Ni en un millón de años

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Sueño suspendido

Ignacio C. Sierra

Supongo que lo más terrible que te puede pasar nada más despertar es saber que tienes una muerte casi asegurada. Todos morimos, algún día. Al comenzar la misión, la esperanza de vida en el país de un varón de mi nivel de ingresos era de noventa y cinco años. Simplificando aquí y allá —para algo soy ingeniero— la probabilidad de que una mañana me levantase por última vez rondaba un 0.0024%. Eso me permitía abordar el día sin pensar constantemente en preparar un memorable epitafio para mi lápida, aunque nimiedades como recoger tarde a mis hijos del colegio cobraban una relevancia desproporcionada. Si el porcentaje hubiera sido un 100%, por supuesto habría condicionado mi —último— día. Modelando la angustia como una función continua, el Teorema de Bolzano garantiza que hay al menos una probabilidad donde la muerte se convierte en tu principal preocupación. Dudo cuál habría sido ese porcentaje.

Siempre he sido un tipo con mala suerte. Mis tostadas no solo caían del lado de la mermelada, sino que, además, lo hacían sobre la cucharilla de mi taza del café y lo catapultaban para crear chorreantes manchas sobre el único cuadro que valía algo de mi salón, que además era de mi mujer. Mucha, mala, suerte. Si me tocaba algo en la feria, prefería el bolígrafo al sobre sorpresa. Mientras mis amigos tenían planes be por si algo salía mal, yo tenía hasta planes zeta. Si me hubiesen preguntado hace pocos años, habría dicho que, más allá del 1% de posibilidades de morir, mi día sería un infierno.

Y ahora sabía que, cuando despertase, ese porcentaje se acercaría al 40%.

Abandono mi sueño centenario aguijoneado con una descarga eléctrica que dura varios segundos. Esa descarga se propaga por el gel criogénico y penetra por cada uno de los poros de mi piel, por mis oídos, por mi boca, llena mi tráquea, activa los alveolos. Acciona mis atrofiados músculos, que se tensan poniendo a prueba la descalcificación de mis huesos. Grito. Grito como si infinitas pirañas estuviesen clavando sus afilados dientes en cada célula de mi cuerpo y retorciendo sus fauces intentando descomponerme desde mi propio interior. El gel es denso, el sonido apenas llega a mis oídos como un débil lamento y, por supuesto, no puede escapar de la cápsula que me preserva. Sé que la descarga detiene los nubots que han mantenido vivo mi organismo durante la inactividad de estos siglos y enciende otros que lucharán contra ese 40% de posibilidades de morir al despertar del estado de criopreservación en este viaje espacial.

Por fin la descarga para, las pirañas desaparecen y noto un latido. Un pequeño big bang en mi pecho, un volcán dormido cuya erupción llena de magma candente mis arterias, y ardo. En los últimos minutos mi cuerpo ha experimentado un diferencial térmico de más de doscientos grados y, aunque yo todavía estaba detenido, mis tejidos lo recuerdan y se retuercen, vibran, se dilatan. Me siento como una nuez empapada, llena de mil millones de hormigas rojas frenéticas peleando entre ellas y mordiendo la cáscara buscando una salida.

Una vez, de pequeño, me levanté gritando, pataleando, golpeando mi colchón, implorando que alguien viniese en mi ayuda. No podía abrir los ojos, no sabía qué me ocurría. Me imaginé ciego para el resto de mis días, con las pestañas fusionadas, acartonadas, con un bastón blanco, solo, atrapado en mi oscuridad. Escuché la puerta de la habitación abrirse y la tibieza de la voz de mi madre. Tras tranquilizarme, desapareció, dejándome de nuevo aislado de la realidad. Al poco tiempo volvió con una toalla empapada de agua caliente y me limpió las legañas que, resecas, habían sellado mis ojos. La recuerdo abrazándome, secándome las lágrimas, diciéndome que todo estaba bien, que no hay oscuridad que dure para siempre.

Abro los ojos con la duda de quien lleva con ellos cerrados una noche de más de doscientos años. El gel había impedido que se formase un candado de legañas y no necesité a mi madre esta vez, solo la fuerza de voluntad para atreverme a ver el futuro. Si las glándulas lagrimales hubiesen tenido tiempo de despertar, habría llorado con la emoción de ver la estrella binaria objetivo de nuestro viaje. Allá, Sirio, ladrándome desde la constelación Canis Maior, moviendo el rabo, vibrando ante la llegada de Agni Kalpa con su nuevos dueños. La nave forma un triángulo isósceles con las dos estrellas blancas que la componen, y pienso que, si pudiese trazar una línea recta de más de ocho años luz, ahora mismo estaría alineado con Giza, en Egipto. De la base del triángulo nos separan cuarenta unidades astronómicas. Allá, las dos esferas en medio del vacío. Ni rastro de Sirio C, la hipotética enana roja con la que algunos especulaban. Aquí, tras el cristal de la cubierta de la nave, tras el vidrio de la cápsula, las dos esferas de mis ojos que, tras haber disfrutado del primer paisaje del espacio exterior, se acostumbran a ver a través del gel y analizan la situación actual.

Veo que el indicador de estado no está en verde, ni siquiera en amarillo, y es en ese momento cuando me arrepiento de haber perdido unos valiosos segundos antes de ponerme manos a la obra.

La silueta de mi mano se dibuja a contraluz sobre el brillante rojo que indica que algo va mal, muy mal. Como un automatismo, las lecciones aprendidas durante el entrenamiento para la misión vienen a mi mente nítidas. El eyecom, mi única prenda, se activa. Yo no debería haber sido despertado como los lagartos flotando en líquido para embalsamar en los botes del laboratorio de ciencias, en una cápsula cerrada e inundada. Debería haber seguido dormido ya fuera del líquido. Los tubos a los que estoy conectado deberían haberme nutrido y sedado, los nubots estabilizado y solo cuando mi cuerpo hubiese estado preparado para el trabajo ser despertado. Quizá los medicamentos que me debían proteger del dolor y mantenerme dormido se hayan estropeado a lo largo del viaje o su bombeo apagado o la temperatura de la nave no haya sido suficientemente constante. Quién sabe. Si llegar a la luna se comparaba con hacer hoyo con una pelota de golf de un golpe desde Nueva York a París, conseguir llevar a una tripulación de humanos criogenizados a Sirio era como conseguir atravesar los arcos de la Torre Eiffel, rebotar en la Torre de Pisa para, aprovechando el ángulo, llegar a la Gran Muralla y rodar desde Heita hasta el pequeño vaso en el que el mendigo Chang Li recoge limosna junto a un puesto de fideos. Ahora mismo yo soy esa pelota, rebotando en los bordes del vaso, a punto de salirme tras la infinidad de carambolas para traerme hasta aquí.

La presión del gel expandiéndose al haber ganado temperatura es lo primero que tengo que abordar. Mis costillas se marcan tras el pellejo en el que me he convertido y las noto cediendo, doblándose hacia dentro porque todavía mis pulmones están vacíos. El primer paso del procedimiento de emergencia que me aparece en el eyecom es activar la burbuja de oxígeno, mi límite de la apnea inicial se acerca veloz.

Sin apenas nutrientes, en este estado, mover las extremidades supondría un esfuerzo hercúleo. El gel me mantiene suspendido y vencer su resistencia exigiría una energía que no tengo. El eyecom está en modo emergencia y activar la burbuja es una de las opciones más al alcance con el control ocular. Al menos eso sigue funcionando. La miro, invierto mi último impulso en abrir el ojo aún más y al hacerlo consigo activar esa opción. Noto activarse el implante de emergencia alojado en mi tórax. Tras un silbido, mis pulmones se hinchan como un airbag. La tercera ley de Newton no perdona y el llenado explosivo me empuja al fondo de la cápsula. Mi piel, hipersensible por el gel, parece resquebrajarse en mil fragmentos con el golpe contra la fibra de carbono. El eyecom me informa de que la operación ha sido un éxito, aunque no es necesario. Puedo notar el aire rozando mis bronquios, regalándome un par de minutos para evaluar mi estado y continuar el procedimiento.

Sigo vivo. Mi corazón funciona, mis pulmones funcionan —aunque el aire que los llena se agotará en breve—, mis ojos funcionan. Hasta ahí las buenas noticias. Las cápsulas no tienen un sistema de respiración adicional —la gente congelada no respira— ni un sistema de comunicación con el exterior —la gente congelada no habla—. La probabilidad de hallarse en el estado en el que me encuentro ahora era tan remota que añadir esos sistemas solo incrementaba los fallos posibles y los riesgos de contaminación de la cápsula. No se puede tener todo, supongo.

El eyecom funciona y parece estar comunicado correctamente con la nave. En el centro de control un piloto estará parpadeando rojo. Si pudiese hacerlo, cruzaría los dedos para que ya haya algún despertado responsable de nuestra monitorización y ahora mismo esté corriendo hacia aquí o pulsando botones para mantenerme en el lado correcto del 40% de las posibilidades de sobrevivir.

El gel me presiona convirtiendo cada movimiento en un proyecto imposible. En el eyecom palpita urgente la opción de apertura de emergencia. Sopeso mis opciones, que básicamente se reducen a tres. La primera es tirar de la cadena y ser expulsado al suelo de la nave, donde quizá pueda recurrir, ahí sí, a sistemas de asistencia a la tripulación despertada. La segunda es intentar reanudar la criogenización, disparando la congelación del gel y reactivando los sistemas de alimentación y medicación. La tercera es recordar aquellas noches de campamento con el césped rozándome en las orejas, rendirme al espectáculo que brinda Canis Maior en el firmamento y morir.

El eyecom muestra un cronómetro desde que activé la burbuja. Llevo veinte segundos. Mi récord de apnea en los entrenamientos de la agencia fueron ciento cuarenta, pero era doscientos años más joven, no me habían despertado electrocutándome y no había tenido que inyectarme oxígeno de un compartimento torácico. Con suerte me quedan cien. Noventa y nueve.

 

Aunque la teoría dice que el sistema de criogenización puede retomarse en segundos, mi madre siempre insistía en que nada de descongelar y volver a congelar la comida, así que opto por tirar de la cadena. Activo la opción de apertura de emergencia en el eyecom y escucho bajo mi espalda cómo un motor arranca para rotar la cubierta de vidrio y liberarme. Me habría gustado poder tocarla, verme en el reflejo mientras se mueve y completar la cinematográfica pose con una sonrisa a medida que el gel se vierte en el suelo y yo emerjo de forma épica. Pero estoy ridículamente aplastado en el fondo del huevo y casi no me puedo mover. Y algo no va bien. Apenas veo el cristal desplazarse. Las pegatinas que indican las medidas de seguridad externas me sirven de referencia, avanzan y retroceden un milímetro. Noto el motor sufrir. Avanzan y retroceden. El motor se para. La compuerta está atascada. Quizá el golpe contra el suelo causado por el impulso de la inyección de oxígeno haya estropeado algo. Quién sabe. Tengo veinte segundos menos y mi primera opción se ha ido por el desagüe.

Me toca comprobar si la recomendación de mi madre sobre volver a congelar se puede extrapolar de los filetes de ternera a un pellejo de humano. El proceso tiene tres patas —si fuese una mesa no podría cojear, es curioso cómo, a pesar de la situación, mi cerebro sigue siendo adicto al humor absurdo—: nutrientes, medicación y gel criogénico. Como lo más lento es el gel, ya que las inercias térmicas no son fáciles de vencer, es lo primero que activo. En unos segundos comenzará a cambiar su estado, pasando de la actual transparencia absoluta a una apariencia brumosa, turbia, y su temperatura comenzará a bajar de forma acelerada. También se dilatará, imperceptible para el ojo, pero infinitamente doloroso en cada poro por donde se cuela. El eyecom reporta que el estado de la conexión de alimentos es correcto, pero está pausada. La retomo en modo hibernación, sin mirar el menú para las próximas décadas, lo que recomiende el chef. La transmisión de medicamentos arroja un estado menos halagüeño. El cóctel químico para dejarme dormido, anestesiado y a un consumo mínimo de energía solo funciona a medio gas. Algunos de los componentes parecen haberse degradado y va a doler más de lo que debería. Es algo que ya estoy notando. Mi piel empieza a arder a medida que el gel se turba. Debería parar la criogenización unos segundos, apurando un poco más la apnea, para activarlo en el último instante, cuando la droga ya haya hecho efecto. Comienzo a notarme más nervioso y sé que eso va a hacer que los segundos pasen más rápido. Noto el volcán acelerando su erupción. Necesito mantener los ojos abiertos para controlar el eyecom, pero hacerlo cuando el gel está enfriándose es tener miles de alfileres que pasan de rozarte la córnea a clavarse en tu pupila camino del cristalino. No me puedo permitir el lujo de gritar, pero lo hago y mi cuenta mental de los segundos que me quedan baja aún más.

Entre nubes de gel contemplo por última vez el espectáculo de la estrella más brillante y pienso que, si nos lanzamos a esta aventura para robarle su luz, quizá lo mejor que puede pasar es que estemos fallando como yo, tan cerca de caer en el agujero. Quizá nos debimos conformar con construir pirámides en su honor en los nuevos desiertos que generamos.

La droga no llega y estoy despierto cuando el frío anula mi volcán, y sé que eso no es bueno. Me agito instintivamente intentando paliar el dolor de mi corazón parándose a medida que sus paredes se endurecen por el gel. El sistema nervioso es lo último en congelarse, así que voy a sentir todo el dolor que un humano puede sentir.

El procedimiento de emergencia me indica que, si he seguido los pasos correctamente, entraré en un sueño plácido. Una cara sonriente en el eyecom me desea buenas noches.

Ya no estoy encerrado en la nave, que dejé de ver cuando el gel se enturbió. Ya no estoy encerrado en la cápsula, que dejé de ver cuando la congelación destrozó mis ojos.

Durante un instante estoy solo encerrado en el cerebro. Aislado de la realidad por un sistema nervioso inutilizado, la ciencia me regala dos últimos segundos de existencia pura, en forma de conciencia, y me siento libre en mi encierro, aunque estrictamente hablando no puedo sentir nada. Imagino mi cuerpo suspendido como un pedazo de fruta en la gelatina que hacía mi madre, que me diría que tenía razón, que no fue buena idea volver a congelar el filete, y si pudiese mover mis músculos sonreiría por lo curioso de dedicar mi último pensamiento a mi humor absurdo.

EPÍLOGO

En la cabina de control, la consola muestra una matriz de puntos luminosos con el estado de criogenización de la tripulación. Uno de ellos parpadea en rojo vivo, pero no hay nadie mirando el monitor. Otros dos puntos están apagados. Esas cápsulas aumentaron la temperatura del gel despacio, en orden, y siguieron inyectando nutrientes y el cóctel narcótico hasta que los cuerpos que albergaban estaban preparados para retomar la aventura. Los cristales ya estaban abiertos cuando los dos primeros despertados abrieron los ojos en una cápsula libre de gel y por instinto se irguieron para respirar el aire de la nave, ligeramente viciado, pero válido. El primero fue el comandante, que se puso el mono de trabajo colgado frente a su cápsula y fue a la cabina a comprobar que la misión progresaba adecuadamente. Poco después llegó la segunda de a bordo y cruzaron unas pocas, frías, palabras rutinarias sobre mensajes. Al parecer, la estimación del 40% de fallecidos había sido pesimista y, por ahora, solo un 20% no había conseguido sobrevivir a la criogenización. Con todo en orden y los sistemas automáticos trabajando correctamente, celebraron volverse a encontrar tras un instante de doscientos años. Buscaron dejar atrás el frío gel y volver a la vida con el calor de sus bocas, de sus cuerpos. Sus eyecoms estaban guardados en los bolsillos de sus monos, amontonados en un rincón, y ellos desnudos sobre el suelo cuando uno de los puntos verdes comenzó a parpadear en rojo.

Cuando retomaron la misión, el parpadeo había cesado y continuaron el trayecto hacia las dos estrellas binarias.

Prueba número 7

Elisa Rivero

PRUEBA Nº7. AÑO 1261 DESPUÉS DE CRISTO, APROXIMADAMENTE 5200 DESPUÉS DE LA CREACIÓN

—Eres mi ángel, Pyrene —ronronea Nuño mientras rasga las cuerdas de su laúd—. Un ángel salvador venido del cielo.

Ella sonríe y se retira los restos de paja y romero del cabello. Se incorpora y echa un vistazo al jergón de la pequeña Jimena. Su sonrisa se desvanece al leer el dolor en el rostro de la niña. Pyrene humedece un trozo de tela y le limpia los brazos y la cara, cubiertos de laceraciones.

—Dios no dejará que muera. —Nuño se ha puesto la camisa y pasa sus brazos cálidos alrededor de la muchacha—. Confía en su misericordia.

***

PLANETA MADRE, DOS MESES DESPUÉS

—Ponente número mil dos. Acceda al salón, por favor.

Pyrene casi brinca en el asiento al escuchar la llamada en su implante cerebral. Había llegado la hora. La muchacha se estira el traje y avanza entre las miradas hastiadas del resto de doctorandos.

Tres hologramas destacan en la sala blanca, impoluta. Pyrene los saluda con una inclinación de cabeza y sube al estrado.

—Pyrene Uralis, bienvenida al Comité. Soy su evaluadora número Uno —se presenta con voz solemne el holograma de la izquierda. Por el rabillo del ojo, Pyrene identifica a una mujer de edad incierta y piel muy pálida, casi como las paredes de la sala—. Y ellos son los evaluadores Dos y Tres.

Junto a Uno flota el holograma de un joven de sexo indefinido. Tres es un hombre maduro de rostro rojizo, amable quizá. O quizá Pyrene busca esperanzas donde sabe que no las hay.

—Veo que va a exponer un caso de sembrado temprano, la prueba número siete —continúa Uno leyendo el título de la tesis que Pyrene les había enviado a sus implantes cerebrales—. Comience, si es tan amable.

Pyrene asiente, intentando ocultar su nerviosismo. El Comité no lo sabe, pero el número siete es el número de la suerte del planeta objeto del estudio. Qué ironía.

—La finalidad del trabajo es analizar la evolución de la sociedad que se implantó artificialmente en el planeta prototipo para esclarecer el origen y creación de nuestro propio planeta. El sembrado se realizó hace cinco mil doscientos años.

—¿Cómo no se ha evaluado antes? —la interrumpe Tres—. No conozco ningún caso tan antiguo que no haya pasado por el Comité.

—El fichero se traspapeló —se apresura a responder Pyrene. No puede permitirse peros tan pronto—. Volvió a encontrarse hace quince meses, durante un traspaso de documentación del formato electrónico al cerebral. Entonces, se me asignó su estudio.

Los evaluadores intercambian una mirada de asombro. Tres la invita a continuar.

—Como decía, el sembrado de los primeros hombres fue realizado hace cinco milenios por Zeus Yahvé. —Pyrene había dudado si mencionar al científico, pero sabe que los evaluadores se enterarían tarde o temprano. Zeus tenía fama de arruinar los experimentos, y este era el ejemplo perfecto—. La expansión inicial parece que fue exitosa.

—¿Parece? ¿No ha desarrollado esa sociedad cultura documental? —pregunta Dos. El escepticismo comienza a gestarse en su rostro ambiguo.

—Sí… los registros tempranos son dudosos. Se dio una escisión lingüística severa y han tenido problemas a la hora de recopilar y traducir los documentos antiguos.

—¿Cuántas lenguas?

—Unas siete mil lenguas pertenecientes a veinte familias.

Pyrene siente vergüenza al citar esa cifra desorbitada. Después, la siente de avergonzarse. Un año atrás habría pensado, como el Comité, que la diversidad lingüística era un estorbo, una piedra en el camino hacia el desarrollo y la unidad. Pero ahora Pyrene tiene los recuerdos de su viaje: los dulces versos de Nuño, los balbuceos de Jimena, las tristes canciones de Zoraida…

—Los registros más antiguos están recogidos en los libros llamados Biblia y Torá. Narran la creación del planeta y del hombre de forma poética e inexacta —prosigue la muchacha.

—Entiendo que han llegado entonces a adivinar el origen exógeno de su creación —dice Dos.

—Más que en un conjunto de creadores, ellos creen en uno único. En un dios.

—Otra sociedad monoteísta… —Tres niega con la cabeza—. ¿De dónde han sacado esa idea?

—Mi teoría es que Zeus les hizo llegar un mensaje, ya que uno de los nombres de ese dios era Yahvé, como el apellido del científico.

Pyrene sabe que la ponencia se le está yendo de las manos. Pronto, los evaluadores comenzarán a hacerle preguntas sobre ese dios y llegarán a la terrible verdad que ella pretende ocultar o, al menos, disfrazar. Su única esperanza es mostrarles la belleza que ella encontró durante su visita a ese planeta. Busca en los recuerdos almacenados en su implante cerebral y reproduce una canción.

Las notas tímidas del laúd gotean en la sala blanca. Tan diferentes a la música personalizada y, a la vez, impersonal de los generadores musicales automáticos. La muchacha estudia las reacciones de los evaluadores. El rostro de Uno permanece impasible, mientras que Dos esgrime una mueca de disgusto. Tres mira en derredor, como si buscara el origen o el significado de la melodía.

La voz de Nuño resuena entonces entre las paredes y Pyrene se estremece, como la primera vez que le oyó cantar junto a la hoguera. Era una canción de amor, una de tantas que Nuño le había recitado y que, probablemente, jamás volvería a escuchar.

El escenario no le hace justicia. La muchacha solicita acceso a la sala para activar las imágenes holográficas y mostrarles la escena, pero Uno lo deniega. La música se corta de pronto y un silencio cruel los envuelve.

—Ya vemos que tienen música, sigamos con aspectos más técnicos —asevera Dos—. ¿Nivel de desarrollo de la medicina?

—Depende de la zona. En general, nivel dos de diez —responde Pyrene encajando el golpe—. Pero unos siglos atrás alcanzaron el nivel tres y no creo que tarden en recuperarlo.

—¿Por qué lo perdieron? ¿Hay involuciones en más áreas?

—Existe una involución generalizada de las ciencias y la sociedad. Las causas son múltiples: enfriamiento global por mínimo solar, caída de un gran imperio, plagas…

—Múltiples guerras, por lo que veo en el informe —la interrumpe Uno—. ¿Causas?

 

—Las de siempre: territorio, recursos, diferencias sociales, religión… Pero parece que están remitiendo. Confío en que, en un siglo o menos, el desarrollo sea favorable.

—Aún no hemos llegado a las predicciones, señorita Uralis.

Pyrene asiente y soporta el interrogatorio con estoicismo: matanzas, quema de patrimonio cultural, extinción de especies animales, esclavitud... Oye su propia voz de abogada que resuena tenue en la sala y la odia. Porque no es la voz de Nuño ni la de Jimena. Y siente que se le escapan esas voces que no le dejan mostrar y que tal vez callen para siempre.

—Muéstrenos su arte, si es tan amable —interviene de pronto Tres.

Ella respinga y la esperanza aletea de nuevo en su pecho. Lo tiene todo preparado. Las paredes blancas de la sala se doblegan y cobran vida, mostrando las maravillas de ese mundo: los templos y esculturas de Grecia, la imponente pirámide en Giza, el sol entrando por la cámara del dolmen de Antequera, los códices decorados con esmero en los monasterios... Tal es su emoción que apenas presta atención a los evaluadores.

La presentación que había preparado se acaba, pero ella busca con avidez en su implante, mezclando ya el arte con escenas íntimas: Zoraida bailando bajo la luz de la luna en su jardín; a escasos kilómetros de aquel palacio moro, hacia el norte, el vecino de Nuño tallando un pequeño caballito de madera para su hijo; Jimena trenzando cestas, antes de caer enferma…

—Es suficiente.

Dos desactiva los hologramas y las luces y colores de la pared se arrugan y mueren como las hojas en otoño. Pyrene mira desorientada hacia los evaluadores: los ojos de Tres brillan y la muchacha juraría que está a punto de aplaudir.

—En resumen —comienza Uno en tono neutro—, la prueba número siete ha sido uno de los mayores fracasos de los experimentos de sembrado. Solo ha sobrevivido hasta ahora por haber permanecido oculto. La resolución es clara.

—No… —Pyrene tiembla visiblemente—. No podemos condenarlos. Apenas han gastado una centésima del tiempo que hemos tenido nosotros para alcanzar este estado. No siempre fuimos pacíficos ni igualitarios.

—Pero nunca nos masacramos así, por un dios inventado. —Dos reproduce una imagen del archivo de Pyrene: las cruzadas—. Ni en un millón de años podrían enmendarlo.

—¡Ni siquiera sabemos de dónde venimos nosotros! —Pyrene alza la voz y no es consciente de las lágrimas que ruedan por sus mejillas—. Quizá exista otro planeta superior con un tribunal que nos está juzgando en este mismo instante… Puede que, al ver cómo destruimos a nuestra propia creación, decida que tampoco somos dignos. Puede que…

—¡Silencio! —El rostro de Uno se desencaja al fin, liberándose de su máscara—. No sabes nada, chiquilla. Ese planeta será destruido. La sentencia es firme.

Los hologramas de los evaluadores se desvanecen y la sala impoluta parece gritarle su derrota.

—Ponente número mil dos, abandone el salón, por favor. Ponente número mil tres, acceda al salón, por favor.

Pyrene se tambalea hacia la puerta e ignora las miradas aburridas, blancas, del resto de doctorandos. Sale boqueando hasta la calle e inspira el aire purificado e inodoro que emiten los árboles artificiales. Ni rastro de olor a romero.

La muchacha se sienta en el suelo y llora porque no pudo ser el ángel salvador de Jimena, porque Nuño no será el Hércules que la entierre bajo una montaña cuando muera. Llora por la prueba número siete y por los otros cientos de planetas que fueron destruidos simplemente porque no estuvieron a la altura de un comité.

Entonces nota un golpecito en el hombro y se gira. A su lado, en carne y hueso, sonríe el evaluador Tres.

—Hola, Pyrene. Me ha gustado mucho tu exposición. Es una pena que se haya traspapelado.

—¿Qué quiere decir? —murmura la muchacha conteniendo los sollozos que sacuden su pecho.

—No les molestaremos más, a los de la prueba número siete. Seguro que saben apañárselas con tu ayuda.

—¿Y Uno y Dos? —Pyrene se levanta y mira a Tres con incredulidad. Con esperanza.

—No te preocupes por ellos, ya se han olvidado del caso. No entendían de misericordia.

Tres le guiña un ojo y se evapora, teleportándose a quién sabe qué mundo. Y Pyrene sonríe y murmura su noticia al viento, que ya casi sabe a romero.

—Ya vuelvo, Nuño. Lo hemos conseguido.

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