desorientación política del príncipe.

En el quinto ensayo se roza la situación colombiana. El encuentro de una fuerza militar con su propia sociedad, que es el caso de los conflictos internos, implica distorsiones indeseables. Lo que interesa de este corto escrito es la consideración de las condiciones objetivas que conducen a alianzas poco balanceadas: confianza para unos sectores sociales, y desconfianza para otros; apoyo para intereses que no son los generales, y olvido de los menos favorecidos. El análisis corriente en Colombia ha dado el privilegio a los factores ideológicos y poco se ha interesado en la investigación de las relaciones del Estado (Un Estado que no alcanza el grado de homogeneidad sugerido por la definición de Max Weber) con los distintos sectores de la sociedad a la que regula.

Un Estado actúa de manera diferenciada según los tipos de funcionariado implicado, y según las características regionales (grados de desarrollo económico, factores culturales, etc.) o las clases sociales (por necesidades de apoyo, en función de los recursos de control social que puedan detentar los grupos). El análisis debe ir más allá de las inclinaciones ideológicas, para explicar las contradicciones entre las políticas de Estado expresas y la realidad de su aplicación en el terreno. La paz que se entrevé puede ser la oportunidad para la recuperación del equilibrio. Jamás ha sido más cierta que en estas épocas la afirmación de Michael Howard según la cual, para hablar de paz, se debe tener una comprensión clara de lo que es la guerra.