Belleza Negra

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Más tarde, en cuanto salíamos del poblado, me permitía trotar unos cuantos kilómetros, y me llevaba de vuelta tan fresco como antes, aunque ya libre de inquietudes, como decía él. Cuando no se ejercita bastante a los caballos briosos, se los tacha de asustadizos, y algunos caballerizos los castigan, pero nuestro John no, pues sabía que era sólo fogosidad. Sin embargo, tenía sus propias maneras de hacerme comprender, por su tono de voz o un tirón de la rienda. Si estaba muy serio o resuelto, yo lo advertía en su voz, y eso ejercía más poder sobre mí que ninguna otra cosa, pues le tenía mucho afecto. Debería agregar que a veces nos daban libertad por unas horas, habitualmente en domingos, durante el verano. Nunca sacábamos el carruaje los domingos, ya que la iglesia quedaba cerca. Para nosotros era toda una fiesta que nos dejaran sueltos en el cercado hogareño o en el antiguo huerto; tan fresco y suave era el pasto bajo nuestras patas tan dulce era el aire, y tan placentera la libertad de hacer lo que se nos ocurría: galopar, echarnos, rodar de espaldas, o mordisquear el pasto. Entonces, cuando nos deteníamos juntos bajo la sombra del castaño grande, era un momento oportuno para conversar.

Capítulo III

BRAVÍA

Un día, estando Bravía y yo solos a la sombra, tuvimos una larga plática. Como ella quería saberlo todo acerca de mi crianza, se lo conté. -Bueno -comentó luego -si me hubieran criado como a ti, acaso tendría tan buen carácter como tú, pero ahora creo que nunca más lo tendré. -¿Por qué no? -le pregunté. -Porque para mí, todo fue muy diferente –repuso ella.- Nunca hubo nadie, hombre ni caballo, que fuera bueno conmigo, ni a quien quisiera complacer. Para empezar, me apartaron de mi madre en cuanto dejé de mamar, y me encerraron con otros potrillos jóvenes; a ninguno de ellos le importaba nada de mí, ni a mí de ellos. No tuve un amo bondadoso, como el tuyo, que se ocupara de mí, me hablara y me llevara cosas sabrosas para comer. El hombre que nos cuidaba jamás me dirigió una palabra amable. No quiero decir que me maltratara, pero no se ocupaba de nosotros sino para comprobar que teníamos comida suficiente y cobijo en el invierno. Por nuestro campo corría un sendero para caminantes, por donde solían pasar muchachones que nos arrojaban piedras para hacemos galopar. A mí nunca me alcanzaron, pero un hermoso potro joven recibió un mal tajo en la cara, que, según creo, le habrá dejado una cicatriz para toda la vida. Aunque no nos importaban esos muchachos, su conducta nos volvió más salvajes, por supuesto, y nos hicimos a la idea de que eran nuestros enemigos. Nos divertíamos mucho en el prado, ya fuera galopando de un lado a otro, persiguiéndonos por el campo o descansando a la sombra de los árboles. Pero cuando lo pasé mal, fue cuando llegó el momento de la doma. Vinieron varios hombres a atraparme, y cuando por fin me arrinconaron en una punta del campo, uno me sujetó por el flequillo y otro por la nariz, con tal fuerza que apenas si podía respirar, mientras el tercero me aferraba la mandíbula con su dura mano y me abría la boca de un tirón; así, a la fuerza, me colocaron el bocado. Hecho esto, uno me arrastró por el cabestro, mientras otro me azotaba por detrás. Fue esa la primera experiencia que tuve de la bondad humana: pura fuerza. Ni siquiera me dieron una oportunidad de saber qué querían. Yo era muy animosa; sin duda muy salvaje y les ocasionaba muchas molestias, pero el caso es qué era terrible estar encerrada en un establo, día tras día, en lugar de andar en libertad. Me enardecía, languidecía y ansiaba salir. Tú bien sabes que ya es bastante malo aunque tu amo sea bueno y te halague bastante, pero yo no tuve nada de eso. Tal vez el anciano amo, el señor Ryder, pudo haberme dominado sin tardanza, y logrado cualquier cosa de mí, pero había dejado lo más arduo del oficio a su hijo y otro hombre experto. Él iba sólo de vez en cuando, para supervisar. Su hijo era un hombre fuerte, alto y atrevido, llamado Samson, quien solía jactarse de no haber sido derribado por ningún caballo. En él no había nada de bondad, como en su padre, sino sólo dureza: en la voz, en la mirada en la mano. Desde un primer momento comprendí que lo que deseaba era doblegarme, convirtiéndome en una bestia mansa, humilde y obediente. "¡Una bestia mansa!" Sí, no pensaba en otra cosa -agregó Bravía, pateando el suelo como si el solo pensarlo la enfureciera.- Si no hacía exactamente lo que él quería, se ponía furioso, y me hacía dar vueltas a la carrera por el campo de entrenamiento, con esa rienda larga, hasta cansarme. Creo que bebía bastante, y estoy segura de que cuanto más bebía, peor era para mí. Un día me atormentó cuanto pudo, y me acosté fatigada, angustiada y furiosa; todo me parecía tan injusto... La mañana siguiente, fue en mi busca temprano, y de nuevo me hizo correr largo rato. Apenas si había descansado una hora, cuando fue a buscarme de nuevo con una montura, una brida y un nuevo tipo de bocado. Nunca supe bien cómo fue... Recién acababa de montarme en el campo de entrenamiento, cuando, enojado por algo que hice, dio un fuerte tirón de la rienda. El bocado nuevo me hizo doler tanto, que me encabrité de pronto; entonces él, más furioso aún, se puso a azotarme. Ya completamente rebelada contra él, comencé a patear, menearme y encabritarme como nunca; fue una verdadera pelea. Él se mantuvo largo rato sobre la montura, castigándome cruelmente con su látigo y sus espuelas, pero la sangre me hervía y no me importaba lo que me hiciera, con tal de lograr zafarme de él. Por fin, y al cabo de una lucha terrible, lo arrojé de espaldas. Lo oí caer pesadamente en el césped, y sin mirar atrás, galopé al extremo opuesto del campo, desde donde, al volverme, vi que mi torturador se levantaba lentamente y se dirigía al establo. Yo vigilaba desde la sombra de un roble, pero nadie fue a apresarme. Pasó el tiempo; el sol calentaba mucho, las moscas que zumbaban a mí alrededor se posaban en mis ijares ensangrentados, lastimados por las espuelas. Como no había comido nada desde temprano, tenía hambre, pero el pasto de ese prado no bastaba para alimentar un ganso. Yo ansiaba tenderme a descansar, pero con la montura sujeta al lomo no tenía alivio posible, como tampoco una gota de agua para beber. Así pasó la tarde y bajó el sol. Al ver que se llevaban a los demás potros, pensé que iban a alimentarse bien. Por fin, cuando ya el sol se ponía, vi que salía mi anciano amo, con un tamiz en la mano. Era un caballero muy distinguido, de cabello muy blanco, pero cuya voz reconocería yo entre mil: no era aguda, ni tampoco grave, sino plena, clara y tierna, y cuando daba órdenes, tan firme y decidida que todos, tanto caballos y hombres, se daban cuenta de que esperaba ser obedecido. Llegó a mi lado en silencio, y entonces, sacudiendo la avena que llevaba en el tamiz, me habló alegre y bondadosamente: "Ven aquí, muchacha, ven aquí, ven aquí". Yo me quedé quieta y lo dejé acercarse. Cuando me ofreció la avena, me puse a comer sin temor, ya que con su tono lo había disipado por completo. Mientras tanto, él me palmeaba y acariciaba, y al ver la sangre coagulada en mis costados se enojó mucho. "Pobrecita, ¡fue un mal asunto, un mal asunto!” dijo antes de tomarme por las riendas para conducirme al establo. Al ver en la puerta a Samson, bajé las orejas y le eché un tarascón. "Apártate, y no te pongas en su camino” dijo mi amo; "ya has tratado bastante mal a esta yegua". El gruñó algo, llamándome bestia mañosa. "Oyeme” dijo su padre, "un hombre de mal carácter nunca conseguirá que un caballo lo tenga bueno. Todavía no conoces tu oficio, Samson". Dicho esto, me condujo a mi casilla, con sus propias manos me quitó la montura y la brida, y me dejó atada. Pidiendo un balde de agua caliente y una esponja, se sacó la chaqueta, y mientras el peón del establo le tenía el balde, él me lavó los costados con la esponja, con mucha suavidad, pues sin duda se daba cuenta de que los tenía magullados y heridos. “¡So!, mi linda, quieta, quieta...” me decía. Su voz me hizo bien, y el lavado me alivió mucho. En las comisuras de la boca tenía la piel tan desgarrada, que no pude comer heno, ya que sus tallos me hacían daño. El me miró la boca con atención, meneó la cabeza, y ordenó al peón que me llevara afrecho molido, con un poco de harina. ¡Qué sabroso estaba! y tan suave, que me curó la boca. Mientras yo comía, él me acariciaba y decía al peón: "Si no se puede domar a un animal tan brioso como éste por las buenas, nunca servirá para nada". Después de esto iba a verme a menudo, y cuando mi boca quedó curada, el otro domador, Job, fue quien siguió con mi entrenamiento. Como era firme y considerado, no tardé en aprender lo que él deseaba. Cuando volvimos a encontrarnos en el cercado, Bravía siguió hablándome de su primer hogar. -Después que me domaron, me compró un tratante para que hiciera pareja con otro caballo zaino. Durante algunas semanas nos condujo juntos; luego nos vendió a un caballero de la sociedad, y fuimos enviados a Londres. El tratante nos manejaba con rienda tensa, cosa que yo detestaba más que nada en el mundo, pero allí nos dirigían con la rienda aún más tirante, porque el cochero y su amo pensaban que así quedábamos más elegantes. A menudo nos llevaban por el parque y otros sitios a la moda. Tú, que nunca has sentido una rienda tensa, no sabes lo que es, pero yo puedo decirte que es algo espantoso. A mí me gusta menear la cabeza, y tenerla tan alta como cualquier caballo, pero piensa cómo te sentirías si, al echar atrás la cabeza, te obligaran a tenerla así durante cuatro horas seguidas, sin poder moverla para nada, salvo levantándola más arriba aún, mientras el pescuezo te duele hasta que no sabes cómo soportarlo. Encima de esto, tienes dos bocados en lugar de uno, y el mío era afilado. Me lastimaba la lengua y la mandíbula, y la sangre de mi lengua coloreaba la espuma que no cesaba de brotarme de los labios, cuando me frotaba y agitaba contra el bocado y las riendas. -¿Tu amo no pensaba para nada en ti? -pregunté. -No... Lo único que le importaba, era la elegancia de su carruaje, como ellos decían. Creo que sabía poco de caballos, y dejaba eso en manos de su cochero, que le decía que yo tenía mal carácter, y que no me habían habituado a la rienda tirante, pero que no tardaría en acostumbrarme. Sin embargo, no era él quien podía conseguirlo, pues cuando yo estaba en el establo, furiosa y cansada, en vez de palabras bondadosas que me tranquilizaran y aliviaran, no recibía más que alguna mirada hosca o algún golpe.

 

Si se hubiera mostrado amable, yo habría procurado soportar todo. Estaba dispuesta al trabajo, por arduo que fuera, pero el verme atormentada nada más que por capricho suyo, me enfurecía. ¿Qué derecho tenían a hacerme sufrir de esa manera? Además de la boca lastimada y el pescuezo dolorido, esas riendas tensas me hacían doler siempre la tráquea; sé que de haberme quedado allí mucho tiempo, mi respiración habría quedado estropeada. Sin poder evitarlo, me volví cada vez más inquieta e irritable. Comencé a lanzar tarascones y patadas cada vez que alguien se acercaba para enjaezarme; el mozo de cuadra me azotaba por esto. Un día, cuando acababan de unirnos al carruaje y me echaban atrás la cabeza con esa rienda, me puse a corcovear y patear con todas mis fuerzas. No tardé en romper muchos arreos y abrirme paso a patadas; así concluyó mi estada allí. No tardaron en enviarme a Tattersall para ponerme en venta. Por supuesto, no podían garantizarme libre de mañas, de modo que nada se dijo al respecto. Mi buen aspecto y andar atrajeron pronto a un caballero, que ofreció comprarme, y así fui adquirida por otro tratante. Este, que probó de todas maneras y con diferentes bocados, no tardó en descubrir qué era lo que yo toleraba. Por fin pudo conducirme sin tirar de la rienda, y entonces me vendió como caballo perfectamente tranquilo, a un caballero del campo. Como éste resultó un buen amo, me iba muy bien hasta que llegó otro nuevo, de carácter tan malo y mano tan pesada como la de Samson. Siempre hablaba con voz áspera e impaciente, y si yo no me movía en el establo en el instante deseado por él, me golpeaba encima de los corvejones con la escoba o el rastrillo, lo que tuviera en la mano. No hacía nada sin rudeza, y yo comencé a odiarlo; lo que él quería era que le temiera, pero para eso yo era demasiado fogosa. Un día en que me fastidió más de lo habitual, lo mordí, cosa que, por supuesto, lo enfureció mucho, de modo que comenzó a pegarme en la cabeza con el látigo. Después de eso, no volvió a atreverse a entrar en mi establo, pues yo le tenía listos los cascos o los dientes, y él lo sabía. Aunque con mi amo era muy tranquila, éste prestó oídos a lo que le dijo ese sujeto, y así fui vendida de nuevo. El mismo tratante, que oyó hablar de mí, dijo conocer un sitio donde me iría bien. "Sería una lástima", dijo, "que un caballo tan hermoso se estropeara por falta de una oportunidad realmente buena"; y así fue como vine a parar aquí, no mucho antes que tú. Ya había decidido que los hombres son mis enemigos naturales, y que debía defenderme de ellos. Claro que aquí es diferente, pero ¿quién sabe cuánto durará? Ojalá pudiera pensar como tú, pero con todo lo que he tenido que soportar, me es imposible. -Bueno, sería una pena que fueras a morder o patear a John o a James -comenté. -No pienso hacer tal cosa, mientras sean buenos conmigo... Una vez di un buen mordisco a James, pero John dijo: "Trátala con bondad y James, en lugar de castigarme como esperaba, fue con el brazo vendado a llevarme afrecho molido, y me acarició. Desde entonces no volví a morderlo, ni lo haré más. Aunque compadecí a Bravía, lo cierto es que en esa época sabía muy poco, y supuse que exageraba. Sin embargo, comprobé que al transcurrir las semanas se volvía mucho más mansa y alegre, y que iba perdiendo ese aire cauteloso y desafiante con que antes recibía a cualquier persona desconocida que se le acercaba. Por fin, un día, James dijo: -Creo de veras que esa yegua me está tomando afecto. Esta mañana, después que le estuve frotando la frente, relinchó llamándome. -Sí, sí, Jim; es la receta de Birtwick -le contestó John -no tardará en ser tan buena como Azabache; ¡la pobrecita no necesitaba otra medicina que bondad! El amo también advirtió el cambio, y un día, en que al bajar del carruaje fue a hablarnos como solía hacerlo, le acarició el bello pescuezo, diciendo: -Bueno, linda mía, ¿y cómo te va ahora? Pareces mucho más feliz que cuando llegaste. Pronto la tendremos curada, John -agregó, frotándole el hocico, que ella le acercaba en actitud amistosa y confiada. -Sí, señor, ha mejorado maravillosamente, no es la misma de antes. Es la receta de Birtwick –le contestó John, riendo. Era ésta una broma de John, quien, solía decir que la receta de Birtwick podía curar a cualquier caballo mañoso. Según decía él, esa receta se componía de paciencia y suavidad, firmeza y caricias; un kilo de cada una, mezclado con un litro de sentido común, para darse al caballo todos los días.

Capítulo IV

PATAS ALEGRES

El señor Blomefield, el vicario, tenía muchos hijos e hijas, que a veces iban a jugar con las señoritas Jessie y Flora. Una de las muchachas tenía la edad de la señorita Jessie; dos de los muchachos eran mayores, y había varios pequeños. Cuando ellos estaban de visita, había tarea de sobra para Patas Alegres, pues nada les complacía más que montarlo por turno, y pasearse con él por todo el huerto y el cercado durante horas. Una tarde en que se ausentó con ellos largo rato, cuando James lo llevó de vuelta y le puso el cabestro, le dijo: -Bueno, pillo, a ver si te portas bien, o nos veremos en aprietos. Yo le pregunté:

-¿Qué hiciste, Patas Alegres? -¡Oh! -exclamó él, meneando la cabecita -di una lección a esos jovencitos, nada más. No supieron ver cuándo era suficiente para ellos ni para mí, de modo que los arrojé de espaldas; de otra manera no entendían. -¡Cómo! -me extrañé.- ¿Volteaste a las niñas? ¡Nunca te creí capaz de tal cosa! ¿Fue a la señorita Jessie o a la señorita Flora? Muy ofendido al parecer, me contestó: -¡Claro que no! No haría semejante cosa por la mejor avena del mundo... Si tengo tanto cuidado con nuestras damitas como podría tenerlo el amo, y en cuanto a los pequeños, soy yo quien les enseña a montar. Cuando parecen un poco asustados o vacilan un poco al montarme, yo ando con tanta suavidad y tan en silencio como la vieja gata cuando persigue un pájaro; cuando se tranquilizan, vuelvo a darme prisa, de modo que se acostumbren. Así que, no te molestes en sermonearme; soy el mejor amigo y maestro de equitación de esos niños. No se trata de ellos, sino de los muchachos. Ellos son otra cosa continuó, sacudiendo la crin- hay que domarlos, como nos domaron a nosotros cuando éramos potros, y enseñarles a conducirse. Cuando los otros niños me habían montado casi dos horas, los muchachos consideraron llegado su turno; así era, y yo no tuve inconveniente alguno. Me montaron por turno, y los hice galopar por el campo y el huerto durante una hora entera. Cada uno de ellos se había cortado una gran vara de avellano, y la utilizaban con demasiada frecuencia, pero yo lo toleré de buen grado, hasta que por fin, considerando que ya teníamos suficiente, me detuve dos o tres veces, a modo de indirecta. Tú ya sabes; los muchachos creen que un caballo o un pony es lo mismo que una locomotora de vapor o una trilladora, y que puede funcionar durante todo el tiempo y con toda la rapidez que a ellos se les ocurra. Ni siquiera piensan que un pony puede cansarse o tener sentimientos de ninguna clase; por eso, como el que me azotaba no quería entender, me levanté sobre las patas traseras y lo dejé deslizarse por detrás... nada más. Cuando me volvió a montar, repetí lo mismo. Entonces subió el otro, y en cuanto comenzó a utilizar su vara, lo eché sobre el pasto, y así hasta que llegaron a entender. Eso fue todo. No son malos muchachos ni se proponen ser crueles. Yo les tengo gran afecto, pero ya ves que tuve que darles una lección. Cuando me condujeron a presencia de James y le contaron lo sucedido, me parece que se disgustó mucho al ver esos palos tan grandes. Dijo que eran adecuados tan sólo para vaqueros o gitanos, y no para caballeritos. -En tu lugar -intervino Bravía -yo les habría dado una buena patada, y con ella una lección. -No me cabe duda de que lo habrías hecho -replicó Patas Alegres -pero yo, por mi parte, no soy tan tonto, y discúlpame, como para enojar al amo o hacer que James se avergüence de mí. Además, esos niños están a mi cargo mientras montan; les digo que me los confían a mí. Pero si el otro día, no más, oí que nuestro amo decía a la señora Blomefield: "Mi estimada señora, no tiene por qué inquietarse por los niños; mi buen Patas Alegres los cuidará tan bien como lo haríamos usted o yo; le aseguro que no vendería ese caballito por nada, tan buen carácter tiene y tan de fiar es". ¿Me crees una bestia tan desagradecida como para olvidar el trato bondadoso que he recibido aquí durante cinco años, y toda la confianza que depositan en mí, y volverme mañoso porque un par de muchachos ignorantes me tratan mal? ¡No, no!, tú no has tenido nunca un buen hogar, donde fueran bondadosos contigo, y por eso no sabes. Yo no apenaría a nuestra gente por nada; los adoro -continuó Patas Alegres, resoplando por la nariz, como solía hacerlo por la mañana, al oír acercarse los pasos de James.- Además, si me diera por patear, ¿adónde iría a parar? Vaya, me venderían en un santiamén sin ninguna recomendación, y podría encontrarme esclavizado por el mandadero de un carnicero, o muerto de trabajo en algún sitio de veraneo, donde a nadie le importara de mí, salvo para averiguar lo rápido que puedo andar; o tirando de alguna carreta, llevando a tres o cuatro gordos de juerga, como vi con frecuencia en el sitio donde vivía antes venir aquí. No -concluyó, meneando la cabeza -espero no llegar jamás a esa situación. Bravía y yo no éramos de esa raza de caballos altos, aptos para llevar carruajes; más bien teníamos sangre de carrera. Como nuestra altura era de unas quince cuartas y media, servíamos tanto para montar como para conducir. Nuestro amo solía decir que no le agradaban los caballos ni personas capaces de hacer sólo una cosa, y como no pretendía pavonearse en los parques londinenses, prefería un tipo de caballo más activo y útil. En cuanto a nosotros, hallábamos nuestro mayor placer cuando nos enjaezaban para una cabalgata: Bravía llevaba al amo, yo a la señora, y las niñas iban sobre Sir Oliver y Patas Alegres. Era tan alegre andar todos juntos al trote o al medio galope, que siempre nos ponían fogosos. Yo era el que mejor lo pasaba, pues siempre llevaba a la señora. Pesaba poco, tenía voz dulce, y manejaba la rienda con tanta suavidad, que me conducía casi sin que lo sintiera. ¡Ah!, si supiera la gente qué alivio es para los caballos una mano liviana, cómo les conserva la boca sana y el humor parejo, seguramente no tironearían como suelen hacerlo. Tenemos bocas tan sensibles que, cuando un trato malo o ignorante no las ha estropeado o endurecido, sentimos el menor movimiento de la mano del jinete, y en un instante comprendemos lo que se nos pide. A mí nadie me había estropeado la boca, y creo que por eso el ama me prefería a Bravía, aunque su andar era, sin duda, tan bueno como el mío. Con frecuencia ella me envidiaba, diciendo que por culpa de su entrenamiento, y del bocado que le habían puesto en Londres, su boca no era tan perfecta como la mía. Entonces, el viejo Sir Oliver solía decirle: -¡Vamos, vamos!, no te enojes; tuyo es el honor más grande; una yegua capaz de llevar a un hombre de la estatura de nuestro amo, con todo tu vigor y soltura de movimientos, no tiene por qué avergonzarse de no llevar a la señora. Nosotros, los caballos, debemos aceptar las cosas como se presentan, y estar siempre satisfechos y bien dispuestos con tal de que nos traten bondadosamente. A menudo me había preguntado por qué Sir Oliver tendría una cola tan corta. No tenía, en realidad, más de doce a trece centímetros de largo con una borla de pelo pendiente, y durante uno de nuestros días de descanso en el huerto me atreví a preguntarle en qué accidente había perdido su cola. -¿Accidente? ¡No fue ningún accidente! -resopló, con fiera expresión.- ¡Fue un acto cruel, vergonzoso y deliberado! Cuando era joven, me llevaron a un sitio donde se hacían esas cosas crueles. Me ataron, sujetándome de modo que no pudiera moverme, y entonces cortaron mi cola, hermosa y larga, por la carne y él hueso, y me la quitaron. -¡Qué espantoso! -exclamé. -¡Espantoso, sí! Pero no sólo por el dolor, aunque fue terrible y duró mucho tiempo, no sólo por la indignidad de que me quitaran mi mejor adorno, aunque eso fue malo, sino esto... ¿cómo podía volver a espantarme las moscas de los ijares y de las patas traseras? Ustedes, con sus colas, las ahuyentan sin pensarlo, y no saben qué tormento es que se les posen encima, y piquen sin cesar, sin tener nada para ahuyentarlas. Te digo que es un perjuicio y una pérdida para toda la vida. Pero, gracias a Dios, los hombres ya no lo hacen. -¿Para qué lo hacían antes? -quiso saber Bravía. -¡Por la moda! -explicó el viejo caballo. -¡Por la moda!, no sé si sabrán lo que eso significa. En mis tiempos, no había caballo joven bien criado al que no se le cortara la cola de esa manera vergonzosa, como si el buen Dios que nos creó no supiera lo que deseamos y lo que luce mejor. -Supongo que será la moda lo que los impulsa a sujetarnos la cabeza con esos horribles bocados con que me torturaban en Londres -comentó Bravía. -Lo es, no te quepa duda -aseguró él.- A mi modo de ver, la moda es una de las peores cosas que existen. Fíjense ahora, por ejemplo, la manera en que tratan a los perros, cortándoles las colas para que parezcan animosos, y recortándoles las orejitas en punta, acaso para que parezcan despiertos. Una vez tuve una gran amiga, una terrier parda, a la que llamaban "Syke". Tanto afecto me tenía, que no dormía sino en mi establo. Armaba su lecho bajo el pesebre, y fue allí donde tuvo cinco cachorros, de lo más bonitos. Como eran de raza, no ahogaron a ninguno, ¡y ella estaba tan complacida con ellos! Y cuando abrieron los ojos, y comenzaron a arrastrarse por todos lados, eran lindos de ver. Pero un día vino el hombre y se los llevó a todos. Pensé que acaso temiera que yo pudiera pisarlos, pero no era así. Al anochecer, la pobre Syke los llevó a todos de vuelta, uno por uno, con la boca, todos ensangrentados y llorando de modo lastimoso. A todos les habían cortado un trozo de la cola, y recortado la lengüeta blanda de las orejitas. ¡Cómo los lamía su madre, y qué apenada estaba, pobrecita! Nunca pude olvidarlo. Con el tiempo sus heridas curaron, y olvidaron el dolor; pero la lengüeta suave, destinada por supuesto a proteger la parte delicada de sus orejas del polvo y las heridas, estaba perdida para siempre. ¿Por qué no cortan en punta las orejas de sus propios hijos para que parezcan despiertos? ¿Por qué no les cortan las puntas de las narices, para que parezcan animosos? Una cosa sería tan lógica como la otra. ¿Qué derecho tienen de atormentar y desfigurar a los animalitos de Dios? -Todo eso es verdad -admitió con tristeza Patas Alegres- y donde vivía antes vi suceder eso con los perros una y otra vez, pero aquí no debemos hablar de ello. Ustedes saben que el amo, John y James son siempre buenos con nosotros, y hablar contra los hombres en un sitio como éste no me parece justo ni agradecido. Ya saben que hay otros amos y mozos buenos, además de los nuestros, aunque claro está que los nuestros son los mejores. Con este sensato discurso, cuya veracidad conocíamos, el pequeño Patas Alegres nos tranquilizó a todos, especialmente a Sir Oliver, que abrigaba gran afecto por su amo. Para cambiar de tema, pregunté: -¿Alguno puede decirme para qué sirven las anteojeras? -¡No! -exclamó secamente Sir Oliver.- Porque no sirven para nada. Con su tranquilidad habitual, intervino Justice: -Se supone que impiden a los caballos asustarse y sobresaltarse, provocando así accidentes. -Entonces, ¿por qué razón no se los ponen a los caballos de montar, especialmente a los de mujeres? -pregunté. -No existe razón alguna, salvo la moda -continuó él.- Dicen que un caballo se asustaría tanto de ver detrás las ruedas de su propio carruaje, que se espantaría con toda seguridad, aunque lo cierto es que cuando lo montan, las ve por todas partes, en las calles transitadas. Admito que, a veces se acercan demasiado, y resulta desagradable, pero no escapamos, nos habituamos a ellas y comprendemos. Si nunca nos pusieran anteojeras, jamás nos harían falta; veríamos lo que hay, sabríamos qué es, y nos asustaríamos mucho menos que al ver sólo trozos de cosas que no entendemos. Claro que puede haber caballos asustadizos, que han sido lastimados o atemorizados en su juventud; acaso a ellos les convengan, pero como nunca lo fui, no sabría decirlo. -Por mi parte -intervino Sir Oliver- opino que las anteojeras son peligrosas de noche. Nosotros, los caballos, vemos mejor en la oscuridad que los hombres, y habríamos evitado más de un accidente, de haber podido utilizar bien nuestros ojos. Recuerdo que hace unos años, en una noche oscura, regresaba un carruaje tirado por dos caballos, y cerca de la casa del granjero Sparrow, donde el camino pasa cerca de la laguna, las ruedas se acercaron demasiado a la orilla, y el carruaje volcó en el agua. Se ahogaron los dos caballos y el conductor escapó a duras penas. Claro, después de este accidente colocaron una baranda blanca y resistente, fácil de ver, pero si esos caballos no hubieran estado parcialmente cegados, se habrían alejado solos de la orilla, y no habría habido accidente alguno. Cuando volcó el carruaje del amo, antes de que ustedes llegaran, se dijo que de no haberse apagado el farol de la izquierda, John habría visto el gran agujero dejado por los peones camineros, y es verdad. Pero si el viejo Colin no hubiera tenido anteojeras puestas, lo habría visto, con farol o sin él, pues era un caballo experto y sabía evitar el peligro. De ese modo, se lastimó mucho, el carruaje quedó destrozado, y cómo se salvó John, nadie lo sabe. -Me parece -dijo Bravía dilatando las fosas nasales -que estos hombres tan sabios harían mejor en dar órdenes de que, en el futuro, todo caballo naciera con los ojos en plena mitad de la frente, en vez de al costado. Los hombres siempre creen poder mejorar a la Naturaleza y corregir la obra de Dios. La discusión volvía a enardecerse, cuando Patas Alegres levantó su carita sensata y declaró: -Les diré un secreto: creo que John no aprueba las anteojeras; un día le oí hablar con el amo al respecto. El amo decía que en algunos casos, si los caballos se habituaban a ellas, podría ser peligroso sacárselas, y John le contestó que en su opinión, sería bueno que se domara a todos los potrillos sin ellas, como se hace en otros países. De modo que, alegrémonos y demos una carrera hasta el otro extremo del huerto... A medida que transcurría el tiempo de mi vida en Birtwick, más orgulloso y feliz me sentía de vivir en un lugar así. Nuestros amos eran respetados y queridos por todos cuantos los conocían; eran bondadosos y amables con todos, no solamente con los hombres y las mujeres, sino también con caballos y borricos, perros y gatos, ganado y aves. No existía ser oprimido o maltratado que no los considerara como amigos, y sus criados compartían la misma cualidad. Si llegaba a saberse que algún niño del poblado trataba con crueldad a algún animal, no tardaba en tener noticias de la Casa. El señor Gordon y el granjero Grey habían colaborado, como solían decir, durante más de veinte años para eliminar las riendas tensas en los carruajes. Pocas veces se las veía por allí; pero si el ama llegaba a encontrarse con algún caballo demasiado cargado y con la cabeza tirada hacia atrás, detenía su carruaje, bajaba y razonaba con el conductor, con su voz dulce y seria, procurando demostrarle lo estúpido y cruel que era.

 
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