El desaparecido

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5 Edmund Husserl, Phantasie, Bildbewusstsein, Erinnerung, ed. Eduard Marbach, La Haya, Martinus Nijhoff, 1980.

6 En alemán, la copertenencia entre intuición y visión queda plasmada en el mismo término de Anschauung [visión/intuición], del verbo anschauen, que junto con sehen, betrachten y sus derivados forman la familia del ver, el mirar, el observar y el contemplar, todos verbos que abundan significativamente en las obras de Kafka y, en muchos casos, determinan la acción.

7 El tema era predilecto para la época. Max Brod había publicado un artículo, entre jocoso y reflexivo, sobre ese nuevo medio visual desde diversas perspectivas; la discusión era muy actual, y convivían entusiastas y detractores del cine. El artículo de Brod, de 1909, está hoy en la compilación Über die Schönheit hässlicher Bilder (Göttingen, Wallstein, 2014) y lleva el título “Kinematographentheater”. En The Promise of Cinema. German Film Theory, 1907-1933 (Anton Kaes, Nicholas Baer y Michael Cowan (comps.), Oakland, University of California Press, 2016), una larga selección de escritos sobre el cine muestra lo vívido de esta discusión. En Kafka va al cine (trad. de Jorge Seca, Barcelona, Minúscula, 2008), Hanns Zischler describe y analiza con gran sutileza la relación de Kafka con el cine y las características de su memoria visual, cómo las imágenes vistas en un film quedaban retenidas en su memoria y luego reaparecían sutilmente en sus escritos.

8 NSF I 402, 407, 403 (Cuadernos en octavo, E).

9 Reiner Stach, Kafka. Die frühen Jahren; Kafka. Die Jahren der Entscheidungen; Kafka. Die Jahre der Erkenntnisse, 3 volúmenes, Frankfurt, Fischer, 2014, 2015, 2015. Tomo 2, pp. 119-120 [Kafka, trad. de Carlos Fortea, Barcelona, Acantilado, 2016].

10 Entiéndese como una referencia a su viaje a Weimar junto con el propio Brod. El “director Brod” es el padre de Max. En esa noche, como el mismo Kafka relata en sus diarios, se habló de un posible viaje a Palestina integrado por Felice (prima política de los Brod), Max y él mismo.

11 (Cuadernos en octavo, I) La inversión de interioridad y exterioridad se entiende en el tercer cuaderno del siguiente modo: “Cuán lamentable es mi autoconocimiento, comparado con mi conocimiento de mi habitación. (Por la noche). ¿Por qué? No hay observación del mundo interior como la hay del mundo exterior. […] El mundo interior no se deja describir, solo vivir”. Franz Kafka, Hochzeitsvorbereitungen auf dem Lande und andere Prosa aus dem Nachlass, ed. Max Brod, Frankfurt, Fischer, 1987, p. 53 [Cuadernos en octavo, trad. de Carmen Gauger, Madrid, Alianza, 2018].

12 Ver Kafka. Pour une littérature mineure, París, Minuit, 2013 [Kafka. Por una literatura menor, trad. de Jorge Aguilar Mora, México, Ediciones Era, 1990]. Este programa de espíritu claramente polémico incluye la revocación de la propia lectura de Kafka hecha por Deleuze en 1970. Ver la convincente exposición de Catarina Pombo Nabais, Gilles Deleuze: Philosophie et littérature (París, L’Harmattan, 2013).

13 Como en el apartado “La literatura y la vida” de Crítica y clínica (trad. de Thomas Kauf, Barcelona, Anagrama, 1996, p. 17).

14 Franz Kafka. Eine Biographie seiner Jugend, Berlín, Verlag Wagenbach, 2006 [1958].

15 La querella comentada por Kafka es la que se desató entre Karl Kraus (desde Viena) y Franz Werfel (desde Praga), iniciada a partir del uso del término “dorten” (de “dort”, “ahí”); tenía una larga prehistoria en la tensa relación de ambos autores. En esa ocasión, Werfel acusa a Kraus –el rey de la retórica austríaco-alemana– de haber utilizado sin darse cuenta un término yiddish y Kraus le contesta que ya se usaba en el alemán del siglo XVIII. La discusión involucra la compleja relación de Kraus con el judaísmo (su conversión al catolicismo y su coqueteo con el antisemitismo incluido) y su papel de mentor de escritores austro-húngaros, entre los que se contaban varios provenientes de Praga. Kraus acostumbraba a criticar la supuesta forma típica de hablar de algunos judíos de habla alemana, que mezclaban sus usos con expresiones provenientes del yiddish. Llamaba despectivamente a este modo de hablar “mauscheln”, término que al parecer hace referencia a una lengua o murmullo incomprensible. (Ver, entre otros, Wilma Abeles Iggers, Karl Kraus. A Vienesse Critic of the Twentieth Century, La Haya, Martinus Nijhoff, 1967; también la correcta exposición crítica del multilingüismo de Kafka y otros escritores de Bohemia en Marek Nekula, ob. cit.).

16 Tomamos el término “correlacionismo” de Quentin Meillassoux, en Après la finitude. Essai sur la nécessité de la contingence, París, Seuil, 2006 [Después de la finitud. Ensayo sobre la necesidad de la contingencia, trad. de Margarita Martínez, Buenos Aires, Caja Negra, 2015]. Así designa Meillassoux todo “constructivismo”, en verdad toda la tradición epistemológica que, desde Kant, pone en correlación una esfera subjetiva, del pensar, de la intelección, con una de los objetos, del ser, de un mundo. Interesante es que el propio Meillassoux ordena a Deleuze dentro de este espacio de la correlación: también el par Vida/Mundo pertenece, aunque Deleuze haya querido evitarlo, a la tradición dualista inaugurada por Kant.

17 Francis Wolff, Dire le monde, París, PUF, 1997, citado por Meillassoux, ibíd, p. 20 [31].

ACERCA DE ESTA EDICIÓN

La presente traducción de El desaparecido está basada en la edición del manuscrito publicada por la editorial Fischer en 2002, a cargo de Jost Schilemeit. El título (en alemán Der Verschollene) es el que aparece mencionado por el autor en las cartas a Felice Bauer, publicadas por primera vez en 1967. Max Brod, en su edición de 1927, le había puesto el título de “América” (o si se quiere, “Estados Unidos”), pues el autor se refería así a su manuscrito, la novela americana. Mantenemos aquí la traducción por “El desaparecido” a pesar de las connotaciones de este participio pasado en la lengua rioplatense, para no añadir versiones a la tradición de traducción. Los ecos del verbo en la propia lengua alemana sugieren algo o alguien que se ha perdido o que se mantiene ausente y, por tanto, podría haberse traducido como El perdido o El náufrago.

Esta edición difiere de la de Max Brod, que aplicó enmiendas y correcciones de estilo hoy insostenibles por el estatuto de clásico de la obra de Kafka, aunque justificables en el contexto de su época. Así, algunas divergencias en nombres y designaciones, tanto en nombres propios como en referencias culturales y geográficas a Estados Unidos, han sido dejadas tal como estaban en el manuscrito. También la organización del texto aparece aquí según la nueva edición alemana, aunque hemos mantenido algunos títulos de capítulos de la edición de Brod, tal como se consigna oportunamente.

CAPÍTULO I
EL FOGONERO

Al entrar en el puerto de Nueva York, con el barco avanzando ya más lento, Karl Roßmann, un joven de diecisiete años al que sus pobres padres habían enviado a Estados Unidos porque una criada lo había seducido y había tenido un hijo de él, notó que la estatua de la diosa Libertad, que venía observando hacía un rato, brillaba bajo una luz solar de pronto más intensa. Parecía que acabara de alzar el brazo con la espada y alrededor de su figura soplaban los aires libres.

“¡Qué alta!”, se dijo, aunque sin pensar aún en bajarse, por lo que la muchedumbre cada vez más nutrida de maleteros que le pasaba por ambos lados lo fue empujando poco a poco hasta la baranda.

Otro joven, al que había conocido apenas durante el viaje, dijo al pasar:

–Y, ¿no tiene ganas de bajarse todavía?

–Estoy listo –dijo Karl con una sonrisa y, por pura arrogancia, y porque era fuerte, se puso la maleta al hombro.

Pero al seguir con la vista a su conocido, que ya se alejaba junto a los otros balanceando ligeramente el bastón, se dio cuenta consternado de que había olvidado su paraguas en la parte baja del vapor. Se apresuró a pedirle al conocido, que no pareció muy contento, que tuviera la amabilidad de esperar un segundo junto a su maleta, echó una mirada en derredor, a fin de poder ubicarse a su regreso, y se alejó presuroso. Abajo descubrió con pesar que el pasillo que hubiera acortado mucho su camino se encontraba por primera vez cerrado, algo probablemente relacionado con el desembarco de todos los pasajeros, y tuvo que ponerse a buscar su camino con mucho esfuerzo a través de un sinnúmero de pequeñas salas, corredores que doblaban todo el tiempo, breves escaleras que se sucedían unas a otras, una habitación vacía con un escritorio abandonado, hasta que, por haber transitado este camino solo una o dos veces y siempre en grupo, acabó perdiéndose por completo. En su desconcierto, y tras no haberse topado con ninguna persona, solo haber escuchado arriba el trajín continuo de los miles de pies y percibido a lo lejos, como una exhalación, las últimas labores de las máquinas ya apagadas, empezó, sin pensarlo, a golpear una pequeña puerta cualquiera, frente a la que se había detenido en su deambular.

–¡Pero si está abierto! –exclamaron desde el interior, y Karl abrió la puerta con franco alivio–. ¿Por qué golpea como un loco la puerta? –preguntó un hombre gigantesco, casi sin alzar la vista hacia Karl.

A través de alguna claraboya en el techo caía una luz turbia, ya totalmente gastada en la parte superior del barco, sobre un camarote miserable, en el que se alineaban una cama, un armario, una silla y el hombre, bien pegados uno al otro, como en un depósito.

 

–Me he perdido –dijo Karl–. Durante el viaje no me di cuenta del todo, pero es un barco tremendamente grande.

–Sí, en eso tiene razón –dijo el hombre con algún orgullo, sin dejar de manipular la cerradura de una pequeña maleta, apretándola una y otra vez con ambas manos para escuchar el clic del cerrojo–. ¡Pero entre! –siguió diciendo–. ¡No se va a quedar ahí afuera!

–¿No molesto? –preguntó Karl.

–Bah, ¿cómo va a molestar?

–¿Es usted alemán? –Karl buscó asegurarse, por haber oído mucho sobre los peligros que amenazaban a los recién llegados a Estados Unidos, sobre todo de parte de los irlandeses.

–Soy, soy –dijo el hombre.

Karl seguía dudando. Entonces el hombre tomó de improviso el picaporte y, junto con la puerta, que cerró rápidamente, arrastró a Karl hacia el interior.

–No soporto que me miren desde el pasillo –dijo el hombre, volviendo a ocuparse de su maleta–. Pasa cualquiera y mira, ¿quién lo aguanta?

–Pero si el pasillo está vacío –dijo Karl, aplastado incómodamente contra el poste de la cama.

–Sí, ahora –dijo el hombre.

“Pero si se trata del ahora –pensó Karl–, qué difícil es hablar con este hombre”.

–Acuéstese en la cama, ahí tiene más espacio –dijo el hombre.

Karl se metió a rastras como pudo y se rio en voz alta tras su primer intento fallido por saltar al otro lado. Una vez que estuvo dentro, exclamó:

–¡Dios santo, me olvidé por completo de mi maleta!

–¿Dónde está?

–Arriba en la cubierta, la está cuidando un conocido. ¿Cómo se llamaba? –y extrajo una tarjeta del bolsillo secreto que su madre le había cosido en el forro de la chaqueta–. Butterbaum, Franz Butterbaum.

–¿Necesita mucho esa maleta?

–Por supuesto.

–¿Y entonces por qué se la dio a un desconocido?

–Había olvidado mi paraguas abajo y corrí a buscarlo, pero no quería cargar con la maleta. Y ahora me terminé perdiendo yo también aquí.

–¿Está solo? ¿Sin acompañante?

–Sí, solo.

“Tal vez tenga que quedarme con este hombre –se le cruzó a Karl por la cabeza–, ¿dónde encontraría en este momento un amigo mejor?”.

–Y ahora también perdió su maleta. Del paraguas ni hablar.

El hombre se sentó en la silla, como si ahora Karl hubiera captado un poco su interés.

–Yo creo que la maleta no está perdida todavía.

–Bienaventurados los que creen… –dijo el hombre mientras se rascaba con fuerza el pelo oscuro, corto y tupido–. Con los puertos, cambian también las costumbres dentro del barco. En Hamburgo su Butterbaum tal vez le hubiera cuidado la maleta, aquí lo más probable es que no queden más rastros de ninguno de los dos.

–Entonces tengo que ir arriba a ver –dijo Karl y miró en derredor cómo podía salir.

–Quédese –dijo el hombre y, poniéndole una mano en el pecho, lo empujó con franca brusquedad de nuevo hacia la cama.

–¿Por qué? – preguntó Karl enojado.

–Porque no tiene sentido –dijo el hombre–, en un ratito voy yo también, así que vamos juntos. O bien se robaron la maleta y no hay nada que hacer y puede llorarla hasta el fin de sus días, o el hombre la sigue vigilando y por lo tanto es un estúpido y entonces que siga vigilando, o bien es solo un hombre honrado y dejó la maleta allí y tanto más fácil será de encontrar para nosotros cuando el barco se haya vaciado del todo. Y lo mismo con su paraguas.

–¿Conoce el barco? –preguntó Karl con desconfianza, y la idea, más bien convincente, de que el barco vacío era lo mejor para encontrar sus cosas le pareció que ocultaba una trampa.

–Soy fogonero del barco –dijo el hombre.

–¡Usted es fogonero! –exclamó Karl con alegría, como si eso superara todas las expectativas, y, apoyándose en un codo, miró al hombre con mayor atención–. Justo delante del camarote donde dormía con los eslovacos había una claraboya por la que se podía ver la sala de máquinas.

–Ahí trabajaba yo –dijo el fogonero.

–Siempre me interesó la técnica –dijo Karl, varado en una determinada línea de pensamiento–, y seguro que más tarde hubiera sido ingeniero, si no hubiera tenido que viajar a Estados Unidos.

–¿Por qué tuvo que viajar?

–¡Bah! –dijo Karl, desechando toda la historia con un gesto de la mano.

A la vez, miró al fogonero con una sonrisa, como pidiéndole que fuera indulgente incluso con lo que no le había confesado.

–Habrá tenido su motivo –dijo el fogonero, sin que se supiera si con esto buscaba exigir o rechazar que le aclararan ese motivo.

–Ahora me podría hacer fogonero yo también –dijo Karl–. A mis padres les da igual a qué me dedique.

–Mi puesto quedará libre –dijo el fogonero y, con plena conciencia de este hecho, se metió las manos en los bolsillos del pantalón y apoyó sobre la cama las piernas, enfundadas en unos pantalones arrugados de un material tipo cuero color gris ferroso, con el fin de estirarlas. Karl tuvo que correrse más hacia la pared.

–¿Se va del barco?

–Sí, señor, hoy nos marchamos.

–¿Por qué? ¿No le gusta?

–Y bueno, así son las cosas, no siempre lo decisivo es si a uno le gusta o no. Por lo demás, tiene razón, no me gusta. Seguro que no piensa en serio esto de hacerse fogonero, pero es precisamente en esos casos donde resulta más fácil terminar siéndolo. Por eso le aconsejo con fuerza que no lo haga. Si en Europa quería estudiar, ¿por qué no quiere estudiar aquí? Las universidades estadounidenses son incomparablemente mejores que las europeas.

–Es posible –dijo Karl–, pero casi no tengo dinero para estudiar. Leí de alguien que de día trabajaba en un negocio y de noche estudiaba, hasta que se recibió de médico y creo que llegó a alcalde, pero para eso se necesita mucha perseverancia, ¿verdad? Me temo que a mí me falta. Además, no fui un alumno especialmente bueno, no me costó nada despedirme de la escuela. Y quizá las escuelas aquí sean más severas aún. Inglés casi no sé. En general aquí no quieren a los extranjeros, creo yo.

–¿Ya lo comprobó usted también? Bueno, entonces está por buen camino. Usted es mi hombre. Fíjese, estamos en un barco alemán, pertenece a la línea Hamburgo-Estados Unidos, ¿por qué no somos todos alemanes entonces? ¿Por qué el jefe de máquinas es rumano? Se llama Schubal. No se puede creer. ¡Y ese canalla nos maltrata a nosotros, los alemanes, en un barco alemán! Y no crea –se quedó sin aire, vaciló con la mano– que me quejo por quejarme. Sé que usted no tiene ninguna influencia y que es un pobre muchacho. ¡Pero esto es demasiado!

Y golpeó la mesa varias veces con el puño, sin sacarle la mirada de encima mientras golpeaba.

–He servido ya en tantos barcos –y mencionó veinte nombres uno detrás del otro como si fueran una sola palabra, con lo que Karl quedó completamente confundido– y me he destacado, fui elogiado, era un trabajador al gusto de mis capitanes, incluso pasé varios años en el mismo velero mercante –se levantó, como si fuera el punto más alto de su vida– y aquí en esta carraca, donde todo anda en regla, donde no se exige ningún ingenio, aquí no valgo nada, soy un estorbo constante para Schubal, soy un vago, merezco que me echen y recibo mi sueldo por misericordia. ¿Lo entiende usted? Yo no.

–No tiene por qué tolerarlo –dijo Karl exaltado.

Ya casi había perdido la sensación de estar sobre la superficie inestable de un barco, sobre la costa de un continente desconocido, tan en casa se sentía en la cama del fogonero.

–¿Ya estuvo con el capitán? ¿Fue a reclamarle por sus derechos?

–Bah, váyase, mejor que se vaya. No quiero tenerlo aquí. No me escucha lo que le digo y me da consejos. ¡Cómo voy a ir a ver al capitán!

Cansado, el fogonero volvió a sentarse y apoyó la cara en ambas manos.

“No puedo darle ningún consejo mejor”, se dijo Karl. Y sintió, en general, que hubiera preferido buscar su maleta en lugar de dar aquí consejos que pasaban por tontos. Al entregarle la maleta para siempre, su padre le había preguntado en broma: “¿Cuánto tiempo la tendrás?”. Y ahora esa maleta cara quizá ya se había perdido de veras. Su único consuelo era que su padre difícilmente pudiera enterarse de su situación, aun si se ponía a investigar. Todo lo que podía decirle la compañía naviera era que había llegado hasta Nueva York. Lo que apenaba a Karl era que casi no había usado las cosas que había en la maleta, aun cuando hacía tiempo que hubiera necesitado por ejemplo cambiarse la camisa. Había ahorrado en el sitio incorrecto; justo ahora que, al principio de su carrera, hubiera precisado presentarse con ropa limpia, tendría que aparecer con la camisa sucia. Qué perspectiva más bella. De lo contrario, la pérdida de la maleta no hubiera sido tan enojosa, ya que el traje que tenía puesto era mejor que el que estaba en la maleta, que en realidad solo era un traje de emergencia que la madre había tenido que remendar justo antes de la partida. Ahora recordó también que en la maleta había un pedazo de salame de Verona que su madre le había empacado como aporte adicional, del que sin embargo solo había podido comer una mínima parte, porque durante el viaje había estado sin ningún apetito y la sopa que se repartía en la entrecubierta le había resultado más que suficiente. Ahora le hubiera gustado tener el salame a mano para ofrecérselo al fogonero. Porque era fácil conquistar a ese tipo de gente dándole alguna pequeñez, eso Karl lo sabía por su padre, que conquistaba a todos los empleados de menor rango con los que tenía relación comercial repartiéndoles cigarros. Karl solo poseía ahora su dinero como para regalar y, ya que quizá había perdido su maleta, prefería por el momento no tocarlo. Volvió a pensar en la maleta. Realmente no podía entender por qué la había vigilado con tanta atención durante el viaje, al punto de casi no poder dormir, para ahora dejar que se la quitaran con tanta facilidad. Recordó las cinco noches en que había sospechado continuamente que el pequeño eslovaco que dormía dos literas a su izquierda le había echado el ojo a su maleta. Ese eslovaco solo estaba al acecho de que Karl, vencido por el cansancio, finalmente se durmiera por un momento, para poder arrastrar la maleta con la larga vara con la que siempre andaba jugando o practicando. De día tenía un aspecto de lo más inocente, pero no bien caía la noche, se levantaba de tanto en tanto de su cucheta y le echaba una mirada triste a la maleta de Karl. Podía reconocerlo con toda claridad porque siempre había alguien aquí o allá que, con la inquietud del emigrante, encendía una lucecita, a pesar de que el reglamento del barco lo prohibiera, para intentar descifrar los folletos incomprensibles de las agencias de emigración. Si la luz estaba cerca, Karl podía dormitar un poco, pero si estaba lejos o reinaba la oscuridad, entonces debía permanecer con los ojos abiertos. El esfuerzo le había producido un profundo agotamiento, y ahora tal vez había sido completamente en vano. ¡Ese Butterbaum, si alguna vez volvía a cruzárselo!

En ese momento resonaron a lo lejos, dentro de la calma hasta ahora perfecta del camarote, unos golpecitos breves, como de pies infantiles, que se fueron aproximando con sonido creciente hasta convertirse en la marcha tranquila de hombres. Iban en fila, como resultaba natural en el angosto pasillo, y se oía un tintineo como de armas. Karl, que había estado a punto de estirarse en la cama para entregarse a un sueño libre de todas las preocupaciones por maletas y eslovacos, se levantó de un salto y tocó al fogonero, para que al fin prestara atención, ya que el principio de la hilera parecía haber alcanzado la puerta.

–Es la banda de música del barco –dijo el fogonero–, estuvieron tocando arriba y ahora van a empacar. Ya está todo listo, podemos irnos. ¡Venga!

Tomó a Karl de la mano, descolgó a último momento una imagen enmarcada de la Virgen que estaba en la pared sobre la cama, se la metió en el bolsillo superior, alzó su maleta y abandonó apresuradamente el camarote junto a Karl.

–Ahora iré a la oficina y les diré a esos señores mi opinión. No queda ningún pasajero, así que ya no hay que andar cuidándose.

El fogonero repitió esto de diferentes maneras y quiso aplastar al paso una rata que se le cruzó en el camino con un golpe lateral del pie, pero que solo logró empujarla más rápido dentro del hueco que había alcanzado justo a tiempo. Sus movimientos en general eran lentos, porque si bien tenía piernas largas, eran demasiado pesadas.

 

Pasaron por una sección de la cocina donde algunas muchachas con delantales sucios –se los rociaban adrede– limpiaban vajilla en grandes cubas. El fogonero llamó a una tal Line, la tomó por la cintura y la llevó consigo un trecho, con ella haciendo fuerza coquetamente contra su brazo.

–Es el momento de la paga, ¿quieres venir? –preguntó él.

–¿Para qué molestarme? Mejor tráeme el dinero –respondió ella, se escurrió por debajo de su brazo y se escapó de prisa.

–¿Dónde pescaste a ese bonito muchacho? –llegó aún a exclamar, pero sin esperar respuesta.

Se oyeron las risas de todas las muchachas, que habían interrumpido su trabajo.

Ellos siguieron su camino y llegaron a una puerta que tenía arriba un pequeño frontispicio sostenido por unas pequeñas cariátides doradas. Para ser un decorado de barco se veía bastante suntuoso. Karl notó que nunca había estado en esta zona, que seguramente había estado reservada durante el viaje a los pasajeros de primera y segunda clase, pero ahora, antes de la gran limpieza del barco, habían retirado las puertas de separación. De hecho, ya se habían cruzado con algunos hombres que llevaban escobas al hombro que habían saludado al fogonero. Karl estaba sorprendido por el gran ajetreo, en su entrecubierta había notado poco de todo eso. A lo largo de los pasillos corrían también los cables de las líneas eléctricas y todo el tiempo se oía una pequeña campana.

El fogonero llamó respetuosamente a la puerta y cuando se oyó el “¡Pase!” instó a Karl con un movimiento de la mano a que entrara sin miedo. Cosa que Karl hizo, aunque se quedó junto a la puerta. Ante las tres ventanas de la habitación vio las olas del mar, y observando sus alegres movimientos el corazón empezó a latirle como si no se hubiera pasado cinco largos días mirando ininterrumpidamente el mar. Grandes barcos entrecruzaban sus caminos, cediendo al embate de las olas lo que les permitía su peso. Si uno entrecerraba los ojos, los barcos parecían balancearse por su sola masa. En sus mástiles llevaban banderas angostas pero largas que, si bien tensas por la marcha, igual seguían agitándose a un lado y al otro. Sonaron unos cañonazos de saludo, seguramente provenientes de barcos de guerra. Los cañones de uno de ellos que pasó no muy lejos, brillantes por el reflejo de su revestimiento de acero, parecían como acariciados por la marcha segura, lisa y aun así no del todo horizontal. Desde la puerta podía observarse solo a lo lejos los pequeños barquitos y botes entrando de a grupos en los espacios que quedaban entre los barcos grandes. Detrás de todo eso estaba Nueva York, que miraba a Karl con las cien mil ventanas de sus rascacielos. En efecto, en esta habitación uno sabía dónde estaba.

Sentados alrededor de una mesa redonda había tres hombres, uno era un oficial de navío, en uniforme naval azul, y los otros dos eran funcionarios de la administración del puerto, en uniformes negros estadounidenses. Sobre la mesa había varios documentos apilados, que el oficial sobrevolaba primero con la pluma en la mano para luego alcanzárselos a los otros dos, que leían o copiaban algunos extractos, o bien los guardaban en sus portafolios, si es que el que hacía casi todo el tiempo un pequeño ruido con los dientes no le dictaba algo a su colega para el protocolo.

Sentado ante un escritorio contra la ventana y de espaldas a la puerta había un hombre más pequeño que manipulaba unos grandes infolios alineados sobre un grueso estante a la altura de su cabeza. A su lado, una caja para guardar dinero, abierta y a primera vista vacía.

La segunda ventana, que estaba libre, tenía la mejor vista. Cerca de la tercera, dos señores dialogaban a media voz. Uno estaba reclinado junto a la ventana, llevaba también el uniforme del barco y jugaba con el puño de su espada. La persona con la que hablaba estaba vuelta hacia la ventana y al moverse dejaba al descubierto cada tanto una parte de las hileras de condecoraciones sobre el pecho del otro. Estaba de civil y sostenía un delgado bastón de bambú que, con ambas manos en la cadera, sobresalía también como una espada.

Karl no tuvo mucho tiempo para ver todo, porque enseguida se les acercó un auxiliar y preguntó al fogonero, como diciéndole con la mirada que este no era su sitio, qué era lo que quería. El fogonero respondió, tan bajo como había sido interrogado, que quería hablar con el señor jefe de caja. El auxiliar, por su parte, desestimó el pedido con un movimiento de la mano, pero igual se acercó en puntas de pie al señor con los infolios, dando un gran rodeo para evitar la mesa redonda. Este señor –se vio con toda claridad– quedó helado ante las palabras del auxiliar, aunque al final giró hacia el hombre que quería hablarle e hizo ademanes de fuerte rechazo hacia el fogonero y, por las dudas, también hacia el auxiliar. El auxiliar volvió entonces con el fogonero y dijo en un tono como de confidencia:

–¡Váyase inmediatamente de la habitación!

Tras esta respuesta, el fogonero bajó la vista hacia Karl, como si este fuera su corazón, ante el que lamentaba en silencio su desgracia. Sin pensarlo dos veces, Karl se lanzó hacia adelante y atravesó la habitación, rozando ligeramente la silla del oficial. El auxiliar lo siguió abalanzándose con los brazos abiertos, como si persiguiera un insecto, pero Karl fue el primero en llegar hasta la mesa del jefe de caja, a la que se aferró, para el caso de que el auxiliar intentara arrancarlo de allí.

Por supuesto que enseguida la habitación quedó convulsionada. El oficial de navío que estaba sentado a la mesa se levantó de un salto, los señores de la administración portuaria observaron con calma pero también con atención, los dos caballeros junto a la ventana se habían puesto uno al lado del otro, mientras que el auxiliar, creyendo que allí donde los grandes señores mostraban interés ya no debía meterse, dio un paso atrás. Junto a la puerta, el fogonero esperaba tenso el momento en que se requiriera su ayuda. Finalmente, el jefe de caja dio un amplio giro hacia la derecha en su silla.

Del bolsillo secreto, que dejó expuesto sin escrúpulos ante la mirada de esa gente, Karl extrajo su pasaporte de viaje y lo apoyó abierto sobre la mesa, como toda presentación. El jefe de caja pareció considerar el pasaporte como algo secundario, porque lo corrió a un lado tomándolo con dos dedos, a lo que Karl, como si con eso quedara cumplida la formalidad, volvió a guardárselo.

–Me permito decir –empezó entonces– que en mi opinión se ha cometido una injusticia con el señor fogonero. Hay aquí un tal Schubal que lo ha estado importunando. El fogonero ha servido de modo absolutamente satisfactorio en muchos barcos, y puede nombrarlos todos. Es diligente y busca hacer su trabajo lo mejor posible, por lo que en verdad resulta difícil de comprender que justo lo haya hecho mal en este barco, en el que la labor no reviste mayores dificultades, como ocurre por ejemplo en los veleros mercantes. Solo puede tratarse por lo tanto de una difamación, que ahora obstaculiza su progreso y le quita el reconocimiento que de lo contrario seguro que no le faltaría. He dicho nada más que generalidades sobre la cuestión, él mismo expondrá sus quejas específicas.

Karl se había dirigido a todos los señores con este discurso, porque de hecho todos lo estaban escuchando, y porque parecía mucho más probable hallar un justo entre todos ellos a que el justo fuera el jefe de caja. Astutamente había callado que conocía al fogonero desde hacía tan poco tiempo. Por lo demás, habría hablado mucho mejor si no lo hubiera confundido la cara roja del caballero con el bastón de bambú, que veía ahora por primera vez desde su ubicación actual.

–Es todo cierto, palabra por palabra –dijo el fogonero, antes de que nadie le preguntara nada, antes incluso de que alguien lo mirara.

Esta precipitación del fogonero habría sido un gran error si el hombre con las condecoraciones, que era el capitán, como entendió Karl de pronto, no se hubiera resignado aparentemente a escuchar al fogonero. Porque estiró la mano y en dirección al fogonero exclamó “¡Venga aquí!” con voz tan firme como para dejarse golpear con un martillo. Ahora todo dependía del comportamiento del fogonero, porque Karl no tenía dudas en cuanto a lo justo de su causa.