Geografías imaginarias y el oasis del desarrollo

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Geografías imaginarias y el oasis del desarrollo
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Los autores agradecen el apoyo de los proyectos Conicyt-Fondecyt Nº 1170643 y Nº 1190855, que colaboraron en el proceso de investigación. A su vez, el aporte y contribución de

Gonzalo Frigerio, Fernanda Miranda, Federico Natho y Ayleen Martínez-Wong.

© LOM ediciones Primera edición, abril de 2020 Impreso en 2000 ejemplares ISBN impreso: 9789560012418 ISBN digital: 9789560013606 RPI: 2020-a-1065 Edición y maquetación LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 28606800 lom@lom.cl | www.lom.cl Tipografía: Karmina Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Impreso en Santiago de Chile

Índice

  Prólogo

  Introducción

  Puro Chile

  Majestuosa es la blanca montaña

  La copia feliz del Edén

  Un futuro esplendor

  Puras brisas

  Dulce Patria

  Epílogo ¡La Tierra no alcanza!

  Referencias bibliográficas

Todo país, de alguna forma, deja de existir alguna vez Roberto Bolaño.

El año 2010, para el bicentenario de nuestra independencia, tendremos un país desarrollado, socialmente justo y culturalmente maduro. Ricardo Lagos, 21 de mayo de 2001

Prólogo

Este libro se terminó de escribir semanas antes de iniciado el estallido social en Chile. Nunca imaginamos que nuestro relato –si bien ese fue el propósito inicial– apuntaría con tanta precisión a los cimientos del problema que justificó tal levantamiento ciudadano. ¿Cuál es ese problema? Desde nuestro punto de vista, como expresamos en este libro, se vincula a dos asuntos centrales.

Por una parte, un proceso de producción de un modelo social y económico que no nace hace unos años, sino que se arrastra desde varias décadas atrás. La inflexión, claro está, se da a partir de la dictadura pero continúa con todos los gobiernos posteriores que se afanaron en consolidar esa producción social, tal vez de modo más inconsciente que el contexto que lo gatilla, pero no con menos fuerza. Ese proyecto, en lo sustancial, se concentró en reconfigurar un Estado que generase las condiciones para darle al mercado una situación de base privilegiada. Desde esta perspectiva, el Estado, lejos de lo que se ha manifestado constantemente, si bien se volvió notoriamente más pequeño, se transformó en un actor esencial en el nuevo engranaje de la privatización de la vida. En otras palabras, el programa se articuló sobre la base de un Estado en apariencia menor pero con un rol muy fuerte y sólido en generar una plataforma que activase negocios de amplio alcance, incluidas la salud, la educación y la jubilación. Leer los mensajes presidenciales de los expresidentes Frei y Lagos, como lo hicimos, es una evidencia incuestionable de la agudización de un modelo que sustituyó funciones y responsabilidades del Estado trasladándola al mercado. A esto se le ha venido llamando “Modernización”, un concepto que junto al de “Desarrollo” se instaló majaderamente en el horizonte social de las y los habitantes de nuestra nación para justificar todos los cambios que el Estado y el mercado articulaban desde su estrecha relación.

Modernización y Desarrollo han sido dos plataformas que desde su discursividad han articulado y justificado numerosas acciones y operaciones, en general encaminadas, como dijimos, a privatizar la vida. Chile-Moderno y Chile-Desarrollado ha sido una proyección que posicionó a Chile, que era lo que se buscaba, como excepcionalidad, y desde allí todo el resto latinoamericano fue exótico, diferente, un otro extraño, subdesarrollado, atrasado, caótico. Así, modernizar fue sinónimo de privatizar y privatizar de modernización. En otras palabras, establecer en el proyecto Estado-nación una plataforma para la privatización de los horizontes sociales de la ciudadanía.

Desde esta perspectiva, “modernizar” ha sido, como diremos en el libro, un modo de afianzar ciertas identidades que se presentan y estructuran bajo valores jerarquizados: la monetarización de la vida, creer que el éxito es individual y los costos comunes, que la competencia es fortaleza y la solidaridad algo antiguo y pasado de moda (la prevalencia del “que importa lo que le pase al otro, lo relevante es lo que me pasa a mí”), en fin, la supremacía de una supuesta “libertad” que oculta o invisibiliza diversos procesos de control y disciplinamiento social (no hay nada menos libre que el mercado, porque el capital produce y satisface las necesidades al mismo tiempo). Tal modernización, como expresamos a continuación, fue también la colonización del tiempo por sobre el espacio, de un tiempo que se instala en el futuro esplendor: “Avanzamos hacia el desarrollo” fue y ha sido la consigna.

Por otra parte, tal vez el aspecto menos visible y uno de los elementos centrales del libro, tal proyecto de desarrollo y modernización no ha sido solo uno de tipo económico sino, en lo esencial, un programa eminentemente cultural. ¿Qué fue lo que marcó nuestro “orden moderno”? Desde nuestro punto de vista, fue la administración de la vida, la organización de las rutinas y del diario vivir, de fijar en el y los trabajos (de muchas horas) el eje central de la vida, lo que fue dominando el panorama, de modo que el consumo y la posibilidad de un nuevo crédito fuese la puerta que permitiría abrir la felicidad y satisfacer el deseo que fue produciendo ese consumo. Los ciudadanos se organizaron jerárquicamente en torno a la nueva felicidad y el nuevo deseo: el dinero como resultado del llamado “esfuerzo individual”. Pensar en el futuro se transformó en la ilusión, en un anhelo cotidiano, y el discurso del desarrollo justificó todas las políticas que fueron con los años homologando y cambiando al Estado por el mercado. Los derechos sociales, por tanto, desde esta plataforma discursiva del desarrollo, se deben ganar, se deben conseguir en el mercado y, por ende, no preexisten a los habitantes solo por el hecho de nacer en este país.

Por eso, hablar de oasis, como lo hizo el presidente Piñera, fue coherente con la colonización cultural que por años produjo el discurso de la modernidad y del desarrollo en la ciudadanía y que llevó a afianzar un imaginario de un Chile exitoso, en otras palabras, una excepción en el “desorden” latinoamericano. ¿Qué país estaría viendo el presidente Piñera cuando dijo lo de la excepcionalidad chilena a nivel latinoamericano?: “Chile está creciendo. Chile es un verdadero oasis… en una América Latina convulsionada”. Lo que transmitía era precisamente lo que refleja el discurso de la Modernidad: la privatización del Estado (y de la política). No era una frase tan extraña o rara, era lo que debía decir sin duda. Era, por lo demás, la frase que, de otro modo, dijeron todas las administraciones desde la década del 80 a la fecha. Ese fue un programa cultural: que cada ciudadano sintiera que efectivamente iba en camino a algo, al progreso, a un fin, y que si se esforzaba individualmente, con la “libertad” que le otorgaba el mercado, llegaría ser feliz, como lo alcanzaba el porcentaje más rico: buena salud, buena educación, buena jubilación.

Bajo aquella soberanía discursiva de un Chile próspero, como es hoy sabido, se invisibilizaba un Chile dormido por las rutinas, por la desigualdad y por las ganancias de unos pocos y los sacrificios de muchos. Las palabras solidaridad o comunidad han funcionado como nomenclaturas de grupos marginales, añejos o antisistémicos, tal vez de alienígenas, que no logran sintonizar con los discursos y promesas del crecimiento o de aquella espuria cientificidad del mercado. Tal supuesta cientificidad ha permitido justificar todos los “sacrificios” ciudadanos necesarios para crecer económicamente y para los “equilibrios macroeconómicos”.

La sociedad de control, para usar el concepto de Deleuze y Guattari, se desplegó como un espejo que permitió ver(nos) que todo el poseer, que todo consumo conducía a la felicidad, a un estrato superior en una escala jerarquizada de valores. ¡Qué importaba si en paralelo, la buena salud se privatizaba, si la buena educación se privatizaba, si la buena jubilación se privatizaba, si la política (aquel modo de discutir lo social) se privatizaba, si, en fin, el Estado se privatizaba! Todo ese movimiento era modernizar y, por tanto, modernizar la vida y, en consecuencia, “evolucionar” hacia el desarrollo.

La “libertad” de la sociedad de control neoliberal fue el lenguaje que involucró a todos los ciudadanos y ciudadanas, en el día a día, en la cotidianidad de este país excepción, de este país blanco, de este país “jaguar”, de este país “isla”. Por eso que privatizar el agua del modo como se ha hecho en Chile, tanto que es único en el mundo que transa sus aguas en el mercado de modo absoluto, tampoco resultó tan extraño. Y no lo fue, por lo ya expuesto y sobre lo que insistiremos constantemente en este libro: privatizar ha sido modernizar, es decir, avanzar en la ilusión de un futuro esplendor, de un desarrollo que llegará algún día.

 

De este modo, el proyecto neoliberal instalado en Chile desde la dictadura y agudizado en los siguientes años es antes que todo un programa discursivo y cultural antes que económico. Y lo es, por una tan simple como compleja razón: porque tiene que ver con el gobierno de la vida, con la administración de la felicidad y, por ende, con la gestión del miedo (miedo a la comunidad, miedo a perder el trabajo, miedo a no tener, miedo a la solidaridad, miedo al otro, miedo a la diferencia).

Por esto es por lo que, desde nuestro punto de vista, lo expuesto por el periodista Patricio Bañados adquiere tanto sentido: “Me gustaría puntualizar que en el plebiscito del 88 ganó el Sí. Hubo más gente que votó que No, pero ganó el Sí. No sospechábamos que había un acuerdo, aparentemente previo, del cual no teníamos conocimiento y que ni siquiera podemos certificar ahora. Un acuerdo para que nada cambiara, o sea, el “gatopardo”: que las cosas cambien para que todo pueda seguir igual”. En otras palabras, Chile se transformó en un país inventado o representado desde el lente cultural de sólidos intereses de capitales que requerían movilizarse a escala planetaria y Chile fue el lugar donde fue -y es- posible desplegar los jugosos intereses que comenzaron a arrojar sus ganancias. Y es que el gran problema del capital es la acumulación, por lo que la tarea fue instalar y otorgar las condiciones para atraer ese dinero y desplegar las “bondades” de la competencia y la individualidad. Esa ha sido nuestra historia en las últimas décadas y tenemos el temor y sospecha que lo seguirá siendo, porque el negocio de los recursos en Chile sigue siendo muy próspero, más allá del impacto que ello genera en el calentamiento global, pero fundamentalmente, porque la salud, la educación, pero fundamentalmente las pensiones, representan un mercado demasiado jugoso como para perderlo de vista.

Aunque le parezca menos evidente, este es un libro de Geografía. Hay allí, en el modo de comprensión de lo geográfico, otro patrón de colonización cultural. En efecto, también en la década del 70 y 80 la Geografía se transformó en una útil herramienta para modificar los territorios en áreas productivas donde el capital pudiese desplegar los procesos de mercantilización de una naturaleza que estaba allí para ser explotada. La Geografía debía alejarse de lo social y debía instalarse en ese, un tanto ingenuo ya, discurso de la neutralidad científica. Parte de nuestro trabajo es sacarla de allí y (de)volverla al marco social desde donde surge su sentido.

Usted podrá constatar que este es un libro de Geografía, pero fundamentalmente visualizará que es un libro sobre las imágenes. De allí que sea necesario desde ya preguntarles a las y los lectores: ¿Pensamos o somos pensados por las imágenes? Esperamos que este libro pueda colaborar a responder esa pregunta.

Introducción
El Chile que imaginamos pero que no siempre vemos

Nuestro país tiene por delante un futuro promisorio. Estamos avanzando… Antes que termine esta década podemos ser la primera nación de Latinoamérica en cruzar el umbral del desarrollo.

Sebastián Piñera, 21 de mayo de 2011

I

Este es un libro que se plantea como desafío reflexionar en torno a las imágenes que conlleva el discurso del desarrollo. Es, desde esta perspectiva, un ensayo y no busca instalarse en las lógicas de un trabajo científico. Sin embargo, no por ello es menos serio, ya que a su vez pretende interpelar a la sociedad que hemos construido, desde nuestro punto de vista, en base a un programa que se sustenta en una desigualdad social muy notoria, aunque invisibilizada desde aquellas imágenes que son promesas de un futuro esplendor. En consecuencia, es un texto que se interesa en resaltar lo que dejamos de observar y comprender cuando asumimos que ciertas imágenes son definitivas. En el fondo, es un libro sobre las imágenes. Por lo mismo, tiene que ver con el Chile inventado desde los discursos del éxito, del desarrollo y el progreso. Aunque esta es una historia que se remonta al siglo XIX, o antes incluso, nos referiremos acá a ese Chile producido en las últimas décadas, donde las imágenes han adquirido modos de dominio público que de extraña manera se tornan incuestionables. Esas imágenes, en cierto modo, nos ciegan, banalizan de tal modo la vida cotidiana, que en la práctica terminamos creyendo que Chile es un país que casi alcanza el desarrollo o que está muy cerca de arribar a ese puerto. Pero, ¿qué es el desarrollo? ¿Solo una cifra? ¿No necesita la imagen del desarrollo la producción o invención de otras múltiples imágenes para justificar la proyección de un país exitoso y próspero? ¿No es el desarrollo una imagen en sí mismo?

El tema nos parece de fondo: las imágenes, a diferencia de lo que comúnmente se estima y cree, no son un asunto etéreo, fugaz, liviano. Por el contrario, nada hay más sólido que las imágenes. Ellas son una puesta en escena, una escenografía fina y articulada, que colabora de modo sustancial a organizar el lenguaje, las palabras, el tiempo y el espacio; es decir, lo visible. Las imágenes nos definen, nos dan sentidos, nos encauzan, nos permiten seguir un camino. En consecuencia, será necesario preguntarse ¿no son esas imágenes modos de conquista o dominio de horizontes que más que realidades son sueños de una época, alquimias de poderes que juzgan lo que debemos ser y cómo debemos comportarnos?

¿Qué tipo de sacrificios u órdenes sociales requiere, por tanto, el camino al desarrollo? Y por lo mismo, ¿cómo debemos recoger y leer los desafíos que plantean hoy los diversos llamados a la acción climática?

En el año 2012, el ministro de Economía del gobierno de Sebastián Piñera comentó: «… el desarrollo llegará el año 2020». En forma instantánea, el propio presidente corrigió: «Lamento decir que el ministro está equivocado: el desarrollo llegará el año 2018». ¿De qué forma llegó el desarrollo, el ansiado y anhelado progreso? La imagen del desarrollo es compleja, porque en un estudio realizado este año (Fundación Sol 2019) se nos indica que un poco más del 50% de la población nacional gana menos que 350 mil pesos y que un 75% no supera los 500 mil pesos. También se nos dice que el 1% concentra casi el 30% de la riqueza del país, mientras que el 50% de los hogares de menores ingresos tiene poco más de un 2% de la riqueza neta del país.

Pero la imagen del desarrollo es esperanza y, tal como está consignada en el lenguaje cotidiano, nunca habría que «perder la esperanza». Esta imagen de esperanza da también buen sustento a la imagen del desarrollo. En cierto modo, la articula y la proyecta al futuro. Es allí donde queda el desarrollo: en el futuro, en la meta.

Pero lo cierto es que las imágenes van produciendo un mito, una utopía y un sueño que muchas veces adormece más que despierta. Así, el mito del desarrollo, el mito del progreso, en fin, el mito del éxito, y ellas, las imágenes, se movilizan produciendo olvido, agitando una memoria que más que mirar al pasado debe mirar al futuro, de modo que la trayectoria de la imagen quede precisamente silenciada en su propia condición de imagen: incuestionable, intransable, irrebatible.

¿Y si llevamos este panorama a las imágenes del territorio? Porque cabe preguntarse si esa promesa del desarrollo requiere también de imágenes geográficas para sustentarlo. En efecto, porque pareciera necesario e indispensable para consolidar la imagen y el proyecto del desarrollo contar con «zonas de sacrificio», áreas que deben servir para sostener y recibir los eventuales efectos negativos del proyecto. Siempre hay algo que debe sacrificarse. O, en otro ámbito, ¿no es el agua un elemento clave para aceitar las máquinas del desarrollo? ¿No requiere el desarrollo de nuevas carreteras hídricas «para que no se pierda el agua en el mar»? Lejos de ser comprendido como un recurso público, el agua requiere interpretarse como un bien que solo privatizado permitirá tener en movimiento a la minería, industria esencial en la arquitectura del progreso y el desarrollo. ¿Cómo poner en duda esa imagen tan sólida que nos dice que el norte chileno posee «vocación minera», como si el territorio tuviese una inspiración natural, divina, en cierto modo, una suerte de oficio innato? O siguiendo con aquellas arquitecturas que legitiman el perfil del desarrollo, no es necesario preguntarse ¿qué hay detrás de la imagen de naturaleza prístina con que se proyecta la Reserva de Vida de Aysén? ¿Qué opinarán los antiguos habitantes-colonos que hoy están siendo expulsados, paradójicamente en nombre de la naturaleza, por nuevos eco-colonos que comienzan a concentrar la propiedad en lo que podríamos denominar la (nueva) hacienda (verde) del siglo XXI? Y, sin embargo, cuando hablamos de Aysén o Patagonia, la imagen sólida de Reserva de Vida parece eclipsar otras interpretaciones, otros lenguajes u otras posibilidades. Allí el desarrollo es «verde». Pero no solo eso, también «salva al mundo».

En este contexto, nos interesa resaltar lo siguiente: que el saber geográfico imaginado para Chile se ha configurado desde una proyección instalada en ciertos marcos ideológico-culturales, o, lo que es similar, desde ciertas utopías y promesas, recuadros que son a su vez órdenes sociales, y que poco dialogan con «otros Chiles» que también existen, son reales y dan cuenta de otras formas de habitar que se desenvuelven más allá de la imagen que lo proyecta. En otras palabras, el espejo social que ha imaginado geográficamente a Chile ha olvidado lo que hay allí en la experiencia e historicidad del habitar, lo que hay allí de irrepetible e intransferible. En contrapartida, se ha fabricado un Chile imaginario, una Geografía imaginaria que ha ido de la mano de una promesa del desarrollo; en el fondo, una invitación que se traduce en un discurso que requiere ser fijo, estático, repetible, transferible y posible para el resto de los ciudadanos de la nación, de manera que la idea de Chile sea aquella que la nación proyecta en y a través de su territorio para el conjunto de la sociedad. Es por esto que, desde nuestro punto de vista, el Chile del desarrollo, del progreso o del éxito ha necesitado construir imágenes inamovibles en torno al agua, a las zonas de sacrificio, a reservas «verdes» o a la productividad minera como requisitos indispensable para caminar hacia un futuro seguro, ordenado y estable.

Tal vez por lo dicho con antelación es que las palabras de Roberto Bolaño adquieren tanto sentido: «todo país, de alguna forma, deja de existir alguna vez». En ella, estimamos, es posible reflejar un espíritu controversial a la idea que ronda en el imaginario común y que nos remite a una geografía inmóvil, inerte, objetiva o definitiva, donde tanto el territorio como el mapa actúan como verdad revelada, como puesta en escena que colabora en consolidar discursos que muchas veces, tal vez la mayoría de las veces, poco y nada se relacionan con el territorio mismo. El desarrollo parece estar en otros continentes, en otras latitudes. Desde esta perspectiva, es posible afirmar que el significado del espacio menos tiene que ver con el espacio mismo que con significados e imágenes que surgen de procesos sociales, de proyecciones ideológicas o cuyos soportes están anclados en relaciones de fuerza en el ámbito del poder.

Aquella condición de inexistencia subrayada por Bolaño, creemos que puede ser leída como la que entrega un carácter especial a lo que somos como país en la actualidad. Es decir, aquella ficción se asoma a través de una geografía inventada y que se transforma en una eternidad propia radicada al interior de unas fronteras dibujadas por la divina acción de alguna fuerza misteriosa que nos ha definido de esta forma: una larga y angosta faja de tierra. Pero Bolaño nos lanza esa pista maravillosa y que se ajusta a la idea de este libro: todo país, de alguna forma, deja de existir alguna vez, precisamente porque es el resultado de la acción con que observamos, sentimos y cómo damos contenido a dicha existencia. Hay lanzado allí, por tanto, un desafío: el sospechar de la imagen sólida y fuerte y ofrecer una nueva perspectiva de esas imágenes que se instalan como definitivas, incuestionables. Tal vez ya sea hora de dar existencia a este país y comenzar a soñar otra vez desde y en el territorio mismo, así como desde ordenes sociales distintos.