Andreu Alfaro

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From the series: Paranimf #10
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Y al destacar lo que, sobre todo, le interesa en ella, proyecta la obsesión que preside, desde el comienzo, su propia obra:

Tanmateix, per a mi, la condició més important de l’escultura grega és la presa de l’espai en tota la seua dimensió, com tal vegada no tornarem a trobar fins als escultors actuals, encara que per altres motivacions. I també la intemporalitat, que es fa palesa en el mateix ésser de l’escultura grega, la seua manca de temps històric. Una escultura sense temàtica, sense compromisos. L’escultura total, forma i contingut en un sentit ideal.30

Partiendo de ese momento o, como escribió años después Joan Fuster, de esa «referència antiga que pogués animar una innovació»,31 Alfaro examina el paso desde el estatuto artesanal del escultor en la Edad Media hasta los avances en su autoconciencia artística en el Renacimiento, detallando el descubrimiento de los clásicos y del naturalismo del cuerpo humano, personalizado en Miguel Ángel. Evoca la captación del movimiento que introdujo el manierismo de Cellini y Giambologna, desembocando en un fervoroso homenaje a Bernini, el gran escultor del Barroco. Pasa de puntillas sobre los dos siglos posteriores, deteniéndose solo en los monumentos decimonónicos y en la contribución de Rodin. Para centrarse, finalmente, en la escultura del siglo XX, revelando sus propios ideales a través de los rasgos que subraya en los maestros que más admira: el sabio uso de los materiales de Henry Moore; la extraordinaria síntesis formal que logra Brancusi, del que se confiesa deudor; la fuerza del nuevo lenguaje inventado por Julio González y la capacidad simbólica de las figuras de Giacometti que, a despecho de su carga literaria, son verdaderos testimonios del hombre de su tiempo. Tras personalizar sus intereses en esos cuatro nombres, recuerda la trascendencia que para la renovación de la escultura supuso la introducción de los nuevos materiales y procedimientos industriales comenzada por los constructivistas, aunque no lograran sustraerse a su carga sentimental, con un resultado todavía pictórico, expresionista. Termina con una loa a la libertad de creación, aconsejando a los jóvenes artistas que no busquen el triunfo social siguiendo moda alguna: «L’artista no ha de deixar-se classificar en un apartat, en una casella. Hem d’oposar-nos a ser un model més o menys feliç per al mercat, hem de tornar a l’artista integrat en la vida, amb diversos camins i activitats». Porque, «si a hores d’ara cerquem una justificació clara per a l’art, és el seu compromís total amb la llibertat».32

Otro de los textos que muestran su interés por la reflexión histórica es el de la conferencia de 1985 en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, publicada dos años después.33 En coherencia con el objetivo del curso, la intervención de Alfaro tiene un enfoque autobiográfico, que empieza presentando su carrera como poco lineal y, desde luego, tardía, impulsada por el descubrimiento del arte moderno en su visita a la Exposición Internacional de Bruselas de 1958 y por la influencia decisiva de Oteiza y los constructivistas que le inspiran en su experimentación con los materiales industriales que usa para comunicar ideas, deteniéndose en su dedicación a la escultura pública recordando las generatrices con las que se dio a conocer a finales de los años setenta. Momento en que empieza a mostrar sus esculturas en grandes espacios, como su gran exposición de 1979 en los madrileños Palacio de Velázquez y Parque del Retiro, lo que le permitió hacer balance de los veinte años anteriores y reorientar su obra futura, impulsada por el dibujo del natural, como terminaba de mostrar en su reciente exposición titulada «El cuerpo humano». Luego, aborda de lleno su fascinación por el arte del Barroco que, dos años antes, ya había inspirado la exposición en el antiguo Mercado del Born de Barcelona y que culmina en la que se inaugura poco después en el suntuoso Palacio Augustusburg, situado en Brühl, cerca de Colonia (bajo el expresivo título «Alfaro im Dialog mit dem Barock»). Aquel proyecto le brinda la posibilidad de explorar las afinidades entre su pensamiento y el de los artistas del Barroco italiano, especialmente de Gian Lorenzo Bernini. En este empeño de encontrar su camino personal inspirándose en el pasado como fuente de nuevas ideas, Alfaro confiesa: «Mi atracción por el barroco iba aumentando conforme iba conociéndolo mejor. Empezaba a fascinarme, era como volver a descubrir la modernidad, el nacimiento de las ideas de nuestro tiempo».34 Este «gran descubrimiento de la madurez»35 retroalimenta el giro que describe su obra a comienzos de 1980, cuando a la racionalidad constructivista incorpora un refinamiento formal de inspiración figurativa y una persuasiva espectacularidad escenográfica propios del Barroco más sofisticado, como señalaría tiempo después Calvo Serraller.36 La última parte de la conferencia está dedicada a la exposición de Brühl que había terminado de preparar para inaugurarse tres semanas después. Explica la pretensión inicial de exhibir las obras en el interior del suntuoso palacio barroco, dialogando con la arquitectura de Neumann y los frescos de Tiépolo; pero que, al no obtener permiso para ello, hubo de realizarse en los jardines y en la Orangerie del recinto, en cuya galería, junto a unos bustos dieciochescos, mostraría por primera vez las obras inspiradas en Goethe, su otro gran descubrimiento cultural de los ochenta. Para aclarar sus intenciones en este arriesgado diálogo con el arte del pasado, lee el texto que había escrito para el catálogo, cuyo párrafo final cifra de manera rotunda el peso que Alfaro concede al conocimiento histórico en su ideal de artista.

Creo que ha llegado la hora del artista que es capaz de mezclarse y romperse en mil pedazos, que salga a la calle con una obra abierta capaz de enfrentarse a toda la demanda cultural de la sociedad moderna. Un artista que conoce la historia y no teme decir que «todo es historia»; pero porque la conoce, reflexiona sobre ella y realiza su trabajo sin convertirla en un repertorio de estilos para utilizar según la moda de cada momento.37

Andreu Alfaro culmina su reflexión histórica con la conferencia «El Prado soñado», leída en diciembre de 1989 dentro del ciclo «Doce artistas de vanguardia en el Museo del Prado», y que habría de publicarse al año siguiente bajo el título «Por una escultura no pictórica» en la revista Kalías.38 Francisco Calvo Serraller organizó la singular experiencia de reunir a doce artistas españoles invitándolos a un diálogo entre sus obras y las de los maestros conservadas en la primera pinacoteca del país. Todos ellos –incluido Chillida– se plegaron a este fin excepto Alfaro, quien, a través de la ingeniosa fabulación de un sueño, concibe su texto como un relato en el que elude el Prado real y sus pinturas y, en su lugar, imagina unas salas presididas por la estremecedora belleza de unos kouroi de la escultura arcaica griega. Pudo expresar así su fascinación por estas estatuas que para él presentan la unión perfecta entre materia y forma: «la materia es la forma y la forma se convierte en la materia misma, formando un todo inseparable, un mismo ser». Porque la cualidad de la piedra, su dureza y resistencia «será el medio idóneo para representar esa totalidad ordenada del cosmos y su relación con el hombre, de lo divino y lo humano. El hombre creerá dominar la naturaleza dándole forma, su misma forma [...]. La piedra desnuda y el hombre desnudo unidos intentando escapar del tiempo».39 Es la presencia impactante de la piedra la que da cuenta al hombre de la memoria olvidada del orden cósmico. Un hombre que, perdida ya la seguridad en el progreso tecnológico y la utopía de ser medida y norma de todas las cosas, «quizá necesite volver su mirada atrás para apoyarse en aquella totalidad perdida», para fundirse otra vez con la naturaleza y abrirse a la nueva esperanza de una felicidad cifrada en «este indescriptible comienzo de la sonrisa de los kouroi, esa sonrisa sin medida de tiempo».40 Alfaro ve en esta unión entre materia y forma, entre la materia pétrea y la forma humana, la quintaesencia de lo que debe ser la escultura. Sin embargo, la evolución clasicista de la propia estatuaria griega hacia el naturalismo, la ruptura del equilibrio entre los contenidos expresivos y su encarnación material, conducirá a casi toda la escultura posterior a perder su esencia definidora:

la piedra se irá convirtiendo en un soporte para expresar la realidad, una realidad cada vez más perfecta, más naturalista, más bella. Los poetas y los artistas griegos, dotados de una nueva confianza en el hombre, serán los creadores de sus propios dioses, de su religión; la religión de la belleza. Pero esa belleza no tendrá nada que ver con la belleza de la que hemos hablado antes, porque será más pictórica. Toda la escultura clásica, y como ejemplo más significativo el Discóbolo de Mirón, será soporte: será, sin ningún sentido peyorativo, pictórica.41

Bajo el antiguo tópico del parangón de las artes, el «sueño» de Alfaro nos sitúa de nuevo ante una de sus obsesiones: la recuperación de la pureza perdida del lenguaje escultórico que se había acentuado en su primer viaje a Egipto. El texto –uno de los de mayor calidad literaria que escribió– expresa el impacto, la perturbación que provocaron en su sensibilidad estética la majestuosa verticalidad, la contención y al mismo tiempo la desmesura de aquellas efigies arcaicas.42 La historia de la escultura occidental –sostiene el artista– no volverá a recuperar aquella presencia real de la materia, salvando contadas excepciones, hasta el siglo XX. Y las conclusiones entrelazan la ficción, la historia y la teoría:

 

Al final de este relato vehemente y apasionado, de soñar con los ojos abiertos, viene la realidad [...]. Y la realidad es que los museos son todos pinacotecas, las galerías de arte están todas hechas para colgar cuadros; la historia del arte es la historia de la pintura y la mayoría de la escultura que hoy se hace está realizada por pintores, las últimas modas escultóricas son todas pictóricas, auténticos soportes de materia y superficie. La modernidad parece haber borrado la línea de separación entre la pintura y la escultura. Y mal que me pese, gran parte de mi escultura es también pictórica, aunque yo hubiera deseado que no lo fuera, pues no creo que el futuro de la escultura pase por que ésta se niegue a sí misma.43

Esta preocupación no era, sin embargo, nueva. Aparecía ya en la conferencia de 1980, cuando expresaba sus reservas respecto a Giacometti, al afirmar: «Si hem de ser objectius, haurem d’admetre que Alberto Giacometti es un escultor molt pictòric i literari».44 De hecho, los kouroi iban a ser un claro modelo de la producción de Alfaro en los años siguientes, caracterizada por un arriesgado retorno a los orígenes de su oficio, a las virtudes esenciales de la escultura: la sensibilidad de la masa y el volumen, el equilibrio entre el vacío y la materia, sin olvidar el efecto táctil de las superficies.

En el ámbito de esta preocupación por el uso de los materiales, inherente a todo escultor, Alfaro encontrará su referente más cercano en la escultura en hierro de Julio González. A ello dedicó su intervención en el «Simposio Internacional Julio González y la escultura moderna», celebrado en el IVAM entre el 2 y el 5 de octubre de 1995. Bajo el título de «Julio González, una reflexión personal»,45 reitera la admiración que desde siempre le había profesado; ya había tenido la oportunidad de proclamarlo públicamente con motivo de la adquisición por parte de la Generalitat Valenciana de una amplia colección de sus obras (que constituirán la colección fundacional del IVAM, un proyecto en el que se implicó personalmente), destacando su importancia como «padre de la escultura moderna en hierro»:

A mi, el que més m’interessa en González és la idea de la linealitat en la seua escultura, i després la utilització del material, que em sembla genial. [...] ¡Això és com inventar una escriptura! [...] El senyor González agafa un tros de ferro, n’agafa un altre i els solda, i n’agafa un altre i el posa allí... Això no s’havia fet mai. González és un avantguardista de puta mare. És un inventor.46

Lo más significativo de este texto de 1995 es, sin embargo, cómo Alfaro bosqueja en realidad una especie de autorretrato por persona interpuesta, pues en González encuentra un espejo en el que ve reflejadas algunas circunstancias de su propia biografía: la influencia de los orígenes familiares, la dedicación al trabajo alimentario, la tardía madurez como escultor, el regreso al naturalismo de los últimos años o el explicar sus hallazgos como resultado no de la habilidad sino de la superación de las dificultades y las dudas.

El relato autobiográfico toma forma definitiva en la charla –de título tan revelador como «Què puc dir jo d’Alfaro, si sóc Alfaro?»– que, de nuevo en el Instituto Valenciano de Arte Moderno, pronuncia dentro del ciclo «Artistas en la colección del IVAM» el 7 de abril de 2004. Es la última intervención pública de Alfaro, y el texto que leyó ha permanecido, hasta ahora, inédito. En él retoma la línea autobiográfica de la conferencia del verano de 1985 en la UIMP, pero poniendo el énfasis en sus comienzos en el arte: la inicial dedicación al dibujo, el descubrimiento de la escultura moderna en la Exposición Internacional de Bruselas, las dificultades para dedicarse plenamente a la escultura, el primer taller, el apoyo de su esposa, los primeros encargos de piezas grandes... Y dando un salto en el tiempo, comenta su última escultura pública, el monumento al poeta Jacint Verdaguer erigido dos años antes en Vich. En el último párrafo justifica la evolución de su obra como el resultado natural de su manera de ser («no m’agrada fer les mateixes coses massa temps») y concluye ofreciendo una emotiva síntesis de su obra: «Si tinguera que definir el meu treball, diria que la diversitat i la simplicitat son la meua estètica i la meua ètica».47

La reflexión sobre la naturaleza de la escultura confiere a este primer conjunto de los escritos de Alfaro un interés intrínseco. Pero tienen, además, un claro valor añadido. Documentan un rasgo muy destacable de su personalidad: la extraordinaria curiosidad intelectual con la que se enfrenta al trabajo artístico, al que dota de una coherencia teórica que expone de manera tan consciente como apasionada. Así se presentaba ante el escritor y periodista Baltasar Porcel en 1968:

Me han dicho que no te explicara nada de mis ideas, que solo te enseñara mi obra. Pero a mí me da igual que te sonrías y que desconfíes de las manifestaciones ideológicas pretenciosas. Tanto me da. Yo ya estoy harto del tipo de artista analfabeto, del «yo a pintar y listo». Es una aberración que en la civilización industrial persista este anacronismo.48

Alfaro cree que es precisamente el anhelo de saber, junto al amor a la vida, lo que nutre su creación. Y cuando ambos estímulos se agoten –auguraba en una conversación de 1984– su obra perderá interés y acabará en un mimético repetirse a sí misma, incapaz de reinventarse.49 Porque, como decía en 1972, «el coneixement per a mi és molt complex i l’escultura sols és una part d’aquest coneixement».50 Por eso sus fuentes de inspiración no proceden solo del arte, pues será un incansable lector y en los libros encontrará las ideas que originan nuevas obras: «Leo los libros sobre el Barroco de Maravall y Wittkower, y entiendo su lado racional, y me intereso por Bernini y la columnata de San Pedro, Borromini y San Carlo alle Quattro Fontane».51 Necesita tener un estímulo intelectual para crear –un libro, un poema, un lugar, un hecho colectivo–, algo que despierte su curiosidad, que le impulse a pensar, a averiguar lo que no sabe, a comprender y armonizar ideas opuestas. De ello dan fe los cuadernos de trabajo, en cuyas páginas se entremezclan los apuntes de pensamientos ajenos y reflexiones propias con los dibujos y proyectos de nuevas obras.

Si hubiera que identificar y poner nombre propio a los dos referentes intelectuales más influyentes en el pensamiento de Alfaro, no habría duda de que serían Joan Fuster (1922-1992) y Johann Wolfgang Goethe (1749-1832), distantes por tantas razones, como él mismo reconocía:

Dos homes. Tots dos molt lúcids. Un va tenir la sort de viure intensament, això que ara en diuen realitzar-se. Va fer tot el que s’havia de fer en la vida. I l’altre no ha tingut aquesta sort. Un va nàixer al si d’una família burgesa centreeuropea amb una bona hisenda, i l’altre va nàixer d’una família de Sueca, fill d’un imatger d’un poble inundat d’arròs. Aquestes diferències són les que els fan distints. Goethe va ser un senyoret intel·ligent i lúcid, i Fuster és un llaurador intel·ligent i lúcid. Goethe va perseguir tota la vida allò que tenia a dins de llaurador, i Fuster ha volgut trobar allò que mai no ha tingut: burgesia, humaniste et poète. Goethe buscava la natura i Fuster la societat.52

De ningún intelectual o autor valenciano habló Alfaro con tanta estima y entusiasmo como de Fuster: lo menciona constantemente y a él dedicaría varias esculturas y, como veremos a continuación, algunos escritos.53 Lo conoció en el año 1958, en la tertulia que reunía a Vicent Ventura y otros colaboradores de la revista universitaria Claustro. Alfaro se entusiasma con el verbo de Fuster, y a Fuster le interesan los dibujos de Alfaro que, de hecho, le encarga para ilustrar la antología de lecturas infantiles en valenciano que está preparando titulada Un món per a infants.54 Fue un encuentro decisivo para el joven artista que se irá estrechando en los próximos años, pues Alfaro encontró en Fuster, según sus propias palabras, una suerte de padre espiritual, ideológico e, incluso, literario que le orientaría en los dilemas vitales a lo que debió enfrentarse como artista y como ciudadano.55 En esa última vertiente, el ensayo histórico de Fuster Nosaltres els valencians (1962) se convirtió para él –como para otros muchos– en la revelación de una identidad nacional ignorada hasta entonces que, una vez asumida como propia, guiará tanto su actividad artística como su compromiso político y cultural con el pueblo valenciano. Con las siguientes palabras se lo explicaba a Montserrat Roig en una entrevista de televisión:

Joan Fuster ha estat el primer que m’ha descobert els meus orígens. Jo tenia un pare i una mare, però no sabia d’on eren, jo vaig descobrir que els meus pares eren catalans, perquè havien nascut a València i parlaven una llengua que era el català, això és molt important. Quan un és orfe i s’assabenta que té pares, és molt important, no? Doncs, això quasi en Fuster ens ho ha descobert a tots els valencians, imagina’t si no li hem de tenir agraïment! En Fuster, per a mi, ha estat qui m’ha descobert no solament el pare i la mare, m’ha descobert tota una ètica, m’ha descobert que l’únic que hi ha a la vida és descobrir la veritat, caigui qui caigui, encara que caigui un mateix, i defensar-la. En Fuster m’ha ensenyat tantes coses! Que la realitat és allò més important, conèixer-la, comprendre-la. [...] Jo només li agrairé una cosa: ser un bon escultor, ser un bon professional, això és la feina que tenim els valencians i els catalans, fer la feina nostra i fer-la més bé que ningú [...]. També m’ha donat el coneixement de la cultura en general, un coneixement de conjunt.56

Con Fuster reconoce Alfaro adentrarse en una vida nueva, enfrentarse con lucidez a los requerimientos políticos y sociales del momento, contar con un permanente estímulo y magisterio. Lo recordaba en una conversación de diciembre de 2006, años después del fallecimiento del escritor:

Crec que la meua vida va fer un canvi molt gran amb Fuster. En ell vaig trobar un pensament amb el qual em vaig identificar molt ràpidament. Va ser una trobada cabdal en un moment de molts dubtes personals, perquè llavors em sentia molt pressionat per qüestions polítiques i per la situació social. [...] Per a mi Fuster va significar l’encetament d’una vida nova. Fins i tot vaig començar a treballar d’una altra manera. Tot va canviar a partir d’ell. La seua importància en la meua vida és similar a la que ha pogut tindre mon pare. 57

Goethe fue el otro gran descubrimiento intelectual de Alfaro. Si en los años sesenta Fuster le había abierto los ojos a una nueva realidad, Goethe, a partir de los años ochenta, le incitó a mirarla en toda su plenitud, encontrando la síntesis de la dialéctica entre la pasión y la razón.58 A partir de entonces empieza a trabajar en el ciclo goethiano y su mención es recurrente en escritos y entrevistas (Fuster dirá –no sin cierta sorna– que «parlar amb l’Alfaro, últimament, era parlar de Goethe»).59 Muestra los primeros retratos del ciclo en el palacio de Brühl, pero es en la exposición madrileña de 1989 en la Fundación Cultural Mapfre Vida («De Goethe y nuestro tiempo») cuando despliega un amplio conjunto de piezas que, concebidas desde 1981, representaban tanto al escritor alemán como a protagonistas de sus obras o personajes que le rodearon en aquel particular Olimpo que fue la corte de Weimar. El homenaje a la visión goethiana del mundo culminaría diez años después en la exposición organizada con motivo del 250 aniversario de su nacimiento y que se presentó en la Casa de Goethe en Roma para trasladarse posteriormente al Goethe Museum de Frankfurt y al palacio Belvedere de Weimar, culminado el itinerario en el museo de escultura Beelden aan Zee de La Haya. ¿Por qué ese interés de Alfaro por el gran escritor alemán, cuando ha alcanzado ya la madurez y un estilo inconfundible? Sin duda, en primer lugar, porque descubre en su obra el valor de lo clásico, de aquello que resiste el paso del tiempo y se convierte en referencia necesaria, eslabón imprescindible para la continuidad histórica de la cultura y permanente fuente de inspiración.

 

El clasicismo es un concepto muy actual –afirma Alfaro–, y siempre lo será si no lo reducimos a significar lo antiguo y rechazar lo presente. Clásico es el lenguaje que, sin referencias históricas fijas, se ha impuesto como necesario para entender una cultura y que por ello es parte de la continuidad histórica de la cultura. Para mí Picasso es un clásico porque logra reelaborar temas permanentes en nuestra cultura, de tal forma que no podemos comprender lo que pasa en la historia del arte moderno en los últimos cincuenta años sin Picasso, y Picasso es un eslabón con Grecia; porque todo lo que es verdaderamente moderno, sin concesiones a las modas, siempre preserva un vínculo secreto con lo clásico.60

En segundo lugar, y a la postre más decisivo, será la seducción que ejerce sobre él la personalidad del Goethe que conoce leyendo las Conversaciones con Eckermann.61 Su figura de humanista de extensa cultura, de insaciable curiosidad en todos los ámbitos de las artes y las ciencias, su confianza en la razón como guía del progreso humano, su acendrado sentido común y, lo más importante de todo, su pasión por la vida. Para Alfaro, Goethe es todo lo contrario a un pensador metafísico, dogmático o moralista: es un intelectual moderno, pragmático, autocrítico, poco propenso a los idealismos exaltados, y que se siente parte de la naturaleza, en una suerte de gozoso panteísmo de la belleza y la felicidad humana. Por eso, Alfaro quiso plasmar en aquel homenaje de esculturas las virtudes que, en su opinión, encarnó el autor: el rigor en el trabajo, el sincero reconocimiento de las fuentes, el compromiso con la dignidad humana, la anteposición de la libertad individual a la libertad colectiva... Virtudes que convertían al escritor alemán en un ejemplo que le reafirmaba en sus principios y respaldaba su conducta como artista comprometido en la búsqueda personal de la perfección, y, también, como ciudadano comprometido críticamente (hasta el extremo de la incorrección política) con la sociedad de su tiempo, empezando por la valenciana:

Goethe es el camino de la cultura a través de la historia. Cultura hecha por individuos para una colectividad formada por individuos que no han renunciado a su identidad personal. Parece como si este alemán de hace casi dos siglos hubiera tenido claro que la libertad individual es la única libertad colectiva. Hemos perdido demasiado tiempo usando esta palabra mixtificada que salvaba a los pueblos y condenaba a las personas.62

II

La reflexión teórica sobre la escultura y la curiosidad intelectual con la que Andreu Alfaro explora sus fuentes de inspiración van más allá de una simple mirada al pasado. Ambas permanecen cuando observa el presente, la realidad cercana que le rodea y cuando debe responder a los dilemas que esta le plantea. Una realidad con la que se sintió conscientemente comprometido, como dan cuenta los textos seleccionados en la segunda parte de esta antología. Son escritos de naturaleza distinta a los anteriores. No tratan de estética o teoría escultórica, ni tampoco se ocupan de explicar o justificar su quehacer artístico. Hablan del mundo del arte, remiten a la actualidad artística, cultural e incluso política de un contexto histórico concreto; un contexto formado por un tejido de hechos, relaciones, personas, compromisos, influencias... Su interés radica, precisamente, en la oportunidad que nos ofrecen para adentrarnos en las circunstancias de lugar y tiempo que rodearon la vida y la obra de Alfaro. Y hacerlo a través de sus propias palabras y posicionamientos públicos. Otra razón para prestar atención a los escritos de un artista: no caer en el error de la historiografía idealista de considerarlo una suerte de genio que crea separado, descontextualizado, ajeno a compromisos con la sociedad, la cultura o la política de su tiempo. Pablo Picasso lo expresó con claridad en una entrevista, meses después de la liberación de París, al definir al artista como «ser político»:

¿Qué cree usted que es un artista? ¿Un imbécil que solo tiene ojos si es un pintor, oídos si es un músico, una lira en cada fibra de su corazón si es un poeta o incluso, si es un boxeador, nada más que sus músculos? Por el contrario, es al propio tiempo un ser político, siempre alerta ante sucesos dolorosos, brutales o felices a los que responde de todas las maneras imaginables. ¿Cómo sería posible no interesarse por los demás y en virtud de una indiferencia marfileña ponerse al margen de la vida?63

Muchas cuestiones que Alfaro no se plantea en sus escritos más teóricos sobre escultura afloran en estos otros preparados al hilo de la actualidad, para expresar una opinión, terciar en un debate o sumarse a un homenaje; que son vitales para entenderlo más allá del ámbito estético. «Un art com el d’Andreu Alfaro –escribió Fuster– mai no acabaríem d’entendre’l, d’explicar-nos-el, si només el consideràvem des de justificacions o des de coordenades exclusivament plàstiques».64

En efecto, aunque su propia dedicación profesional al arte, tan consecuentemente examinada mediante la reflexión y la lectura, bastaría para calificarle de intelectual, en el caso de Alfaro debemos considerar otra razón de peso que le define cumplidamente como tal. Porque el término intelectual, aparte de aludir a las cualidades de un individuo, tiene otra dimensión semántica referida a su actitud frente a la realidad. Llamamos intelectual a quien no solo cultiva las letras o las artes, sino que, además, manifiesta sus ideas con la voluntad de influir en la res publica movido por el deseo de defender convicciones, denunciar injusticias, tomar partido o difundir valores, y al que la opinión pública le reconoce cierto estatus de autoridad. En este sentido, no hay duda, Andreu Alfaro fue más que un artista; para muchos valencianos fue un intelectual que, además, hacía esculturas.

Lo fue por su temprana disposición a expresar públicamente su compromiso con la causa democrática, bien para protestar por la represión policial de una huelga de los mineros asturianos y sus esposas en 1963, bien para reclamar la libertad de expresión y asociación en 1965, bien para proclamar la unidad de la lengua catalana en 1975, bien para denunciar la farsa del Estatuto valenciano de autonomía promovido por la UCD en 1982. Lo fue por el reconocimiento que muy pronto alcanzó en los círculos intelectuales de la izquierda, dentro y fuera de la cultura catalana. Él mismo, ante la nueva etapa histórica que se abría tras la muerte de Franco, cifró así sus aspiraciones de futuro: «Mi ubicación concreta dentro del País Valenciano es llevar al espacio escultórico la síntesis, la simplicidad de la poesía de Ausiàs March, la literatura de Fuster o Estellés y la canción de Raimon».65 Y lo fue, sobre todo, por el significado simbólico que llegaron a tener algunas de sus obras concebidas bajo este compromiso, hasta el punto de emanciparse de la voluntad del autor y adquirir vida propia como distintivo de iniciativas colectivas. Tal hecho ocurrió con la escultura Català power (1975), concebida por Alfaro como símbolo de los Països Catalans, inspirándose en el célebre gesto de los atletas afroamericanos que en la Olimpiada de México de 1968 levantaron el brazo con el puño cerrado en apoyo del Black Power, y que él logró fundir visualmente con las cuatro barras de la bandera catalana.66 La imagen tuvo gran difusión a través de la serie de quinientos múltiples que Alfaro realizó para apoyar económicamente la enseñanza del catalán promovida por el Secretariat de la Llengua. Tanta que la coalición electoral Socialistes de Catalunya (formada por PSC y PSOE) lo adoptaría como logotipo para concurrir a las elecciones generales de 1977, sin su autorización; y cuando Alfaro proteste por ese uso partidista, se justificarán diciendo que consideraban aquel símbolo como «un patrimonio común de los catalanes y utilizable por todos como pudieron serlo el pi de les tres branques, el sol asomando tras Monserrat o la estatua de Casanova, que utilizaron otras épocas», y que su pretensión no era otra que «reafirmar, con la adopción de un símbolo originado en Valencia, la unidad fundamental de los Países Catalanes».67 Ya lo dijo Fuster: «nadie como Alfaro ha sabido sacarle tanto partido plástico a las cuatro barras»,68 desde los trofeos de los Premis Octubre (1976) a los de la Mostra de Cinema del Mediterrani (1980), pasando por la estatuilla conmemorativa de la constitución del primer Gobierno preautonómico valenciano (D’un país que ja anem fent, 1978) y otras piezas de títulos tan explícitos como El silenci de les quatre barres (1973) o La unitat de la llengua (1976). De algún modo, Alfaro suministró las señas de identidad que necesitaba la izquierda, especialmente la nacionalista, durante aquellos años de la transición, lo que terminó por convertirle en un personaje público reconocido por las instituciones. En 1979 fue nombrado miembro de Consejo Asesor de Artes Plásticas del Ministerio de Cultura por un gobierno de la UCD, al que perteneció hasta su renuncia en 1984 con un gobierno del PSOE. En 1980 recibe el Premi d’Honor Jaume I que la Fundació Carulla otorga a las personas o entidades que han contribuido a reforzar la conciencia de comunidad cultural de los países de lengua catalana. Al año siguiente, obtiene el Premio Nacional de Artes Plásticas. Y, en 1982, la Creu de Sant Jordi, concedida por la Generalitat de Catalunya a quienes se distinguen en la defensa de la identidad catalana.