Repertorio de la desesperación

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Declaración del reo (confesión)

Se procedía luego a tomar la declaración del reo bajo juramento en los casos de tentativa. El juez indagaba su nombre, edad, calidad, vecindad y oficio; si alguien lo había herido; cómo y dónde consiguió el instrumento empleado para lesionarse; cómo y por qué había cometido el delito de herirse a sí mismo; y lo demás que considerara importante. En materia criminal, la confesión no era suficiente para condenar a un acusado si no había otras pruebas, pues podría suceder —como anota Escriche— que una persona declarase haber cometido un crimen cuyo autor se ignorase, para procurarse la muerte y acabar con una vida que le fuese insoportable.87 Si el reo era indígena o menor de 25 años se le nombraba un curador.

La confesión como práctica judicial en el suicidio es interesante. Las confesiones de los reos que realizaban una tentativa de suicidio revelan aspectos clave para pensar esta conducta. La confesión no solo es “la declaración escrita u oral mediante la cual uno reconoce haber dicho o hecho algo”88 (práctica que está inmersa en tejidos rituales densos), también hay confesión dentro de una relación de poder (definida institucionalmente) en la que aquella brinda oportunidad de ejercerse sobre quien confiesa; ella suscita o refuerza una relación de poder que se despliega sobre el confesante. La confesión es muy compleja, es un acto verbal mediante el cual el sujeto plantea una afirmación sobre lo que él mismo es, se compromete con esa verdad, se pone en una relación de dependencia con respecto a otro.89 La confesión de un delito —o de una tentativa— y la declaración de si el reo realizó o no la conducta punible no es suficiente, también es necesario que el acusado diga quién es él. Esto se observa en las preguntas que hace el juez a los inculpados en los procesos criminales. No busca solo que el reo diga si cometió o no la conducta de la cual se le acusa, sino que debe decir cómo lo hizo, por qué, qué pensaba al hacerlo y qué sentido da a su gesto; es, por tanto, una especie de examen de conciencia que se realiza frente al juez. Todo esto va a formar parte de los elementos que el juez considerará en el momento de dictar su sentencia. Para la indagación histórica sobre la muerte voluntaria, la confesión es trascendental, pues permite acercarse, en cierta medida, a la interioridad del procesado. Eso sin descartar que con frecuencia los acusados podían desplegar estrategias particulares en una confesión, ante el tribunal de justicia, para intentar salvarse o aminorar la pena.

La parte plenaria del proceso

Concluida la confesión, comenzaba la fase plenaria. Si la causa se seguía de oficio, como sucedió en la mayor parte de los casos analizados aquí, el juez nombraba un fiscal para que formalizara la acusación y, luego, el defensor del reo exponía sus argumentos. Posteriormente, el fiscal, que era una especie de “acusador público”, pedía de oficio el castigo de los delitos que ofendían a la sociedad; hablaba en el tribunal después del abogado defensor, en busca de destruir las razones de la defensa.90 Al final, el juez, en atención a todas las pruebas e informaciones derivadas del proceso, dictaba sentencia, es decir, resolvía sobre el asunto principal, condenando o absolviendo al reo (vivo o muerto). En caso de condena, se le imponía una pena.

Las penas

El castigo es un aspecto turbador que suscita emociones, en ocasiones, violentas, conflictos de intereses y divergencias. Las leyes prescribían penas para el suicida, que recaían sobre sus bienes, su cadáver y su memoria. Si se trataba de una tentativa, las sanciones que más se usaron para este delito en el periodo estudiado, además del embargo (confiscación) de bienes, fueron los trabajos en obras públicas.

El embargo de bienes

Se entiende por embargo de bienes “la retención de aquellos, hecho con mandamiento de juez competente, por razón de deuda o delito”.91 Según Lardizábal, si se consideraba el gran aprecio de los hombres por el dinero, por el apego que le tienen, era fácil entender que las sanciones pecuniarias pudieran servir muchas veces para castigar oportunamente y para contener ciertos excesos, sin necesidad de recurrir a castigos más graves. Sin embargo, considera necesario guardar las debidas proporciones entre el delito y este tipo de pena, pues tales sanciones también debían reprimir la insolencia de los ricos, quienes, abusando de sus riquezas, delinquían fiados en ellas. Asimismo, y como se verá en el caso de Francisco Fabrica aquí estudiado, la proporcionalidad entre delito y pena pecuniaria debe observarse para castigar la avaricia de los jueces y de otras personas públicas que fueren legítimamente convencidas de venalidades, “pues no puede haber causa más injusta que los que abusando de su oficio se han enriquecido a costa y con perjuicio del público”.92

Los bienes del suicida habrían de formar parte del fisco, porque este representaba la máxima autoridad de la justicia terrenal, y la injuria a la república que suponía el suicidio podía comprenderse como un crimen de lesa majestad.93

Las Siete Partidas (siglo XIII) establecieron que el homicidio de sí mismo se castigaba con la confiscación de los bienes del difunto en favor del rey.94 Luego, las Ordenanzas reales de Castilla (siglo XV) fijaron una sanción más benigna, pues bastaba con que el suicida tuviera descendientes para que la pena de confiscación no se hiciera efectiva.95 Esta última ley pasó a la Nueva y a la Novísima recopilación de las leyes de España (1805), que instauran una pena de confiscación igualmente condicionada a la inexistencia de herederos descendientes del suicida.96

La confiscación de bienes contó, sin embargo, con la oposición de varios juristas en esta época, pues consideraban que ella hacía sufrir a los inocentes la pena del reo y conducía a los mismos inocentes a la desesperada necesidad de cometer delitos para sobrevivir. Lardizábal anota al respecto: “¡Qué espectáculo tan horrible ver una familia despeñada en el abismo de la miseria y de la infamia por los delitos que otro ha cometido!”.97

Trabajos en obras públicas

Desde el siglo XVI, aunque era una práctica corriente en el mundo clásico, los jueces empezaron de una manera más explícita a sentenciar a los reos a servir forzosamente a la Corona, pero solo fue a partir del siglo XVIII cuando se enviaron más frecuentemente reos condenados al trabajo en obras públicas.98 La imposición de los trabajos forzados en algunas regiones de Europa cumplía funciones de regulación del mercado de trabajo, de control social y cultural de las poblaciones subalternas y de expansión mercantilista y militarista de la monarquía.99 Además, el reformismo borbónico, impregnado del utilitarismo del siglo ilustrado, favoreció el trabajo forzado.100 Este tipo de labor se consideraba una pena corporal y no una forma de encarcelamiento, aunque los reos permanecían recluidos en cárceles durante las noches,101 como se podrá observar en varios casos posteriormente.

La infamia: degradación del cadáver

Desde el momento en el que se consideraba que el muerto era un suicida, comenzaba un proceso destinado a deshumanizar los restos mortales de quien se había atrevido a quitarse la vida. Con una fuerza desmesurada, este proceso expresaba el horror, la repugnancia y la aversión que sentían no solo las autoridades civiles y religiosas, sino una parte de la población frente a este acto.102

Se conocieron como “penas infamantes” aquellas que acababan con el buen nombre y la reputación que tenía un hombre entre las demás personas con las que convivía; era una especie de excomunión laica que privaba a quien había incurrido en ella de toda consideración, rompía todos los vínculos civiles que lo unían a sus conciudadanos y lo dejaban aislado de la sociedad.103

Penas y suplicios de distinto origen dominaron el escenario penal de la monarquía desde la Edad Media hasta el siglo XVIII y, en ocasiones, hasta mediados del siglo XIX. Esa tradición punitiva desplegó múltiples formas de castigar, las cuales involucraban al reo, junto a su familia, su linaje y sus descendientes, cuando se trataba de delitos de traición o de ofensa a la autoridad divina o humana (crimen de lesa majestad). Sus formas más brutales incluyeron tormentos y mutilaciones antes de la ejecución final (pena de muerte), además de procedimientos denigrantes contra el cadáver, exhibiéndolo o mutilándolo para promover el terror hacia la conducta suicida.104 El tratamiento infamante al cadáver fue una de las penas que se revelan como más impresionantes para las sensibilidades contemporáneas y fue un castigo frecuente para quienes se suicidaban durante el periodo estudiado.

Por su parte, desde la Edad Media hasta el siglo XVIII, los procesos realizados a cadáveres constituyeron una práctica extendida (y una excepción al principio per mortem extinguitur omne crimen),105 destinada a subrayar la infamia del acto suicida y la fuerza de su reprobación social y religiosa.

La finalidad de estas penas es compleja. El cuerpo del condenado estaba claramente en el centro de esta “liturgia penal”. Con el arrastramiento del cadáver, se trataba de ensuciar y maltratar materialmente el cuerpo y simbólicamente el alma del suicida; podía ser, asimismo, un medio de deshumanización y un signo de la condena que esperaba al suicida. En cuanto al rechazo del cadáver, en él se purga al cuerpo social de la mancha (macula) que constituye el crimen: combina el ostracismo, la necesidad de superar el crimen y de reestablecer el orden social roto por el acto suicida. En sus múltiples aspectos simbólicos, este ritual que estropeaba la memoria del suicida tenía también como función marcar los espíritus, inspirar horror al crimen e incitar a los individuos a rechazar el suicidio. La exposición del cuerpo, que parece ser una constante del ritual punitivo, reviste una función “ejemplarizante” y de disuasión, o, incluso, podía tener una finalidad pedagógica.106

 

Una pena que se usó frente a la muerte voluntaria en la Nueva Granada fue la exposición del cadáver del condenado en forma itinerante por las calles, atado a una mula y desnudo del medio cuerpo para arriba; el cadáver se podía dejar tirado en distintos lugares. Su objetivo, además de aterrorizar, era dañar el alma, el recuerdo y la opinión que los vecinos pudieran tener de la persona y de su acto funesto. Es lo que sucede, por ejemplo, con la pena impuesta a los cadáveres de los esclavos suicidas Ambrosio Mosquera e Ignacio Manrique, como se verá.

La afirmación pública del desprecio a la ley divina que constituía el suicidio era un signo de perversidad radical que no podía mover a la indulgencia. La severidad y ejemplaridad del castigo revestía una forma y una función públicas.107 Se ha visto en este fenómeno la dramatización de un teatro del poder o la manera simbólica en que se mostraban los rasgos más esenciales de unas relaciones de dominación.108

Estas penas eran efectuadas por un verdugo, que se definía como el “ejecutor de las penas de muerte y otras, que se dan corporales, como de azotes, tormento, etc.”;109 como quien tenía por oficio llevar a efecto las sentencias de condenación a penas aflictivas.110 En España, en el transcurso de la Baja Edad Media, se empezó a designar una persona determinada para llevar a cabo esta labor. A su cargo no estaba solo ejecutar las penas y torturas, también otros menesteres poco apetecidos por la comunidad, como la limpieza de las cloacas, la exposición de los delincuentes a la picota, etc.111 Esta figura del mundo punitivo del Antiguo Régimen ha sido poco estudiada para la Nueva Granada.

***

Las ideas expuestas sobre las formas históricas de pensar el suicidio muestran, entre otras cosas, la paulatina construcción del estigma que se cierne sobre el suicida, su familia o sobre quien sobrevive a un acto de autodestrucción. Así, sobre el suicida recae el rótulo de pecador, criminal, débil, loco y enfermo. El estigma es la marca, la etiqueta, es lo que, durante una interacción, afecta y desacredita la identidad social de alguien.112 Este proceso muestra algunos momentos e ideas que contribuyeron a la construcción del suicida como un “monstruo humano”, según expresión de Michel Foucault, que transgrede la ley, y no solo viola el pacto cívico, también las leyes de la naturaleza.113

La relación de los procedimientos judiciales y los alegatos redactados para juzgar esta conducta permite comprender más claramente los argumentos que esgrimían quienes participaban en los tribunales de justicia (abogados, fiscales y jueces), así como algunos aspectos de las confesiones de los reos, las declaraciones de los testigos y las penas que aplicaban los jueces. Asimismo, muestran un panorama que contribuye al discernimiento de los momentos, las dinámicas y los sentidos del proceso judicial en estos casos particulares.

Notas

1 Diana Cohen Agrest, Por mano propia: Estudio sobre las prácticas suicidas (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2007), 130.

2 Georges Minois, Histoire du suicide: La société occidentale face à la mort volontaire (París: Fayard, 1995), 11.

3 David Hume en su “Ensayo sobre el suicidio” (1777) demuestra el carácter falaz de los argumentos esgrimidos contra este. Para él, no se trataba de un pecado, ni era tampoco un crimen contra la sociedad. Por un lado, para probar que el suicidio no era una transgresión hacia Dios, anota que “la Providencia de la divinidad gobierna toda cosa por leyes generales e inmutables, establecidas desde el comienzo de los tiempos”; por ello, todos los acontecimientos pueden ser calificados de acciones del Todopoderoso. “La vida humana depende de las leyes generales de la materia y del movimiento, por eso no es invadir el trabajo de la Providencia perturbar o modificar estas leyes generales”. Si el hecho de disponer de la vida de uno mismo fuera una reserva del Todopoderoso, si los hombres violaran sus derechos de disponer de su propia vida, sería igualmente criminal actuar para preservarla. “Es una especie de blasfemia” imaginar que una criatura pueda alterar el “orden del mudo o interferir en los asuntos de la Providencia” si decide terminar con su vida. Por otro lado, “un hombre que se retira de la vida no hace mal a la sociedad; solo cesa de hacer el bien, y si esto es un daño, es muy mínimo”. David Hume, “Essai sur le suicide (1777)”, en Essais moraux, politiques et littéraires, edición electrónica realizada a partir del texto David Hume, “Essay on Suicide” (Londres: Smith, 1783) (editada en 1777 sin nombre del autor ni del impresor). Traducción francesa de Martine Bellet (2002), http://classiques.uqac.ca/classiques/Hume_david/essais_moraux_pol_lit/essai_sur_le_suicide/essai_sur_le_suicide.html

Asimismo, Michel de Montaigne en Les essais (París: Quarto, [1580] 1989), 431-449, especialmente el capítulo 3 del libro II, titulado “Une coutume de l’île de Zéa”, en que, inspirándose en Séneca y otros autores, expone su parecer sobre la legitimidad del suicidio.

4 Felipe Rojas, “Voluntaria mors: Apuntes sobre el suicidio en la sociedad y literatura romanas”, en Relección sobre el homicidio y comentario a la cuestión 64 “Sobre el homicidio” de la Suma teológica IIa-IIae de Tomás de Aquino, ed. por Felipe Castañeda (Bogotá, Universidad de los Andes, 2009), 131.

5 Ibid., 139. Para un estudio detenido del suicidio en el mundo romano, véase Yolande Grisé, Le suicide dans la Rome antique (Montreal: Bellarmin, 1982). Es célebre la siguiente exhortación al suicidio de Séneca en Las cartas morales a Lucilio: “Hombre necio, ¿de qué te quejas y qué temes? Mires a donde mires hay un fin a los males. ¿Ves aquel precipicio que abre su boca? Conduce a la libertad. ¿Ves ese torrente, ese río, ese pozo? La libertad mora en ellos. ¿Ves ese árbol atrofiado, reseco y dolido? La libertad cuelga de cada una de sus armas. Tu cuello, tu garganta, tu corazón son otras tantas maneras de escapar de la esclavitud […] ¿Preguntas por el camino de la libertad? Lo encontrarás en todas las venas de tu cuerpo”. Citado en Al Álvarez, El Dios salvaje: Ensayo sobre el suicidio (Santiago de Chile: Hueders, 2014), 65; Barbagli, Farewell to the World: A History of Suicide (Cambridge: Polity Press, 2015), 40-42.

6 Álvarez, El Dios salvaje, 55.

7 Francisco Echarri, Directorio moral que comprende todas las materias de la teología moral, y novísimos decretos de los Sumos Pontífices que han condenado diversas proposiciones (Madrid: Pedro Morera, 1755), 349.

8 En el capítulo XVII del libro i de la Ciudad de Dios, se lee: “De la muerte voluntaria por miedo de la pena o deshonra. Si a ninguno de los hombres es lícito matar a otro de propia autoridad, aunque verdaderamente sea culpado, porque ni la ley divina ni la humana nos da facultad para quitarle la vida; sin duda que el que se mata a sí mismo también es homicida, haciéndose tanto más culpado cuando se dio muerte, cuanta menos razón tuvo para matarse; porque si justamente abominamos de la acción de Judas y la misma verdad condena su deliberación, pues con ahorcarse más acrecentó que satisfizo el crimen de su traición (ya que, desesperado ya de la divina misericordia y pesaroso de su pecado, no dio lugar a arrepentirse y hacer una saludable penitencia), ¿cuánto más debe abstenerse de quitarse la vida el que con muerte tan infeliz nada tiene en sí que castigar? Y en esto hay notable diferencia, porque Judas, cuando se dio muerte, la dio a un hombre malvado, y, con todo, acabó esta vida no solo culpado en la muerte del Redentor, sino en la suya propia, pues aunque se mató por un pecado suyo, en su muerte hizo otro pecado”. Otros capítulos abordan también este problema: capítulos XIX (“De Lucrecia, que se mató por habérsele inferido estupro”) y XX (“Que no existe autoridad que en ningún caso dé a los cristianos el derecho de quitarse a sí propios voluntariamente la vida”). Agustín de Hipona, La ciudad de Dios (Madrid: Imprenta Real, 1793), 1: 78-80.

9 La caridad es uno de los valores centrales de la espiritualidad cristiana, y posee un carácter polisémico. Puede designar la naturaleza de Dios vivo, nombrar un lugar de asistencia (domus caritatis) y llegar, incluso, a “materializarse” y a entenderse como sinónimo de limosna. Sin embargo, caritas es, ante todo, el lazo de amor que crea una relación paternal entre Dios y los hombres, y una relación de fraternidad entre los mismos hombres: para amar a Dios, se debe amar al prójimo, y si se ama a Dios, es preciso amar a los semejantes. Jole Agrimi y Chiara Crisciani, “Charité et assistance dans la civilisation chrétienne médiévale”, en Histoire de la pensé médicale en Occident: Antiquité et Moyen Âge, dir. por Mirko Grmek (París: Seuil, 1996), 10-12.

10 Tomás de Aquino, Suma teológica (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2001), parte II-IIae, cuestión 64, 3: 533-535.

11 Dice santo Tomás: “Cada parte, en cuanto tal, es algo del todo; y un hombre cualquiera es parte de la comunidad y, por lo tanto, todo lo que es pertenece a la comunidad; luego el que se asesina infiere una herida a la comunidad, como Aristóteles indicó”. Ibid., 533-535. Las cursivas son de la autora.

12 Alexander Murray, Suicide in the Middle Ages, vol. 2, The Curse on Self-murder (Oxford University Press, 2000), 324; Barbagli, Farewell to the World, 52-53.

13 Ramón Andrés, Semper dolens: Historia del suicidio en Occidente (Barcelona: Acantilado, 2015), 165.

14 Lo que diferencia esencialmente la actitud del mundo medieval del antiguo ante el suicidio es la pluralidad de opiniones de este último en relación con el monolitismo de principio del cristianismo medieval. Georges Minois, Histoire du suicide, 17, 36 y 57. Respecto a la historia del suicidio en el mundo occidental, véanse, entre otros, Yolande Grisé, Le suicide dans la Rome antique (Montreal: Bellarmin, 1982); Anton J. L. van Hooff, From Autothanasia to Suicide: Self-Killing in Classical Antiquity (Londres: Routledge, 1990); Hugo Francisco Bauzá, Miradas sobre el suicidio (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2018); John C. Weaver y David Wright, eds., Histories of Suicide: International Perspectives on Self-destruction in the Modern World (Toronto: University of Toronto Press, 2009); John C. Weaver, A Sadly Troubled History: The Meanings of Suicide in the Modern Age (Montreal: McGill Queen’s University Press, 2009); Alexander Murray, Suicide in the Middle Ages (Oxford: Oxford University Press, 2000); Michael McDonald y Terence R. Murphy, Sleepless Souls: Suicide in Early Modern England (Oxford: Clarendon Press, 1991); Seymour Perlin, ed., A Handbook for the Study of Suicide (Oxford: Oxford University Press, 1975).

15 Murray, Suicide in the Middle Ages, 2: 42.

16 Andrés, Semper dolens, 159.

17 Gian Franco Frigo, “La disperazione come sfida e rivelazione della natura umana”, en Disperazione: Saggi sulla condizione umana tra filosofia, scienza e arte, ed. por Gian Franco Frigo (Milán: Mimesis, 2010), 13.

18 Real Academia Española, Diccionario de la lengua española (Madrid: Real Academia Española, 1780), 340.

19 Ibid., 340. En la Enciclopedia de Diderot y D’Alembert, ella se define como la inquietud abrumadora del alma, causada por la persuasión de que no se puede obtener un bien que se desea o evitar un mal que se aborrece. Édition Numérique Collaborative et Critique de l’Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers (1751-1772), s. v. “Désespoir”, http://enccre.academie-sciences.fr/encyclopedie/article/v4-2230-0/

 

20 Andrés, Semper dolens, 158; Álvarez, El Dios salvaje, 73.

21 Minois, Histoire du suicide, 41, 42 y 46.

22 Ibid., 51.

23 Los manuales del bien morir (ars moriendi) surgieron en el siglo XV como compendios de la tradición cristiana sobre la muerte, acompañados de imágenes que ilustraban sus enseñanzas. Fomentaban una actitud valiente, positiva y pacífica ante la muerte. Esta se presentaba como la última batalla del hombre por la salvación de su alma, enfrentado a las tentaciones de los demonios y ayudado por las buenas inspiraciones ofrecidas por su ángel de la guarda. Estos manuales comenzaron a circular después del Concilio de Constanza (1414-1417), que puso fin al Cisma de Occidente. Con ellos no solo se buscaba fortalecer la misión pastoral de la Iglesia, también destacar la importancia de la “buena muerte”, para la salvación de las almas. Ana Luisa Haindl Ugarte, “Ars bene moriendi: el arte de la buena muerte”, Revista Chilena de Estudios Medievales, n.º 3 (2013): 90.

24 Minois, Histoire du suicide, 54.

25 Michel Foucault, Histoire de la folie à l’âge classique (París: Gallimard, 1972).

26 Saïd Chebili, Figures de l’animalité dans l’oeuvre de Michel Foucault (París: L’Harmattan, 1999), 11.

27 Minois, Histoire du suicide, 120.

28 Jean Starobinski, La tinta de la melancolía (México: Fondo de Cultura Económica, 2017), 492.

29 Esta obra sintetiza la todopoderosa tradición humoral de la melancolía, mucho tiempo antes de que se desarrollara una interpretación “nerviosa” de la enfermedad, en la cual, sin embargo, se conserva un número importante de nociones de la Antigüedad. Es un resumen que reúne virtualmente todo lo significativo que se había dicho de la melancolía, a lo que se une la memoria de un sinnúmero de historias que cada enfermedad del alma marcó con su propia sombra. Ibid., 146.

30 Saturno, el Dios de la melancolía, ha estado siempre asociado con el plomo, la lentitud y la pesadez. Probablemente se debe a que es un astro poco móvil y más frío que los otros, porque es el planeta más alejado del Sol. Saturno era culpable del destino desdichado del melancólico. Esta conexión estrecha entre Saturno y melancolía parece haber sido firmemente establecida por primera vez por ciertos pensadores árabes del siglo IX. Según sus doctrinas, los astros, los elementos y los humores podían y debían enlazarse con sus colores correspondientes. El color de la bilis negra era oscuro y negro, por lo que también Saturno debía ser frío y seco por naturaleza. Raymond Klibansky, Fritz Saxl y Erwin Panofsky, Saturno y la melancolía: Estudios de historia de la filosofía, de la naturaleza, la religión y el arte (Madrid: Alianza, [1964] 2004), 139-140.

31 Minois, Histoire du suicide, 121.

32 En el tercer libro de Epidemias, de Hipócrates, la palabra “melancólico” indica una disposición más que un estado morboso, lo que establece un nexo con otro de sus libros, De la naturaleza del hombre, decisivo para la doctrina de los cuatro humores, desde el siglo IV a. n. e. Klibansky, Saxl y Panofsky, Saturno y la melancolía, 14.

33 Jackie Pingeaud, “Mélancolie”, en Dictionnaire de la pensée médicale (París: Presses universitaires de France, 2004), 725-730.

34 La influencia de las estaciones también era una de las causas de las enfermedades. De ahí la relación entre los humores, el organismo y la naturaleza. Durante el verano, seco, predomina la bilis negra; durante el invierno, frío, predomina la flema; durante el otoño, húmedo, predomina la bilis amarilla; en la primavera, caliente, predomina la sangre. François Delaporte, “Hippocratisme”, en Dictionnaire de la pensée médicale (París: Presses universitaires de France, 2004), 572.

35 Resulta extraño que, en otra obra del Corpus hipocrático, titulada Aires, aguas y lugares, aparezca otra teoría de los temperamentos, pero allí sus diferencias se imputan al clima y a la raza; no se menciona ni se hace referencia alguna a la teoría de los cuatro humores.

36 Simon Byl, “Humeurs”, en Dictionnaire de la pensée médicale (París: Presses universitaires de France, 2004), 602.

37 Pingeaud, “Mélancolie”, 726.

38 Jean Starobinski, La tinta de la melancolía (México: Fondo de Cultura Económica, 2017), 23.

39 Germán Berríos y Rogelio Luque, “Historia de los trastornos afectivos”, Revista Colombiana de Psiquiatría 40, n.º 5 (2011): 134. Véase, asimismo, G. E. Berrios, “Depressive and Manic States during the 19th Century”, en Depression and Mania, ed. por A. Georgotas y R. Cancro (Nueva York: Elsevier, 1988).

40 Robert Burton, Anatomía de la melancolía (Madrid: Alianza, [1621] 2015), 64.

41 Andrés, Semper dolens, 186.

42 Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana o española (Madrid: Luis Sánchez, impresor del Rey N. S., 1611), 544v.

43 Burton, Anatomía de la melancolía, 85.

44 Minois, Histoire du suicide, 167.

45 Berríos y Luque, “Historia de los trastornos afectivos”, 130-146.

46 El médico escocés William Cullen (1710-1790) denominaba “manía” a la insania universalis (mentalia, corporea, oscura), y en la entrada “manía” del Dictionnaire encyclopédique des sciences médicales se indica que “cualquiera sea su origen, la palabra μανία (manía) fue empleada por médicos, poetas, oradores e historiadores griegos para designar la locura y, particularmente, las formas exaltadas y furiosas de esta enfermedad”. Ibid., 132.

47 Real Academia Española, Diccionario de la lengua española (Madrid: Real Academia Española, 1734), 478.

48 Real Academia Española, Diccionario de la lengua española (Madrid: Real Academia Española, 1822), 512.

49 Minois, Histoire du suicide, 281 y 286.

50 George Rosen, “History”, en A Handbook for the Study of Suicide, ed. por Seymour Perlin (Oxford: Oxford University Press, 1975), 20-22; Andrés, Semper dolens, 303-305; Lester G. Crocker, “The Discussion of Suicide in the Eighteenth Century”, Journal of the History of Ideas 13, n.º 1 (1952): 47-52; Daniela Tinková, Crime, péché, folie au temps du désenchantement du monde: Déicide, suicide, infanticide et l’idée du crime à l’époque des Lumières (Saarbrücken: Presses academiques francophones, 2013).

51 George Rosen, “History”, 20.

52 John C. Weaver y David Wright, eds., Histories of Suicide: International Perspectives on Self-Destruction in the Modern World (Toronto: University of Toronto Press, 2009), http://search.ebscohost.com.ez.urosario.edu.co/login.aspx?direct=true&db=e000xww&AN=468845&lang=es&site=edslive&scope=site

53 Juan Carlos Pérez Jiménez, La mirada del suicida: El enigma y el estigma (Madrid: Plaza y Valdés, 2011), 41.

54 En cuanto a las resonancias culturales de esta postura de Beccaria sobre el suicidio, véase Barbagli, Farewell to the World, CXLIII.

55 Andrés, Semper dolens, 317-318.

56 Sergio García Ramírez, Los reformadores: Beccaria, Howard y el derecho penal ilustrado (México: Instituto Nacional de Ciencias Penales, 2014).

57 Cesare Beccaria, Tratado de los delitos y de las penas (Madrid: Universidad Carlos III, 2015), 69-72.

58 Se entiende por “tentativa” de un delito el acto o actos preparatorios de un crimen que no ha llegado a consumarse. Incurre en ella quien es detenido en la ejecución del delito por circunstancias independientes a su voluntad. Joaquín Escriche, Diccionario razonado de legislación civil, penal, comercial y forense, vol. 3 (México: Impreso en la Oficina de Galván a cargo de Mariano Arévalo, 1837), 686.

59 Germán Colmenares, “Popayán: Una sociedad esclavista 1680-1800”, en Historia económica y social de Colombia, vol. 2 (Bogotá, Tercer Mundo, 1997), 92 y 93.

60 Tamar Herzog, “Sobre la cultura jurídica en la América colonial (siglos XVI-XVIII)”, Anuario de Historia del Derecho Español, n.º 65, 1995, 909.

61 Real Academia Española, Diccionario de la lengua española (Madrid: Real Academia Española, 1791), 296.

62 El papel de la religión era central, porque la justicia era una noción trascendental y abstracta que necesitaba continuamente pasar por un proceso de concreción y aplicación a casos particulares. Herzog, “Sobre la cultura jurídica”, 909.

63 Ibid., 911.

64 Alfonso el Sabio, Siete Partidas (Madrid: Red Ediciones, [1252-1284] 2011), tít. 27, ley 1, 201. Las cursivas son de la autora.

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