El pueblo judío en la historia

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El pueblo judío en la historia
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EL PUEBLO JUDÍO:

DESDE LOS COMIENZOS

AL HOLOCAUSTO

Juan Pedro Cavero Coll

con la colaboración de Ana Cavero Coll


ISBN: 978-84-15930-20-4

© Juan Pedro Cavero Coll y Ana Cavero Coll, 2013

© Punto de Vista Editores, 2013

http://puntodevistaeditores.com/

info@puntodevistaeditores.com

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Índice

Los autores

Introducción

Una ambiciosa pretensión

I. En la memoria colectiva

El problema de las fuentes

Arqueología en tierras de la Biblia

El mensaje de la Biblia: una alianza, raíz de la identidad judía

Israel, nación. Nacimiento, apogeo y división

Tras la vuelta del destierro

II. Súbditos de Roma y Babilonia

Dificultades para adaptarse

El cristianismo comienza su expansión

Otra dispersión

Judíos y cristianos en un imperio cambiante

Babilonia, centro espiritual

III. El mosaico medieval

Singularidad y dependencia

En tierras musulmanas: Oriente Próximo y Al-Andalus

Ashkenaz y otras tierras de Europa

La vida en los reinos cristianos de Sefarad

IV. Cambios a distintos ritmos

Diversidad de situaciones

El Imperio otomano

Europa occidental

La península Ibérica: los conversos y la Inquisición

Europa central y oriental

La Ilustración y el liberalismo, impulsos para la igualdad jurídica

Pogromos hasta la Revolución bolchevique

V. El Holocausto (I). Fundamentos ideológicos. Primeros abusos y matanzas

El peso de los prejuicios

El nazismo, fase suprema del racismo

Una agobiante coacción social y legal

El infierno de los guetos y las primeras matanzas

Los grupos operativos policiales

Esclavos y cobayas en concentración

VI. El Holocausto (II). El asesinato industrial. Juicios y resarcimiento

Hacia una «solución final»

A toda prisa

En búsqueda de ayudas y explicaciones

La actuación exterior

Rendir cuentas

Conclusión

Los autores

Juan Pedro Cavero Coll (Madrid, 1965) es licenciado en Geografía e Historia y diplomado en Ciencias Religiosas. Amplió sus estudios cursando el programa de doctorado «Estado y nacionalismo en España y Latinoamérica» y realizando, entre otros, un curso de Altos Estudios Internacionales.

Dedicado a la docencia, Cavero Coll ha escrito varios libros sobre el pueblo judío y publicado artículos sobre temas educativos, históricos y del presente. Autor colaborador de la revista digital Anatomía de la Historia, Punto de Vista Editores ha publicado también su obra El pueblo judío en la historia: política, sociedad, religión y cultura.

Ana Cavero Coll (Madrid, 1967) es licenciada en Ciencias Empresariales y ha realizado cursos de especialización en productos financieros y en gestión empresarial. En la actualidad es responsable del Departamento de Operaciones Documentarias (gestión de créditos de exportación e importación) de una entidad bancaria española.

A todos, y especialmente a los míos

Introducción

Una ambiciosa pretensión

Alguna vez se ha dicho que la historia del pueblo judío condensa, en cierta manera, buena parte de la historia universal. La afirmación es, desde luego, exagerada, porque civilizaciones enteras se han desarrollado sin judíos y porque estos, en la mayoría de los lugares donde han vivido, no han pasado de ser una pequeña minoría. Además, la dignidad del ser humano obliga a admitir que cada persona ―independientemente de su mayor o menor trascendencia pública― es una historia que, relacionándose con sus congéneres y con otros seres, va fraguando modos de vida o, como también se les ha llamado, culturas. Muchas de estas han desaparecido, pues se cuentan ya por miles los millones de personas que han pasado por la Tierra y las relaciones con el entorno son cambiantes. Solo el conjunto de las historias personales y las de los demás seres conforman la «historia total».

Es cierto, sin embargo, que la multisecular dispersión del pueblo judío traslada, a quien rastrea sus huellas, a geografías y modos de vida de lugares muy alejados en el espacio y en el tiempo. Y al igual que esa dispersión ha beneficiado a las comunidades judías, gracias a las aportaciones y a los avances alcanzados por no judíos, también la presencia judía ha contribuido a enriquecer las culturas de los grupos humanos que la han aceptado. A pesar de la ausencia judía en algunas de las sociedades formadas en el transcurso de los siglos ―Toynbee distinguió veintiuna―, sí podemos afirmar que su influencia ha sido significativa en las civilizaciones que más han contribuido a forjar los modos de vida de gran parte del mundo actual.

¿Y quién es judío? Conforme a las leyes rabínicas tradicionales, que aceptan los judíos ortodoxos y los conservadores, la condición judía se transmite por vía materna o a través de un acto religioso. Según la primera posibilidad son judíos los hijos de madre judía (y de abuela, bisabuela, tatarabuela y otros ascendientes maternos judíos) con independencia de su religión u otras opciones vitales; la segunda vía de incorporación requiere la conversión formal al judaísmo (no basta, pues, con un asentimiento a su contenido teológico ni con un compromiso exclusivamente interior) y, según algunos también, la práctica religiosa una vez convertido.

Quienes aceptan esas normas rabínicas creen que los fieles de otra religión que descienden de padre judío deben convertirse al judaísmo para serlo ellos también, como ocurre con quienes carecen de ascendientes judíos. Los rabinos reformistas y sus seguidores, sin embargo, también reconocen la identidad judía a los hijos de padre judío y, por supuesto, a quienes se convierten al judaísmo mediante los ritos aprobados por ellos mismos, algunos de los cuales los ortodoxos impugnan. De todos modos, a lo largo de la historia ―también en la actualidad― no han faltado personas que, siendo judíos según cualquiera de las legislaciones rabínicas, desconocen esa identidad o, por diversas razones, se desinteresan de ella, la ocultan o la rechazan.

La falta de unanimidad para concretar los criterios de definición de la identidad judía es un tema con frecuencia debatido entre quienes se sienten atraídos por tales cuestiones. En cualquier caso, desde la Ilustración se ha ido produciendo un proceso de alejamiento religioso por no pocos judíos, así como una creciente pluralidad en el modo de abordar la fe de otros muchos y sus prácticas religiosas. También se han multiplicado los matrimonios mixtos ―y en los últimos años, la sola convivencia de hecho―, es decir, aquellos en los que uno de los cónyuges no es judío. Las cambiantes circunstancias de la vida y la propia voluntad de los progenitores y de sus hijos han llevado a muchos descendientes de las parejas mixtas a no ser educados en el judaísmo, bien por conversión a otras religiones (especialmente el cristianismo) o por rechazo o por vacilación ante el fenómeno religioso.

 

En relación al tema que tratamos ―la identidad y su reconocimiento― tales hijos de judíos, todos considerados judíos por las corrientes rabínicas menos conservadoras, suelen encontrarse en diversas situaciones: unos desconocen ese aspecto de su identidad porque nadie les ha hablado de ello; otros lo consideran una reliquia del pasado que nada o casi nada tiene que ver ya con sus vidas; y no faltan quienes, sabiendo de su ascendencia judía, la ocultan por complejo o por temor o, en sus fueros interno y externo, la rechazan por completo. Para otros, sin embargo, su pasado judío es también presente y continúan vinculados al mismo por razones religiosas, familiares, históricas, lingüísticas, políticas, artísticas o de otro tipo. Las posibilidades son tan variadas como las personas y, por eso, el editor judío argentino Mario Muchnik, alejado de toda rigidez mental, propuso que «aceptemos como judío a quien se reconoce judío».

La cuestión traspasa la pura teoría porque, según la llamada Ley del retorno (1950), todos los judíos tienen derecho, si lo desean, a emigrar al estado de Israel. En realidad dicha ley ―poco utilizada por quienes viven bien en la diáspora―, según su redacción inicial, solo reconocía la posibilidad de exigir establecerse en Israel a quien cumple las condiciones de una definición, según la cual «un judío es una persona nacida de madre judía, o que se ha convertido al judaísmo, y no es miembro de ninguna otra religión». Desde 1970 el derecho reconocido en la Ley del retorno se extiende también al cónyuge del inmigrante, a sus hijos y nietos y a los respectivos cónyuges ―excepto quienes abandonaron el judaísmo y se convirtieron a otras religiones―, admitiendo también Israel desde 2005 las conversiones al judaísmo hechas en el extranjero. En 2011, además, el ministerio israelí del Interior otorgó la ciudadanía al marido no judío de una pareja homosexual.

La polémica Ley del retorno, discriminatoria por razón de religión, está abocada a cambiar según las circunstancias, como ya ha ocurrido en ciertos aspectos; tendrá que adaptarse, por ejemplo, a la multiplicidad de situaciones de los judíos: unos de ascendencia materna y paterna, otros herederos de su identidad judía de uno de sus progenitores, unos practicantes de algunas de las muchas corrientes del judaísmo, otros fieles de otras religiones, o agnósticos, o ateos… Muchos contentos de ser judíos pero otros aún sin saber que lo son, otros que no hubieran querido saberlo, o que prefieren no recordarlo o a quienes, simplemente, el tema les da exactamente igual. La diversidad se extiende a los rasgos físicos. No hay, pues, una raza judía: varían los rasgos faciales, la estatura y otras características corporales como el color de la piel. La gran mayoría de los judíos son blancos (morenos, castaños, rubios, pelirrojos), pero los hay negros, mulatos y mestizos. En todo caso, podría establecerse una muy antigua base genética común correspondiente al patriarca Abraham que, además, no tendría en cuenta a los convertidos al judaísmo.

Por nuestra parte, consideraremos judía o «de ascendencia judía» ―excepto cuando expresamente manifestemos otra cosa― cualquier persona con una madre, un padre o al menos uno de los abuelos o abuelas judíos ―procedentes estos, a su vez, de otros judíos―, así como a aquellos convertidos al judaísmo, que son muy pocos por comparación con los anteriores. En los casos de descendencia biológica consideraremos judíos a todos los indicados, independientemente de sus creencias ―o no creencias― religiosas. Aunque muchos rabinos conservadores tachen de heterodoxo nuestro criterio, tiene la ventaja de ser lo suficientemente flexible para englobar a los descendientes en primer y segundo grado de los matrimonios mixtos (es decir, con cónyuge no judío), a todos aquellos que solo valoran su identidad judía como un rasgo cultural o político-cultural (y por tanto no religioso) y a quienes nada quieren saber de su condición judía.

La heterogeneidad familiar, cultural (en su más amplio sentido) y física que advertimos en los judíos nos ha llevado a concluir que el mejor término para agrupar a esas personas, diferenciándolas de otras, es el vocablo colectivo «pueblo». Aunque los judíos, como escribió el historiador alemán Sebastian Haffner, «carecen del atributo más infalible que existe para reconocer a un pueblo, la lengua común», también es cierto que, como reconoce Haffner, «no puede ignorarse que existe cierto sentimiento de copertenencia y solidaridad judía que trasciende las fronteras, un sentimiento judío de pueblo o nación que hoy en día se manifiesta particularmente en la solidaridad general con Israel». Cierto sentimiento proisraelí podemos afirmar que, en términos muy generales, sí existe, si bien el apoyo a las políticas israelíes en modo alguno es unánime entre los judíos.

Acabamos con unos párrafos sobre el presente libro, versión actualizada y resumida de otro ya publicado al que acompañó un segundo volumen. Ambas obras, renovadas y libres de notas para facilitar su lectura en formato electrónico, se publican con la editorial Punto de Vista. Aun formando parte de un proyecto común, cada uno de esos libros puede leerse separadamente sin perder el propio discurso. De todos modos, el conocimiento de los hechos relatados en una y otra obra aporta una visión global y actualizada del pueblo judío que, con la bibliografía actual, no es fácil lograr. Este libro, en concreto, recorre los principales acontecimientos de la historia de los judíos que han precedido a la fundación del actual estado de Israel. El segundo volumen, además de abordar el conflicto de Oriente Próximo, ofrece una perspectiva sociológica, religiosa y cultural de los judíos.

Mi objetivo ha sido rastrear la presencia judía en la historia (unas veces atendiendo a la colectividad y otras a individualidades) para, desde los hechos, recordar las principales aportaciones individuales y colectivas de ese pueblo a la cultura universal y reflexionar sobre algunos acontecimientos del pasado y del presente. No me he limitado por tanto a realizar un mero trabajo de recopilación y, cuando me ha parecido oportuno, he introducido debates de teólogos, historiadores y especialistas en otras disciplinas, además de consideraciones ajenas y propias. Todo ello, siempre, tratando de ajustarme al máximo a la realidad e intentando reflejar distintos puntos de vista; así, el lector podrá extraer sus propias conclusiones.

De ahí la variedad de géneros literarios empleados en el texto y la continua superposición de aspectos políticos, económicos, religiosos y culturales que, como en la vida misma, pueden apreciarse a lo largo de la obra. He pretendido ofrecer por tanto una visión general, pues un estudio detallado requeriría una obra de equipo de muchos volúmenes de extensión. De todos modos, la abundante bibliografía sobre la mayoría de los temas abordados, las oportunidades que proporciona Internet para acceder a los estudios y datos más variados, la información que van aportando las nuevas investigaciones históricas y el poso que deja el paso del tiempo facilitan la comprensión de los acontecimientos pretéritos y actuales.

Como tantas otras iniciativas que surgen a diario en el mundo, es también propósito destacado de esta obra contribuir a mejorar el conocimiento entre los seres humanos y a fomentar la mutua ayuda, con independencia de las legítimas diferencias que hay. Considero la pluralidad de razas y de culturas una mera circunstancia, siempre accidental con relación a esa igual dignidad que compartimos por nuestra condición de personas, que nos capacita para salir de nosotros mismos y entrar en comunicación con los demás.

Recuerdo la utilidad de leer textos coetáneos a los hechos que se narran, por aportar una visión más completa sobre el pueblo «más tenaz de la historia», en opinión del historiador británico Paul Johnson. La conveniencia de no extendernos en exceso explica el breve tratamiento de la mayoría de los temas. Remitimos por tanto a la bibliografía especializada al lector que desee ampliar la información. Y acabo esta Introducción agradeciendo a mi hermana Ana su paciente trabajo para proporcionarme citas fundamentales para la redacción de la primera versión del texto ―sin la cual el presente libro no habría podido escribirse así― y a José Luis Ibáñez Salas, editor de Punto de Vista, que decidiera contar conmigo en los primeros pasos de otra de sus iniciativas culturales.

I. En la memoria colectiva

El problema de las fuentes

La tradición, la memoria, es una fuente histórica anterior y coetánea a la escritura, pero la profundización en el conocimiento del pasado obliga igualmente a referirse al lenguaje. Sabemos que este existe desde tiempos prehistóricos, aunque no podemos determinar cuándo apareció. El Génesis afirma (Gn. 2,20) que «el hombre puso nombres a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo». Entre otros, el psicólogo suizo Jean Piaget comparte la idea que subyace en esta conocida frase, que inspiró a Bob Dylan una de sus más célebres canciones. Según Piaget el desarrollo del lenguaje es consecuencia de la existencia en nosotros de principios lógicos innatos. Frente a este hecho básico la diversificación lingüística es cuestión accidental, que pudo resultar de la dispersión de los grupos humanos, de las distintas capacidades intelectuales de las personas y del diferente desarrollo técnico y social de las colectividades.

Interesa recordar todo esto porque, a lo largo de los siglos que recorreremos en este capítulo, haremos referencia a distintas civilizaciones, cada una con su propia forma de comunicarse. E interesa también porque, gracias a las excavaciones arqueológicas y a los descubrimientos realizados, disponemos de material escrito en varias lenguas con información directa o indirecta sobre los hebreos, pueblo nómada durante centurias. No debe extrañar que ellos mismos hablaran, y si es el caso escribieran, igual o de forma parecida a los pueblos que compartieron su entorno o que llegaron a dominarles.

Conviene, pues, ofrecer una síntesis de las lenguas empleadas por las distintas culturas próximo-orientales de la Antigüedad. En esa larga época, las diferencias sociales eran tan grandes o más que hoy día: unos grupos humanos vivían tiempos paleolíticos, otros mesolíticos y algunos habían entrado ya en períodos históricos y habitaban en núcleos urbanos, formando civilizaciones complejas. Los mayores avances sociales y técnicos se han localizado en torno a los valles de grandes ríos continentales como el Tigris y el Éufrates (Oriente Próximo), el Nilo (Egipto), el Indo (India) y el Río Amarillo (China), así como en pequeñas islas de fácil acceso como Creta y las Cícladas (Europa oriental).

¿Qué lenguas se hablaban en Oriente Próximo en los milenios inmediatamente anteriores a nuestra era? Las investigaciones realizadas por especialistas, en función de los datos que poseemos, han concluido que las lenguas empleadas en esta amplia zona pertenecen a la rama semítica de la gran familia lingüística afro-asiática. A partir de un origen común proto-semítico, y como consecuencia de migraciones o de conquistas, brotaron nuevas lenguas semíticas, que suelen ordenarse según criterios geográficos. En la clasificación que ofrecemos a continuación, tras las lenguas-madre indicamos entre paréntesis sus filiales principales y, en cursiva, las lenguas extinguidas:

Nororientales, usadas mayoritariamente en la antigua zona mesopotámica: acadio (asirio y babilónico).

Noroccidentales, empleadas en el área sirio-palestino-israelita: ugarítico, cananeo (amonita, moabita, edomita, fenicio, hebreo), arameo (arameo moderno).

Sudoccidentales, utilizadas en Arabia y Etiopía: árabe (maltés) y etiópico.

El logro de un sistema completo y simple de escritura fue fruto de un laborioso proceso. Tras los primitivos petrogramas (dibujos) y petroglifos (grabados) de las paredes de las cuevas o de las rocas, imitando unos y otros seres vivos o inertes, se desarrollaron sistemas más avanzados. Las escrituras nacientes fueron pictográficas (representación de objetos por medio de dibujos) y más tarde ideográficas (combinación de imágenes de objetos para expresar ideas y acciones abstractas). Los pictogramas se emplearon, por ejemplo, en los primeros escritos que nos han llegado (hacia el año 3100 a.C.) procedentes de la civilización mesopotámica sumeria. Los ideogramas, utilizados con posterioridad, enriquecieron la escritura. Mayor avance constituyó la aparición de la escritura fonética cuyos signos se combinaban para formar palabras. A diferencia de los sistemas actuales, también fonéticos, tales signos representaban sonidos silábicos y, por tanto, complejos. De todos modos, el cambio fue trascendental y se produjo tanto en la escritura jeroglífica egipcia como en la mesopotámica sumeria.

 

Los textos sumerios, denominados cuneiformes (del latín cuneum, ‘cuña’) por la forma de sus signos, se grabaron al principio en piedras y metales. Sin embargo, fueron sustituidos progresivamente por tablillas de arcilla, más aptas para trazar signos mientras conservaran humedad. El procedimiento favoreció la gradual estilización de los caracteres, simplificados con la incorporación de líneas rectas y oblicuas en detrimento de las curvas. Como varios pueblos semitas adoptaron el sistema sumerio, aunque adaptándolo a su propia fonética, la escritura cuneiforme se extendió no sólo por Mesopotamia sino también por Oriente Próximo y Asia Menor.

La reducción de los signos fonéticos silábicos a los sonidos más simples de la garganta humana era desde luego cuestión complicada y, quizá por eso, se tardó en solucionar. Se piensa que el primer alfabeto fue el semítico septentrional, aparecido en Oriente Próximo entre los siglos XVII y XV a.C. Formado por 22 signos consonánticos y combinado de derecha a izquierda para formar las palabras, los sonidos vocálicos carecían de representación y había que sobreentenderlos. A pesar de ello, este alfabeto revolucionó la historia de la escritura. Conocido el lenguaje, la nueva grafía permitía múltiples combinaciones de fonemas con escasos signos. Y esta ventaja, ausente en otros sistemas, contribuyó a su afianzamiento.

Hacia el siglo X a.C. el antiguo alfabeto semítico septentrional ya se había diversificado en cuatro variantes: semítica meridional, cananea, aramea y griega, estas dos últimas consideradas por algunos derivadas de las dos anteriores. Mayor acuerdo hay en suponer la escritura cananea origen de la hebrea antigua y la fenicia, si bien influyó más la escritura aramea por proceder de ella alfabetos semíticos y no semíticos empleados por las lenguas de Asia occidental.

Vemos pues que, a lo largo de la Antigüedad, algunas lenguas semíticas incorporaron sucesivamente diversos sistemas de escritura, desde el cuneiforme hasta el alfabeto semítico septentrional, del que derivaron otros. Esta temprana recepción de modos de escribir constituyó, sin duda, una adaptación extraordinaria de esas lenguas a las novedades culturales que surgieron. Y esto, junto con el frecuente y continuado ejercicio de redactar de los escribas y la conservación de originales milenarios, ha hecho posible reconstruir su historia. De las lenguas semíticas poseemos escritos que abarcan un periodo cercano a 4.500 años, desde el siglo XXV a.C. hasta la actualidad. Ello convierte a esta familia lingüística en la mejor documentada de todas las existentes, aventajando a otras lenguas y escrituras milenarias como la china, la griega y la egipcia.

Dicho esto, ¿cuáles son las fuentes escritas antiguas que conservamos para alumbrar los primeros tiempos de la historia del pueblo judío? La principal es, sin duda, la Biblia, compuesta según el judaísmo por 24 libros redactados en diversas variedades de hebreo, a los que el canon cristiano añadió nuevas obras de judíos escritas en griego. La metódica labor de los escribas, así como el minucioso procedimiento de copia para asegurar la fidelidad al original, hicieron posible la conformidad de los textos transcritos con sus modelos. Las excepciones, si bien suponen un problema para determinar cánones de libros sagrados, aportan valiosa información histórica. De todos modos, no deja de sorprender la gran semejanza entre los textos bíblicos más antiguos y otros muy posteriores.

La admiración es mayor si consideramos que, a lo largo de la Antigüedad, la reproducción de escritos ha tenido que superar varias crisis como consecuencia de los cambios en los modos de copiar, eso que el hebraísta Julio Trebolle ha denominado «momentos cruciales en la historia de la transmisión textual» y que resume de la siguiente manera:

«La historia de la escritura conoció en la Antigüedad momentos cruciales para la correcta y fiel transmisión textual de los libros conocidos por entonces. Tales momentos críticos coinciden con situaciones de tránsito, por cambio de los materiales utilizados para la escritura (transición de la tablilla al papiro o de éste al pergamino), del sistema de encuadernación (transición del volumen o rollo al códice o libro) o del tipo de letra (transición de los caracteres paleo-hebreos a los “cuadrados” o de los caracteres griegos unciales a los cursivos). Estos momentos críticos corresponden a períodos de renovación y de renacimiento cultural. Sin embargo, los cambios técnicos operados supusieron la pérdida definitiva de muchas obras literarias y la desaparición de ediciones o de versiones diferentes del texto de un mismo escrito. Pérdidas similares ocurrieron también en el momento de la invención y difusión de la imprenta y ocurrirán sin duda en el paso del libro impreso al libro memorizado en soporte informático.»

En lo que respecta a la renovación en los materiales para escribir parece imposible saber cómo afectó a la formación y transmisión de pasajes bíblicos el primero de los cambios, consistente en abandonar las tablillas de barro por el papiro. Más tarde se pasó al pergamino, coincidente con el uso del arameo, que aconteció en tiempos del período persa hebreo. Incompatible con el barro, el volumen o rollo se utilizaba al principio en los textos en papiro, algunos conservados gracias a la sequedad climática de la zona y, a veces, por haberse guardado en jarras de cerámica.

Los libros bíblicos largos se escribían en un rollo por ejemplar, pero varias obras breves cabían en una pieza. Con el tiempo comenzó la encuadernación en códices, inicialmente en hojas de papiro y después en pergamino. Ya en el siglo I d.C. el códice se había generalizado entre los judíos, siendo también el formato preferido por los cristianos. Frente al rollo, el códice tenía las ventajas de poder escribirse por ambas caras y no necesitar las dos manos para su uso. La sustitución de los códices de papiro por los de pergamino era ya generalizada en el siglo IV d.C.

La transformación en los tipos de caracteres es un hito de la historia de la escritura, también relacionado con las fuentes para conocer la antigua historia hebrea. Una primera innovación fue el paso de los caracteres paleohebreos a los cuadrados o arameos. El proceso pudo realizarse en tiempos de Esdras (siglo V a.C.) si bien grupos como los de Qumrán y los samaritanos siguieron fieles a la escritura paleo-hebrea. Se han encontrado cambios textuales en las copias respecto de los manuscritos originales, y se piensa que pudieron perderse escritos bíblicos cuando los rabinos prohibieron transcribir la Biblia con caracteres paleohebreos.

Aun conservando lo esencial de los textos bíblicos más antiguos hubo, por tanto, circunstancias que provocaron variaciones en los escritos durante el proceso de copia. Junto con lo anterior, el empleo de la Biblia como única fuente cronológica e histórica entraña nuevos riesgos. De entrada, hemos de plantearnos si lo narrado en la Biblia es histórico o no. Otra cuestión es la variedad estilos que reúne como consecuencia de distintas circunstancias: largo proceso de elaboración, pluralidad de autores y diversidad de contenidos. Esa disparidad estilística complica la tarea de separar lo que es historia de lo puramente fantástico y dificulta también la interpretación de textos con significado confuso.

Sin embargo, la principal razón que hace de la Biblia una fuente especial es su carácter sagrado para los judíos creyentes ―que limitan el canon bíblico a lo que los cristianos denominan “Antiguo Testamento”― y para los cristianos. No está de más considerar este tema al tratar las fuentes históricas judías. Según el judaísmo y el cristianismo, Dios inspiró a los redactores de la Biblia salvaguardando su libertad. De acuerdo con esto el carisma de la inspiración, considerado por ambas religiones una gracia sobrenatural, es compatible con la posibilidad ―rechazada por fundamentalistas de ambos credos― de que esos autores se hubieran servido, en narraciones y descripciones, de documentos escritos y tradiciones orales que cambiaron con el tiempo. Según las doctrinas judía y cristiana la inspiración divina no impide que el escritor haya combinado historia y fantasía en un mismo relato. Por eso judíos y cristianos creen que sólo una exégesis autorizada ―cada grupo religioso, eso sí, solo suele reconocer a sus propios exégetas― puede interpretar válidamente los textos bíblicos. En determinados pasajes el resultado final del proceso de escudriñar las Escrituras sagradas es muy diferente según la religión del intérprete.

Los racionalistas modernos, influidos por la filosofía hegeliana de la historia, reconocen valor histórico en la Biblia pero niegan su autoría divina y rechazan, por tanto, su carácter sagrado. Según ellos la investigación bíblica ha de realizarse con la misma visión crítica que el historiador emplea para analizar cualquier documento antiguo. No excluyen, pues, la eventualidad de importantes errores en su contenido y tampoco niegan ―y en esto coinciden con judíos y cristianos― que existan omisiones y exageraciones que desvirtúen el conocimiento que la obra aporta sobre la historia de los judíos y de otros pueblos.

El teólogo protestante alemán Julius Wellhausen (1844-1918), por ejemplo, reinterpretó la historia bíblica desde la dialéctica hegeliana y negó la redacción mosaica del Pentateuco; según su parecer esos cinco libros habrían sido redactados más tarde, tras la unificación de distintas tradiciones orales y escritas. Desde esta perspectiva es grande el riesgo de utilizar la Biblia como única fuente histórica por el peligro de hacer de la fantasía, historia, y de la historia, fantasía. Deben ser, pues, expertos bíblicos, historiadores e investigadores de diversas ramas quienes identifiquen qué partes de la Biblia son historia y cuáles literatura.