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CAPÍTULO 4
LA ISLA DE SANTA MARINA Y EL ESTUARIO
DEL MIERA (“RÍO CUBAS”)

La isla de Santa Marina (43º 28´ 22´´ N; 003º 43´ 47´´ W) está situada fuera de la bahía de Santander, a unas tres millas al este de la ciudad. Se encuentra al final de la playa de Loredo, la que prolonga el arenal del Puntal, separada de la costa por una pequeña canal de unos 200 metros, tan estrecha que cuando se navega hacia ella uno no se da cuenta de que se dirige a una isla hasta que está muy cerca. Muchos habitantes de Santander desconocen que allí hay una isla, porque desde la ciudad se ve la costa, pero no se puede percibir la canal de separación. La isla está incluida, junto con la de Mouro y la costa cercana de Loredo y el arenal del Puntal, en el Espacio Natural Protegido de las Dunas del Puntal y el Estuario del Miera (“Río Cubas”). Es alargada en sentido Norte-Sur y mide unos 750 x 300 metros. La canal que la separa de la costa es navegable con embarcaciones de pequeño calado, aunque es un ejercicio peligroso pues hay algunas rocas que afloran en bajamar. Alguno de los capitanes de nuestro grupo han navegado a vela por esta canal, pero después de recorrerla frecuentemente con embarcaciones ligeras y conociendo muy bien el terreno. Personalmente, conozco bien la canal por haberla atravesado en piragua muchas veces, pero aún no me he atrevido a hacerlo con el velero. En la costa Sur de la isla hay un playazo de arena fina de 70 metros, precisamente en la zona de sotavento de los vientos dominantes en verano en Santander, que son del nordeste. Por lo tanto, es un sitio ideal para fondear y desembarcar. No obstante, la mayoría de los veleros fondean al socaire de la isla pero a distancias prudenciales, buscando fondos de arena más cerca de la playa de Loredo o de Los Tranquilos, como se denomina el arenal más próximo a la isla, y desde allí se acercan al playazo con el chinchorro. En efecto, la zona cercana al citado playazo de la isla de Santa Marina está sembrada de rocas donde el ancla suele enrocarse, y además hay una peligrosa restinga que, partiendo del extremo Suroeste de la isla, se adentra en el mar unos 150 metros, y que solo aflora en bajamar. En mareas medias o pleamares solo la delatan las rompientes de las olas, que por cierto son aprovechadas por los surfistas. En verano es frecuente ver barcos que no tomaron la precaución de fondear con orinque y que, después de infructuosos esfuerzos por levantar el ancla, deben dejarla abandonada.

La isla de Santa Marina es rocosa y baja (unos treinta metros de elevación máxima) y en su mayor parte está cubierta por una vegetación densa de matorral que hace difícil su recorrido, y más en bañador, como suele accederse a ella. Algunos temporales de invierno son capaces de barrer con las olas toda su superficie y dejar su vegetación yerma y calcinada por la sal, pero la primavera resucita siempre su esplendor. Aunque la línea costera es de dominio público y, por tanto, se puede desembarcar, y con cierta dificultad recorrer el kilómetro y medio de su perímetro, la isla es de propiedad privada aunque está deshabitada. Tiene al Sur dos o tres chamizos, que utilizan los dueños como refugio provisional, cuando desembarcan en la isla para pescar... o para cazar. Pues sí, para cazar. Hace años se repobló con conejos con fines de caza, y el suelo de la isla está sembrado de sus típicas deyecciones redondas y pequeñitas, además de por numerosos cartuchos de perdigones, testimonio del uso cinegético de la isla. Tampoco es raro oír los perdigonazos cuando se navega por los alrededores. La isla tiene su propia colonia de gaviotas patiamarillas, que cuando desembarcamos vamos a investigar y a repetir las mismas experiencias relatadas en el capítulo anterior.

La navegación en verano con destino a la isla de Santa Marina es muy apacible cuando hay viento del nordeste, pues una vez alcanzada la boca de la bahía se llega a ella en un solo bordo amurados a babor en menos de una hora. Este recorrido discurre paralelo al famoso arenal del Puntal donde, aparte de su propia belleza por el contraste de la arena blanca, las dunas de la playa y los pinares de los montes cercanos, suelen concentrarse los surfistas, parapentes y practicantes de kite-surf o surf con cometas, que se acercan a los veleros a toda velocidad y solo se apartan en el último momento gracias a su pericia, lo que suele entretener mucho a los niños. Este bordo, que hacemos a unos 500 metros de la orilla, tiene un único peligro, que es el pecio de un pequeño barco de unos 20 metros de eslora ,que desde hace décadas yace sobre su costado en posición 43º 27´ 30´´ N y 003º 44´ 47´´ W. Este pecio está localizado a unos doscientos metros de la orilla y solo es visible en bajamar, y en cualquier otra altura de marea constituye un auténtico peligro pues no está balizado y está justo en la ruta de las numerosas embarcaciones de motor que navegan paralelas a la playa pero a distancias más cercanas que nosotros con los veleros. Este pecio ha provocado ya algunos accidentes y hundimientos de embarcaciones de recreo, por suerte sin riesgo para las vidas pues está tan cerca de la orilla que se la alcanza nadando en pocas brazadas, o incluso a veces haciendo pie, de manera que solo se pierde el barco.

Una vez a sotavento de la isla, la elección del sitio de fondeo y forma de desembarco depende de los veleros que hayan navegado ese día. Si se trata de barcos pequeños con orza abatible, solemos acercarnos a la misma playa y meter la proa en el arenal, que como ya dije es de arena fina y no entraña riesgos para la embarcación. Si se trata de barcos grandes de quilla fija, habitualmente fondeamos más cerca de la playa de Los Tranquilos, justo frente a la isla, y desde allí accedemos en la Zodiac. Es un lugar ideal para enseñarles a los niños a remar o incluso a usar el fueraborda del anexo, pues la distancia a recorrer es grande para hacerla remando (entre 200 y 300 metros) y sometida a la corriente de marea que discurre por la canal. Por lo tanto, solemos hacer varios viajes a motor para desembarcar todos. La playita termina en su extremo este con los restos de un pequeño embarcadero que es poco utilizable, pues carece de noray o anilla de amarre y está expuesto a las olas y corrientes de la canal. Así pues, lo práctico es varar el anexo directamente en la playa.

Las aguas de la isla son limpísimas por estar ya fuera de la bahía, y los fondos muy variados para bucear, pues se forman pasillos de arena entre acantilados de roca. Por lo tanto, es un lugar ideal para bañarse. Pero el aliciente principal es, lógicamente, la excursión a la isla. Esta excursión terrestre con los niños suele consistir en recorrer el perímetro de la isla por su zona más despejada de vegetación, exploración de los restos y rastros de los conejos y, si hay suerte, poder contemplar alguno, encontrar restos de cartuchos, alcanzar el vértice geodésico que hay en su cumbre (una simple columna de hormigón pintada de blanco) investigar los nidos de gaviotas como en Mouro, y dejarse sorprender por las olas que proceden de alta mar y rompen en los acantilados de la costa Norte, mucho más agreste. Para este recorrido hay que insistir a los niños en que desembarquen calzados, aunque de un primer vistazo la arena fina del playazo invite a hacerlo descalzo. Se puede merendar en la isla para cambiar la costumbre de los demás días de hacerlo en el barco, darse un baño en la playa y volver a bordo de nuevo con la Zodiac. Finalmente, la vuelta a Santander también es especialmente atractiva, pues lo hacemos rumbo al Oeste y el sol se pone justo delante de nuestra proa, tiñendo de distintos tonos naranjas, rojos y amarillos el cielo y el mar, en el marco de toda la entrada de la bahía, y con nuestro barco entre la península de la Magdalena a estribor y el Puntal a babor. Realmente, una navegación de regreso de lo más relajante. La mayoría de los días que llegamos tarde a puerto es por haber estado en Santa Marina, ya que la belleza del lugar nos retiene más de lo esperado, y al hacerse de noche, cae la brisa térmica del verano y las cinco millas que la separan, por ejemplo, del puerto de Marina del Cantábrico, o las siete del de Astillero, con esa brisita se tardan más de una hora en recorrer. El tiempo pasa deprisa en el mar cuando lo estás disfrutando.

Formando parte del mismo espacio natural y de la misma figura de protección está el estuario del río Miera, que todo el mundo conoce como “río Cubas”. Se llama así a los últimos meandros del río, sujetos a la influencia de la marea (por lo tanto, es una ría) que desemboca en el extremo este de la bahía, entre la península de Pedreña y el arenal del Puntal. Actualmente, es navegable en unas cuatro millas desde su desembocadura en Somo, a través de numerosos meandros que discurren entre un paisaje de pastos y tierras de cultivo, muchos de ellos ganados al mar mediante rellenos que han disminuido su lámina de agua prácticamente a la mitad. El problema para los veleros es el puente que cierra su entrada. Se inauguró el 7 de julio de 1977 (el mismo año que el aeropuerto de Parayas y que el ayuntamiento adquirió la península de La Magdalena) y a cambio de acortar en veinte kilómetros la distancia por carretera de Santander a Somo, bloqueó el acceso a este bellísimo estuario a los veleros, que ya no pudimos pasar con nuestros mástiles por debajo de sus arcos. Solo los pocos afortunados que disponen de barcos con vela latina (con un mástil más corto que se suple por una verga abatible) pueden acceder. Por eso, la excursión al río Cubas con los niños debemos hacerla en motoras.

Para esta excursión, debemos elegir un día de pleamar viva, más de 100 de coeficiente, para garantizar el acceso hasta el final de su recorrido y evitar sorpresas desagradables con los bajíos. Como todos los ríos y rías, la cartografía es solo aproximada y cada año o cada riada pueden modificar el calado en algunos puntos. Antes de hacer la excursión con los niños, hacemos una visita de exploración para evitar sorpresas, y hemos podido comprobar que la cartografía electrónica actualizada de tres o cuatro años atrás nos llevaba por alguna de las zonas de menor calado, con riesgo de varada. Además, hay que tener mucha precaución con los obstáculos inesperados, fundamentalmente árboles arrastrados por el río que han podido quedar encajados en el fondo y ser peligrosos por velar alguna rama entre dos aguas. Otra precaución es corregir la hora de la marea con un retraso aproximadamente de dos horas respecto a lo indicado en las tablas (que dan las horas de la marea a la entrada de la bahía), que es el tiempo que tarda la corriente de marea en alcanzar la parte alta de la ría, que dista unas seis millas del mareógrafo de La Magdalena tomado como referencia en las tablas.

La ensenada que nos encontramos nada más atravesar el puente es muy extensa (aproximadamente dos kilómetros de largo en dirección Norte-Sur y 500 metros de ancho en dirección Este-Oeste) pero de poco calado, y dispone de un balizamiento poco ortodoxo que suponemos han ido colocando los usuarios de esta vía de navegación, consistente en distintos artilugios flotantes fondeados y unos postes de madera con un aspa de color rojo en su extremo, que recuerdan a las estaciones de tren. Este balizamiento señala las canales que el río ha ido labrando en ese páramo poco profundo y son muy irregulares; solo a partir del segundo meandro puede seguirse el criterio general de buscar la zona más profunda en la orilla que haga la curva mayor en cada concavidad del río. La primera ensenada está rodeada de vegetación espesa, fundamentalmente bosque de eucalipto, que aunque sea criticable por no ser arbolado autóctono, estéticamente le da un aspecto salvaje muy seductor. En la orilla Oeste está, detrás de los eucaliptos, el campo de golf de Pedreña pero casi no es visible desde el agua. En la orilla este hay algunas viviendas particulares, muchas de ellas invisibles detrás de los eucaliptos, solo delatadas por los embarcaderos rústicos para su uso particular. Estos embarcaderos son muy curiosos por el desarrollo del ingenio que se ha utilizado para hacerlos duraderos en esta zona de grandes corrientes y crecidas del río.

Especialmente interesante es uno consistente en dos botes amarrados en línea y fondeados por proa y popa paralelos a la dirección de la corriente; su cubierta se ha modificado mediante la instalación de una plataforma lisa sobre la que apoya una pasarela con ruedas, que amortigua los cambios de altura de la marea con un movimiento de traslación sobre la citada plataforma. El velero que amarra allí (un barquito con vela latina y el bonito nombre de “Reina del Cubas”; ¡qué reminiscencia del “Reina de Africa”!) hace una imagen preciosa en aquellos paisajes desiertos. La canal del río en esta primera etapa discurre haciendo un arco por la orilla este, precisamente donde se ubican estos embarcaderos.

A partir de la primera curva del río empezamos a ver lo que será el principal atractivo de la excursión: las aves acuáticas. En efecto, este plano de agua poco concurrido y rico en nutrientes y todo tipo de vida microscópica en los fondos fangosos, es el paraíso de las aves limícolas (las que se alimentan de animalillos del barro) y de multitud de otras aves acuáticas que se encuentran allí en su elemento y sin ser molestadas por el hombre: garzas comunes y reales, garcetas, patos, y hasta algunas rapaces. Alguna parte del recorrido se navega muy cerca de los muros de contención de los terrenos ganados a la ría, y como la excursión la hacemos en pleamares vivas, es posible asomarse por encima de ellos y comprobar que el terreno de pasto se encuentra más bajo que el nivel del agua sobre el que navegamos. Cualquier defecto en la construcción del muro anegaría los campos vecinos. En un paisaje típicamente campestre más que marinero, desfilan por la borda campos de siega, pastos donde las vacas conviven con las garzas y garcetas, caballos, rollos de siega ensilados en plástico, un convento que se refleja en el agua de un meandro del río, y todo ello aderezado con las numerosas aves que levantan el vuelo cuando se acercan las motoras. Al final de la zona navegable, cuando el agua es predominante dulce por estar poco influida por la marea, es posible incluso ver tortugas de agua tomando el sol en las rocas o las orillas, probablemente ejemplares abandonados de acuarios caseros que han encontrado allí su hábitat, y sin duda les va bien, lo que se deduce de su gran tamaño (las hemos encontrado del tamaño de un casco de motorista).

A mitad del recorrido hay una poza en el río y en la orilla unos árboles enormes, de los que los vecinos han colgado una gruesa maroma para tirarse al agua. La llamamos “la liana” porque allí los niños juegan a Tarzán tirándose al río desde la orilla. El desnivel entre la tierra y el agua es grande y se sale del río gracias a una rampa en la que se han tallado unos escalones. Desde la posición más alta hay unos cinco metros, y tirándose desde allí con la liana se describe un movimiento pendular del que hay que descolgarse al llegar al otro extremo del recorrido, es decir, unos cinco metros sobre el agua. Los niños más pequeños pueden tirarse desde alturas intermedias, soltándose para caer al agua a menor altura. La diversión está garantizada, añadiéndose los días de crecida el aliciente de que el agua esté marrón, lo que da al baño cierto componente de transgresión de lo que les dejan hacer habitualmente. En efecto, entre la turbidez del agua y el barro de la orilla, suelen volver a bordo bastante guarretes y con los pies negros. Además, los días de pleamar que escogemos para la excursión los aprovechan también, lógicamente, las Pedreñeras que hacen excursiones organizadas para visitar el río. Inesperadamente, te cruzas en el trayecto con un barco alto de dos pisos, que puede aparecer sorpresivamente tras cualquier curva. Y si la Pedreñera pasa por delante cuando los niños se están tirando desde la liana los pasajeros intercambian expresiones de asombro en cada zambullida, incluso con aplausos si lo ha hecho bien. Estas expresiones les motivan bastante, sobre todo a los mayores.

Cerca del final de la zona navegable del río hay una isleta que lo divide en dos, y que debe bordearse por la canal de babor según se sube. Y en el siguiente meandro tras una curva cerrada hacia la izquierda, otra isleta cierra ya totalmente el río, y a partir de ella solo puede seguirse en piraguas o embarcaciones pequeñas, incluso en algunas zonas echando la piragua al hombro. Es el momento de dar media vuelta y emprender el camino de regreso. A estas alturas, los niños ya se han familiarizado con la nueva embarcación a motor y solemos dejarles llevar el barco a ellos, y ya en la ensenada de la boca de la ría (amplia y sin oleaje) o en la propia bahía, que aceleren a voluntad, lo que es una nueva experiencia que nada tiene que ver con la lenta navegación de los veleros a la que están acostumbrados. Como son niños, cuanto más bota la motora más se caen por el suelo de la bañera, y los que van sentados en el balcón de proa más se mojan, y entre unos y otros más se ríen. Este tramo final es lo que mejor recuerdan.


CAPÍTULO 5
EL PAIPO-ESQUÍ

Desde el primer año de nuestras navegaciones, nos dábamos cuenta con qué admiración contemplaban los niños a las otras embarcaciones que navegan mucho más deprisa que los veleros, especialmente las motos de agua y las motoras que remolcan esquiadores. De las motos hablaremos en otro capítulo. Respecto al esquí acuático, era evidente que no es un deporte muy adecuado para ellos, por la falta de fuerza que suelen tener debido a la propia enfermedad y los tratamientos, y porque requiere una destreza que no se adquiere en los pocos días que nosotros podríamos dedicar a ello. Por eso inventamos un tipo especial de arrastre, que llamamos paipo-esquí, que consiste en arrastrar la tabla de paipo desde el velero con el niño encima. Este mecanismo evita la fuerza de brazos necesaria en el esquí acuático para sujetar a pulso todo el arrastre del esquiador (en el paipo-esquí, el tirón se transmite a la tabla, no al niño) y como la tabla flota por sí misma, permite el arrastre a baja velocidad, a diferencia del esquí acuático, en el que no se despega del agua hasta haber adquirido una velocidad alta, siendo precisamente el despegue lo que más esfuerzo cuesta. Además, la poca velocidad lo hace más seguro para los pequeños y tiene menos riesgo de accidentes. Por otra parte, un velero no podría, con los motores lentos que suelen tener, alcanzar la velocidad del esquí acuático, mientras que el paipo-esquí podemos practicarlo incluso navegando a vela.

Para hacerlo, tomamos unas medidas de precaución especiales. Los niños suelen llevar traje de neopreno para no quedarse fríos, pues los baños son prolongados, y por supuesto siempre el chaleco salvavidas. Como el agua salpica mucho a la cara les recomendamos ponerse gafas de piscina o de bucear. Además de la línea de arrastre del paipo, lanzamos por la otra banda una mucho más larga que arrastra una defensa o un flotador. Es para que cuando el niño se caiga o se suelte del paipo, en lugar de tener que maniobrar con el barco para retroceder a recogerle, simplemente dé un par de brazadas en la dirección de esta línea de seguridad y se agarre a ella. Como cuando la alcanza ya hemos detenido el barco no recibe ningún tirón, y solo tiene que esperar a que la defensa le llegue a las manos y luego, desde el barco, le vamos acercando poco a poco al paipo para que se agarre de nuevo. Esta simplificación es muy útil cuando les arrastramos navegando a vela porque solemos hacerlo en empopada, y a este rumbo la maniobra de recuperación sería muy lenta. Además, el primer día que un niño nuevo hace paipo-esquí le enseñamos la maniobra para que no le pille de sorpresa cuando se caiga. También les enseñamos que no se tiren ni se acerquen al barco con el motor en marcha, y un código de señales para transmitir los principales mensajes entre el esquiador y el barco, ya que con el motor en marcha no nos oímos (ver dibujo). Este código tienen que aprendérselo antes del paipo-esquí y es como estudiarse los deberes, porque el que no se lo sabe no esquía.

El arrastre lo practicamos por las zonas de la bahía en que está permitido, es decir, fuera de las líneas de navegación de los mercantes que entran al muelle de Raos, en la práctica en toda la zona al Sur de la canal, por encima de lo que se conoce como “El Páramo”. El cabo de arrastre lo utilizamos bastante más corto que el del esquí acuático, principalmente para poder hacer fotos cercanas del esquiador. A los niños más pequeños les arrastramos en un paipo inflable o de porespán que flota por sí mismo, y se sujetan sentados a velocidades muy bajas (uno o dos nudos); así solo se mojan de cintura para abajo y no tienen sensación de peligro. A los mayores, en un paipo de porespán o en una tabla de madera de tomar olas, con la punta levantada para planear mejor; esta última no flota con el peso del esquiador y necesita un poco más de habilidad para sujetarse encima hasta que alcanza velocidad. También hemos utilizado tablas de “paddle surf”, “donuts” o “caballitos” inflables para arrastrarlos. Las tablas de “paddle surf” son tan anchas y flotan tanto que prácticamente todos los niños, hasta los más pequeños, consiguen mantenerse de pie, lo que les encanta. Además les enseñamos otra modalidad que llamamos “el torete”, que consiste en arrastrar una defensa de las grandes, y agarrado a ella hacer giros en espiral como si fuera un tornillo; la mitad de cada vuelta por lo tanto se hace debajo del agua, y hay que llevar gafas de bucear y coordinar la respiración cuando el cuerpo sale a la superficie; es más difícil que el paipo-esquí y no tiene tanta aceptación.

También aprenden a dirigir la tabla atravesando la estela y se familiarizan con el sistema, para luego ir más cómodos el día del paipo-esquí auténtico que luego comentaré. Una de nuestras mayores satisfacciones fue conseguir que hicieran paipo-esquí la niña parapléjica y la niña ciega. Para la primera, fue principalmente cuestión de confiar en sí misma. Empezó cuando ya había aprendido a nadar, a pesar de no poder ayudarse con las piernas. Esta niña estaba mucho más cómoda en el agua sin chaleco, pues en la piscina aprendió lógicamente sin él, pero principalmente porque la tendencia del chaleco es a colocarte panza arriba y es la acción de las piernas la que te mantiene vertical con el chaleco puesto. Al faltarle el control de las piernas, la posición horizontal y panza arriba le impedía agarrarse al paipo y aguantar los primeros momentos hasta alcanzar velocidad. Por eso, curiosamente, es la única a la que hemos dejado hacerlo sin chaleco. Los primeros intentos los hicimos arrastrando a la vez a uno de los médicos del equipo y a ella, pero era demasiado peso y aquello no tenía ningún aliciente. Así que se armó de valor y acabó probando sola, y todo fue sobre ruedas. Una vez alcanzada la velocidad de crucero, el esfuerzo es únicamente de las manos para no soltarse de la tabla y del tronco para guardar el equilibrio necesario. A partir de ese momento, se comportaba como cualquier otro del grupo y para ella era una enorme satisfacción, y no digamos para sus padres, al verla en las fotos haciendo lo que cualquier otro niño.

Para la niña ciega el reto fue por el contrario confiar absolutamente en nosotros. Ella sabía nadar desde pequeñita y podía usar chaleco, pero le faltaban las referencias, la distancia a tierra o al barco de arrastre, etc. Es fácil comprender la diferencia entre estar en la piscina con las corcheras a unos centímetros por cada lado, o en el mar a varios kilómetros de la tierra más cercana y, además, sin saber en qué dirección. En esa superficie tan enorme, lo más obvio para nosotros es una dificultad enorme para ella. Por ejemplo, el día que les explicábamos las normas de actuación si se caen al agua, le decíamos que tenía que nadar hacia el aro salvavidas que le habíamos lanzado. Los otros del grupo lo tenían claro, pero ella preguntó cómo sabía en qué dirección tenía que nadar para recogerlo. ¡Imaginaos ahora dejarse arrastrar a motor y la angustia de pensar que si se suelta pierde cualquier contacto con su referencia de seguridad y solo le queda esperar en mitad de la nada a que volvamos a recogerla! Pues, a pesar de ello, acabó atreviéndose. Se puso sus gafas de piscina (siempre nada con ellas pues lleva prótesis oculares, y es para que no las pierda ni se le pueda meter arena o cualquier otra cosa en el ojo) y se tiró al agua con un adulto del equipo, que le ayudó a situarse en la tabla. Curiosamente, este otro miembro del equipo es el que más nos preocupó a posteriori, pues la ayudaba a colocarse pero, en cuanto arrancaba, todo el mundo estaba pendiente de la niña, si se caía o no, si tragaba agua, si se asustaba, etc., y en pocos minutos el ayudante se encontraba lejísimos de nosotros, asomando solo la cabeza en mitad de la bahía aunque, eso sí, fuera de las líneas de navegación. Poco a poco, había que dirigir el rumbo, con paipo-esquí y todo, hacia donde le habíamos “abandonado”. La niña hacía paipo-esquí a la perfección, se agarraba a la tabla como a un clavo ardiendo y acabó disfrutando de la actividad como los demás.

Con estas experiencias previas de arrastre desde los veleros, poco a poco fuimos madurando la idea de dedicar una tarde monográficamente al esquí acuático en mejores condiciones. Así, a partir de 2005, conseguimos una motora, de un compañero médico que practica habitualmente el esquí acuático, y desde entonces cada verano lo repetimos. Ese día está centrado en el esquí acuático y no en la vela. Distribuimos a los niños en los veleros como siempre, pero solo a efectos de tenerlos repartidos y con una “base” donde cada uno se seque, se caliente al terminar, se cambie de ropa, pueda merendar, etc. Porque, de hecho, nada más salir de puerto, nos concentramos en una boya cercana al Páramo, donde la motora viene a nuestro encuentro. Los niños embarcan en la motora de pocos en pocos (normalmente los de cada barco), y allí se van turnando para hacer esquí acuático, paipo-esquí o torete, según sus habilidades, bajo la supervisión de dos o tres de los adultos. El esquí acuático en sentido literal hasta ahora ha tenido poco éxito por su dificultad, que requiere muchas horas de aprendizaje que nosotros no les podemos facilitar. Pero el mero arrastre en paipo es más emocionante por la alta velocidad que le imprime la motora, nada que ver con el arrastre desde un velero. Además, les dejamos “conducir” la motora y que ellos sean los que arrastren al compañero que va esquiando, lo que le da una emoción añadida y un punto de responsabilidad que les emociona. Hay que tener en cuenta que la motora tiene un timón de rueda como el volante de un coche, que se les deja controlar el acelerador, y que la sensación de velocidad en el mar es enorme, de manera que una motora a veinte nudos (que en tierra serían menos de 40 kilómetros por hora, la velocidad de un ciclomotor) te da la sensación de volar sobre el agua. Todo ello, impensable que se lo dejaran hacer en tierra, por ejemplo, con el coche de su padre. Un año le dieron tanta caña a alguno de los mayores que la tabla de madera se partió. Cuando el primer grupo termina, se acerca a otro velero, se cambia la tripulación y se repite el proceso. Según los niños que naveguen ese día, el turno se repite algunas veces hasta que llega la hora de volver a puerto. En los intervalos que no hacen paipo-esquí pueden bañarse, merendar, remar en las Zodiac o la piragua si las hay, o dar unos bordos a vela por la zona para ver las evoluciones de los que esquían.

Hay que decir que en esta actividad no ha habido ningún incidente. El médico responsable tiene experiencia de muchos años en este deporte y controla perfectamente el barco y al esquiador. Quizás lo más difícil sea adaptar la velocidad a la fuerza de cada niño, pues con adultos bien entrenados siempre se busca lógicamente el máximo de velocidad. Aquí se trata de disfrutar, aguantar lo máximo que pueda cada niño, porque si se fuerza demasiado enseguida se sueltan de la tabla y no disfrutan de recorridos largos, que es de lo que se trata. Un problemilla habitual es perder el bañador, que con la velocidad de arrastre se queda en popa si no se ha apretado bien la cintura; solemos advertirlo y les hace mucha gracia. Otro es la salpicadura permanente del agua en la cara, pues no suelen conseguir ponerse de pie ni de rodillas y entonces la cabeza va muy cerca del agua. Les aconsejamos llevar gafas de bucear o de piscina para que no tengan que llevar los ojos cerrados, y una de las señales (ver dibujo) es para recordarles que cierren la boca, pues suelen ponerse a gritarnos consignas y les entra agua y se la tragan. Otro “problema” habitual es que van poco a poco pidiendo más velocidad (señal con el pulgar hacia arriba: “quiero más deprisa”) y luego, cuando querrían disminuir, no pueden hacer el signo de “quiero más despacio” (pulgar hacia abajo) que requiere soltar una mano y les da miedo caerse si lo hacen. Por eso, la señal alternativa para disminuir la marcha es sacar la lengua. Todo ello requiere que a bordo de la motora vayan al menos dos adultos, uno responsable del timón, la velocidad y de supervisar al niño al que se ha dejado al mando, y otro de ir permanentemente mirando al esquiador hacia popa y de transmitir al timonel lo que este va pidiendo por señas o de dar la señal cuando se cae y se queda rezagado.

El día del paipo-esquí suele ser de los más valorados por los niños, aunque también hay que decir que cualquier actividad “nueva” es de las mejor valoradas, y la repetición en años sucesivos le resta atractivo. Aparentemente, prefieren cualquier actividad a la escueta navegación a vela, pero es porque navegan a vela quince o veinte veces en el verano y las otras actividades solo se hacen una o dos veces. Nos ha pasado lo mismo los años que hemos introducido los fuegos artificiales, el día de la Cruz Roja para montar en las motos de agua, el día de la pesca, las travesías, el día del marisqueo, etc. Luego pasa el tiempo, la repiten varios años, y llega a ocurrir que alguna de las actividades que habían sido las preferidas en años anteriores se tengan que suspender por falta de niños. La vida misma.

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282 p. 37 illustrations
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9788416110414
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