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Cómo caerse

delante de 3

millones de

personas y

levantarse


CÓMO CAERSE DELANTE DE 3 MILLONES DE PERSONAS Y LEVANTARSE

© Álvaro Vargas

Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Editorial La Calle

Ilustración de portada: Álvaro Vargas

Iª edición

© Editorial La Calle, 2014.

Editado por: Editorial La Calle

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ISBN: 978-84-16164-27-1

Nota de la editorial: Editorial La Calle pertenece a Innovación y cualificación S. L.

ÁLVARO VARGAS

Cómo caerse

delante de 3

millones de

personas y

levantarse

Editorial La Calle

ANTEQUERA 2014

Prólogo
Mercedes Milá

M e dijeron que entraba un chico moderno y culto. Me llevé una gran alegría. Tanto por lo de moderno, que me divertía lo que más, como por lo de culto, que siempre nos viene bien a todos. Me pregunté quién sería aquel valiente que tenía negocio propio y dedicaba su vida a la pintura y al arte para decidir dejarlo todo y seguir al Señor de Gran Hermano, sabiendo que la incertidumbre le acompañaría casi permanentemente.

Cuando nos conocimos, dos minutos breves en un hotel, como al resto de sus compañeros, se me quedó grabada su risa y su pelo rubio Marilyn. A partir de ese momento le recordé siempre como “mi pollito”.

Álvaro Vargas era de los nuestros, de esos que nos conocemos al dedillo la historia de nuestro programa; que amamos este formato, que lo hemos visto con extraordinaria fidelidad año tras año. Entrar en Guadalix iba a ser para él un momento importante de su vida y, por esa razón, se preparó a conciencia.

Cuando mi compañera Mafer y yo cerramos la puerta de aquella habitación y volvimos a coger el ascensor para dirigirnos al siguiente hotel, al siguiente concursante, a ella no se le escapó un comentario mío como de pasada... “¡cómo se atreve a entrar con esos calcetines amarillo pollito!”. Pero no dijimos más porque él estaba seguro de que aquellos calcetines le traerían suerte.

Todos los miembros del equipo de GH dejan el resto, año tras año, para que la primera Gala de cada edición sea especial, sorprenda y, a ser posible, entusiasme a los millones de seguidores que esperan nerviosos la llegada de los nuevos concursantes a la casa de Guadalix de la Sierra. En aquella ocasión, y siguiendo los pasos marcados por la publicidad de: “siente el vértigo” los concursantes fueron entrando a cual de manera más divertida y vertiginosa.

Las medidas de seguridad estaban puestas, todos estábamos preparados para disfrutar de los saltos al vacío de aquel grupo de chicas y chicos que lograban cumplir su sueño y formar parte de los valientes y generosos que nos entregarían sus vidas a partir de ese instante. Pero una tirolina iba a acabar con todas las ilusiones de aquel pollito moderno y culto. Saltó con ganas, tal como le indicaron, con ganas y miedo hizo lo que tenía que hacer para ser como los demás pero no le acompañó la suerte.

El grito en el plató fue aterrador. Sus compañeros desde abajo trataban de ayudarle a salir de esa red que se pegaba a sus brazos, a sus piernas, a todo su cuerpo, como un pulpo enredado en un salabre. Cuando Álvaro tocó por fin con los pies en el suelo, su carita blanca daba a entender que algo serio había ocurrido en su cuerpo. Y así fue.

Este libro que ahora tenemos en las manos es precisamente la reflexión y los pensamientos de unas semanas que nadie esperaba. Es el libro que puede ayudarnos a todos los que, de forma inesperada como suele ocurrir casi siempre, la vida nos haya frenado en seco y decidido colocar tus planes en un armario porque es ella la que toma decisiones.

Mi pollito fue un ejemplo para todos nosotros y para todos los que se acercaron a consolarle y ayudarle mientras vivió en el hospital. Nunca dejó que se apagara esa sonrisa, esa risa incluso, que había quedado grabada en mi memoria en nuestro primer encuentro. Su carcajada sonora y limpia mantuvo a raya a todos los que llegaban para compadecerle. Estoy segura de que en su fuero interno se puso en marcha un motor que le permitió tener esperanza todos los días de esas semanas de curas y ejercicios dolorosos. Ese motor fue el que llenaban de gasolina y pasión, las famosas 24 horas, sus compañeros desde Guadalix de la Sierra viviendo a manos llenas lo que él había perdido... de momento. Pero yo nunca dudé de que Álvaro, roto como estaba, entraría en nuestra casa de Gran Hermano a tiempo y mantuve la fe y la fuerza para ayudarle a que así fuera cada uno de los días que los médicos lo retuvieron.

Su control mental, su aprendizaje del sufrimiento, su capacidad de ponerse retos que iba superando, recompusieron sus brazos y una noche de gala, en Telecinco, pudimos darnos aquel abrazo con todas nuestras fuerzas, delante de todos los telespectadores mientras le decía al oído: “disfruta pollito, disfruta cada segundo de esa casa que es tuya y que te has ganado con todo el derecho del mundo, pero por favor te lo pido... no vuelvas a ponerte calcetines amarillos”.

Estoy segura de que Álvaro Vargas habrá escrito este libro para que llegue a cada uno de sus lectores como deba de llegar; estoy segura de que en estas líneas vamos a encontrar sabiduría y sobre todo bondad, porque “Mi Pollito Volador” ha sido siempre para mí un ejemplo de ser humano y eso suele contagiarse.

Gracias Álvaro.

Caerse y levantarse

H acía meses que había visto el anuncio en televisión y, como en cada edición, mi primer impulso era presentarme. He sido un fiel seguidor del programa y aquello de vivir la experiencia sonaba muy interesante, pero siempre se convertía en un pensamiento fugaz que, tal como llegaba, se marchaba. Lo que no sabía, pero intuía, es que esa rapidez en olvidarme del asunto escondía grandes dosis de vergüenza, de miedo al qué dirán y a exponerme a las opiniones de los demás más de lo que podría aguantar. Pero esta vez di un paso más allá. Apenas quedaban diez días para que empezara el concurso, y decidí entrar en su web y ver qué tenía que enviarles. En principio, parecía muy fácil: datos personales, hobbies, profesión, algunas fotografías... Pero llegué a lo que me temía. Había que grabar un vídeo de apenas unos segundos describiéndote. Me quedé bloqueado y de nuevo rescaté, muy a mi pesar, aquella sensación de inseguridad hacia mi físico.

El referente que tenía sobre esto de grabarse en vídeo era catastrófico para mí. Durante mis estudios de Realización de Audiovisuales, los alumnos teníamos que pasar por todos los puestos, desde guionistas o cámaras hasta realizadores, pero también hacer de actores y presentadores. Recuerdo que en la primera práctica no podía mirarme en el monitor, me avergonzaba mi imagen, sentía un rechazo absoluto. Desde entonces elegí estar siempre detrás de las cámaras. Incluso pasé una etapa bastante larga, que me costó discusiones con varios amigos, porque prohibí que me hicieran fotos, no, ni siquiera en vacaciones, para no tener que verme después.

Dos días más tarde del primer intento, recuperé la idea y actué por inercia. Con mucha rapidez para no arrepentirme, me puse mi extravagante camisa de flores, cogí el Iphone y, haciéndome un selfie-vídeo, que repetí unas cuatro veces, balbuceé quién era, a qué me dedicaba y por qué quería entrar en Gran Hermano, todo esto en no más de diez segundos. Lo pasé al ordenador y le di al botón de envío.

Lo curioso es que estuve dos días dándole vueltas a algo que nunca iba a ocurrir, porque nadie más que yo vería ese vídeo, ni mi redactora, ni los de producción, ni los de la web... Cuando llegué al casting me dijeron que el formato en el que había guardado el dichoso vídeo les daba error y que no lo habían podido visionar. Tuve que grabar unas cuantas pruebas de cámara para que se las pasaran a los jefazos. ¿Cuántas veces nos hemos preocupado por cosas que después no han ocurrido? Esta es una de las enseñanzas que más presente tengo en mi día a día, cuando algo me empieza a preocupar en exceso, paro, observo las posibilidades de que eso, que no me deja dormir, pueda suceder y llego a la conclusión de que son muy pocas, por lo tanto, ¿por qué agobiarse anticipadamente? Lo he dejado de hacer.

Si hay algo que caracteriza y que diferencia al ser humano de otras especies es la necesidad casi enfermiza de conocer el futuro, de anticiparnos a él, perdiéndonos lo que nos ofrece el presente. Queremos controlar absolutamente todo, odiamos movernos en la incertidumbre del “¿qué pasará?”, deseamos saber cuándo será la próxima cita con la persona que nos gusta, si nos llamará como cada domingo, si mañana lloverá, aunque no tenga planeado salir de casa... Nos comemos la cabeza por lo que vendrá, cuando deberíamos ocuparnos de lo que está ocurriendo en este momento, en el presente, en el aquí y ahora, que es lo único que realmente existe. En una sociedad cada vez más cambiante, de gran movilidad geográfica, laboral, etc., nos seguimos empeñando en tener todo bien atado.

Siempre que repito estas tres palabras, “aquí y ahora”, resulta inevitable no acordarme de Ibiza, donde aprendí a vivir en el momento, en el instante... Allí, en una granja perdida en el bosque, a dos kilómetros del pueblo más cercano, aprendí de mis compañeros, con los que compartía la casa, que se puede vivir con poquísimo dinero, aunque a veces se me olvida, y disfrutando de cada momento. Por muy mal que estés y por muy difíciles que sean las circunstancias, si te paras a pensar en el segundo preciso que estás viviendo ahora mismo, resulta imposible encontrarse mal. Justo en ese instante en el que piensas en el presente todo lo demás desaparece. Haz la prueba, cierra los ojos, respira de manera pausada y trata de dejar tu mente en blanco. Si quieres, comienza una cuenta ascendente: uno, dos, tres, cuatro... Estarás atrapando el presente, que es lo único que con certeza tenemos. El pasado ya fue y el futuro todavía no llegó.

Recuerdo un pasaje final del libro El guardián entre el centeno, en el que el psiquiatra pregunta a Holden, el protagonista, al que han echado del instituto, si se aplicará más el curso siguiente para que no le ocurra lo mismo, y este responde: “¿cómo sabe uno lo que va a hacer hasta que llega el momento? Es imposible. Yo creo que sí, pero, ¿cómo puedo saberlo con seguridad? Vamos, que es una estupidez”. Únicamente conocemos con seguridad lo que estamos haciendo en este momento, yo escribir y tú leer, todo lo demás son suposiciones.

El tratar de anticiparnos a los hechos nos genera un mayor estrés y las posibilidades de que algo salga mal se incrementan si piensas que a ti nunca te seleccionarán para entrar en Gran Hermano, porque crees que no estás buena, o que no te gusta armar lío, o que no tienes un pasado conflictivo... Cuando vayas al casting llegarás cargada de tal negatividad hacia los profesionales con los que vas a realizar la prueba que detectarán tu carga de prejuicios y te quedarás fuera. Mejor que anticipar posibles escenarios catastróficos es prepararte, reflexionar sobre qué es lo mejor de ti y darlo en ese momento.

Lo cierto es que, una vez pasado el trago de grabar y enviar el vídeo, tenía la plena seguridad de que me iban a seleccionar, a pesar de esos temores a verme en una pantalla. Creía que todo aquello formaba parte del pasado. Si no, no me hubiera atrevido a mandar el vídeo. Había adquirido una gran confianza en mí, apoyado en horas de terapia y de trabajo personal, tratando de reafirmar mis puntos fuertes y asumiendo, e incluso respetando, mis debilidades. Tenía que proporcionarme una manera de sobrevivir, de salvarme de mi propia vida. Pero no creáis que era un iluso que pensaba que, por repetirme mil veces que me seleccionarían, eso iba a funcionar. Pocas veces son efectivas las repeticiones para convencernos de algo si no hay una base sólida de creencia en lo que te estás repitiendo y una firme voluntad de cambio en tus pensamientos. Las visualizaciones también están muy bien, pero ocurre exactamente lo mismo, detrás debe existir un profundo trabajo a nivel psicológico. Como os digo, tenía un plan B ante la posibilidad, en este caso enorme, de que no fuera elegido (se presentaron cerca de 70.000 personas), y no era otro que seguir con mi vida habitual, que, aunque había varias cosas que quería cambiar, no era del todo mala.

Desde el sofá he visto en muchas ocasiones que, cuando rechazaban a un candidato para entrar a un reality, parecía que les rompían la vida, que aquella era la única opción y no lo entendía muy bien. Me parecía que todo formaba parte de una interpretación, a veces muy mala, y que aquello no era tan importante como para que una persona respondiera así. Imaginaos que nos pusiéramos así cada vez que jugamos a la Primitiva y no nos toca, sería ridículo. Pues esto tiene mucho de lotería. Después, cuando conocí a aspirantes o participantes de este tipo de programas, llegué a la conclusión de que lo sentían realmente, que o bien era una desgracia para su vida si no eran seleccionados, o bien la salvación a todos sus males si les elegían. Esto pasa por un planteamiento muy sencillo, que cualquier psicólogo te cuenta prácticamente en la primera sesión, y es aquello de “poner todos los huevos en la misma cesta”. Si volcamos toda nuestra felicidad en un único asunto, por ejemplo, en tener un hijo, y nos lo repetimos una y otra vez, si el embarazo no llega, toda nuestra vida se desmorona. No sabremos qué hacer porque teníamos depositada en esa única cesta nuestra felicidad. Lo inteligente es repartirla en varias cestas y en planteamientos positivos. Además, no debemos convertir ningún deseo en una necesidad. Sería deseable tener un hijo pero no necesito un hijo para ser feliz. Sería mucho más sano tener varios lugares donde alimentarnos de felicidad: el cariño de los amigos, el amor de una pareja, disfrutar de la soledad, realizar actividades de ocio que me motiven... Si una de estas patas falla, no ocurre absolutamente nada, tengo otras muchas para no caerme.

Seguro que tenéis familiares o amigos muy cercanos que cada día, sin faltar uno, se quejan de su trabajo, llegan a odiar a su jefa/e o a sus colegas. Llevan años con esta matraca, pero no hacen absolutamente nada para lograr un cambio. Creen que ese trabajo es su única cesta profesional. Entiendo que pasar de una seguridad laboral y económica a la incertidumbre resulta muy difícil, y plantearte una nueva vida, mucho más.

Nos han educado en la posesión, en tener un coche, una casa, una pareja e hijos, y todo ello a una edad determinada, si no, poco menos que eres un excluido social. Y esta presión nos hace conformarnos con puestos de trabajo que nos causan mucha más infelicidad que la seguridad de un sueldo. A estos amigos siempre les pregunto: “¿Qué te gustaría hacer en la vida? ¿Cuál es tu pasión?” Pocos no saben qué responder, otros lo tienen clarísimo. “Entonces, ¿qué te impide hacerlo?”, y siempre la misma respuesta: el miedo. Creo que, además de miedo, hay un alto porcentaje de acomodación, de no querer salir de esa falsa zona de confort que les proporciona un empleo que, a su vez, les produce grandes dosis de insatisfacción. Esto va asociado a una de las grandes enfermedades del siglo XXI: la pereza. Les suelo contestar que, si desean cambiar de empleo, deberían formarse en lo que les gusta, que se lo curren y que no tengan miedo a lanzarse, pero esto supone salir de esa acomodación.

Mucha de la gente que tiene grandes inseguridades a la hora de iniciar un negocio está metida en la hipoteca de una casa o en la devolución de un crédito por un coche, y sin embargo, eso les ha producido menos miedos que emprender su propia empresa por pequeña que sea. Se arriesgan solicitando una hipoteca de 200.000 euros a 40 años, pero después se paralizan cuando hay que pedir un préstamo de 20.000 o 30.000 euros para iniciar un camino, el autoempleo, que, por un lado, les apasiona y minimizaría su frustración profesional, y por otro, les paraliza a causa del miedo. Contradicciones humanas.

A muchos de estos amigos, diría que al 90 %, les gustaría montar su propio negocio, no tener jefes. Es cierto que, cuando pruebas esta fórmula, lo digo por experiencia, harás todo lo posible e imposible por no tener jefe el resto de tu vida. La independencia, la libertad de acertar o equivocarte es un privilegio enorme para querer renunciar a él. Pero de nuevo vuelve el temor: ¿Y si me arruino? ¿Y si es un fracaso? Lo primero: el fracaso es directamente un invento, no existe. Como algunos psicólogos dicen, el fracaso puede ser un éxito pero que no ha tenido todavía el tiempo suficiente para convertirse en éxito. Quizás, a los dos años abandonamos nuestra panadería por falta de ventas, pero es posible que si hubiéramos esperado un año más, con otras circunstancias y estrategias, hubiera sido un éxito rotundo a nivel económico. Siempre rectifico a alguien que me dice que tal o cual cosa ha sido un fracaso. Hay que borrar esa palabra de nuestro uso cotidiano y, si puede ser, de nuestra mente. No existe. Lo inteligente es sacar de ese fracaso un valioso aprendizaje. Si obtenemos esto, ¿por qué seguimos hablando de fracaso? Hemos obtenido algo impagable, el aprender a través de la experiencia.

Como el ser humano es infinito, hay casos, no uno ni dos, sino de miles de personas, que emprenden un negocio, no les funciona económicamente como desean, y siguen pidiendo créditos y créditos, creándose una enorme ansiedad, lo que repercute muy negativamente en ese negocio. No encuentran salidas profesionales e imaginativas a la situación, porque todas sus capacidades las dedican en obsesionarse con el dinero que les ahoga. Yo no creo que haya que cerrar un negocio por falta de liquidez, pero sí por falta de creatividad para encontrar esa liquidez. Si la panadería de al lado funcionaba bien, ¿por qué la tuya no lo hace? Además, no piden ayuda, ni consejos, ni se atreven a poner el cartel de cerrado definitivamente porque lo sienten como un enorme fracaso que no podrán soportar. No se permiten fallar, a lo que se suma el pánico social de ser señalados por sus seres cercanos, ya que piensan que les considerarán unos fracasados. Identifican su persona directamente con su negocio, y este es otro de los fallos más comunes y más fáciles de cambiar, aunque a veces nos atasquemos en él.

Identificarse con una de nuestras cualidades es tremendamente peligroso. Recuerdo cuando veía los primeros capítulos de Supernany, y cómo la psicóloga repetía a los padres en todos los casos que no le dijeran a su retoño que era “malo” porque lo que haría el niño sería comportarse como se esperaba de él, haciendo trastadas, no prestándoles atención... Pues esta premisa es exactamente igual cuando somos adultos. Si tus padres, desde pequeño, te repiten que eres vago, tus amigos te dicen lo mismo y los profesores igual, al final te creerás que eres VAGO, así, con mayúsculas, y crearás las excusas perfectas para seguir ese patrón: como soy vago no limpio mi habitación, como soy vago no voy a madrugar para ir a hacer la compra, como soy vago no pasa nada por echarme tres horas de siesta... Partimos además de una enorme mentira: nadie es vago al 100 %, nadie es perezoso en todas sus tareas, en todas las actividades de su vida... Puede que no te apetezca recoger la mesa y te cueste muchísimo ponerte las pilas y hacer la cama, pero quizás no eres nada perezoso para ponerte a leer, o eres un fanático del diseño gráfico y puedes estar horas empleado en ello, mientras te ves incapaz de dedicarle cinco minutos a fregar los platos. Si en una situación concreta os dicen, “eres una vaga”, por no hacer tal cosa, tienes que responder que “eres vaga en esa tarea, pero no en tal, tal y tal otra”. Repito, nadie es cien por cien vago, ni cien por cien activo, ni cien por cien impaciente, ni cien por cien inteligente, etc. Uno puede ser un lince con las matemáticas y ser incapaz de elaborar un texto, y otro puede aprender idiomas con suma facilidad y a la vez ser muy torpe manejándose en redes sociales.

Otro de los errores habituales es asociar el trabajo con la autorrealización, y nuestro salario, con ser buenos o malos profesionales, volcando todos nuestros esfuerzos en ser reconocidos laboral y socialmente. Eso está bien, pero siempre que tengamos presente que, si no lo conseguimos, no es el fin del mundo, tenemos otras cosas. Todos conocemos personas muy bien pagadas que son unos completos inútiles en su tarea y gente muy profesional y formada que apenas llega a fin de mes. Lo importante es tener otras fuentes de satisfacción, no solamente el trabajo.

Volviendo al tema de las cestas, lo mismo ocurre con las relaciones personales. Como solamente tengo un muy buen amigo, si este no actúa como quiero, parece que me encuentre al borde de un precipicio, que la amistad se resentirá. Nos obsesionaremos por el miedo a la pérdida, y esto llevará a que rompamos esa relación, cuando lo ideal sería tener un amplio abanico de amigos, y donde no llegan unos, llegarán otros. Habrá amigos geniales para contarles tus problemas por teléfono y podréis estar horas y horas charlando, y otros que únicamente quieran salir contigo los fines de semana, te harán reír y divertirte, pero quizás no sean buenos escuchándote. Somos muy exigentes, y lo mejor es repartir nuestras cargas, que a veces son muchas, entre varios.

Un ejercicio muy sencillo que te propongo es que cojas lápiz y papel, y escribas cuáles son las cestas donde depositas tu felicidad. Valora si son muchas o son pocas. A más cestas, más fácil será tu camino, eso sí, siempre que puedas atenderlas todas. Las cestas (amigos, aficiones, estudios...) hay que cuidarlas. Cuando estas se reducen en exceso, puede que te encuentres con más momentos complicados. Si alguna te falta, lo notarás muchísimo, más que si tienes gran cantidad de ellas, y por tanto, los momentos de inseguridad aumentarán.

Precisamente esto de depositar los huevos, de gallina se entiende, en diferentes cestas es lo que me llevó a presentarme al casting. Bastante gente me ha preguntado por qué lo hice, si tengo un trabajo tan atractivo como la gestión cultural y ya tenía un pequeño reconocimiento dentro de ese sector, que cómo me arriesgué a entrar a un reality donde todo puede ser manipulado y afectar a mi ámbito laboral y personal.

Nunca he tenido que pensar mucho la respuesta. Afortunadamente, una persona está compuesta de muchas facetas, de varias cestas, totalmente compatibles entre sí y si las desarrollas con honestidad contigo mismo, limitarse a una, para mí, es un error. Teniendo en cuenta que solamente pasamos por esta vida una vez, mi filosofía es clara: de cuantas más experiencias esté llena esa vida, más interesante habrá sido. Aunque en ese camino falles y te arrepientas una y mil veces, habrá merecido la pena. Me imagino de viejecito (aunque no me obsesiono con llegar a ello), echando la vista a atrás y preguntándome si el camino mereció la pena. Quiero responderme que sí y, para ello, habrá que cuidar ese camino cada día. Si tuviera un coche en la puerta que me llevara a la casa de Guadalix, lo cogería en ese momento, sin pensármelo. Algunas veces he sentido que la gente espera de mí un arrepentimiento, como que he hecho algo mal por entrar, para así reafirmarse en sus pensamientos. Por este motivo, no comprenden mis ganas de repetir la experiencia.

Pasados los meses, creo que esta no fue la única razón por la que di el paso. Creo que todo tiene mucho que ver con “tomar las riendas de mi vida”. Hasta entonces, había ido dando bandazos de un enganche emocional al siguiente, cambiando casi frenéticamente de casa (algo que sigo haciendo), con decenas de proyectos en marcha, sin dejarme tiempo para mí, para afrontar mis miedos y, lo que más me hacía tambalearme, lo que ha sido mi gran lucha desde la adolescencia hasta la actualidad: los complejos físicos. Estos me han acompañado muchos años, y al igual que con las fobias, la mejor fórmula para superarlos es la exposición activa a ellos. Si soy tímido, tratar de hablar con el mayor número de personas a lo largo del día; si tengo miedo al ridículo, realizar esa actividad que te produce ese pánico delante de la gente, y cuantas más veces mejor. Os podría relatar numerosos episodios de todas las actividades que me apetecían y que he dejado de hacer por los complejos. Ha habido etapas en las que me volvía a casa porque tenía la sensación de que todo el mundo me miraba, me señalaba y se reía de mí, una paranoia que, por supuesto, era completamente irreal, pero que yo sentía como una enorme presión que me bloqueaba.

Era prácticamente incapaz de probarme ropa cuando iba con amigos. Aquello de meterme en el probador, verme horrible y tener que salir a enseñar cómo me quedaba, se convertía en un auténtico suplicio. Pues bien, tuve un novio durante casi cinco años que le apasionaba ir de compras, cada fin de semana. Imaginaos lo que suponía para mí y la cantidad de peleas que hemos vivido en esos malditos probadores. Siempre cargaba en él las culpas de cómo me sentía por querer ir él a esos malditos sitios. Evidentemente, el responsable de aquellas situaciones solamente era yo. Primero, porque los complejos eran míos, y segundo, porque no tenía el valor suficiente para decirle que prefería quedarme en casa. Quizás todo esto explica mi forma extravagante de vestir en los últimos años, y que pudisteis ver en el concurso, o que haya llevado el pelo verde y ahora amarillo pollito, para romper con todo aquello. También tengo un mensaje claro, conciso y sencillo para todos aquellos que han tratado de ridiculizarme por mi forma de vestir: voy a ponerme la ropa que considere conveniente sin tener en cuenta las opiniones ajenas, básicamente porque ya me machaqué durante años con este tema y ahora no solamente no me fustigo sino que me divierto con la ropa.

Comentando esto del aspecto físico y de la opinión de los demás, hace años una compañera de trabajo me preguntó si yo juzgaba a la gente por su apariencia o si me reía de ellos... y le dije que no, aunque alguna vez todos lo hemos hecho, y su respuesta fue que si yo no lo hacía, por qué pensaba que la gente sí. Llegué a pensar que todo el que se cruzaba conmigo lo hacía, se reía. Me debía creer muy importante para que todo el mundo me mirara. Incluso asumiendo que un grupo de personas, cuando pasas a su lado, se ríen de ti porque tienes una nariz enorme, realmente qué importancia tiene esa gente para ti. No es gente con la que vas a convivir. Casi con total seguridad, no les volverás a ver. Si ellos no te respetan, no merecen tu atención, y a la gente que te aprecia, que te quiere, le da igual que tu nariz mida un centímetro o diez, incluso pueden comentar y bromear sobre su tamaño, no pasa nada, todos podemos ser objeto de bromas, con ciertos límites. Reírse de uno mismo es bastante sano y que los demás lo hagan no es el fin del mundo, os lo aseguro.

Durante la adolescencia tardía, creo que como rebeldía hacia mi familia, me dejé el pelo largo. Lo tenía bonito, muy liso, pero ¡oh!, problema, así parecía que tenía más entradas que cuando tenía el pelo corto, se hacían más obvias. Como solución, comencé a utilizar una cinta o un pañuelo sobre la frente, atado atrás. Al principio molaba, además comencé a estudiar en Madrid y a mis compañeros de clase aquello les resultaba guay, era un atrevido por ir así. Me dio además por vestir con pantalones anchos, camisetas holgadas, deportivas grandes... No sé, pensaba que estaba en el Bronx o algo así. Pero, como en tantos otros de mis pensamientos, aquello se convirtió en una obsesión. La cinta o el pañuelo ya no era un símbolo adolescente que me diferenciaba del grupo, sino que me había transformado en un esclavo de aquel trozo de tela. No salía a la calle sin ella. Si me quedaba en casa de un amigo a dormir, no me la quitaba. Eran situaciones que ahora considero absurdas, pero que entonces tenían una enorme importancia, me iba la salud mental en ello. La decisión de cortarme el pelo llegó años más tarde. Deseaba cambiar, pero seguí un tiempo, corto, utilizando la cinta en el pelo. Así las entradas no se notaban tanto. Pero un buen día decidí salir a la calle a frente descubierta, y a partir de ahí no la utilicé nunca más. También sirvió el refuerzo positivo de toda la gente que me decía que estaba mucho mejor con el pelo corto, que se me veía la cara más despejada. No solamente tenía la cara más despejada, sino que me había liberado de una condena autoimpuesta.

Respeto enormemente a la gente que no entiende cómo alguien puede encerrarse voluntariamente en una casa con decenas de cámaras, y dice que nunca lo haría. Casi todos los argumentos que he escuchado en contra, no ya del formato sino de participar en el concurso, han sido en relación a la enorme falta de seguridad que les producía que se viera todo lo que hacían, y a lo que opinarían sus familiares y amigos o a cómo se comportarían dentro. Me he dado cuenta más que nunca que casi todos andamos con muchas corazas puestas en el día a día, frente a nuestros padres, hermanos, amigos, compañeros de trabajo... No nos mostramos tal y como nos gustaría o tal y como creemos que somos, por miedo a qué pensarán de nosotros, al rechazo, o porque creemos que nuestros actos pueden ser vergonzosos. El día en que todos nos comportemos tal y como somos, con nuestras luces y nuestras sombras, podremos hablar de relaciones humanas sanas y honestas. Hasta entonces, seguimos con el teatrillo que cada uno se monta para sobrevivir, algo nada reprochable ya que al final es otro sistema de supervivencia, pero que nos lleva irremediablemente a momentos complicados a nivel psicológico.