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Capricho de un fantasma
Primera Parte
Cuando Callan las Almas
Por Arlene Sabaris
CapÃtulo 1
El antiguo reloj de pared marcaba las siete de la noche. Aquella inmensa casa parecÃa susurrar por los pasillos su propia historia. Mientras tanto, Virginia tomaba su tercera taza de té de menta e intentaba redactar por última vez el informe que debÃa enviar antes de medianoche. No era una tarea sencilla pensar en el trabajo sabiendo que a sólo unos pasos estaba élâ¦
La habitación pintada totalmente de blanco le transmitÃa paz; la vista desde su balcón a la piscina de la hermosa villa campestre invitaba a un chapuzón y sus dedos inquietos sobre el teclado le sugerÃan que le enviara un mensaje de texto a su vecino del cuarto de al lado. Escogió la pazâ¦
Siguió intentando despejar sus pensamientos, meditó unos minutos y volvió al teclado. Finalmente, cerca de las ocho de la noche, logró enviar el correo electrónico que esperaban en su oficina y pudo cerrar con entusiasmo la computadora. Le dio el último sorbo a su cuarta taza de té y el sabor familiar de la menta le recordó aquellos tiempos felices de mojitos y margaritas, cuando las risas a escondidas con sus amigas eran la orden del dÃa y las historias graciosas sobre estrellas que se van al infinito alumbraban las madrugadas, mientras caminaban en la Zona Colonial de una fiesta a otra. Ella nunca fue una chica de fiestas, pero sà una apasionada de la música, disfrutaba cada canción e incluso de cada pausa, los cláxones de conductores impacientes y hasta la melodÃa que parecÃa provenir de la brisa acariciando los muros de piedra colonial que encerraban terribles fantasmas⦠sus propios fantasmas.
El sonido de unos pasos agitados interrumpió sus pensamientos y se quedó atenta esperando a que alguien llamara a la puerta de su habitación, pero no pasó nada. Se recostó una vez más en la inmensa cama con sábanas blancas y olor a flores frescas. Sintió que alguien pasaba cerca de su puerta y pensó que quizá habÃa sido una empleada de la casa. Regresó a soñar despierta con su recién abandonada juventud⦠apenas pasaron unos instantes cuando el sonido de los pasos la hizo incorporarse. Esta vez puso más atención y su corazón dio un salto cuando escuchó que tocaban la puerta y la llamaban por su nombre.
â ¿Virginia? Soy yo, Andrés⦠¿Puedo pasar?
âSÃ⦠pasaâ¦
âVoy a salir a cenar, ¿quieres ir?
âSÃ, sÃ, ¡me muero de hambre! Salgo en un momento.
El mundo siguió girando, a pesar de que se habÃa parado por un instante o, mejor dicho, por dos⦠primero para Andrés, que habÃa tenido que armarse de valor para tocar la puerta después de su primer intento fallido. Luego se detuvo para Virginia, que dejó de respirar cuando escuchó la voz de Andrés atravesar la puerta. Imposible saber quién intentaba parecer más indiferente o quién estaba más enamorado; su historia era indescifrable a sus propios ojos y a ojos de cualquier espectador. La casa de playa donde estaban hospedados era el escenario ideal para definir hacia donde irÃa su relación, quizá habÃa llegado el momento de que descubrieran qué pasaba entre ellos y por qué, aunque se conocÃan desde hacÃa mucho, habÃan sido incapaces de mirarse a los ojos el tiempo suficiente para descubrir sus verdaderas intenciones.
TendrÃan dos dÃas y dos noches completas solos en esa casa, pues el resto de los invitados no llegarÃa hasta el fin de semana, asà que esa noche del miércoles serÃa la primera vez que se sentarÃan a cenar sin que hubiera nadie en medio⦠porque juntos habÃan salido muchas veces, pero, ¿solos? ¡Solos jamás! Quizá eso les ayudarÃa a desenmarañar su historia; nunca habÃan estado solos, algo superior a ellos dos lo habÃa estado impidiendo todos estos años⦠¡Quizá ese algo no habÃa venido a la playa! ¡Quizá por fin podrÃan mirarse a los ojos!
CapÃtulo 2
Sus ojos café brillaban irresistibles esa noche, pensó ella, a pesar de que apenas y levantó la vista. Se incorporó y decidió cambiarse los pantalones cortos y la camiseta que llevaba por un vestido de playa con flores lilas y azules que llegaba al tobillo, el vaivén de su ancha falda imitaba el movimiento de las olas. También se puso unas sandalias azules adecuadas para caminar en la arena y un bolso diminuto donde apenas cabÃa su teléfono celular. El cabello, ahora largo a media espalda, un poco distinto a como lo llevaba cuando se conocieron, estaba recogido en el inicio de su cuello con sencillez; no querÃa parecer muy arreglada. Salió del cuarto y caminó por el pasillo escudriñando los cuadros en las paredes y procurando no hacer ruido. SabÃa que ellos eran los únicos en la casa, pero la costumbre de salir de casa a hurtadillas de su hija pudo más y se dirigió con sigilo a la sala. Allà lo encontró sentado con la impaciencia tÃpica de los hombres cuando tienen hambre, moviendo la rodilla derecha descontroladamente y mirando el reloj de pulsera que apenas marcaba diez minutos desde la última vez que se vieron.
âPodemos irnos⦠¡Estoy lista! ¿Dónde quieres cenar?â
â ¡Por fin! â La molestó él, como siempre hacÃaâ Lo que quieras, podemos ir al restaurante que está en La Marina.
âDe acuerdo.
La villa donde estaban hospedados pertenecÃa al lujoso y popular complejo vacacional Villas ParaÃso, que se erguÃa presuntuoso en la lÃnea de playa de Las Galeras en la penÃnsula de Samaná. Múltiples celebridades tenÃan propiedades allÃ, por lo que encontrarse a algún actor en la playa era cosa de todos los dÃas. También las familias de alto abolengo disfrutaban los fines de semana en sus villas privadas, respirando aire fresco mientras las aguas del cristalino océano Atlántico se mecÃan a sus pies y el sol en eterno verano del Caribe Tropical bronceaba sus espaldas. En Villas ParaÃso al traspasar la entrada principal viajabas a una dimensión paralela donde no habÃa cuentas que saldar; solo estaban el mar, la música, las piñas dulces, las copas de vino y tú. Un verdadero paraÃso tropical donde no pasaba nada pero a la vez podÃa pasar cualquier cosa; el cielo era literalmente el lÃmite.
Andrés y Virginia salieron sin prisa, subieron al carrito de golf en el que podÃan trasladarse dentro del complejo y se dirigieron al restaurante. Ãl conducÃa y ella pretendÃa mirar el paisaje. Hablaron del clima, como era de esperarse, y finalmente, para hacer más ameno el camino, ella le preguntó qué le parecÃa el novio⦠Cierto, estaban allà por una boda, la de una amiga en común. Iveth se habÃa casado y divorciado muy joven y ahora habÃa encontrado el amor en Gastón, un joven fotógrafo muchos años menor que ella, a quien habÃa conocido en sus clases de Yoga. Era un chico apuesto y caballeroso que habÃa nacido y vivido en Grenoble, Francia, hasta el traslado de su padre a la República Dominicana en una misión diplomática el año anterior. Se habÃa instalado con su familia, compuesta solamente por Gastón y su madre, Elise. Recién graduado en Periodismo por la prestigiosa universidad de su ciudad natal, habÃa hecho también estudios especializados en fotografÃa, por lo que encontró quehacer rápidamente y abrió un estudio fotográfico especializado en exteriores. Hablaba, además del francés, un español fluido, un portugués respetable y un inglés vergonzoso. Todo un galán. Como hubiese dicho la tÃa Esther, si ella tuviera 20 años menos⦠En fin, Iveth y Gastón llevaban juntos unos seis meses cuando decidieron casarse y allà estaban todos unos meses después, esperando a los invitados internacionales, a los familiares y amigos cercanos de la pareja. Un grupo de amigos de la novia decidió rentar una villa y la organizadora de la boda, una chica simpática llamada Lourdes, se encargarÃa de gestionarla. Cuando Andrés recibió su llamada para que confirmara si iba acompañado y si podÃa compartir habitación, él le dijo que irÃa solo y que no necesitaba alojamiento, pues usarÃa la villa de sus padres. De inmediato, ella le preguntó si podÃa cederle lugar allà para guardar algunas cosas en los dÃas previos a la celebración y si habÃa espacio para acoger a algunos invitados de emergencia, a lo que él respondió que estarÃa allà desde el lunes para gestionar algunos temas de mantenimiento, por lo que estaba a la orden si necesitaba algo.
Esta boda tenÃa un itinerario largo, pues primero habrÃa un ensayo el jueves, luego una cena de compromiso el viernes y, finalmente, la celebración serÃa el sábado. Algunos invitados llegarÃan desde el miércoles para el ensayo, por eso Virginia estaba allÃ, era una de las damas de honor y debÃa traer desde la ciudad todo el ajuar de la novia y otros encargos. Lourdes no tenÃa villas contratadas hasta el jueves, asà que cuando ella llegó, debió alojarse en la villa de Andrés.
Cuando sus miradas se cruzaron en la puerta, se dieron el susto de sus vidas. Ninguno de los dos estaba esperando encontrarse con el otro, él no sabÃa quién era la visita que iba a alojar y ella no sabÃa que iba a alojarse con él⦠Ambos querÃan la cabeza de Lourdes en aquel momento. Casi dos años sin verse cara a cara y encontrarse asà de repente, sin tiempo para pensar un saludo adecuado. Se verÃan en la boda, eso estaba claro, ambos lo sabÃan, pero habÃa tiempo y alcohol suficientes para preparar el momento. Ahora, frente a frente, en el recibidor de la villa diecisiete, las palabras no les salÃan, el tiempo se hizo infinito y una fina llovizna de verano comenzó a caer ese veintiuno de junio a las dos de la tarde. Este dÃa de solsticio serÃa muy largoâ¦
CapÃtulo 3
Llueve a cántaros en la carretera de camino a Samaná, pasa del mediodÃa y Virginia solo piensa en llegar a la villa, entregar los paquetes que le encargaron llevar a la organizadora y sentarse a escribir el informe que esperan en su oficina. Su empresa de asesorÃa inmobiliaria está asociada a una multinacional a la que debe rendir informes cada mes y, a pesar de que el de junio no se vence hasta el viernes veintitrés, debido a los dÃas feriados de La Fête nationale du Quebec, su casa matriz solamente recibirÃa informes hasta el miércoles veintiuno. Las horas en carretera la habÃan aburrido inmensamente. Se habÃa pasado las tres horas del camino desde la capital ensayando una conversación imaginaria con Andrés, en la que él respondÃa justo las lÃneas que ella habÃa redactado en su cabeza para él; enfrentaban sus fantasmas del pasado y quedaban como amigos por y para siempre. Sin silencios incómodos, sin confesiones inconclusas y, sobretodo, sin ilusiones. SerÃa inevitable verlo en la boda o inclusive antes, asà que debÃa estar lista.
Lourdes esperaba las decoraciones con ansias y la habÃa llamado un par de veces para comentarle que tenÃa el alojamiento listo, que ya estaba esperándola en la Villa 17 para recoger todo y que ella no tuviera que moverse innecesariamente. Aparcó al lado de un jeep negro en el estacionamiento de la casa; en la entrada, en un auto dorado, estaba recostada una chica agitada y ansiosa que esperaba hablando por teléfono con algún suplidor. Se emocionó al ver entrar a Virginia y la abordó enseguida a la vez que instruÃa a un pobre chico que la acompañaba a que sacara todo del auto, pues los estaban esperando en alguna parte.
âAquà estarás alojada, Virginia, al menos hasta el sábado, que ya debes trasladarte a la villa de la novia. ¡Gracias por venir antes, has salvado mi vida! âexclamó Lourdes, emocionada.
â ¿Entonces estaré sola acá hasta el viernes? ¿Hay empleados durmiendo aquÃ? âpreguntó Virginia mientras se adentraban en los jardines de la casa para alcanzar el timbre.
â ¡Oh, no! ¡No estarás completamente sola, quiero decir! No te preocupes, los empleados no duermen en la casa, pero el dueño sÃ, seguro que se conocen; está invitado a la boda âdijo Lourdes entusiasta mientras tocaba la puerta.
â ¡Ya va! âgritó Andrés desde dentro mientras abrÃa la puerta.
â ¡Aquà dejo a la huésped! Gracias de nuevo por tu hospitalidad. Debo irme, asà que los veo luego a ambos. ¡Ciao! âse despidió presurosa Lourdes alejándose hacia el auto.
Mientras tanto, Virginia, con los nervios de punta, parada frente a él, con la computadora colgada de un hombro, la maleta a su lado en el suelo y las manos llenas de vestidos cuidadosamente guardados en sus protectores, apenas y lo saludó con un:
âHola, ¡no sabÃa que esta era tu casa!
âYo tampoco sabÃa que eras mi huésped⦠¿Necesitas ayuda? âdijo él tomando la maleta y señalando la computadora.
Ella no contestó y se limitó a seguirlo. Se veÃa igual que antes⦠¿O más guapo? Ese último matrimonio definitivamente le habÃa hecho bien, lástima que terminara apenas dos años después. Definitivamente no le habÃa afectado, no se veÃa triste para ser alguien que recién se habÃa divorciado cinco o seis meses antes. ¡Cuántas cosas pasaron por su cabeza mientras caminaban hacia la habitación! «Estoy muy callada», pensó, y decidió hacer un comentario sobre el clima. Ãl parecÃa muy confundido de que ella estuviera allÃ, asà que tal vez también estaba nervioso, ¿o quizá no? Virginia nunca habÃa sido buena para saber lo que él pensaba⦠Si tan solo lo hubiera sidoâ¦
Afuera, la fina llovizna habÃa dado paso a un sol radiante que se reflejaba en la piscina. Toda la sala parecÃa una extensión del jardÃn trasero, pues las inmensas paredes de cristal que separaban la casa del patio no tenÃan cortinas. La luz inundaba la casa y los verdes paisajes del jardÃn trasero integraban la naturaleza con el vanguardismo, mientras el olor a vainilla desatado en el ambiente le recordó a Virginia que necesitaba un café.
Recorrieron juntos el pasillo. La casa tenÃa dos habitaciones en el primer piso y dos más en el segundo. Una mezzanina con vista a la piscina alojaba una terraza adornada con jardines verticales, una romántica y diminuta pérgola de madera, hamacas gemelas y la imperdible vista de la bahÃa. Ãl la condujo a una habitación del primer piso mientras le indicaba que él estaba en la de al lado, ya que arriba estaban reparando los baños y no terminarÃan hasta el dÃa siguiente. Su cuarto con amplias ventanas también olÃa a vainilla y volvió a pensar en el café, esta vez fue más atrevida y se lo pidió sin titubeos a su anfitrión, que inmediatamente la llevó a la cocina y aprovechó para mostrarle el resto de la casa.
Café en mano, subieron a la mezzanina, a la cual se accedÃa desde la sala y, tras ver las hamacas, pensó que ese era su lugar favorito en la casa, hasta que recordó que aún debÃa enviar aquel informe⦠Sus pensamientos de plácido descanso se esfumaron en un santiamén. Le agradeció el café y le dijo que debÃa trabajar. Bajaron las escaleras en silencio y al llegar al salón, Andrés se sentó en el sofá y tomó el control del televisor.
â ¿Quieres que te avise para salir a cenar? Marilú se marcha a las seis de la tarde âdijo Andrés, refiriéndose a la chica encargada de la cocina.
âSÃ, claro. Espero terminar este informe pronto ârespondió Virginia mirando su reloj, que ya marcaba las tres de la tarde.
Se marchó al cuarto, café en mano. Al entrar, buscó su computadora y un lugar para colocarla. Divisó un escritorio blanco donde reposaban una máquina de café eléctrica que no habÃa visto antes, además de café y tés variados listos para preparar y dos tazas de fina porcelana a juego con el papel tapiz primaveral de la habitación. Definitivamente este lugar habÃa sido decorado por y para una mujer. Terminó de beber su café, encendió la computadora, comenzó a escribir y se sirvió su primera taza de té de menta.
CapÃtulo 4
Una leve sonrisa se dibujó en su rostro cuando escuchó la noticia de la boda. Siempre habÃa apreciado a Iveth y sabÃa cuánto habÃa sufrido en su primer matrimonio; su amistad habÃa durado ya muchos años. Se habÃan conocido en la agencia de viajes donde primero habÃan sido compañeros y de la que ella ahora era gerente general. Fue en esa agencia de viajes donde él habÃa visto a Virginia por primera vez hacÃa poco más de diez años. La recordaba con el cabello negro y corto bordeando sus hombros, un traje sastre gris y su voz melodiosa preguntando si podÃa por favor decirle dónde estaba la oficina de Iveth Castillo. Ese dÃa él se ofreció a conducirla con la amabilidad tÃpica de un caballero educado en Quebec y la acompañó hasta que, una vez con Iveth, ella los presentó. Algo pasó ese dÃa, pues el resto de la tarde no pudo evitar pensar en ella un par de veces, aún no sabÃa por qué. Ahora, tantos años después, seguÃa pasando lo mismoâ¦
Esa tarde de junio, mientras veÃa una pelÃcula de James Bond para equilibrar las cursilerÃas inevitables de los dÃas por venir y tomaba una copa de coñac sentado en la sala de la villa, el sonido de las ametralladoras fue interrumpido por el de un auto acercándose a la propiedad. La vio a través de la ventana de la sala bajar del automóvil gris platinado y empezar a descargar infinidad de vestidos, una maleta y quién sabe cuántos ajuares más. Lourdes le avisó de su huésped anticipada unos dÃas antes, pero se refirió a ella como «Betina», y él pensó que serÃa una amiga del novio. Su cabello ahora largo recorrÃa su espalda, los pantalones cortos de mezclilla dejaban ver sus piernas bien formadas y, a pesar de que ensayó más de una forma de saludar mientras esperaba detrás de la puerta a que tocaran el timbre, no consiguió disipar su sorpresa cuando finalmente salió a su encuentro.
Trató de hablar pausadamente para no evidenciar sus nervios, pero no pudo disimular su sorpresa, que era tan genuina como su inquietud. Levantó su maleta y la llevó directamente a su habitación, pensó que quizá debÃa invitarle un trago y justo entonces ella le pidió un café. Su padre estarÃa avergonzado de él, ¡ella habÃa tenido que pedirle algo de beber! Tantos años ejerciendo la diplomacia en Quebec no habÃan servido para nada. Andrés era hijo de un funcionario del servicio exterior asignado por muchos años a Canadá y una dama de alta sociedad dominicana, habÃa estudiado Negocios Internacionales y hablaba con fluidez el inglés y el francés. Llegó a Quebec siendo un niño, pero guardaba recuerdos agradables de las estancias de verano con su abuela materna en Santiago de los Caballeros, la segunda ciudad más importante de su paÃs natal. Ya retirado su padre, la familia regresó al paÃs y él hizo lo mismo al terminar sus estudios en Quebec; sus dos hermanas menores, Anne y Sophie, sin embargo, habÃan nacido en Canadá y habÃan hecho allà su vida, solo regresaban en épocas festivas; su hermano mayor, Dante, era violinista profesional y viajaba con la filarmónica de Quebec todo el año. Todos los hijos de aquella pareja, don David y doña Sonia, habÃan sido educados en el más fino de los protocolos, conocÃan cada palabra apropiada para cualquier situación inapropiada y definitivamente todos sabÃan las reglas de etiqueta para recibir una visita: ¡él las habÃa quebrantado todas!
Regla n.º 1: No hacer esperar a la gente en la puerta si ya sabemos que están allÃ. Espiar qué trae puesto y con quién viene no es correcto. (¡Quebrantada!)
Regla n.º 2: No se detenga a charlar en la puerta, hágales pasar y cierre la puerta. (¡Quebrantada! ¡Por poco tiempo, por suerte!)
Regla n.º 3: Preguntar si la persona desea tomar algo. (¡Quebrantada!)
Regla n.º 4: Mostrar la casa si la visita es de confianza. (¡Quebrantada!)
HabÃa reaccionado tarde, pero al menos todavÃa podrÃa mostrarle la casa y eso hizo una vez le brindó café. « ¡Estoy embriagado!», pensó⦠¿cómo podÃa haber olvidado cosas tan elementales? Pero apenas habÃa tomado el primer sorbo de su coñac cuando escuchó el auto llegar.
Comenzó a enmendar su error mostrándole el primer piso, siguió con el segundo y se detuvieron en el entrepiso, su lugar favorito de la casa, aquel que doña Sonia habÃa diseñado con ilusión evocando el jardÃn de lo que habÃa sido su casa por casi veinte años en Quebec. Pensó dejar los jardines exteriores como última parada del tour, considerando que la piscina climatizada era un atractivo que merecÃa las fanfarrias finales, pero ella interrumpió bruscamente su elaborado mapa mental cuando prefirió irse a su cuarto. Mientras bajaban las escaleras pensó en fingir indiferencia, pero una vez en la sala le comentó algo sobre salir a cenar, ella asintió y asà quedaron en verse más tarde.
Pulsó el botón de reanudar en su pelÃcula de James Bond y unos minutos después pensó en la época en la que él también habÃa tenido que hacer informes, se apiadó de ella y la perdonó de inmediato.
Su primer trabajo en la capital dominicana fue en aquella agencia de viajes, como encargado de los programas educativos internacionales. Pronto se hizo popular entre las chicas por su incomparable gentileza y caballerosidad, tan distinta a la actitud de los demás jóvenes. Su inteligencia era evidente y sus temas de conversación, infinitos, pero sin duda su mejor atributo era su amabilidad. Allà hacÃa los informes, no solo de su gestión, sino que ayudaba con los suyos a los compañeros que no manejaban otros idiomas con fluidez.
Ahora corregÃa informes. Era profesor titular en el Instituto de Formación Diplomática y Consular. También tenÃa una empresa que daba servicios de traducción de documentos y de eventos. Su porte juvenil, a pesar de acercarse peligrosamente a los cuarenta, se debÃa a las muchas horas que pasaba nadando y jugando tenis, sus actividades deportivas preferidas. También jugaba ajedrez y disfrutaba del vino tinto si era en buena compañÃa. Esa tarde, mientras llegaba la hora de cenar, recordó una que otra aventura que involucraba una botella de vino y a Virginia⦠Se acercó un par de veces a la habitación hasta que finalmente tocó. Pasaban de las siete.
Se sentó en la sala a esperar con visible ansiedad, hasta que unos minutos más tarde vio las flores lilas y azules de su vestido asomarse al pasillo. Salieron en el carrito de golf hablando sobre el clima y entonces ella preguntó qué le parecÃa el novio de Iveth. Evidentemente ella no sabÃa que él los habÃa presentado, asà que sin abundar en detalles le dijo que lo conocÃa y era un buen muchacho.
La Marina estaba a cinco minutos de la villa, asà que no tuvieron mucho tiempo para conversar. El recuperó algo de su cortesÃa caracterÃstica y la ayudó a salir del carrito, pues su largo vestido se quedó atrapado en el asiento. En ese momento sus rostros estuvieron tan cerca que era difÃcil distinguir de lejos que no eran pareja. Caminaron juntos hacia el restaurante y la luna en cuarto menguante miraba desde lejos con curiosidad cómo una pareja y tres sombras dibujaban el suelo aquella noche de solsticio.