Si era dicha o dolor

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PRESENTACIÓN

Cuando leemos en la nota de presentación de un libro la palabra «amor», solemos ponernos en alerta para descubrir pronto si nos embadurnará las manos de miel y, precavidos, dejarlo enseguida. Peor aún, encontrarnos con la expresión «primer amor» es una llamada definitiva de atención. Por desgracia, el uso irrestricto de formulismos e ideas desgastadas alrededor de este tema lo ha amonedado y nos ha llevado al descreimiento. ¿Pero qué pasa si hablamos de cuando esos fundadores e iniciales amores suceden en otras diversas ramas de la sexualidad? Podríamos pensar enseguida que, obviamente, no son las mismas condiciones o resultados, las mismas reacciones a la hora de enfrentarse a la primicia de ese sentimiento gozoso.

En 2018, Paraíso Perdido en conjunto con La Décima Letra (editorial independiente especializada en literatura de diversidad sexual) lanzaron la convocatoria abierta «Si era dicha o dolor», en la cual se solicitaron textos que abordaran de manera clara la cuestión del primer amor desde la perspectiva de las sexualidades no hegemónicas. De esta manera llegaron ciento catorce cuentos que celebraban jubilosa, e incluso pesarosamente, la emoción de jóvenes gays, lesbianas o trans al enfrentarse por primera vez al misterio del primer enamoramiento.

El comité de selección estuvo compuesto por Ernesto Reséndiz Oikión (licenciado en Lengua y Literatura por la UNAM, escribe crónica y ensayo, reconocido especialista en literatura gay y lésbica); Gabriela Torres Cuerva (narradora tapatía, ganadora del Premio Nacional de Cuento Agustín Yáñez y autora de varios libros de cuento y novela, incluida en antologías de narrativa), y quien escribe estas líneas, Luis Martín Ulloa (cuentista, catedrático e investigador de la Universidad de Guadalajara, estudioso de la narrativa gay mexicana). Se establecieron dos criterios para la selección de los textos: que desarrollaran de manera clara una historia con personajes y perspectiva LGBT, y también, por supuesto, que tuvieran calidad literaria. Fueron elegidos los cuentos que aquí presentamos. Diez autores de diversas regiones del país: Jalisco, Oaxaca, CDMX, Sinaloa, Durango y Michoacán. De diferentes formaciones y profesiones, edades y estilos, a través de sus textos nos descubren las muy diversas vías en las que se vive el amor primero.

Invitarles a que continúen en estas páginas, y que penetren en sus historias, no debería significar un reto porque eso implica ceder ante una negación inicial. Tampoco una obligación, porque volver a nuestros orígenes no debe ser forzado y cada lectorx entrará por su propio paso. Simplemente hay que rememorar, dejarse llevar por la íntima, reveladora, luminosa pulsión que nos llevó hasta el primer amor. Porque de primeros amores todxs hemos gozado, ¿o no?

LUIS MARTÍN ULLOA

Roberto Ramírez Flores

LÍNEAS IMAGINARIAS

Juan colorea el mar a pesar de que no es necesario. El profesor explicó que el interés de la actividad reside en hallar diez puntos terrestres a través de los paralelos y meridianos, pero él se empeña en colorear el mar, en hacerlo despacio. Cuando alguno de sus compañeros lo mira con extrañeza, Juan arquea su espalda y pone sus brazos sobre el pupitre: una guarida hecha con su propio cuerpo para pintar el mar sin interrupciones, para pasar la punta del azul fuerte entre los bordes de la tierra y el agua y escarchar el azul cielo desde lo alto con ayuda del sacapuntas, para llevar a un extremo lo que tantas veces ha repetido el profesor: el color del mar es reflejo del cielo.

Lili ha encontrado México y Turquía en el mapa, los ha pintado de rojo y café, respectivamente, y escrito sus coordenadas. Pero a Juan le gusta buscar puntos en el océano, surcar con su dedo las aguas del Atlántico y detenerlo: encontrar la ubicación de la nada. Porque, al fin y al cabo, ¿no es el cruce del ecuador y el meridiano de Greenwich (las líneas imaginarias más importantes) un pedazo de agua nada más? 0° y 0°, anota con otro tipo de azul para no romper con la armonía del mapa. Lili gira su cabeza para observar lo que hace.

—Así no es.

—¿Por qué? —pregunta sin quitar la vista de su cuaderno.

—Porque en el mar no hay nada.

Tal vez por eso le gusta, por su vacío. Darse cuenta que el océano sigue siendo inaccesible le hace sentir bien. Había escuchado que en unas décadas las personas más ricas del mundo podrían habitar distintos astros: dejarlo todo aquí y fugarse en un cohete hacia la luna. Pero el mar no, sigue siendo inhabitable para nosotros a pesar de su cercanía.

—¡Tiempo!

El maestro se pone de pie, se acomoda la camisa y continúa hasta la primera fila de pupitres. Destapa su pluma negro con dorado y comienza a firmar los cuadernos. Al llegar a Juan observa su mapa, los tres únicos puntos trazados sobre el mar.

—Ahí no hay nada —dice mientras une los puntos con su dedo, esbozando un triángulo.

—No hay tierra. Solamente no hay tierra.

El profesor guarda silencio. Después comprueba que las coordenadas son las correctas, acerca la pluma al cuaderno y estampa su firma en el continente americano, entre dos países que Juan identifica como Brasil y Bolivia. Cuando los últimos cuadernos se abren para recibir la rúbrica, Juan toma el azul turquesa y sigue el espectro trazado por el dedo del profesor: un triángulo en el Atlántico.

—Sigan con su cuaderno afuera. Ahora vamos con un tema que me gusta mucho: el sol —anota el nombre con rojo hasta arriba de la pizarra—. Como ustedes saben, el sol es el astro más importante de nuestro sistema, es el encargado de darle calor a nuestro planeta, alimentos y hasta vitamina D.

Juan se concentra en sus palabras. Su voz es algo rasposa, le gusta. El maestro traza un círculo con el plumón negro que abarca casi toda la superficie. Después un punto color azul en el centro.

—Este —explica señalando el círculo más grande— es el sol. Este, para comparar, es nuestro planeta —y el puntito azul desaparece bajo su tacto. Juan pasa sus dedos por cada línea que forma el triángulo en su cuaderno—. Es un millón de veces más grande que la Tierra —se pregunta por qué se llama así, Tierra, si hay más agua que otra cosa. Debe ser porque la gente prefiere tener los pies sobre algo firme, quién sabe. El maestro tira del rollo plegable que descansa en lo alto hasta convertirlo en una pantalla. Enciende el proyector; mete una película al DVD.

—Veremos un documental. Tomen nota para comentarlo.

Las luces se apagan. La pantalla de plástico regresa la imagen distorsionada al techo. El profesor observa de pie. Los ojos se le iluminan como si la imagen saliera de ellos: todos esos mundos y estrellas provenientes de su interior. Rasca su nariz. El puntito azul que antes era la tierra se expande hasta su mejilla. Su cara morena, junto a esa mancha de plumón y un eclipse de sol en la pantalla que se vuelve una aurora boreal en el techo, le hacen sentir a Juan que se encuentra ante un punto decisivo de su vida. Viviré en el océano, en el triángulo que su dedo ha trazado solo para mí.

Toca el hombro de Lili. Ella voltea su cara hacia él sin despegar la vista de la pantalla.

—¿Ya viste? Lo hice bien —expresa con su cuaderno en la mano.

Ella ve la firma y asiente con la cabeza.

¿Por qué lo habrá hecho? Su firma le sugiere la posibilidad de habitar el océano. Observa al maestro, que suda cerca del proyector y abre su camisa por la parte de arriba. De repente él mira a Juan y señala los fotones ardientes en la pantalla, como diciendo: Ahí está la acción, ¿qué me ves? Juan retira su vista, también acalorado.

Mariana, la niña detrás de él, le acerca la punta del lápiz a la espalda y rasca por encima del suéter en un movimiento circular. Juan mira al profesor de nuevo y cierra los ojos. El narrador del documental anuncia: El sol alcanza las temperaturas más altas del universo.

Después de ver cómo la atmósfera solar le arranca la cola al cometa S29 como si fuese una lagartija hecha con polvos espaciales, el documental cierra con la imagen del sistema solar alejándose hasta quedar únicamente el sol, un puntito que tal vez sea Júpiter o Saturno y una decena de círculos punteados que representan las órbitas; la Tierra no, esa ha desaparecido como el punto azul en la pizarra, en virtud del sol.

—Bueno, ahora me gustaría saber qué piensan —y enciende las luces sin avisar, encandilando a todos.

Los estudiantes se miran entre ellos esperando a que algún valiente abra la boca.

—Por ejemplo, ¿para qué nos sirve el sol?

Para darnos cuenta que hay lugares inhabitables esperando por nosotros. Levanta la mano.

—¿Sí, Juan?

—Es importante por la fotosíntesis, sin ella no tendríamos muchos alimentos… ni flores.

Rodrigo, desde la tercera fila y con una sonrisa burlona en la cara, entierra su dedo índice en su mejilla. Juan sabe lo que significa.

—Sí, es cierto: el sol nos proporciona un sinfín de alimentos de origen vegetal.

Rodrigo arranca una hoja de su cuaderno y comienza a dibujar algo. Mira a Juan una y otra vez y después sigue: poniéndole rosa, amarillo, púrpura. Le estira el papel hecho dobleces a Jonathan. El papelito comienza a pasar de mano en mano y cada vez que esto sucede los ojos de esas manos observan con atención a Juan, burlándose abiertamente o simulando que no pasa nada sin mucho éxito.

 

Él pasa su dedo por el triángulo mientras sigue de reojo la trayectoria del papelito.

—Me estás escuchando, ¿Juan?

—Sí, sí, perdón.

—Te decía que, además, todos los alimentos que consumimos están relacionados de alguna forma con el sol. Las vacas podrían morir por la falta del calor solar, y entonces nos quedaríamos, por ejemplo…

—¡Sin bisteces!

Lili suelta una carcajada a la que después se unen otras.

—Muy bien, Jorge— expresa el profesor con una sonrisa en los labios.

A él se le dibuja otra y por un momento olvida que también es motivo de burla. El papelito llega rápidamente a Mariana, quien tras verlo observa a Juan para después doblar la hoja por la mitad y estirársela.

—¿Quieres ver? —pregunta en voz baja.

Juan toma la hoja cuadriculada, la abre, la aplasta hasta que se vuelve una bola y la mete en su bolsillo del suéter.

—¿Alguien más? —pregunta el maestro mirando de un lado a otro.

Lili pide la palabra.

—A mí me gustó saber que estamos hechos de la misma materia que el sol, que somos polvo de estrellas.

Los compañeros no. No todas las personas están hechas así. La gente mala está hecha con lodo. Pasa sus yemas por el borde de México mientras oprime la bola de papel en su suéter. Yo tampoco. A lo mucho de agua salada. Traspasa el océano Pacífico a bordo de su dedo, rodea una isla pequeñita con forma de lágrima y después otras que se desprenden de Argentina, que huyen de tierra firme, como él. Sigue a la derecha hasta llegar al triangulo con su nave manchada de azul y un rastro nebuloso tras ella. Desciende, entra al agua, se hunde, el frío mitiga su coraje, se hunde más, se hunde hasta tocar el fondo. No todos tienen miedo de habitar el océano.

Erik Moya

TOMAR LECHE DIRECTAMENTE DEL CARTÓN ES DE MALA EDUCACIÓN

4:30 pm

Una plaza; un sol implacable en una ciudad reluciente; dos torres; una catedral de cantera con sus campanas a punto de chillar; una multitud que prefiere el llanto del cobre; un círculo de personas en torno a Roberto (26 años) que zapatea con huaraches al ritmo de la música de los viejitos de Michoacán.

Roberto es una farsa; una comedia danzante; un rostro cubierto por lluvia de listones verdes; un sombrero de chuspata; un rostro cubierto por una máscara más fiel que su semblante; una sonrisa triste; una máscara triste.

Un ejército de viejitos espera su turno en el espectáculo. Roberto suda bajo la cubierta, la gente le aplaude. Mariana también lo hace. El pequeño Daniel también. Julián (17 años) no. Él no aplaude. Es de máscara burlona, listones rojos, zarape rojo. Sus manos tomadas por la espalda guardan un secreto de moridero. La música aumenta. El zapateado se acelera. La gente decide poner su corazón fuera del pecho. Mariana y Daniel brillan como un sol mismo. El chillar de los violines es más fuerte que el del metal.

Y de pronto, un estruendo (más fuerte que las bombas del 15 de septiembre de 2008: Morelia, Mich.). Una bala perfora la máscara triste y el cráneo de Roberto. La multitud es un puñado de hormigas en pánico.

Mariana, con rostro de barranco y Daniel en los brazos, corre donde yace Roberto. El verdor de los listones está salpicado del rojo de su sangre. Entre empujones, gritos y rechinares Julián, rojo por completo, sostiene la pistola con ambas manos.

3:45 pm

Roberto no sabe usar un puñado de palabras a su favor, pero sabe que dar zancadas grandes y tambalear los hombros hace relucir su hombría elegante de león. Julián no sabe hacer lo que Roberto, no le importa. Sobre la cerrada San Agustín, ya no te enojes conmigo, la voz de Roberto es como la del león que araña para después regresar por una caricia. El brazo de Roberto rodea a Julián. Ese rodeo es el gesto de protección típico de un felino arrepentido. No, un león nunca se arrepiente, solo hace a un lado sus malas acciones, y listo.

Roberto tiene la melena más grande y hermosa que Julián haya visto.

Sobre la cerrada San Agustín dan unos pasos más. Vestidos de viejitos, Julián (máscara burlona), Roberto (máscara triste). Frente a ellos, Mariana y el pequeño Daniel: ya no te enojes con nosotros. Mariana tiene cara de humano y una mano lista para dar una caricia. Roberto la abraza y besa a Daniel, su hijo.

Te necesitamos.

Julián, completamente rojo, es volcán, es cara de humano y un puño bajo el zarape. Sobre la cerrada San Agustín, camina. Se dirige a una plaza con un sol implacable en una ciudad reluciente.

¿Qué le pasa a Julián?, pregunta Mariana.

3:30 pm

Un ejército de soldados desciende de la pick up, sus armas:

Bastones.

Huaraches.

Sombreros con lluvia de listones.

Calzones de manta.

Máscaras con mil gestos.

A una cuadra de cantera, la cerrada San Agustín donde la gente camina con golosinas en las manos, gaspachos morelianos o churros salados con crema y queso. Julián camina adelante.

¿Quieres?, Julián escucha, voltea.

Que si quieres un gaspacho. Roberto no sabe usar un puñado de palabras a su favor, solo es un hermoso caballo, y relincha. El ejército se aleja.

Roberto y Julián, con gaspacho en mano, se sientan en una calle solitaria. Cucharean; mastican en silencio. Los ojos de un caballo hermoso son difíciles de ignorar. Mucho menos cuando la mirada es fija. Julián no quita la mirada a su gaspacho. El juego de miradas fijas anuncia el atropello de sí mismos.

Roberto le gira la cara y lo besa en la boca.

Soy un pendejo, no quiero que te alejes de mí.

2:30 pm

Julián y Roberto salen de una casa en la isla de Janitzio. La fachada de la pequeña casa está pintada de blanco y rojo, el techo es de teja de barro. Julián cierra la puerta con llave. De la puerta cuelga un moño negro. Caminan por las cuestas de la isla. Llegan al muelle, donde está la lancha amarrada a la orilla; dentro de ella el pelotón de viejitos los espera. Suben y se ponen en marcha. Pronto llegan a la otra orilla, al pueblo de Pátzcuaro. Ahí abordan la parte trasera de la pick up ya encendida.

El aire de la carretera es helado, todos van de brazos cruzados en silencio. Algunos sostienen sus sombreros y sus máscaras para que no sean arrancados por el viento. Julián observa el paisaje. Roberto lo observa a él, para después tomarle la mano. Nadie se da cuenta. Julián sonríe y sigue observando.

Julián es un ciervo que corre por las laderas de esa carretera.

Roberto es el cazador que apunta con su rifle en el punto más débil de cualquier ciervo. A Julián no le importaría ser atravesado por una bala si Roberto es quien dispara.

Las laderas están por terminar. El ciervo se convierte en Julián; Roberto sigue con apariencia de cazador, siempre. La carretera termina. Un gran letrero dice «Bienvenidos a Morelia». Los listones de los sombreros siguen agitados y se ondean con la fuerza del viento como únicos espectadores de esa escena depredador/presa.

12:30 pm

Julián despierta. Se sienta en la cama, está desnudo. A un lado, cobijado, está Roberto. Julián se incorpora y se pone los calzones. Sale hacia la cocina. En el pasillo de la casa, hasta el fondo, hay un altar: Veladoras, flores de cempasúchil, una foto de su padre y un recorte de periódico que dice «Se disparó; deja sola a su mujer e hijos». En la cocina está su madre. Lava los trastes con mal humor. Cuando entra escucha: ¿Ya te fijaste qué horas son? Se te va hacer tarde para ir a Morelia. Apúrale.

Julián se sienta en el comedor, está cansado. No durmió. Está cansado de ser presa. Durante la noche Roberto lo capturó y se lo comía por la espalda.

Por cierto ¿quién entró anoche?

Voltea a ver a su madre con ironía, como quien dice que la pregunta es innecesaria. ¿Otra vez se peleó? Ya le he dicho que la mande a la chingada, pinche vieja. Julián se muestra indiferente. Se dirige a la puerta del refrigerador. La abre. Rápido que se gasta la luz. Y ya corre a levantar a tu hermano. Julián, tras la puerta del refrigerador:

¡Roberto, te habla mi mamá!

A los pocos segundos entra Roberto en bóxer, se sienta en el comedor. Julián toma leche del cartón. Tomar leche del cartón directamente es de mala educación, ya te he dicho. Su madre le golpea la cabeza. Roberto sonríe. Del radio suena Me he quedado sin tu amor, interpretada por Los Freddys.

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