Read the book: «Episodios republicanos», page 2

Font:

I

El final de la monarquía

El GOBIERNO BERENGUER

El 26 de enero de 1930 el dictador, general Primo de Rivera, tuvo un gesto extemporáneo. Dos días más tarde se veía obligado a dimitir. No fue el gallardo final que para la dictadura querían algunos de sus colaboradores más próximos, sino algo parecido a la torpeza infantil con que un hombre que ha saltado mil obstáculos y es más poderoso que sus enemigos, acaba cayendo en una trampa tonta tendida por él mismo en un momento de precipitación.

En una de sus largas madrugadas insomnes, el dictador, vencido por la fatiga y la tensión nerviosa de seis años de poder sin tregua ni descanso, redactó una nota oficiosa, que publicaría por la mañana en los periódicos, en la que preguntaba a los jefes del Ejército y de la Armada si seguía contando con la confianza de los cuartos de banderas. La respuesta fría y correcta de una docena de generales sorprendidos, y el estupor del rey, con quien el general no había contado para continuar o dimitir, obligaron a Primo de Rivera a abandonar el poder. Era una cruel ironía del destino coronar con este final, a los sesenta años, una brillante carrera pública. Mes y medio después, el 16 de marzo, el general amanecía muerto repentinamente en un cuarto del Hotel Pont Royal de París, donde había acudido a mediados de febrero a refugiar su amargura.

Pero, con su último error o sin él, los días de la dictadura de Primo estaban contados. El general tenía razón al ver enemigos por todas partes. Los viejos políticos, el activismo sindical, abierto o clandestino, los intelectuales, la banca y la industria, todos estaban contra él. Las ilusiones despertadas en 1923 se habían marchitado en siete años. El ejército estaba dividido, minado por la acción de los grupos políticos y de las sectas y por algunos pleitos profesionales enconados, como el de los artilleros, que Primo de Rivera no había acertado a resolver.

El balance de la dictadura arrojaba, con todo, un saldo materialmente favorable: había liquidado victoriosa y dignamente la guerra de Marruecos; había interrumpido, con seis años de paz pública y de prosperidad, la discontinuidad salpicada de revueltas del primer cuarto de siglo; había fortalecido la hacienda y el poder del Estado; había hecho de España un país transitable con las carreteras del «circuito nacional de firmes especiales» y lo había enriquecido con obras públicas. Pero la dictadura, a su terminación, resultaba un fracaso político. Agotado el apoyo con que en sus primeros años la habían seguido miles, y quizá millones, de españoles, se hallaba sumergida en la esterilidad de los finales de un régimen de excepción que no había sabido volver a la normalidad ni crearse su propia sucesión, mientras, desde fuera de sus estructuras, la asediaban con su enemiga los sectores más dinámicos de la vida nacional. La herencia —damnosa hereditas— era gravosa, porque el sucesor, en virtud de una ley de la historia, no podía contar con los dos recursos de la arbitrariedad y de la fuerza en que se había apoyado durante seis años el honrado patriotismo del general Primo de Rivera. Prueba de ello es que ninguno de los políticos antiguos se adelantaba a recogerla. El rey tuvo que acudir a la lealtad y al espíritu de sacrificio de otro soldado para que en España pudiera haber Gobierno.

Así fue como a los 57 años, sin apenas experiencia personal en la política, con buena fe, y consciente de que era una víctima condenada de antemano, el teniente general Dámaso Berenguer se encargaba de formar el nuevo Ministerio al día siguiente de la dimisión de Primo de Rivera.

El de Berenguer era, necesariamente, un Gabinete puente, con hombres de cierto relieve público y no muy conocidos por intervenciones anteriores —y por eso no desprestigiados—: un Gobierno sin figuras de gran historia política sobre el que la calle, los políticos antiguos y los nuevos revolucionarios ejercerían una presión fortísima. Ceder a ella sin que se destruyera España era el único camino que parecía abierto, si además se quería salvar la Corona gravemente comprometida por la gestión de los últimos tiempos de Primo de Rivera. El dictador había gobernado en nombre del rey, legalmente apoyado en la confianza que este le prestara.

En nombre del rey, en efecto, se había puesto fin a la guerra de Marruecos, había habido paz y se habían construido carreteras. Pero en su nombre también se había mantenido la censura de prensa, se había llegado a disolver el cuerpo de Artillería. Se habían destituido profesores y juntas directivas de colegios profesionales y academias, se había aplicado, en suma, una arbitrariedad asistemática, a veces necesaria para el ejercicio del poder, a veces inútil y casi siempre blanda, suficiente para producir una hostilidad muy extendida en los sectores más sensibles de la vida nacional.

Sobre todo, no se había construido políticamente algo capaz de sostenerse por sí mismo que se apoyase sobre la verdadera realidad del país en los órdenes social, humano e intelectual. Basta considerar esto para advertir la gravedad de la situación. A los hombres de Berenguer les faltaba entonces la perspectiva que hoy posee un historiador para medirla. Pero hay testimonios repetidos y concordes que prueban que no pocos de ellos eran conscientes de que se trataba de la invitación a un sacrificio y que acudían a él sin ilusión, por patriotismo.

LAS FUERZAS EN PRESENCIA

En 1930, con los primeros aires de la libertad que, a golpe de decreto, obedeciendo a sus principios liberales, pero cediendo también al ambiente público, introducía el general Berenguer, se reorganizaron diversos sectores de la vida nacional.

La Gaceta de los primeros días del nuevo Gobierno, aún antes de que este hiciera su declaración ministerial de 18 de febrero, estuvo materialmente inundada de decretos y disposiciones de indulto, amnistía, restablecimiento de organismos, funciones, facultades suspendidas durante la dictadura, etc. Más adelante expondremos la actitud de los anarcosindicalistas que, en mayo volvían a la luz pública después de una clandestinidad de seis años, abrían sus sindicatos, promovían huelgas y fomentaban toda clase de agitaciones revolucionarias en contra del orden social y del Estado.

Los socialistas y la UGT se sentían desligados de los compromisos con la dictadura, y los republicanos del Partido Socialista Obrero Español (Prieto y de los Ríos) daban los primeros pasos para restablecer la coalición republicano-socialista rota en 1919. Los exiliados más notables, como Unamuno, volvían del destierro e iban dotando de cuadros al frente burgués republicano; mientras Ortega y Gasset, desde El Sol, marcaba sus distancias con la monarquía. Basta recordar sus artículos «Organización de la decencia nacional», de 5 de febrero de 1930; «El error Berenguer», de 15 de noviembre de 1930, y «Sobre el poder de la prensa», de 13 de noviembre de 1930, de los que los dos últimos se cierran con una versión ad usum hispanorum del famoso epifonema catoniano: Delenda est monarchia y coeterum censeo delendam esse monarchiam, respectivamente. A esos tan significativos artículos se unió el titulado «Un proyecto», de 6 de diciembre de 1930.

Frente a esos grupos, ¿con qué fuerzas contaba de verdad el Estado? ¿Qué proyectos de gobierno tenían la monarquía y el gabinete Berenguer?

Los antiguos partidos monárquicos estaban en realidad disueltos. Sus equipos dirigentes de notables se reagrupaban una y otra vez de los modos más diversos. La Unión Patriótica de Primo de Rivera apenas dejaba otro rastro que los oradores de la nueva Unión Monárquica Nacional. Surgían actitudes individuales, como la de Sánchez Guerra. Este antiguo líder conservador en el mitin de la Zarzuela el 27 de febrero, sin la más mínima invocación a la reagrupación de los antiguos liberal-conservadores, reconocía el derecho del país a ser, si así lo quería, republicano, mientras entre un jugueteo literario de oratoria al viejo estilo atacaba al rey, dando pretexto a una pequeña revuelta callejera en la que hubo golpes, palos, pedradas y unos mozalbetes que gritaban desaforadamente: «¡Viva la República!».

Alcalá Zamora, antiguo ministro del rey Alfonso XIII por dos veces, se proclamaba republicano en Valencia el 15 de abril desde el Teatro Apolo, pintando la posibilidad teórica de una república católica, conservadora y de derechas. Romanones —con otros— pedía una reforma constitucional y unas Cortes que exigieran responsabilidades políticas. Miguel Maura, hijo del líder de la derecha conservadora española y antiguo escudero de su padre, se ofrecía en San Sebastián, el 20 de febrero, a levantar la bandera republicana, si no había antes otro más dispuesto a hacer el gesto.

Las memorias de Miguel Maura no añadieron ninguna información verdaderamente nueva a la que había antes. El autor cuenta una entrevista de despedida con el rey, celebrada en presencia de su hermano Honorio, a mediados de febrero, pocos días antes de la solemne proclamación de su nuevo republicanismo en San Sebastián. Ossorio y Gallardo se declaraba «monárquico sin rey», desde el Ateneo de Zaragoza, el día 4 de mayo. En el mes de junio, en unas declaraciones a la prensa en París, el liberal Santiago Alba decía que había aconsejado al rey que se convocaran unas Cortes para reformar la Constitución y asegurar que la monarquía siguiera su marcha «a cubierto de la intrusión del poder personal y de dictaduras de cualquier género». El 1 de noviembre, en el Ateneo de Valencia, Ossorio pedía sin más la abdicación del rey y la previa sanción por las Cortes de su sucesor, antes de que este ciñera la corona. A esas numerosas intervenciones personales se podrían sumar otras mil: de Cambó, de Romanones, de Bugallal, de Álvarez, de Burgos Mazo, etc. Es decir, de todos los que en el campo de la política monárquica habían tenido alguna vez un nombre. La única nota común a todas ellas era el revisionismo, unido a la incoherencia. Pero no solo había personas —quot capita tot sententiae—, sino también grupos.

En abril de 1930 se formó la Unión Monárquica Nacional (UMN), principalmente a base de elementos de la Unión Patriótica. En realidad, no ofrecía un programa político nuevo y no abogaba expresamente por la dictadura como forma de gobierno; simplemente quería defender la memoria y la obra del general Primo de Rivera y de sus colaboradores. La UMN desarrolló, entre la primavera y el otoño de 1930, una activa campaña de mítines y actos públicos en diversas provincias. Sus miembros parecían despegarse vagamente de las concepciones liberal-democráticas del viejo sistema de la monarquía, pero sin ofrecer una orientación precisa y definida. El Partido Laborista que proyectaba el exministro de la dictadura Aunós, no llegó a cuajar en realidad. Surgió el pequeño y activo grupo nacionalista de Albiñana, con uniforme y saludo romano, primera organización fascista de España.

Más tarde, en 1931, varios prohombres liberales, algún antiguo reformista, como Álvarez, y otros exconservadores, como Sánchez Guerra, constituían el grupo constitucionalista: propugnadores de la reforma constitucional, defendían la creación de una nueva Carta Fundamental para una hipotética y renovada monarquía. Por fin, en 1931, se intentaba vigorizar la vieja Juventud Maurista, conservadora, y se creaba en Madrid el Centro de Reacción Ciudadana. Poco antes, se fundó el Partido de Centro Constitucional con el duque de Maura, Cambó, Goicoechea, Silió, Ventosa, siendo una especie de alianza de los restos de la derecha conservadora con grupos regionales —de derecha también o de centro— como la Lliga Regionalista Catalana.

Esta floración inútil, vaga y contradictoria de grupos y partidos indicaba la disolución política a que habían llegado las fuerzas conservadoras en las postrimerías del régimen monárquico. Y, sin embargo, contaban con el apoyo de la mayor parte del país, como acabaron demostrando los datos oficiales de las elecciones de abril del 31. Pero se trataba de una asistencia pasiva, desilusionada y tan escasamente organizada como las propias minorías dirigentes.

Todos estos grupos políticos y la mayor parte de las personalidades enunciadas eran católicos, pero flotaban en un ambiente espiritual que separaba cuidadosamente la vida pública de la profesión privada de las creencias. Tal vez porque así lo determinaba su formación intelectual de hombres de principios del siglo XX. Tal vez porque no advertían que los republicanos de la izquierda, los marxistas y los anarcosindicalistas estaban dispuestos a plantear la cuestión religiosa y las de las relaciones con la Iglesia en el caso de que lograran el poder. Tal vez también, porque consideraban —muchos de ellos por lo menos— que pensar en una victoria de los revolucionarios era soñar con fantasías. El propio presidente Berenguer expresaba a su jefe de policía —el general Mola, mucho más realista que él— que en cualquier tipo de elecciones era segura una victoria de la monarquía.

El optimismo del Gobierno se refleja en su decisión de acudir directamente a elecciones legislativas, reiterada en sucesivas notas a la prensa. Por ejemplo, la de 21 de enero y la del 29 del mismo mes. Por otra parte, el general Mola no vacila en atribuir el fracaso del proyecto electoral del Gobierno a las corrientes abstencionistas de elementos monárquicos. Los informes que llegaban al Gobierno permitían prever un resultado electoral favorable a las instituciones monárquicas. Estos datos son los que animaban al general Berenguer a mantener con firmeza el proyecto de convocatoria electoral legislativa.

Algún grupo de católicos activos se conservaba en lo que entonces se podía llamar la primera línea: en el mundo universitario —por ejemplo, en la Facultad de Medicina de Madrid, y en las organizaciones estudiantiles entre las que poseía cierta fuerza la Federación de Estudiantes Católicos—; algún sector de prensa, con El Debate, La Época, El Siglo Futuro en Madrid, y ciertas provincias de Castilla, en las que predominaban los sindicatos católicos sobre todo agrícolas, y en Navarra, donde compartían con los desmantelados restos del carlismo la adhesión de la población, en los territorios forales de Guipúzcoa, Álava y Vizcaya (con excepción de la zona industrial próxima a Bilbao) en los que carlistas y nacionalistas vascos hacían cuestión previa de la libertad de la Iglesia y pocos lugares más. En todo el resto del país había grupos y sectores católicos verdaderamente activos, pero alejados por lo general de la máquina política y de los puestos clave de la organización social.

Los carlistas, con algunos periódicos —en Navarra, Cataluña, Madrid— eran un núcleo tenazmente conservador, pero igualmente marginal. En primer lugar, por la escisión dinástica, y, en segundo, por sus frecuentes divisiones, que habían apeado de su grupo incesantemente a gentes diversas, desde Nocedal —en el último cuarto de siglo XIX— a Mella, poco después de la guerra del 14, y prácticamente a Pradera, asambleísta de Primo de Rivera y colaboracionista por lo tanto con el régimen alfonsino establecido.

La situación del Ejército era igualmente contradictoria e indicaba que en su seno se había roto la unidad moral que trajo en 1874 el régimen de Sagunto, que lo sostuvo en 1919, mantuvo la guerra de Marruecos y, por último, había determinado y aún establecido la dictadura de Primo de Rivera.

Mola y Berenguer, en sus Memorias, sostienen repetidas veces que la unidad moral del Ejército no estaba quebrantada. Esto, sin embargo, no parece evidente. Los hombres de Primo (por ejemplo, el general Sanjurjo) eran menos monárquicos desde que cayó su líder: basta recordar la actuación del propio Sanjurjo el 14 de abril. Las guerras de Marruecos, los ascensos y el favoritismo político-militar habían producido muchos disgustos y rencores, que se sumaban al malestar creado por otras cuestiones. El Gobierno de Primo había fijado un alto porcentaje de ascensos por elección, lo cual era una fuente permanente de nuevos descontentos.

Había también no pocos oficiales e incluso generales francmasones; había cómplices y actores de los dos complots militares de 1926 y 1929 contra Primo; estaban los artilleros, ofendidos con el dictador e incluso con el rey por los sucesos de 1926 y la disolución de su cuerpo en 1929; había republicanos, cada día más declarados y activistas, como el general Queipo de Llano y el famoso comandante de Aviación Ramón Franco, y, en fin, se habían formado grupos de acción de carácter revolucionario y aún anarquista, como el que se sublevaría en Jaca en diciembre de 1930, y los colaboradores de aquel capitán de Ingenieros de Barcelona, Alejandro Sancho, al que ha hecho famoso el general Mola contando por menudo sus pensamientos y su actuación en los libros que relatan los quince meses del autor al frente de los Servicios de Seguridad del Ministerio de la Gobernación, bajo los Gobiernos de Berenguer y del almirante Aznar.

El capitán de Ingenieros Alejandro Sancho es mencionado por el general Mola en dos lugares de su libro Lo que yo supe. Parece un idealista, de temperamento activo, sinceramente preocupado por la situación social española y presto a caer en cualquier extremismo revolucionario. Pertenecía probablemente a la misma clase de hombres que otros oficiales del Ejército coetáneos suyos, lanzados a la política con un inicial entusiasmo generoso y desinteresado y sin preparación, que aportarían a la revolución española una corriente romántica y aventurera, en la línea de las conspiraciones militares del siglo XIX. Tales debieron ser el dirigente comunista (luego convertido) Óscar Pérez Solís, Fermín Galán, García Hernández, Sediles y, hasta cierto punto, el excoronel Francisco Maciá.

Para completar el cuadro, examinemos brevemente las ideas y la acción del Gobierno, el programa que, desde el poder, se ofrecía a este pueblo dividido en todos los sentidos de la rosa de los vientos de la vida pública, la acción revolucionaria y el intento de vuelta a la normalidad política por la única vía de los comicios, en su versión frustrada —elecciones para diputados a las Cortes o en la etapa del Gobierno Berenguer— y en su versión final y liquidadora —elecciones municipales o Gabinete Aznar—.

PROGRAMAS ACADÉMICOS PARA UNA SITUACIÓN CRÍTICA

Como ya se ha dicho, el Gobierno Berenguer no hizo una declaración oficial de programa y de propósitos hasta el 18 de febrero, cuando algunas frases transmitidas por la prensa y los decretos que inundaron La Gaceta en los primeros días del mes habían indicado ya inequívocamente las metas a que aspiraba. La gran palabra del día era la pacificación de los espíritus, y el medio técnico que se empezó a aplicar a su servicio, la amnistía. Afectaba esta a los militares hasta liquidar definitivamente el pleito y las sanciones impuestas a los conspiradores de 1926 y 1929; pero afectaba también a los presos políticos, incluso a los autores de atentados que de algún modo pudieran tener carácter político.

A estos propósitos morales se unían otros mucho más concretos. El Gobierno aspiraba a restablecer el orden jurídico manteniendo la paz pública, mientras se preparaba «la reorganización definitiva de los poderes del Estado». Se constituyeron ayuntamientos y diputaciones de notables hasta que el cuerpo electoral pudiera establecer la definitiva composición a estas corporaciones. Era también idea del Gobierno Berenguer restablecer la libertad de prensa y la plena vigencia de la Constitución del 76, con sus dos Cámaras y el libre juego de unas instituciones, cuyas deficiencias de funcionamiento o de adaptación a la realidad nacional habían determinado la dictadura en 1923.

Es interesante considerar las dos perspectivas partidistas y erróneas desde las que se ha tendido a juzgar en la literatura política española la etapa de Berenguer. Unos, los partidarios incondicionales del general Primo de Rivera, solo ven en el Gobierno Berenguer un propósito deliberado de hacer «borrón y cuenta nueva» y destruir la obra de la dictadura. Otros, los panegiristas de la izquierda, consideran que se trata de un periodo de reacción enmascarada, tras cuyos actos hay que ver el espíritu absolutista del monarca o la pasión de poder de los militares, que no querían, en modo alguno, soltar los timones gubernamentales. En realidad, en el planteamiento del Gobierno Berenguer y en su gestión política hay un mayor espíritu de continuidad del que los primeros creen, y un más sincero propósito de «restablecer la legalidad» de lo que opinan los segundos.

El teniente general Dámaso Berenguer y Fusté era un militar de carrera brillante que había hecho las campañas de Cuba y Filipinas y la de Marruecos y había alcanzado el empleo máximo de teniente general antes de los cincuenta años. Después de un complejo proceso por las eventuales responsabilidades en un desastre ocurrido en África bajo su mando, Berenguer fue declarado exento de culpa y honrado con el título nobiliario de conde de Xauen, precisamente en los tiempos del general Primo de Rivera. Después había desempeñado la Jefatura de la Casa Militar del Rey, sin intervenir en la política. Una vez, antes de la dictadura, en 1918, había sido —por pocos meses— ministro de la Guerra en un Gobierno liberal de concentración. Pero hombre de familia y educación castrense —tenía otros dos hermanos generales— había sido considerado siempre como un militar apolítico. Su nombre fue uno de los tres que el propio Primo de Rivera ofreció al rey como posible jefe de Gobierno para sucederle en aquel nervioso día 28 de enero, fecha de su dimisión.

Berenguer, ciertamente, no quiso acceder a la petición de Primo de que quedaran en el Gobierno algunos de sus ministros técnicos —Economía, Fomento, Trabajo—, pero en el ambiente de la crisis esto probablemente era un imposible. En cambio, escogió otros de la lista de posibles ministros que Primo le había entregado al rey: el duque de Alba, Argüelles, Matos.

Los nuevos ministros eran, en su mayoría, conservadores u hombres sin partido. Entre los primeros estaban Estrada, Matos, Montes Jovellar (ministro desde noviembre y antes subsecretario de Gobernación), Argüelles y algunos otros. Entre los segundos, el duque de Alba y los militares Tormo y Waiss.

El nuevo Gobierno de 1930 se proponía sencillamente algo de lo que siempre había hablado Primo de Rivera: «Volver a la normalidad». Solo que intentaba hacerlo por la vía de la vieja Constitución, suspendida en 1923, en vez de soñar con producir otra nueva, como —inútilmente— había intentado el dictador. El hecho de que el conde de Xauen no lograra el restablecimiento de la normalidad ansiada por todos los políticos se debió, quizá en parte, a ciertas lenidades en la gestión del Gobierno, pero fundamentalmente a que esta normalidad era un sistema que había agotado su vigencia ya antes de 1923, incapaz de despertar ilusión en los sectores más dinámicos de la sociedad. También era consecuencia de que los demonios de la pasión andaban ya sueltos por el cuerpo de España, prontos a estallar en cuanto desaparecieran las coacciones del gobierno autoritario y de la censura, levantada por Berenguer en septiembre, y se restablecieran de algún modo las libertades públicas de asociación y de palabra.

Los antiguos políticos se hallaban divididos y desorientados en la forma que hemos repasado brevemente. Frente a la agitación revolucionaria de republicanos, socialistas y sindicalistas, que pronto formaron un único frente antimonárquico, los partidarios de la Corona se hallaban infinitamente troceados en grupos, camarillas y personalidades sueltas. Muchos de ellos emprendieron una carrera demagógica de ataques a la dictadura que el Gobierno habría querido evitar a toda costa. Pero, en definitiva, el proyecto de Berenguer era casi lo único posible entonces para intentar sostener la paz pública y la monarquía. La otra solución alternativa hubiera sido una nueva dictadura, o un régimen antidemocrático, que ningún grupo político y ningún sector social estaba entonces dispuesto a aceptar en España.

Una prueba de ello es lo ocurrido con el proyecto de convocatoria de elecciones a diputados a Cortes. Su fracaso determinó la caída del Gobierno Berenguer, en febrero de 1931. El proceso de anuncios de abstención que determinaron su abandono fue el siguiente: primero los republicano-socialistas, unidos ya definitivamente desde agosto, anunciaron su abstención, después los sindicalistas, más tarde los monárquicos llamados constitucionalistas, un grupo procedente de todos los partidos antiguos que propugnaba unas nuevas Cortes constituyentes y nada más, y, por último, los desmantelados restos del partido liberal —el conde de Romanones y García Prieto—. O sea, precisamente las fracciones que tenían algunas posibilidades de salir beneficiadas del resultado electoral. Estas abstenciones hacían técnicamente imposible la celebración de los comicios, ya que, retirados los partidos, no era concebible la presentación de personalidades sueltas. Berenguer, en sus Memorias, ha publicado las conclusiones a las que llegó el Ministerio de la Gobernación en sus sondeos electorales.

Esta tarea, propiamente política, fue encomendada al subsecretario de Gobernación, Montes Jovellar, luego ministro de Justicia. Berenguer elogia este trabajo y es el único que publicó los datos. Las cifras no han sido desmentidas por nadie: anunciaban que solo en ocho distritos, de un total de casi cuatrocientos, aparecía como previsible la victoria de un candidato republicano-socialista, mientras que parecía seguro que podría triunfar un centenar de conservadores.

Una vez que se decidió prescindir de la convocatoria de Cortes ordinarias, Berenguer dimitió para dar paso a un Gobierno de concentración, calificado de pintoresco por uno de sus miembros, el duque de Maura, tejido por la mente inquieta del conde de Romanones, al frente del cual se colocó a un anciano almirante, descendido de improviso sobre la presidencia, procedente —como se ha dicho— «políticamente de la luna y geográficamente de Cartagena». Este Gobierno anunció las elecciones municipales: un panorama completamente distinto del que planteaban las legislativas, con las que solo tenían de común la desorganización y las rivalidades mutuas que distinguían a los monárquicos de entonces.

LA ACCIÓN REVOLUCIONARIA. LOS SUCESOS DE JACA Y CUATRO VIENTOS, Y EL MITIN DE LAS SALESAS

Las palabras habían comenzado con el discurso de Sánchez Guerra en la Zarzuela, y, antes aún, con el de un ateneísta poco conocido del público general, antiguo reformista de Álvarez, Manuel Azaña, que invitaba a todos los republicanos a unirse en la fraternidad del fanatismo. Estas fueron las palabras que pronunció el futuro presidente del Consejo y de la República en un banquete del 11 de febrero, conmemorativo del día de la implantación de la Primera República española del 73: es decir, del día en que, al marcharse Amadeo de Saboya, los revolucionarios no encontraron a quién poner en su lugar y decidieron establecer la Primera y efímera República de los once meses, o casi dos años, si se cuenta la llamada «república ducal» que presidió el general Serrano.

Había un proyecto, inconcreto, de república burguesa, repetido por Alcalá Zamora, republicano nuevo, y por Lerroux, que parecía ser como una monarquía constitucional, pero sin rey. Otro más radical que personificaban, por un lado, Azaña y, por otro, la tertulia de amigos que ostentaba el pomposo nombre afrancesado de partido radical-socialista, que añadía expresamente la separación de la Iglesia y del Estado, la laicización de la enseñanza y la reducción de la religión y de la Iglesia a la intimidad de los asuntos privados, sin relación con la vida pública y social.

Había otro, el de los socialistas, un partido que ahora se volvía a presentar como claramente republicano, igual que en los días de Pablo Iglesias hasta 1919. Estos eran también extremistas en cuestiones religiosas, y demagógicos en sus proclamaciones sociales. Pero había, sobre todo, una acción revolucionaria en la calle y en los secreteos de una serie ininterrumpida de conspiraciones diversas que atentaban contra el orden social, las instituciones políticas y la disciplina militar.

Los promotores de todos estos proyectos estuvieron presentes en la reunión que dio lugar al famoso Pacto de San Sebastián. El 17 de agosto de 1930 se juntaron en la casa del republicano donostiarra Fernando Sasiain entre quince y veinte personas que representaban oficialmente a los partidos republicanos y a los catalanistas de izquierda. Había acudido también como observador el líder socialista Indalecio Prieto y, a título personal, otras conocidas figuras del republicanismo español, como Eduardo Ortega y Gasset y Felipe Sánchez Román.

En nombre de sus partidos o grupos políticos estaban allí también los jefes de los republicanos radicales y del grupo de Azaña, momentáneamente unidos en la llamada Alianza Republicana desde febrero de 1926; los radical-socialistas; la Federación Republicana Gallega de Casares Quiroga; varios grupos catalanistas de izquierda de los que después, más o menos permanentemente, se reunirían en la Esquerra (Acción Catalana, Acción Republicana de Cataluña, Estat Catalá); la derecha liberal republicana de Alcalá y Maura, y una vaga e imprecisa entidad provisional, que tenía larga historia pero que entonces no era nada y se llamaba Partido Republicano Federal. El socialista Prieto acudió como observador, porque su partido aún no había ratificado oficialmente su adhesión a la naciente coalición.

De la reunión de San Sebastián no se levantó acta y no constan oficialmente sus acuerdos. Se sabe de ella lo que hizo público Prieto en una nota oficiosa, lo que han contado otros protagonistas —como Lerroux, Alcalá y Maura en sus libros sobre aquellos años— y la cuestión previa planteada por los catalanistas, que estos mismos se encargaron de divulgar. Los elementos catalanistas, para asegurar el cumplimiento de este punto de las conversaciones de San Sebastián, difundieron una relación de los acuerdos. Al iniciarse en las Cortes constituyentes republicanas de 1931 la discusión del Estatuto de Cataluña, Miguel Maura dijo, el 6 de mayo de 1932, que el problema había de resolverse en la línea del Pacto de San Sebastián.