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Alesssandra Montali

EL SECRETO DEL VIENTO

Dejavù

© 2021 - Alesssandra Montali

Traducido por María Acosta

CAPÍTULO I

La luz del día que estaba despuntando se filtraba entre las viejas persianas del pequeño apartamento. Francesca se había despertado hacía poco y permanecía acurrucada bajo el calor de las mantas de lana que le había traído la dueña de la casa.

Cuando el despertador se puso a sonar se lo pensó dos veces antes de sacar fuera la mano para pulsar el botón y silenciarlo.

–¡Qué frío! –pensó, retirando enseguida el brazo.

Escudriñó entre las persianas y se dio cuenta de que afuera la jornada prometía buen tiempo.

Se estiró, desperezándose, se puso las mantas tapando la cara y se quedó quieta durante unos segundos inmersa en el silencio de la habitación.

–Debo levantarme… ¡Debo encontrar un trabajo! –la voz retumbó en la estancia.

Apartó las mantas y se levantó cubriéndose enseguida con la bata de lana. Luego abrió la ventana y con la punta de los dedos empujó hacia afuera las persianas que chirriaron de manera poco alentadora. La luz entró en la habitación e iluminó la pequeña estancia amueblada con un estilo antiguo.

Francesca, con los brazos cruzados y el aire absorto, estaba inmóvil al lado de la cama contemplando la que desde hacía dos noches era su nueva residencia. Dio unos pasos hacia el espejo sobre la cómoda, se paró para mirarse y le costó reconocerse: ¿aquella muchacha con el cabello corto y oscuro era ella?

Todavía no se identificaba con aquel nuevo corte y sobre todo con aquel color. Durante veintiocho años siempre había sido rubia y con el cabello largo, más abajo de los hombros. Apoyó los codos sobre la cómoda y se dijo que no había sido una gran elección. También se había teñido las cejas y ahora el resultado final no le gustaba en absoluto.

Encendió el teléfono móvil y esperó unos segundos con la esperanza de escuchar el sonido de los mensajes que, puntualmente, llegó.

Sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho y antes de mirar la pantalla, rezó:

–Haz que sea Giorgio.

Cerró los ojos, pulsó un botón y después de respirar hondo, los abrió y leyó el mensaje.

–Hola, cariño, soy mamá. ¿Cómo estás? Llámame en cuanto puedas. Te quiero.

De repente, como si las fuerzas le hubieran abandonado, se sentó en el lecho y, moviendo la cabeza, dijo en voz alta:

–No me llamará más, no debo ilusionarme. ¿Entendido, Francesca? ¡Resignate!

Se pasó una mano entre los cabellos y, poniéndose en pie, fue a la cocina y abrió el frigorífico. El vacío total que allí reinaba no hizo otra cosa que añadir más melancolía.

– Debo ir a hacer la compra si no quiero morir de hambre. Y luego tengo que encontrar un trabajo si quiero seguir comiendo… –constató.

Después de media hora ya estaba lista para salir, se dio un toque de brillo labial, se puso en la cabeza el gorrito de lana blanca, se envolvió la larga bufanda alrededor del cuello y bajó a la calle.

Sintió escalofríos a pesar de que el sol brillaba en el cielo azul celeste ligeramente violeta de febrero y, arropándose en el plumífero, siguió la indicación para ir al centro. Levantó la mirada y se acordó que el pueblo se alzaba en dos niveles. Desde la posición en la que se encontraba podía ver arriba la muralla que englobaba el centro, desde donde sobresalía, imponente, una torre cuyas campanas, justo en ese momento, estaban dando los tañidos de las ocho. Esperaba encontrarse con una calle que subía en pequeñas curvas, en cambio, delante de ella, vio un remonte: un gran ascensor que subía traqueteando por una rampa. Francesca se paró dudando.

Lo miró fijamente con aire no demasiado satisfecho y pensó:

–Hace años no estaba.

Siempre le habían disgustado los ascensores y ahora aquella gran jaula transparente le producía una cierta inquietud. Estaba buscando con la mirada otra forma de llegar al centro cuando una voz a sus espaldas la sobresaltó.

–¿Y bien, entras?

Se volvió de repente y se encontró ante un joven con la bufanda hasta la nariz y la capucha que le cubría hasta las cejas.

Francesca asintió y en cuanto puso el pie en el ascensor el joven pulsó el botón rojo y el artefacto se puso en marcha.

–¿Tienes miedo? –le preguntó observando el modo en que Francesca se había agarrado a la manija.

–No me gustan los ascensores. ¿Hay otra manera de llegar al centro?

El joven bajó la bufanda y le explicó que debería recorrer por lo menos un kilómetro subiendo.

–Comprendido: deberé habituarme a esta jaula –concluyó Francesca evitando mirar hacia afuera y hacia abajo y, después de unos minutos, el ascensor se paró.

El joven se ajustó la bufanda alrededor del cuello y, sin ni siquiera despedirse, saltó afuera, cogió las escaleras mecánicas de subida y luego desapareció en un callejón. Francesca se arrebujó en el plumífero y recorrió la pequeña cuesta que había delante de ella.

–¡Cuánto frío hace! Quizás debería haber escogido un lugar más cálido. Quién se lo podía imaginar –pensó la muchacha, calándose todavía más el gorrito en la cabeza.

Llegó a lo alto de la cuesta y la plaza apareció delante de ella. Amplia y luminosa estaba rodeada por edificios altos y elegantes que resaltaban, en la luz matutina, con antigua majestuosidad. A la derecha había una fuente de base rectangular, de hierro oscuro, grande y elevada sobre tres escalones de piedra clara. Francesca se quedó fascinada por ella, indiferente a las ráfagas de viento que a ratos la embestían, descubrió que no conseguía apartar su mirada de allí. Todo a su alrededor estaba en silencio. Durante un instante se sintió absorbida por aquella desierta inmensidad que imperaba, se dejó acunar por el gotear del agua que, desde lo alto de la fuente, caía en la pileta. Y fue entonces cuando una imagen apareció de repente, una especie de alucinación a cámara lenta que le mostró a una chiquilla sentada en los escalones de la fuente. Reía y enseñaba una muñeca a una señora rubia, de la que Francesca no conseguía distinguir el rostro. La chiquilla estaba de espaldas y Francesca se dio cuenta de que tenía los cabellos rubios recogidos en una cola, el viento hacía que le oscilase y algunos mechones se habían escapado de la goma. La chiquilla ahora se había girado, mostrando el perfil redondo de la nariz hacia arriba. Con la mano se estaba rascando detrás de la oreja izquierda y justo allí Francesca vio una pequeña mancha roja. De repente la muchacha se llevó la mano detrás de su oreja izquierda y se dio cuenta de que la niña rubia tenía su mismo antojo en forma de fresa.

–¡Pero… Soy yo esa chiquilla! – murmuró desconcertada. Apenas había terminado la frase cuando algunas gotas de la fuente, desviadas por el viento, le golpearon de lleno en la cara haciéndola volver enseguida a la realidad.

Una risotada a sus espaldas le hizo girarse repentinamente y se encontró delante de una mujer anciana que caminaba apoyándose en un bastón.

–¿Sabes? Esta es la fuente de la fortuna y si esa fuente te moja…

Francesca sintió una voz de niña adelantarse a las mismas palabras que la anciana señora estaba pronunciando:

–...tu vida será afortunada…

Los latidos del corazón le llegaron hasta la garganta, mientras que los dientes comenzaron a rechinar. También la anciana sintió una sombra de miedo en aquellos ojos azules y dando unos pasos hacia ella la tranquilizó:

–Es un viejo dicho de nuestro pueblo. Un augurio. Estate tranquila.

Francesca no la escuchaba, su mirada escrutaba la fuente.

–No eres de aquí, ¿verdad? –volvió a decir la mujer acercándose.

Francesca, todavía turbada, movió la cabeza y después de haber insinuado un breve saludo, volvió a caminar alrededor de la fuente, esperando ver reaparecer aquellas misteriosas imágenes.

Pero fue en vano, estaba demasiado trastornada y atemorizada.

–Pero yo no he vivido aquí… He estado hace unos años por un curso. ¿Me estoy volviendo loca?

El frío la despertó de aquellos extraños pensamientos y sólo entonces se dio cuenta de que la bufanda de lana estaba empapada. Miró alrededor y vio el cartel luminoso de un pequeño bar en la otra parte de la plaza. Caminó a grandes pasos, bajando la cabeza cada vez que las ráfagas de viento la golpeaban. Cuanto más se acercaba más sentía en el aire el apetecible aroma de café y brioches.

Desde el otro lado de la plaza la anciana señora se había quedado mirándola. Con los ojos húmedos seguía los pasos de la joven.

–De nuevo estás aquí… No me lo puedo creer– dijo murmurando, atemorizada porque las palabras las pudiera llevar el viento.

Mientras tanto Francesca apresuró el paso, empujó la puerta de vidrio y entró. Sintió un escalofrío de placer en cuanto advirtió la tibieza aromática y enseguida se quitó la bufanda empapada del cuello. El local era bastante grande y había muchas mesitas. Los manteles blancos y las macetas de prímulas en el centro le daban un toque primaveral. Se sentó en una esquina, cerca de la estufa, allí apoyó la bufanda y miró a su alrededor. Entrevió a la que debía ser la propietaria, una señora de unos cincuenta años más o menos, alta y robusta, que vestía un chándal de tela viscosa violeta. Sus miradas se cruzaron durante un momento y la señora le devolvió una sonrisa de bienvenida para luego volver a servir entre las mesas.

Francesca cogió el periódico que estaba sobre la silla y estaba a punto de comenzarlo a leer cuando sintió el sonido del teléfono móvil que le avisaba de un mensaje. Se quedó sin aliento en cuanto se dio cuenta de que se trataba de Giorgio y leyó el texto:

Hola, Francesca, voy hacia Londres. Ayer he dejado a tu madre las llaves de casa. Espero que puedas perdonarme. Te deseo de corazón que seas feliz.

Se dio cuenta de que un par de lágrimas habían caído sobre el periódico, se había acostumbrado tanto a llorar en el último mes que ahora ya ni se percataba cuando ocurría. Se apresuró a enjuagarse el rostro y cerró el periódico.

–No me llegará toda la vida para olvidarte, Giorgio, y por tu culpa ahora estoy aquí, a miles de kilómetros de casa, y sola.

Sola: aquella palabra le producía un vacío cada vez que la pronunciaba o la pensaba. Suspiró hondo y fue entonces cuando se dio cuenta de que la dueña del bar la estaba observando, a pesar de continuar respondiendo a las peticiones de los clientes. La vio coger una bandeja y poner encima una taza de café y un brioche y ágilmente, no obstante su constitución robusta, driblando entre las mesas, se la encontró delante de ella diciéndole:

–Apuesto lo que sea a que necesitas un cappuccino lleno de espuma y un sabroso brioche con pasta de almendras. Come y ya verás como enseguida te encontrarás mejor.

Francesca consiguió esbozar una ligera sonrisa y se lo agradeció con la mirada.

Cogió la taza con las dos manos y se quedó así durante unos segundos para gozar de aquella tibieza que parecía mimarla, luego probó el brioche y lo encontró fragante, con aquel corazón blando de almendra que se le deshacía en la boca. Bebió el cappuccino y acabó la espuma del fondo de la taza a cucharadas. Se dijo que nunca había tomado un desayuno tan bueno como ese y comprendió que la melancolía, en parte, se había calmado. Se sintió lo bastante fuerte para mandar un sms de respuesta a su madre diciéndole que todo iba bien y que pronto la llamaría para charlar.

Habían transcurrido sólo dos días y ya sentía nostalgia. La familia había intentado disuadirla pero nadie lo había conseguido.

–¿Todo bien, querida?

La voz de la propietaria del bar la devolvió a la realidad. La mujer estaba poniendo las tazas sucias en una cestita de metal y entre un movimiento y otro le lanzaba miradas interrogativas.

–Sí, mucho mejor. Ese brioche era fantástico, ¡pone de buen humor incluso a alguien que lo tiene tan negro como yo!–exclamó sonriendo.

La mujer se rió y luego, mientras recogía, le preguntó:

–No eres de aquí, ¿verdad? Tienes acento del norte.

–Soy de Como.

–¿Como? ¡Qué lejos has venido! –exclamó la señora abriendo de par en par sus ojos verdes.

Francesca bajó la mirada y mientras jugueteaba con el cierre del bolso explicó:

–Ya… He querido distanciarme unos kilómetros de mi vida anterior.

La otra, siempre atareada, le respondió:

–Ya verás, aquí te encontrarás bien. A propósito, yo me llamo Giusy, ¿y tú?

–Francesca.

Las dos mujeres se estrecharon la mano y Francesca se encontró pensando que había algo en aquella mujer que le infundía confianza y fuerza, como si la hubiese conocido de toda la vida. Llevó la mano al monedero para pagar el desayuno pero Giusy enseguida se le anticipó:

–Nada que hacer, querida: el desayuno viene incluido con la bienvenida. ¡Ya pagarás la próxima vez!

La muchacha se lo agradeció, estaba ya a punto de salir del bar cuando se le ocurrió que la propietaria podría ayudarla y le preguntó si conocía a alguien en el pueblo que buscase personal.

–¿Qué sabes hacer? –le preguntó sin dejar de trabajar.

–Soy joyera. Tengo un taller y un negocio junto con mi padre… Pero no me importaría encontrar otro tipo de trabajo.

–Hace dos semanas en el pub buscaban una chica pero no sé si todavía el empleo está disponible. Ahora está cerrado pero vuelve hoy por la tarde, puedo hacer una llamada al propietario.

A Francesca se le iluminaron los ojos. Después de darle las gracias, salió del bar.

CAPÍTULO II

Las campanas estaba dando las cinco de la tarde cuando salió, pálida y doliéndole el estómago, del ascensor. La plaza estaba iluminada por las farolas que con su luz tenue creaban una atmósfera nostálgica. La fuente permanecía en la sombra con respecto al resto y aparecía a los ojos de Francesca todavía más alta y tétrica. Un escalofrío recorrió su espalda y, alargando el paso, llegó al pequeño bar en el que había estado esa mañana.

Dentro no había nadie. No todas las luces estaban encendidas y a Francesca le costó un poco localizar la silueta robusta de Giusy, la propietaria del bar, sentada en la última mesa. Francesca la vio concentrada en algo que estaba sobre el mantel. En cuanto Giusy se dio cuenta de su presencia cogió el mantel y lo dobló como para esconder algo.

–¡Hola, Francesca!–dijo la mujer yendo a su encuentro y conduciéndola hacia otra mesa de la sala.

La muchacha se sintió un poco incómoda e intentó excusarse.

–¿Te he interrumpido? Si quieres vuelvo más tarde.

Giusy movió la cabeza y, sonriéndole, la tranquilizó.

–No, no, querida… Estaba haciendo un solitario con las cartas para matar el tiempo, dado que a esta hora todo está vacío.

Luego, girando detrás de la barra le preguntó:

–¿Té o café?

–Café, gracias –y Francesca se sentó mientras observaba a la mujer que trasteaba con la máquina de café.

–Aquí está… Dos cafés bien calientes. Son necesarios con este frío. Son días muy fríos, hace mucho tiempo que no hacía un invierno tan rígido.

Hubo unos minutos de silencio, luego Francesca se armó de valor y le preguntó si había sabido algo del pub.

Giusy respondió que el propietario ya había encontrado un camarero y que ahora ya estaban al completo, pero se apresuró a añadir:

–No te preocupes, querida. ¡Tengo la solución perfecta para ti! ¿Te gustaría trabajar aquí, desde última hora de la tarde hasta la noche?

Francesca se quedó sorprendida por aquella propuesta y con la sonrisa en los labios balbuceó un sí.

–No pareces muy convencida...

–No, qué va, lo estoy… es que no me lo esperaba. Estoy contenta de trabajar aquí y espero aprender todo con rapidez.

Giusy rió mostrando la blanca y perfecta dentadura y añadió:

–Espera antes de agradecérmelo. Tendrás las piernas destrozadas a base de estar de pie.

–¡No me lamentaré, ya verás!

–Bien, finalmente tendré a alguien que me ayude y… que hablará conmigo.

Francesca le lanzó una mirada interrogadora.

Giusy le habló del marido y del único hijo que gestionaban una cadena de ropa en Bulgaria y otra más puesta en marcha en la República Checa.

–De febrero a junio, salvo pequeños periodos de tiempo, se quedan allí y yo me encuentro sola con el bar y con mi anciana madre que quiere volver a su tierra natal y no sabes cuánta lata me da.

–¡Entonces, he llegado justo a tiempo! Sin embrago, te aviso: nunca he trabajado en un bar, deberás enseñarme un montón de cosas.

–No te preocupes. No es difícil. Te espero mañana por la mañana. El bar está cerrado, de esta manera te puedo enseñar a hacer el mejor cappuccino del pueblo. Por la tarde volvemos a abrir, ¿ok?

Francesca se sintió aliviada, es más, le pareció que se sentía feliz, o casi. Mientras se levantaba para irse le dijo que se presentaría puntual a la mañana siguiente a las 8:00.

–Perfecto, querida – concluyó Giusy acompañándola hasta la puerta.

Se quedó observándola mientras recorría a paso ligero la plaza. Parecía delicada y menuda, pero por el modo en que caminaba, veloz y con la cabeza alta, le dio la impresión de una muchacha fuerte y segura de sí misma.

Volvió a la mesita en la que estaba el mantel doblado y lo abrió, alisándolo con las manos.

–Mis cartas nunca se equivocan –se dijo.

Miró fijamente durante unos segundos una de las cartas de tarot:

–Debes ser tú la mujer joven de cabello rubio venida de lejos. Lo único que me deja perpleja es el color de tus cabellos –pensó volviendo a colocar con cuidado las cartas y reponiéndolas en la caja –Estaré cerca de ti, Francesca, porque si realmente eres la muchacha de mis cartas, deberás superar pruebas muy difíciles… Ya veremos.

Francesca, mientras tanto, se había encaminado por el callejón paralelo a la plaza. Avanzaba con paso decidido hacia la ligera cuesta en descenso que conducía al ascensor. Se dijo, complacida, que aquellas botas sin tacón le venían de perlas, dado que las calles del pueblo estaban todas adoquinadas. Lanzó una mirada distraída más allá de la vieja muralla pero el espectáculo que se le presentó ante los ojos hizo que se parase de inmediato. Apoyó los codos en el muro, se cogió el rostro entre las manos sin apartar en absoluto los ojos de las luces que, unas veces densas, otras escasas, recorrían las curvas del pueblo hasta la campiña ya envuelta en la oscuridad.

–De día, cuando hace buen tiempo, incluso se ve el mar.

Una voz a su espalda la sobresaltó, se volvió de repente y se encontró delante del joven que había conocido por la mañana a la entrada del ascensor.

–Perdona, ¿te he asustado? –continuó hablando mientras bajaba el borde del gorro sobre la frente.

Francesca movió la cabeza y explicó:

–Estaba concentrada en el panorama –luego preguntó –¿El mar? ¿Pero cómo es posible? ¿No está demasiado lejos?

También el muchacho apoyó los codos en el muro y explicó:

–Parece muy lejano porque estamos sobre una colina pero no lleva más de una hora llegar a la Riviera.

Su conversación fue interrumpida por la llegada de la cabina que traqueteaba sobre los raíles. Francesca no se movió.

–Bueno, ¿entras? –le dijo el joven yendo hacia el ascensor.

–La calle que lleva hasta abajo es aquella, ¿verdad? –le preguntó Francesca indicándole las pequeñas curvas que se entreveían sobresaliendo desde la muralla.

–Sí, pero es muy larga… ¡con el ascensor es sólo un momento!

Francesca se arrebujó en el chaquetón y dijo:

–Voy a intentar caminar… Un poco de movimiento me hará bien. Hasta luego.

El joven se quedó asombrado mirándola mientras desaparecía en la oscuridad de la calle.

–¡Está loca! –dijo para sí moviendo la cabeza.

Francesca, mientras, con la cabeza baja para protegerse de las imprevistas ráfagas de viento gélido, descendía tranquila la primera curva. Su mente estaba llena de recuerdos de Giorgio. No conseguía sacárselo de la cabeza, no obstante se obligase a pensar en otra cosa. Él siempre estaba con ella, desde la mañana, en cuanto abría los ojos, hasta la noche cuando se dormía. Las pocas veces que se había librado de aquel pensamiento obsesivo había sido cuando había conocido a Giusy.

–Un poco de compañía me hará bien. No debo estar sola, sino no saldré nunca de esta maldita historia. El trabajo en el bar de Giusy me distraerá, espero estar tan ocupada que no tenga tiempo para pensar –meditaba la muchacha siempre con la mirada fija en el suelo.

Decidió pararse un rato para recuperar el aliento, dado que el último tramo de la curva, particularmente inclinado, lo había recorrido casi saltando. En el fondo se abría el callejón que llevaba a su casa. Se le encogió el corazón al pensar en su hermosa casa en el lago, luminosa de día y romántica de noche. Bastaba dar una ojeada afuera para dejarse encantar por las luces tenues de las embarcaciones que se reflejaban en estelas luminosas sobre el agua. Aquella casa había sido un regalo del padre por sus dieciocho años, una sorpresa inesperada para Francesca, que se había encontrado entre las manos las llaves de un lujoso apartamento en la orilla del lago, amueblado totalmente por uno de los más famosos arquitectos de la ciudad. No había ido a vivir enseguida, iba y venía entre su casa y la de sus padres. Al comienzo había sido la casa de las fiestas con los amigos, de las fiestas de pijamas con las amigas, de los cumpleaños ruidosos y multitudinarios de los hermanos, pero en cuanto conoció a Giorgio no quiso irse de aquel lugar y, sobre todo, no quiso tanta gente alrededor. Aquel gran amor le había llenado la vida. Se había hecho mayor con Giorgio, quizás también por los quince años que le llevaba. Se había transformado de muchacha agua y jabón, siempre con pantalón vaquero y chándal, en una mujer. Sabía cuáles eran los gustos del hombre y cada vez que escogía una prenda de ropa, siempre se preguntaba si le podía gustar a Giorgio.

Apartó aquellos pensamientos porque ahora ya había llegado al final de la cuesta, sólo unos pasos y estaría al calor de casa.

–¡Te ha llevado justo diez minutos! –puntualizó el joven del ascensor saliendo de la oscuridad del callejón.

Francesca gritó de miedo.

–Perdona, perdona… ¡pensaba que me habías visto! –se apresuró a decir el joven.

–¡Otro susto como este y me me dará un patatús! –le riñó Francesca yendo directamente hacia casa.

–¡Lo siento, no quería asustarte! –se excusó él, siguiéndola.

Francesca entró en silencio y cerró la puerta con llave.

–¡Es insoportable! –se dijo en cuanto estuvo dentro.

–¡Qué maleducada! –murmuró el muchacho continuando su camino.

Francesca tiró las llaves dentro del pequeño cenicero de cerámica y después de haberse quitado el plumífero se paró delante de la gran ventana. Era una noche espléndida, se dijo, con los ojos vueltos hacia el cielo estrellado. Le dio un escalofrío y se apresuró a añadir leña a la chimenea. Se sentó con las piernas cruzadas en la alfombra de lana y se quedó de esta forma allí, con la espalda apoyada en el sofá, acurrucada por la tibieza del pequeño fuego crepitante. Se cogió la cabeza entre las manos, cerró los ojos y la mente voló de nuevo hacia Giorgio. Se ciñó las rodillas con los brazos y se dio cuenta de que los recuerdos de él siempre se sobreponían a la racionalidad. Echaba mucho de menos a Giorgio. Sentía nostalgia de su voz, de sus abrazos, de su amor envolvente.

Encogió la cabeza al pensar en su primer encuentro: ni siquiera le había gustado, es más, lo había encontrado bastante aburrido y serio.

Se acurrucó en el sofá, apoyó la sien en el apoyabrazos y la mente volvió atrás a aquella tarde de diciembre de cuatro años antes, cuando Giorgio entró en el taller de joyería para comprar un regalo a su madre. Francesca debió armarse de paciencia porque aquel hombre alto y elegante que estaba delante, en su indecisión, le había hecho sacar todas las joyas más refinadas de la tienda. Finalmente, se había dejado guiar por el excelente gusto de la muchacha y había escogido un collar de coral rosa. Francesca recordó haber bufado en cuanto el hombre salió.

–¡Qué cliente más complicado! –se había dicho mientras volvía a poner las joyas en su lugar.

Pero luego Giorgio, los días próximos, había vuelto al negocio para otras compras y una tarde la había invitado a cenar en un pequeño restaurante en las colinas del lago. Francesca se había asombrado aceptando enseguida la invitación, sin siquiera reflexionar y desde aquella noche su historia había comenzado, tan intensa y apabullante que sólo después de diez días, Giorgio se había mudado al apartamento de Francesca. Antes de él había tenido alguna pequeña historia pero nada en comparación con lo que sentía por Giorgio: un fuego inextinguible de pasión, pero no sólo esto, estar con él lo era todo, era complicidad, ternura, empatía, amistad… había sido amor.

De repente el tenue resplandor de la pantalla del teléfono móvil la avisó de la llegada de un sms. Francesca alargó la mano, lo agarró y leyó el nombre del destinatario.

–Papá… –murmuró.

Pulsó una tecla y recorrió con los ojos el contenido:

–Cariño, ¿cuándo vuelves? ¿Lo has pensado? Todos te echamos de menos. ¿Lo sabes? En la tienda hemos vendido todas las estrellas de luz, me he quedado sin… Vuelve a casa.

Se llevó los dedos a un colgante con forma de estrella que le brillaba en el cuello. Lo recorrió con el pulgar y se quedó jugueteando con el pequeño diamante que se movía en el centro de la estrella. Se acordó que había diseñado aquella línea de joyas después de algunos meses de vivir con Giorgio. A ambos les gustaban las estrellas, así que Francesca primero había diseñado y luego fabricado aquellos colgantes, tan delicados y al mismo tiempo tan particulares que no pasaban inadvertidos. En muy poco tiempo había debido repetir la colección, porque las estrellas de luz se habían vendido como rosquillas.

El fuego se estaba nuevamente apagando y la habitación se oscureció. Afuera el viento hacía que se doblase el viejo pino marítimo con repetidos gemidos y las ventanas se quejaban en un monólogo sin fin.

–Cuánto frío hace aquí… Me hubiera gustado no haberme ido.

De mala gana Francesca decidió levantarse, echó otro tronco en la chimenea y volvió con la mirada a escrutar fuera de la ventana. Durante un momento creyó estar en Como. Aquellas luces temblorosas allá abajo en el valle la devolvieron con nostalgia a los recuerdos de su casa.