Género y juventudes

Text
Read preview
Mark as finished
How to read the book after purchase
Font:Smaller АаLarger Aa

La participación femenina en las culturas juveniles debe explicarse, entonces, en el contexto del reconocimiento de la ciudadanía de las mujeres, es decir, desde el derecho a tener derechos, lo que hace posible, por ejemplo, su incorporación al mercado laboral y a la educación formal o el acceso a los métodos anticonceptivos, entre otras transformaciones que han afectado la vida de las mujeres, en especial la de las jóvenes, al abrir sus posibilidades de vida y desarrollo social tanto como sus formas de expresión y sus identidades (López, 2012). Estos aspectos valen también para el estudio de la juventud de las mujeres indígenas.

En este último caso, los medios de comunicación son un factor de cambio17 tanto en la organización de género, como en las relaciones intergeneracionales, al transmitir imágenes y mensajes de modelos de conducta cada vez menos ajenos para las comunidades indígenas, como son las relaciones amorosas, el cortejo, el noviazgo, el matrimonio, la sexualidad o nuevos papeles femeninos (Urteaga, 2008).

La aceptación o no de estos modelos de conducta está asociada íntimamente con la organización de género, clase y edad, en la que adultos y jóvenes pueden estar en tensión y conflicto, según sea la fuerza de la jerarquía patriarcal y generacional, así como la que tengan los lazos familiares y comunitarios que la construyen (Pérez, 2008a).

Los resultados son varios y complejos, pero referiremos dos de ellos: la demanda de libertad individual y la ruptura de la jerarquía de género. Estos se explican en el marco de los cambios ocurridos en los sistemas tradicionales de reproducción social, trabajados por Patricia Arias (2009), en los que la lucha de las mujeres por la igualdad y participación en las instancias comunitarias forma parte del proceso de modernización de usos y costumbres que está ocurriendo al interior de las sociedades indígenas rurales y urbanas. Los cambios a los que nos referimos se han producido en la economía, en la creciente urbanización de la población indígena, en el aumento del intercambio económico y cultural entre las sociedades indígenas y la mestiza, y en la mayor participación en la educación formal en los distintos niveles escolares. Estos fenómenos ponen en cuestión las prácticas tradicionales, las cuales en algunos momentos y casos se abandonan, pero en otros se modifican y resignifican para poder reproducir las identidades y grupos culturales (Sarmiento y Lozano, 2001).

De esta manera, nos explica Arias, cuando se observa el modelo de reproducción social en las comunidades indígenas puede identificarse que varios de sus elementos se han transformado porque la actividad agrícola ha sido desplazada del lugar central que ocupaba en la economía campesina y, con ello, se ha visto trastocado el manejo centralizado y jerárquico de la producción y la distribución, lo que ha desencadenado una pérdida del valor de la tierra como recurso económico y como herencia (Arias, 2009).

Sin bienes que heredar y sin una actividad que permita la reproducción de un sistema jerárquico de género y generacional, la posibilidad de mayor libertad individual ha producido cambios favorables para los subgrupos anteriormente subordinados en el modelo mesoamericano18 en especial para los jóvenes y las mujeres en diferentes situaciones; ante esto, insistimos, varios usos y costumbres están siendo transformados. Patricia Arias destaca los siguientes cambios: la residencia posmatrimonial neolocal —en una casa independiente— está cada vez más extendida ante la alta “fragmentación de la propiedad, la incertidumbre y tensión respecto al destino de los herederos y el futuro de los recursos heredables” (Arias, 2009: 38); la visibilización de las mujeres “solas” —término que define a las madres solteras, mujeres abandonadas y viudas— y, añadiríamos, las mujeres solteras, quienes al participar cada vez más en el trabajo asalariado y en los flujos migratorios comienzan a adquirir ciertos derechos que se corresponden, más o menos, con las obligaciones económicas que adquieren con su familia y la comunidad.

En este sentido, Martha Patricia Castañeda explica que, al participar más las mujeres con sus ingresos en la economía familiar, se “ha comenzado a modificar el entramado familiar y social basado en la jerarquización tradicional de derechos y deberes rurales” (Castañeda, 2007: 201).

El incremento de los jóvenes y las mujeres en los flujos migratorios “ha minado la capacidad de los grupos domésticos de imponer normas a sus miembros ausentes” (Arias, 2009: 61) y, con ello, se han transformado las relaciones conyugales y generacionales. Todos estos cambios en los usos y costumbres indígenas tienen que ver con la transformación de la condición social de las mujeres.

En el caso de las mujeres jóvenes mixtecas, por ejemplo, es necesario plantear que existen diferentes experiencias relacionadas con la construcción de lo juvenil, ya que las visiones intergeneracionales contrastan y dejan ver las tensiones, conflictos y trasformaciones que se articulan en su condición actual en el asentamiento congregado, por lo que ellas enfrentan un contexto disímil en cuanto a opciones o posibilidades de elección, así como en cuanto a las limitaciones y coyunturas que conlleva el contexto metropolitano en el que se despliega su experiencia de vida.

Con base en los hallazgos etnográficos arriba mencionados, proponemos que las formas de vivir la juventud son variadas y están determinadas por la condición de género en la que cada joven experimenta dicha construcción social en el contexto de un asentamiento mixteco en la ciudad. En este marco, se pueden distinguir algunas formas de ser joven como mujer o varón desde las prácticas cotidianas, en relación con el lugar de nacimiento, la experiencia migratoria, el ser músico —todavía una actividad masculina—, el ser estudiante, empleado o comerciante ambulante.

Es importante señalar que la socialización para el trabajo en la comunidad mixteca resulta trascendente y es un recurso indispensable en la formación de las mujeres y hombres jóvenes; por lo tanto, se convierte en uno de los principales ordenadores en la organización de la familia y en las relaciones de género, incluso para construir sus planes a futuro. Sin embargo, se advierte un cambio social significativo dado que la mayoría de los esfuerzos de las familias mixtecas se fincan en la educación de los hijos —mujeres y hombres— con la expectativa de concluir una instrucción a nivel medio o superior y conseguir un trabajo profesional posteriormente.

En este sentido, la educación de los jóvenes mixtecos es otro elemento que implica una permanencia prolongada o definitiva del grupo doméstico en la metrópoli, y es común la constante integración a éste de parientes y paisanos que buscan seguir sus estudios en dicho contexto. Por ello, abordar las posibilidades de acceso a la instrucción educativa es un indicador en la configuración de lo juvenil en las segundas y terceras generaciones de migrantes mixtecos porque implica la emergencia de una condición juvenil para las mujeres y hombres jóvenes en la comunidad mixteca en el AMM.

En el caso de las jóvenes indígenas estudiadas en la ZMVM, la información recopilada sobre los integrantes de la familia nuclear de origen se analizó a partir de la división entre una generación adulta —conformada por los padres de las jóvenes entrevistadas, nacidos entre las décadas de los cincuenta y los setenta—, y una generación joven —conformada por las propias jóvenes y sus hermanas y hermanos, nacidos entre los años 1980 y 1995—. Aunque presentan características similares en términos de ocupación, existen varias diferencias que devienen de transformaciones socioeconómicas que están impactando en la vida de las familias rurales, y en especial en sus integrantes jóvenes. Se observa, por ejemplo, cierta similitud en los empleos que ocupan ambas generaciones; no obstante, las mujeres y varones de la generación joven tienen que salir de sus comunidades para desarrollar sus actividades económicas de una manera más intensa que la generación de sus padres. Asimismo, la generación joven está totalmente desvinculada de las actividades agrícolas, pero se está incorporando a trabajos en fábricas y maquilas.

En el caso de las mujeres, el trabajo doméstico remunerado constituye una actividad económica tanto para la generación adulta, como para la joven, ya que su socialización las ha capacitado precisamente para realizar tareas domésticas. Esto se vincula con la existencia histórica de un mercado laboral basado en una estructura servil-colonial, clasista y patriarcal19 que, con altas y bajas, ofrece posibilidades a las mujeres indígenas y rurales para la obtención de ingresos, incluso cuando la generación joven está alcanzando niveles escolares más altos que sus antecesoras, lo que no significa mayores oportunidades laborales ya que pesa sobre ellas un sistema económico desigual basado en las diferencias raciales, étnicas y de género.

Los datos proporcionados por las jóvenes respecto al tema de la migración parecen indicar que las mujeres entrevistadas por López (2012) forman parte de una generación que se inserta en una nueva estrategia migratoria, ya no por relevos, como analizó Lourdes Arizpe (1985) en las décadas de los setenta y ochenta, sino que se van sumando sucesivamente a un proceso de dispersión de los hogares, ahora multisituados (Arias, 2009). Las jóvenes reportaron tener hermanas y hermanos en distintos lugares del país y en Estados Unidos. En este contexto migratorio, los adultos parecen estar conformando una generación de transición entre una generación envejecida aún arraigada al campo y otra joven “en diáspora” (Arias, 2009), en la que las jóvenes tienen cada vez mayor participación.

 

La migración trae consigo tensión y conflictos entre las dos generaciones antes mencionadas. Por un lado, por la pérdida de contacto con los integrantes de las localidades y de las familias, que puede ser definitivo; o porque la migración, cada vez más permanente, está dañando los lazos afectivos y las prácticas sociales, además de que surgen problemáticas asociadas con la juventud urbana que están comenzando a aparecer en los medios rurales, como la adicción a las drogas, el embarazo temprano como problema, un mayor número de jóvenes que enfrentan la maternidad solas, el vandalismo y la delincuencia (López, 2012).

B) Las y los jóvenes indígenas migrantes en la ciudad ante la discriminación, explotación y precariedad

En el imaginario social de los habitantes de la ciudad se sostiene la idea de que la población indígena migrante no forma parte de la ciudad porque se piensa que su forma de vida está ligada a la ruralidad, en especial a una representación del “campesino” incompatible con las condiciones de vida en la urbe. De los que logran establecer su residencia en la metrópoli, se espera que se asimilen a la cultura urbana, donde las instituciones y la sociedad “propician y promueven la homogeneización cultural”, no sin la resistencia de “identidades locales subordinadas” (Pérez, 2008b: 47).

Hasta ahora no existe un consenso respecto a cómo referirnos a los pobladores indígenas de la ciudad. En el caso de quienes migran, conforman un grupo heterogéneo por la temporalidad de la migración, por los procesos que los impulsaron a desplazarse y por las formas de asentarse y utilizar el espacio citadino, así como por el tipo de relación que establecen con las instituciones y la sociedad urbanas. Estamos de acuerdo en que denominarlos migrantes indígenas refuerza la exclusión y segregación social porque la categoría encasilla y homogeneiza los diversos grupos y experiencias, además de que muchos de ellos no son migrantes como tales porque ya nacieron en la ciudad, como en el caso de los jóvenes mixtecos en el AMM.

De ahí que se proponga denominar a los grupos o comunidades indígenas ya establecidos en la ciudad como comunidades residentes o radicadas; sin embargo, este término hace pensar que estamos hablando de grupos compactos, capaces de reproducirse culturalmente en la ciudad, y esto ha sido así en el caso de algunas comunidades y grupos étnicos, pero en general encontramos situaciones muy diversas porque también se observan tendencias de concentración por grupos de edad, sexo o estrato socioeconómico; grupos que difícilmente pueden reproducir las prácticas culturales y los lazos comunitarios en el espacio urbano aunque provengan de una misma comunidad.

Yanes (2007) propone referirse a los migrantes indígenas en la ciudad como indígenas urbanos, término que puede servirnos para considerar a individuos o grupos étnicos indígenas que han formado parte de la ciudad o que han hecho de ese espacio su lugar definitivo para vivir. Estos términos pueden ayudar cuando nos referimos a migrantes definitivos, como la comunidad mixteca en cuestión, pero no nos sirven del todo para hacer referencia a la población indígena que viene a la ciudad en determinadas temporadas del año para comercializar sus productos, o a grupos que vienen a la ciudad en determinadas circunstancias y en momentos precisos de su ciclo de vida, como pueden ser los estudiantes y los jóvenes trabajadores.

A pesar de esta discusión, que ha desempeñado un papel importante para que las organizaciones indígenas en la ciudad demanden derechos a las instituciones urbanas, consideramos que el término a utilizar para denominar a un grupo indígena que está presente en la ciudad debe ser competente con su situación específica; particularmente debemos ser capaces de identificar las diferentes concepciones que tienen los sujetos denominados como indígenas sobre esta etiqueta. En el caso de los jóvenes mixtecos, se puede advertir un proceso de resignificación tanto de la heteroadscripción de la categoría “indígena” impuesta por los medios de comunicación, las instituciones y la sociedad local en general, como de la condición étnica, que se reconfigura a partir de nuevos vínculos e interacciones, lo cual ha contribuido a un reconocimiento social y a un autorreconocimiento. De esta manera, se revalora la presencia y visibilidad de la comunidad mixteca desde sus diferentes manifestaciones socioculturales en distintos ámbitos de la vida metropolitana en Monterrey.

En cuanto a los jóvenes mixtecos en las instituciones educativas y los procesos de integración, comienza una nueva situación en las relaciones interculturales que permite la reafirmación de su identidad étnica y dejar de lado el ocultamiento o la negación de la misma. En la actualidad, ellos apelan a su condición juvenil, resignifican su origen étnico, y reconocen y hacen uso de ciertas heteroadscripciones para obtener beneficios. Esto ocurre como resultado de las intensas relaciones interétnicas e interculturales que han establecido durante su proceso de asentamiento en el AMM. En este marco, construyen su experiencia en dicho contexto seleccionando, incorporando, adoptando y resignificando sus referentes identitarios desde su condición juvenil e indígena.

Lo anterior contrasta con la experiencia de las jóvenes indígenas migrantes estudiadas en la ZMVM. Por ejemplo, obtener de ellas los datos relacionados con el uso de alguna lengua indígena implicaba para la investigadora una forma de control identitario para categorizar a estas jóvenes como indígenas; sin embargo, para las jóvenes se trataba de un signo que las colocaba en la mira de la discriminación. Por ello, en un primer momento intentaban ocultar su procedencia étnica negando ser hablantes de una lengua indígena, e incluso trataban de urbanizar su procedencia mencionando el nombre de otra ciudad, y no de una comunidad, como lugar de nacimiento. Eso ocurrió en el caso de las jóvenes mazahua, quienes eran muy conscientes de la discriminación de la que eran objeto si en la ciudad se las identificaba bajo la categoría de “campesinas” o “indias”. Esto se debe a que la historia migratoria a la ZMVM por parte de las comunidades mazahua ha estado marcada por fuertes conflictos interétnicos con la sociedad urbana, vinculados fuertemente con el clasismo y las desigualdades de género que permean a la sociedad en general (López, 2012).

Esto último nos lleva a analizar qué papel juegan el género, la etnia y la clase en la incorporación de la población indígena en los mercados laborales de la ciudad. Los indígenas en la ZMVM están insertos en una muy diversificada gama de actividades, incluso igual de heterogénea a la que presenta el resto de la población capitalina. En este sentido, debemos considerar que la distribución de la población indígena en dichas actividades depende básicamente de los siguientes factores: las condiciones y necesidades del mercado de trabajo, el género, la edad, el estrato socioeconómico que tenían en el lugar de origen, y las necesidades e intereses del grupo en cuestión (Sánchez, 2002: 19).

De esta manera, encontramos obreros, burócratas, albañiles calificados, policías y soldados entre los migrantes que arribaron en la década de 1940, mientras que los que llegaron entre 1960 y 1970 se desempeñan como trabajadores informales, comerciantes en la vía pública, peones albañiles, macheteros, diableros, estibadores y trabajadoras domésticas remuneradas (Molina, 2007).

Los jóvenes de estratos económicos favorecidos acuden a la ciudad para estudiar en niveles de educación media y superior y, si logran establecerse en ella, laboran como oficinistas, burócratas y profesores. Otros más forman parte de los circuitos comerciales en negocios familiares de distinta índole, aunque buena parte se ubica en la comercialización de artesanías (Molina, 2007).

Indígenas de estratos bajos son quienes llegan a dedicarse a la mendicidad; otros son peones de albañil, empleadas en el trabajo doméstico remunerado o se emplean en negocios en la vía pública de parientes o paisanos, incluso en negocios que manejan familias de otros grupos étnicos. Según la información recabada en el trabajo de campo, algunas mujeres, sobre todo jóvenes, laboran en comercios y empresas de servicios —establecidos e informales— como meseras, cajeras, lavavajillas, vendedoras y cocineras. Los sueldos no exceden dos salarios mínimos.20 Los varones se emplean en restaurantes, fondas o puestos callejeros de comida que abren muy temprano o hasta altas horas de la noche, donde hacen todo el trabajo para que estos negocios funcionen, desde hacer las compras, preparar los alimentos y atender al público, hasta la limpieza. Los sueldos suelen ser más altos que los que perciben las mujeres en puestos similares: entre dos y cuatro salarios mínimos (López, 2012).

Mientras son solteros, los jóvenes van a trabajar a la ciudad para ayudar a sus familias a solventar los gastos diarios e imprevistos. Dependiendo de la cercanía y del costo que implique ir y venir de sus pueblos, los jóvenes visitan a sus familiares en su comunidad de origen cada semana o cada quince días, aunque, cuanto más lejana de la ciudad esté la localidad, los períodos de visita serán más espaciados. Las jóvenes aprovechan para ir a sus comunidades durante los períodos vacacionales de sus empleadoras. Los jóvenes albañiles lo hacen entre el fin de una obra de construcción y el inicio de otra.

Sin embargo, cuando estos migrantes establecen una unión conyugal o tienen hijos, acuden a trabajar temporalmente en la ciudad para complementar sus ingresos y, si encuentran las condiciones para establecerse con su nueva familia, pueden convertirse en migrantes definitivos. Esto no significa que pierdan el contacto con sus lugares de origen, porque por lo general los migrantes internos que se asientan en las ciudades “son los que mantienen vigente el retorno a las comunidades, en especial para asistir, participar, financiar y encargarse de las festividades en su lugares de origen” (Arias, 2009: 156).

You have finished the free preview. Would you like to read more?