Free

100 Clásicos de la Literatura

Text
Mark as finished
Font:Smaller АаLarger Aa

91 —¡Ay de mí! Si abandono estas magníficas armas y a Patroclo, que por vengarme yace aquí tendido, temo que se irritará cualquier dánao que lo presencie. Y si por vergüenza peleo con Héctor y Los troyanos, como ellos son muchos y yo estoy solo, quizás me cerquen; pues Héctor, el de tremolante casco, trae aquí a todos Los troyanos. Mas ¿por qué el corazón me hace pensar en tales cosas? Cuando, oponiéndose a la divinidad, el hombre lucha con un guerrero protegido por algún dios, pronto le sobreviene grave daño. Así, pues, ninguno de Los dánaos se irritará conmigo porque me vean ceder a Héctor, que combate amparado por Las deidades. Pero, si a mis oídos llegara la voz de Ayante, valiente en la pelea, volvería aquí con él y sólo pensaríamos en luchar, aunque fuese contra un dios, para ver si lográbamos arrastrar el cadáver y entregarlo al Pelida Aquiles. Sería esto lo mejor para hacer llevaderos los presentes males.

106 Mientras tales pensamientos revolvían en su mente y en su corazón, llegaron las huestes de los troyanos, acaudilladas por Héctor. Menelao dejó el cadáver y retrocedió, volviéndose de cuando en cuando. Como el melenudo león, a quien alejan del establo los canes y los hombres con gritos y venablos, siente que el corazón audaz se le encoge y abandona de mala gana el redil; de la misma suerte apartábase de Patroclo el rubio Menelao, quien, al juntarse con sus amigos, se detuvo, volvió la cara a los troyanos y buscó con los ojos al gran Ayante, hijo de Telamón. Pronto le distinguió a la izquierda de la batalla, donde animaba a sus compañeros y les incitaba a pelear, pues Febo Apolo les había infundido un gran terror. Corrió a encontrarle; y, poniéndose a su lado, le dijo estas palabras:

120 —¡Ayante! Ven, amigo; apresurémonos a combatir por Patroclo muerto, y quizás podamos llevar a Aquiles el cadáver desnudo, pues las armas las tiene Héctor, el de tremolante casco.

123 Así dijo; y conmovió el corazón del aguerrido Ayante, que atravesó al momento las primeras filas junto con el rubio Menelao. Héctor había despojado a Patroclo de las magníficas armas y se lo llevaba arrastrando, para separarle con el agudo bronce la cabeza de los hombros y entregar el cadáver a los perros de Troya. Pero acercósele Ayante con su escudo como una torre; y Héctor, retrocediendo, llegó al grupo de sus amigos, saltó al carro y entregó las magníficas armas a los troyanos para que las llevaran a la ciudad, donde habían de causarle inmensa gloria. Ayante cubrió con su gran escudo al Menecíada y se mantuvo firme. Como el león anda en torno de sus cachorros cuando llevándolos por el bosque le salen al encuentro los cazadores, y, haciendo gala de su fuerza, baja los párpados ocultando sus ojos, de aquel modo corría Ayante alrededor del héroe Patroclo. En la parte opuesta hallábase el Atrida Menelao, caro a Ares, en cuyo pecho el dolor iba creciendo.

140 Glauco, hijo de Hipóloco, caudillo de los licios, dirigió entonces la torva faz a Héctor, y le increpó con estas palabras:

142 —¡Héctor, el de más hermosa figura, muy falto estás del valor que la guerra demanda! Inmerecida es tu buena fama, cuando solamente sabes huir. Piensa cómo en adelante defenderás la ciudad y sus habitantes, solo y sin más auxilio que los hombres nacidos en Ilio. Ninguno de los licios ha de pelear ya con los dánaos en favor de la ciudad, puesto que para nada se agradece el combatir siempre y sin descanso contra el enemigo. ¿Cómo, oh cruel, salvarás en la turba a un obscuro combatiente, si dejas que Sarpedón, huésped y amigo tuyo, llegue a ser presa y botín de los argivos? Mientras estuvo vivo, prestó grandes servicios a la ciudad y a ti mismo; y ahora no te atreves a apartar de su cadáver a los perros. Por esto, si los licios me obedecieren, volveríamos a nuestra patria, y la ruina más espantosa amenazaría a Troya. Mas, si ahora tuvieran los troyanos el valor audaz e intrépido que suelen mostrar los que por la patria sostienen contiendas y luchas con los enemigos, pronto arrastraríamos el cadáver de Patroclo hasta Ilio. Y enseguida que el cuerpo de éste fuera retirado del campo y conducido a la gran ciudad del rey Príamo, los argivos nos entregarían, para rescatarlo, las hermosas armas de Sarpedón, y también podríamos llevar a Ilio el cadáver del héroe; pues Patroclo fue escudero del argivo más valiente que hay en las naves, como asimismo lo son sus tropas, que combaten cuerpo a cuerpo. Pero tú no osaste esperar al magnánimo Ayante, ni resistir su mirada en la lucha, ni combatir con él, porque te aventaja en fortaleza.

169 Mirándole con torva faz, respondió Héctor, el de tremolante casco:

170 —¡Glauco! ¿Por qué, siendo cual eres, hablas con tanta soberbia? ¡Oh dioses! Te consideraba como el hombre de más seso de cuantos viven en la fértil Licia, y ahora he de reprenderte por lo que pensaste y dijiste al asegurar que no puedo sostener la acometida del ingente Ayante. Nunca me espantó la batalla, ni el ruido de los caballos; pero siempre el pensamiento de Zeus, que lleva la égida, es más eficaz que el de los hombres, y el dios pone en fuga al varón esforzado y le quita fácilmente la victoria, aunque él mismo le haya incitado a combatir. Mas, ea, ven acá, amigo, ponte a mi lado, contempla mis hechos, y verás si seré cobarde en la batalla, como has dicho, aunque dure todo el día; o si haré que alguno de los dánaos, no obstante su ardimiento y valor, cese de defender el cadáver de Patroclo.

183 Cuando así hubo hablado, exhortó a los troyanos, dando grandes voces:

184 —¡Troyanos, licios, dánaos, que cuerpo a cuerpo peleáis! Sed hombres, amigos, y mostrad vuestro impetuoso valor, mientras visto las armas hermosas del eximio Aquiles, de que despojé al fuerte Patroclo después de matarlo.

188 Dichas estas palabras, Héctor, el de tremolante casco, salió de la funesta lid, y, corriendo con ligera planta, alcanzó pronto y no muy lejos a sus amigos que llevaban hacia la ciudad las magníficas armas del hijo de Peleo. Allí, fuera del luctuoso combate se detuvo y cambió de armadura: entregó la propia a los belicosos troyanos, para que la dejaran en la sacra Ilio, y vistió las armas divinas del Pelida Aquiles, que los dioses celestiales dieron a Peleo, y éste, ya anciano, cedió a su hijo, quien no había de usarlas tanto tiempo que llegara a la vejez llevándolas todavía.

198 Cuando Zeus, que amontona las nubes, vio que Héctor, apartándose, vestía las armas del divino Pelida, moviendo la cabeza, habló consigo mismo y dijo:

201 «¡Ah, mísero! No piensas en la muerte, que ya se halla cerca de ti, y vistes las armas divinas de un hombre valentísimo a quien todos temen. Has muerto a su amigo, tan bueno como fuerte, y le has quitado ignominiosamente la armadura de la cabeza y de los hombros. Mas todavía dejaré que alcances una gran victoria como compensación de que Andrómaca no recibirá de tus manos, volviendo tú del combate, las magníficas armas del Pelión».

209 Dijo el Cronión, y bajó las negras cejas en señal de asentimiento. La armadura de Aquiles le vino bien a Héctor, apoderóse de éste un terrible furor bélico, y sus miembros se vigorizaron y fortalecieron; y el héroe, dando recias voces, enderezó sus pasos a los aliados ilustres y se les presentó con las resplandecientes armas del magnánimo Pelión. Y acercándose a cada uno para animarlos con sus palabras —a Mestles, Glauco, Medonte, Tersíloco, Asteropeo, Disénor, Hipótoo, Forcis, Cromio y el augur Énnomo—, los instigó con estas aladas palabras:

220 —¡Oíd, tribus innúmeras de aliados que habitáis alrededor de Troya! No ha sido por el deseo ni por la necesidad de reunir una muchedumbre por lo que os he traído de vuestras ciudades, sino para que defendáis animosamente de los belicosos aqueos a las esposas y a los tiernos infantes de los troyanos. Con este pensamiento abrumo a mi pueblo y le exijo dones y víveres para excitar vuestro valor. Ahora cada uno haga frente y embista al enemigo, ya muera, ya se salve, que tales son los lances de la guerra. Al que arrastre el cadáver de Patroclo hasta las filas de los troyanos, domadores de caballos, y haga ceder a Ayante, le daré la mitad de los despojos, reservándome la otra mitad, y su gloria será tan grande como la mía.

233 Así dijo. Todos arremetieron con las picas levantadas y cargaron sobre los dánaos, pues tenían grandes esperanzas de arrancar el cuerpo de Patroclo de las manos de Ayante Telamoníada. ¡Insensatos! Sobre el mismo cadáver, Ayante hizo perecer a muchos de ellos. Y este héroe dijo entonces a Menelao, valiente en la pelea:

238 —¡Oh amigo, oh Menelao, alumno de Zeus! Ya no espero que salgamos con vida de esta batalla. Ni temo tanto por el cadáver de Patroclo, que pronto saciará en Troya a los perros y aves de rapiña, cuanto por tu cabeza y por la mía; pues el nublado de la guerra, Héctor, todo lo cubre, y a nosotros nos espera una muerte cruel. Ea, llama a los más valientes dánaos, por si alguno te oye.

246 Así dijo. Menelao, valiente en la pelea, no desobedeció; y, alzando recio la voz, dijo a los dánaos:

248 —¡Oh amigos, capitanes y príncipes de los argivos, los que bebéis en la tienda de los Atridas Agamenón y Menelao el vino que el pueblo paga, mandáis las tropas y os viene de Zeus el honor y la gloria! Me es difícil ver a cada uno de los caudillos. ¡Tan grande es el combate que aquí se ha empeñado! Pero acercaos vosotros, indignándoos en vuestro corazón de que Patroclo llegue a ser juguete de los perros troyanos.

256 Así dijo. Oyóle enseguida el veloz Ayante de Oileo, y acudió antes que nadie, corriendo a través del campo. Siguiéronle Idomeneo y su escudero Meriones, igual al homicida Enialio. ¿Y quién podría retener en la memoria y decir los nombres de cuantos aqueos fueron llegando para reanimar la pelea?

262 Los troyanos acometieron apiñados, con Héctor a su frente. Como en la desembocadura de un río que las celestiales lluvias alimentan, las ingentes olas chocan bramando contra la corriente del mismo, refluyen al mar y las altas orillas resuenan en torno; con una gritería tan grande marchaban los troyanos. Mientras tanto, los aqueos permanecían firmes alrededor del cadáver del Menecíada, conservando el mismo ánimo y defendiéndose con los escudos de bronce; y el Cronión rodeó de espesa niebla sus relucientes cascos, porque nunca había aborrecido al Menecíada mientras vivió y fue servidor del Eácida, y entonces veía con desagrado que el cadáver pudiera llegar a ser juguete de los perros troyanos. Por esto el dios incitaba a los compañeros a que lo defendieran.

 

274 En un principio, los troyanos rechazaron a los aqueos, de ojos vivos, y éstos, desamparando al muerto, huyeron espantados. Y si bien los altivos troyanos no consiguieron matar con sus lanzas a ningún aqueo, como deseaban, empezaron a arrastrar el cadáver. Poco tiempo debían los aqueos permanecer alejados de éste, pues los hizo volver Ayante; el cual, así por su figura, como por sus obras, era el mejor de los dánaos, después del eximio Pelión. Atravesó el héroe las primeras Filas, y parecido por su bravura al jabalí que en el monte dispersa fácilmente, dando vueltas por los matorrales, a los perros y a los florecientes mancebos, de la misma manera el esclarecido Ayante, hijo del ilustre Telamón, acometió y dispersó las falanges de troyanos que se agitaban en torno de Patroclo con el decidido propósito de llevarlo a la ciudad y alcanzar gloria.

288 Hipótoo, hijo preclaro del pelasgo Leto, había atado una correa a un tobillo de Patroclo, alrededor de los tendones; y arrastraba el cadáver por el pie, a través del reñido combate, para congraciarse con Héctor y los troyanos. Pronto le ocurrió una desgracia, de que nadie, por más que lo deseara, pudo librarlo. Pues el hijo de Telamón, acometiéndole por entre la turba, le hirió de cerca por el casco de broncíneas carrilleras: el casco, guarnecido de un penacho de crines de caballo, se quebró al recibir el golpe de la gran lanza manejada por la robusta mano; el cerebro fluyó sanguinolento por la herida, a lo largo del asta; el guerrero perdió las fuerzas, dejó escapar de sus manos al suelo el pie del magnánimo Patroclo, y cayó de pechos, junto al cadáver, lejos de la fértil Larisa; y así no pudo pagar a sus progenitores la crianza, ni fue larga su vida, porque sucumbió vencido por la lanza del magnánimo Ayante. A su vez, Héctor arrojó la reluciente lanza a Ayante, pero éste, al notarlo, hurtó un poco el cuerpo, y la broncínea arma alcanzó a Esquedio, hijo del magnánimo ífito y el más valiente de los focios, que tenía su casa en la célebre Panopeo y reinaba sobre muchos hombres: clavóse la broncínea punta debajo de la clavícula y, atravesándola, salió por la extremidad del hombro. El guerrero cayó con estrépito, y sus armas resonaron.

312 Ayante hirió en medio del vientre al aguerrido Forcis, hijo de Fénope, que defendía el cadáver de Hipótoo; y el bronce rompió la cavidad de la coraza y desgarró las entrañas: el troyano, caído en el polvo, cogió el suelo con las manos. Arredráronse los combatientes delanteros y el esclarecido Héctor; y los argivos dieron grandes voces, retiraron los cadáveres de Forcis y de Hipótoo, y quitaron de sus hombros las respectivas armaduras.

319 Entonces los troyanos hubieran vuelto a entrar en Ilio, acosados por los belicosos aqueos y vencidos por su cobardía; y los argivos hubiesen alcanzado gloria, contra la voluntad de Zeus, por su fortaleza y su valor; pero el mismo Apolo instigó a Eneas, tomando la figura del heraldo Perifante Epítida, que había envejecido ejerciendo de pregonero en la casa del padre del héroe y sabía dar saludables consejos. Así transfigurado, habló Apolo, hijo de Zeus, diciendo:

327 —¡Eneas! ¿De qué modo podríais salvar la excelsa Ilio, hasta si un dios se opusiera? Como he visto hacerlo a otros varones que confiaban en su fuerza y vigor, en su bravura y en la muchedumbre de tropas formadas por un pueblo intrépido. Mas, al presente, Zeus desea que la victoria quede por vosotros y no por los dánaos; y vosotros huis temblando, sin combatir.

333 Así dijo. Eneas, como viera delante de sí a Apolo, el que hiere de lejos, le reconoció, y a grandes voces dijo a Héctor:

335 —¡Héctor y demás caudillos de los troyanos y sus aliados! Es una vergüenza que entremos en Ilio, acosados por los belicosos aqueos y vencidos por nuestra cobardía. Una deidad ha venido a decirme que Zeus, el árbitro supremo, será aún nuestro auxiliar en la batalla. Marchemos, pues, en derechura a los dánaos, para que no se lleven tranquilamente a las naves el cadáver de Patroclo.

342 Así habló; y, saltando mucho más allá de los combatientes delanteros, se detuvo. Los troyanos volvieron la cara y afrontaron a los aqueos. Entonces Eneas dio una lanzada a Leócrito, hijo de Arisbante y compañero valiente de Licomedes. Al verlo derribado en tierra, compadecióse Licomedes, caro a Ares; y, parándose muy cerca del enemigo, arrojó la reluciente lanza, hirió en el hígado, debajo del diafragma, a Apisaón Hipásida, pastor de hombres, y le dejó sin vigor las rodillas: este guerrero procedía de la fértil Peonia, y era, después de Asteropeo, el que más descollaba en el combate. Violo caer el belicoso Asteropeo, y, apiadándose, corrió hacia él, dispuesto a pelear con los dánaos. Mas no le fue posible; pues cuantos rodeaban por todas partes a Patroclo se cubrían con los escudos y calaban las lamas. Ayante recorría las filas y daba muchas órdenes: mandaba que ninguno retrocediese, abandonando el cadáver, ni combatiendo se adelantara a los demás aqueos, sino que todos rodearan al muerto y pelearan de cerca. Así se lo encargaba el ingente Ayante. La tierra estaba regada de purpúrea sangre y caían muertos, unos en pos de otros, muchos troyanos, poderosos auxiliares, y dánaos; pues estos últimos no peleaban sin derramar sangre, aunque perecían en mucho menor número porque cuidaban siempre de defenderse recíprocamente en medio de la turba, para evitar la cruel muerte.

366 Así combatían, con el ardor del fuego. No hubieras dicho que aún subsistiesen el sol y luna, pues hallábanse cubiertos por la niebla todos los guerreros ilustres que peleaban alrededor del cadáver del Menecíada. Los restantes troyanos y aqueos, de hermosas grebas, libres de la obscuridad, luchaban al cielo sereno: los vivos rayos del sol herían el campo, sin que apareciera ninguna nube sobre la tierra ni en las montañas, y ellos combatían y descansaban alternativamente, hallándose a gran distancia unos de otros y procurando librarse de los dolorosos tiros que les dirigían los contrarios. Y en tanto, los del centro padecían muchos males a causa de la niebla y del combate, y los más valientes estaban dañados por el cruel bronce. Dos varones insignes, Trasimedes y Antíloco, ignoraban aún que el eximio Patroclo hubiese muerto y creían que, vivo aún, luchaba con los troyanos en la primera fila. Ambos, aunque estaban en la cuenta de que sus compañeros eran muertos o derrotados, peleaban separadamente de los demás; que así se lo había ordenado Néstor, cuando desde las negras naves los envió a la batalla.

384 Todo el día sostuvieron la gran contienda y el cruel combate. Cansados y sudosos tenían las rodillas, las piernas y más abajo los pies, y manchados de polvo las manos y los ojos, cuantos peleaban en torno del valiente servidor del Eácida, de pies ligeros. Como un hombre da a los obreros, para que la estiren, una piel grande de toro cubierta de grasa, y ellos, cogiéndola, se distribuyen a su alrededor, y tirando todos sale la humedad, penetra la grasa y la piel queda perfectamente extendida por todos lados, de la misma manera tiraban aquéllos del cadáver acá y acullá, en un reducido espacio, y tenían grandes esperanzas de arrastrarlo los troyanos hacia Ilio, y los aqueos a las cóncavas naves. Un tumulto feroz se producía alrededor del muerto; y ni Ares, que enardece a los guerreros, ni Atenea por airada que estuviera, habrían hallado nada que baldonar, si lo hubiesen presenciado: tal funesto combate de hombres y caballos suscitó Zeus aquel día sobre el cadáver de Patroclo. El divino Aquiles ignoraba aún la muerte del héroe, porque la pelea se había empeñado muy lejos de las veleras naves, al pie del muro de Troya. No se figuraba que hubiese muerto, sino que después de acercarse a las puertas volvería vivo; porque tampoco esperaba que llegara a tomar la ciudad, ni solo, ni con él mismo. Así se lo había oído muchas veces a su madre cuando, hablándole separadamente de los demás, le revelaba el pensamiento del gran Zeus. Pero entonces la diosa no le anunció la gran desgracia que acababa de ocurrir: la muerte del compañero a quien más amaba.

412 Los combatientes, blandiendo afiladas lanzas, se acometían continuamente alrededor del cadáver; y unos a otros se mataban. Y hubo quien entre los aqueos, de broncíneas corazas, habló de esta manera:

415 —¡Oh amigos! No sería para nosotros acción gloriosa la de volver a las cóncavas naves. Antes la negra tierra se nos trague a todos; que preferible fuera, si hemos de permitir a los troyanos, domadores de caballos, que arrastren el cadáver a la ciudad y alcancen gloria.

420 Y a su vez alguno de los magnánimos troyanos así decía:

421 —¡Oh amigos! Aunque la parca haya dispuesto que sucumbamos todos junto a ese hombre, nadie abandone la batalla.

423 Con tales palabras excitaban el valor de sus compañeros. Seguía el combate, y el férreo estrépito llegaba al cielo de bronce, a través del infecundo éter.

426 Los corceles de Aquiles lloraban, fuera del campo de la batalla, desde que supieron que su auriga había sido postrado en el polvo por Héctor, matador de hombres. Por más que Automedonte, hijo valiente de Diores, los aguijaba con el flexible látigo y les dirigía palabras, ya suaves, ya amenazadoras; ni querían volver atrás, a las naves y al vasto Helesponto, ni encaminarse hacia los aqueos que estaban peleando. Como la columna se mantiene firme sobre el túmulo de un varón difunto o de una matrona, tan inmóviles permanecían aquéllos con el magnífico carro. Inclinaban la cabeza al suelo, de sus párpados caían a tierra ardientes lágrimas con que lloraban la pérdida del auriga, y las lozanas crines estaban manchadas y caídas a ambos lados del yugo.

441 Al verlos llorar, el Cronión se compadeció de ellos, movió la cabeza, y, hablando consigo mismo, dijo:

443 «¡Ah, infelices! ¿Por qué os entregamos al rey Peleo, a un mortal, estando vosotros exentos de la vejez y de la muerte? ¿Acaso para que tuvieseis penas entre los míseros mortales? Porque no hay un ser más desgraciado que el hombre, entre cuantos respiran y se mueven sobre la tierra. Héctor Priámida no será llevado por vosotros en el labrado carro; no lo permitiré. ¿Por ventura no es bastante que se haya apoderado de las armas y se gloríe de esta manera? Daré fuerza a vuestras rodillas y a vuestro espíritu, para que llevéis salvo a Automedonte desde la batalla a las cóncavas naves; y concederé gloria a los troyanos, los cuales seguirán matando hasta que lleguen a las naves de muchos bancos, se ponga el sol y la sagrada obscuridad sobrevenga».

456 Así diciendo, infundió gran vigor a los caballos: sacudieron éstos el polvo de las crines y arrastraron velozmente el ligero carro hacia los troyanos y los aqueos. Automedonte, aunque afligido por la suerte de su compañero, quería combatir desde el carro, y con los corceles se echaba sobre los enemigos como el buitre sobre los ánsares; y con la misma facilidad huía del tumulto de los troyanos, que arremetía a la gran turba de ellos para seguirles el alcance. Pero no mataba hombres cuando se lanzaba a perseguir, porque, estando solo en el sagrado asiento, no le era posible acometer con la lanza y sujetar al mismo tiempo los veloces caballos. Viole al fin su compañero Alcimedonte, hijo de Laerces Hemónida; y, poniéndose detrás del carro, dijo a Automedonte:

469 —¡Automedonte! ¿Qué dios te ha sugerido tan inútil propósito dentro del pecho y te ha privado de tu buen juicio? ¿Por qué, estando solo, combates con los troyanos en la primera fila? Tu compañero recibió la muerte, y Héctor se vanagloria de cubrir sus hombros con las armas del Eácida.

474 Respondióle Automedonte, hijo de Diores:

475 —¡Alcimedonte! ¿Cuál otro aqueo podría sujetar o aguijar estos caballos inmortales mejor que tú, si no fuera Patroclo, consejero igual a los dioses, mientras estuvo vivo? Pero ya la muerte y la parca lo alcanzaron. Recoge el látigo y las lustrosas riendas, y yo bajaré del carro para combatir.

481 Así dijo. Alcimedonte, subiendo enseguida al veloz carro, empuñó el látigo y las riendas, y Automedonte saltó a tierra. Advirtiólo el esclarecido Héctor; y al momento dijo a Eneas, que a su lado estaba:

 

485 —¡Eneas, consejero de los troyanos, de broncíneas corazas! Advierto que los corceles del Eácida, ligero de pies, aparecen nuevamente en la lid guiados por aurigas débiles. Y creo que me apoderaría de los mismos, si tú quisieras ayudarme; pues, arremetiendo nosotros a los aurigas, éstos no se… atreverán a resistir ni a pelear frente a frente.

491 Así dijo; y el valeroso hijo de Anquises no dejó de obedecerle. Ambos pasaron adelante, protegiendo sus hombros con sólidos escudos de pieles secas de buey, cubiertas con gruesa capa de bronce. Siguiéronles Cromio y el deiforme Areto, que tenían grandes esperanzas de matar a los aurigas y llevarse los corceles de erguido cuello. ¡Insensatos! No sin derramar sangre habían de escapar de Automedonte. Éste, orando al padre Zeus, llenó de fuerza y vigor las negras entrañas; y enseguida dijo a Alcimedonte, su fiel compañero:

501 —¡Alcimedonte! No tengas los caballos lejos de mí; sino tan cerca, que sienta su resuello sobre mi espalda. Creo que Héctor Priámida no calmará su ardor hasta que suba al carro de Aquiles y gobierne los corceles de hermosas crines, después de darnos muerte a nosotros y desbaratar las filas de los guerreros argivos; o él mismo sucumba, peleando con los combatientes delanteros.

507 Así habiendo hablado, llamó a los dos Ayantes y a Menelao:

508 —¡Ayantes, caudillos de los argivos! ¡Menelao! Dejad a los más fuertes el cuidado de rodear al muerto y defenderlo, rechazando las haces enemigas; y venid a librarnos del día cruel a nosotros que aún vivimos, pues se dirigen a esta parte, corriendo por el luctuoso combate, Héctor y Eneas, que son los más valientes de los troyanos. En la mano de los dioses está lo que haya de ocurrir. Yo arrojaré mi lanza, y Zeus se cuidará del resto.

516 Dijo; y, blandiendo la ingente lanza, acertó a dar en el escudo liso de Areto, que no logró detener a aquélla: atravesólo la punta de bronce, y rasgando el cinturón se clavó en el empeine del guerrero. Como un joven hiere con afilada segur a un buey montaraz por detrás de las astas, le corta el nervio y el animal da un salto y cae, de esta manera el troyano saltó y cayó boca arriba y la lanza aguda, vibrando aún en sus entrañas, dejóle sin vigor los miembros. Héctor arrojó la reluciente lanza contra Automedonte, pero éste, como la viera venir, evitó el golpe inclinándose hacia adelante: la fornida lanza se clavó en el suelo detrás de él, y el regatón temblaba; pero pronto la impetuosa arma perdió su fuerza. Y se atacaron de cerca con las espadas, si no les hubiesen obligado a separarse los dos Ayantes; los cuales, enardecidos, abriéronse paso por la turba y acudieron a las voces de su amigo. Temiéronlos Héctor, Eneas y el deiforme Cromio, y, retrocediendo, dejaron a Areto, que yacía en el suelo con el corazón traspasado. Automedonte, igual al veloz Ares, despojóle de las armas y, gloriándose, pronunció estas palabras:

538 —El pesar de mi corazón por la muerte del Menecíada se ha aliviado un poco; aunque le es inferior el varón a quien he dado muerte.

540 Así diciendo, tomó y puso en el carro los sangrientos despojos; y enseguida subió al mismo, con los pies y las manos ensangrentados como el león que ha devorado un toro.

543 De nuevo se trabó una pelea encarnizada, funesta, luctuosa, en torno de Patroclo. Excitó la lid a Atenea, que vino del cielo, enviada a socorrer a los dánaos por el largovidente Zeus, cuya mente había cambiado. De la suerte que Zeus tiende en el cielo el purpúreo arco iris, como señal de una guerra o de un invierno tan frío que obliga a suspender las labores del campo y entristece a los rebaños, de este modo la diosa, envuelta en purpúrea nube, penetró por las tropas aqueas y animó a cada guerrero. Primero enderezó sus pasos hacia el fuerte Menelao, hijo de Atreo, que se hallaba cerca; y, tomando la figura y voz infatigable de Fénix, le exhortó diciendo:

556 —Sería para ti, oh Menelao, motivo de vergüenza y de oprobio que los veloces perros despedazaran cerca del muro de Troya el cadáver de quien fue compañero fiel del ilustre Aquiles. ¡Combate denodadamente y anima a todo el ejército!

56o Respondióle Menelao, valiente en la pelea:

561 —¡Padre Fénix, anciano respetable! Ojalá Atenea me infundiese vigor y me librase del ímpetu de los tiros. Yo quisiera ponerme al lado de Patroclo y defenderlo, porque su muerte conmovió mucho mi corazón; pero Héctor tiene la terrible fuerza de una llama, y no cesa de matar con el bronce, protegido por Zeus, que le da gloria.

567 Así dijo. Atenea, la diosa de ojos de lechuza, holgándose de que aquél la invocara la primera entre todas las deidades, le vigorizó los hombros y las rodillas, e infundió en su pecho la audacia de la mosca, la cual, aunque sea ahuyentada repetidas veces, vuelve a picar porque la sangre humana le es agradable; de una audacia semejante llenó la diosa las negras entrañas del héroe. Encaminóse Menelao hacia el cadáver de Patroclo y despidió la reluciente lanza. Hallábase entre los troyanos Podes, hijo de Eetión, rico y valiente, a quien Héctor honraba mucho en la ciudad porque era su compañero querido en los festines; a éste, que ya emprendía la fuga, atravesólo el rubio Menelao con la broncínea lanza que se clavó en el ceñidor, y el troyano cayó con estrépito. Al punto, el Atrida Menelao arrastró el cadáver desde los troyanos adonde se hallaban sus amigos.

582 Apolo incitó a Héctor, poniéndose a su lado después de tomar la figura de Fénope Asíada; éste tenía la casa en Abides, y era para el héroe el más querido de sus huéspedes. Así transfigurado, dijo Apolo, el que hiere de lejos:

586 —¡Héctor! ¿Cuál otro aqueo te temerá, cuando huyes temeroso ante Menelao, que siempre fue guerrero débil y ahora él solo ha levantado y se lleva fuera del alcance de los troyanos el cadáver de tu fiel amigo a quien mató, del que peleaba con denuedo entre los combatientes delanteros, de Podes, hijo de Eetión?

591 Así dijo, y negra nube de pesar envolvió a Héctor, que enseguida atravesó las primeras filas, cubierto de reluciente bronce. Entonces el Cronida tomó la esplendorosa égida floqueada, cubrió de nubes el Ida, relampagueó y tronó fuertemente, agitó la égida, y dio la victoria a los troyanos, poniendo en fuga a los aqueos.

597 El primero que huyó fue Penéleo, el beocio, por haber recibido, vuelto siempre de cara a los troyanos, una herida leve en el hombre; y Polidamante, acercándose a él, le arrojó la lanza, que desgarró la piel y llegó hasta el hueso. Héctor, a su vez, hirió en la muñeca y dejó fuera de combate a Leito, hijo del magnánimo Alectrión; el cual huyó espantado y mirando en torno suyo, porque ya no esperaba que con la lanza en la mano pudiese combatir con los troyanos. Contra Héctor, que perseguía a Leito, arrojó Idomeneo su lanza y le dio un bote en el peto de la coraza, junto a la tetilla; pero rompióse aquélla en la unión del asta con el hierro; y los troyanos gritaron. Héctor despidió su lama contra Idomeneo Deucálida, que iba en un carro; y por poco no acertó a herirlo; pero el bronce se clavó en Cérano, escudero y auriga de Meriones, a quien acompañaba desde que partieron de la bien construida Licto. Idomeneo salió aquel día de las corvas naves al campo, como infante; y hubiera procurado a los troyanos un gran triunfo, si no hubiese llegado Cérano guiando los veloces corceles: éste fue su salvador, porque le libró del día cruel al perder la vida a manos de Héctor, matador de hombres. A Cérano, pues, hirióle Héctor debajo de la quijada y de la oreja: la punta de la lanza hizo saltar los dientes y atravesó la lengua. El guerrero cayó del carro, y dejó que las riendas vinieran al suelo. Meriones, inclinándose, recogiólas, y dijo a Idomeneo: