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Profundizaciones y disquisiciones analíticas para el estudio de identidades populares y articulaciones populistas

La pregunta clave que atraviesa este capítulo —y que, a su vez, se despliega a lo largo del libro— en torno al vínculo entre las ideas precedentes sobre las identidades y los modos identificatorios con la cuestión de los populismos requiere algunas precisiones. De ellas nos ocupamos en seguida.

Desde algunas contribuciones más recientes que han avanzado sobre los postulados de la teoría política del discurso, se ha advertido una posible limitación en la obra de Laclau, pues en ocasiones se equiparan nociones centrales de la teoría, como las categorías de lo “popular”, el “populismo” y la “política”.

En un libro colectivo titulado Las brechas del pueblo. Reflexiones sobre identidades populares y populismo, Gerardo Aboy Carlés, Sebastián Barros y Julián Melo (2013) se detuvieron en abordar las vinculaciones y distinciones entre las identidades populares y los populismos. La tesis que atraviesa dicha obra y que cada autor indaga de manera distinta, afirma que las identidades populares, en tanto identidades políticas específicas, no necesariamente suponen procesos populistas, pues habría diversas posibilidades articularias de “lo popular”. En otros términos, los populismos son una posibilidad articulatoria más entre otras alternativas ciertamente infinitas, pero de las cuales conviene comenzar a indagar, precisar e investigar.

Conforme con los señalamientos de Aboy Carlés (2013), las identidades populares básicamente designan un

[…] tipo de solidaridad política que emerge a partir de cierto proceso de articulación y homogenización relativa de sectores que, planteándose como negativamente privilegiados en alguna dimensión de la vida comunitaria, constituyen un campo identitario común que se escinde del acatamiento sin más y la naturalización de un orden vigente. (Aboy Carlés 2013, 21)

Estas identidades, que no son per se mayoritarias ni objetivamente subalternas, se caracterizan por su oposición a un orden establecido, ya sea político, social, sexual, económico o de otra índole.

El autor ensaya tres formas o tipos posibles de las identidades populares: totales, parciales o con pretensión hegemónica.

Las identidades populares totales se caracterizan por aspirar a un tipo reducido de unidad política; una unidad que no deja de ser un universal, pero en esa aspiración no hay espacio posible para algún tipo de intercambio con el “otro” antagonista o con los adversarios, pues estas identidades se autopresentan como “el todo comunitario”. Un ejemplo característico mencionado por el autor para explicitar el procesamiento “total” de las alteridades es la estrategia delineada por Frantz Fanon en Los condenados de la tierra (1965 [1961]), una obra de amplia difusión en América Latina, África (especialmente en Argelia) y en el denominado “Tercer Mundo” durante las décadas de los sesenta y los setenta. En su libro, Fanon argumentó el exterminio o la expulsión de los colonizadores por medio del uso de la violencia como un método legítimo (y necesario) para emprender una lucha anticolonial a gran escala. De modo que la estrategia de Fanon podría entenderse como la constitución de una identidad popular, en la cual una parte del pueblo, la plebs (en este caso, todos los excluidos y explotados por el orden colonial), “buscaron intransigentemente convertirse en populus13 (Aboy Carlés 2013, 29). Ciertamente, otras experiencias totalitarias como el nazismo, el estalinismo, las operaciones de limpieza étnica de la antigua Yugoslavia, entre tantas otras, entrarían también en esta caracterización (p. 29).

Las identidades populares parciales son la contracara de las anteriores, pues en ellas prima una suerte de “encierro endogámico” en sus reivindicaciones particulares, elemento que les impide articularse con otras y aspirar a producir alguna forma de unidad política. Nótese que la ausencia del recurso de la violencia no constituye aquí un elemento fundamental; la violencia puede o no estar presente, ya que lo sustancial en estas identidades “es que no hay conversión de la plebs en populus” (Aboy Carlés 2013, 30). Entre los ejemplos señalados por el autor se encuentran diversas experiencias “obreras, étnicas, sindicales y campesinas” que construyeron solidaridades estables, que se definieron por su enfrentamiento al poder establecido, pero que no pretendieron “representar más que su propio espacio” (p. 31). Podrían ubicarse aquí algunos casos como el Partido Socialista argentino durante su fundación (1896) e identidades segregativas como las Panteras Negras en Estados Unidos, por mencionar dos ejemplos especialmente distintos que estarían alcanzados por esta dinámica identitaria.

Por último, Aboy Carlés distingue las identidades populares con pretensión hegemónica, las cuales comparten, con las totales, la aspiración a representar el todo comunitario, pero, a diferencia de estas, el tipo de unidad que buscan no es reducida, pues intentan negociar su propia reivindicación particular con sus adversarios o con parte de ellos (2013, 34-40). Claramente, las identidades con pretensión hegemónica son el tipo de identidades que se ven involucradas en los procesos populistas. Y este es precisamente el elemento característico de los populismos, su regeneracionismo o constante búsqueda (no necesariamente amistosa ni por completo violenta) de negociar su propia identidad, al tiempo que intentan representar una universalidad o un tipo de comunidad relativamente amplia. Se trata, en efecto, de una tensión constitutiva de los populismos, de un mecanismo pendular —dice Aboy Carlés—, en el que en circunstancias precisas alguno de los dos momentos del péndulo (exclusión-inclusión) puede primar sobre el otro; pero lo relevante es que los populismos nunca renuncian a esta dinámica (2014, 40).

El autor se detiene a mencionar algunas experiencias latinoamericanas en las que es especialmente perceptible la inconmensurable tensión entre la particularidad de la plebs y la universalidad del populus; entre ellas se encuentran: el yrigoyenismo14 y el peronismo en Argentina,15 el varguismo en Brasil16 y el cardenismo en México.17 Si bien estos casos podrían, superficialmente, ser definidos como identidades totales (como buena parte de los estudios sobre populismo lo ha hecho), para Aboy Carlés, “esa apariencia totalizante está lejos de constituir una marca definitoria” (2013, 38), pues los intentos de los populismos de cubrir el espacio comunitario se ven rápidamente signados “por la presencia de fuertes oposiciones que demuestran su irrevocable carácter de parcialidad” (p. 38).18

Los procesos políticos que se abordan en este libro (esto es, el peronismo y el gaitanismo) también aportan interesantes ejemplos que pueden contribuir a ilustrar la tensión entre plebs y populus en los populismos latinoamericanos.

En Argentina, en vísperas de las elecciones de 1946, se incorporaron al entonces Partido Laborista —plataforma electoral que llevó a Juan Domingo Perón a la presidencia y que pronto fue desmantelada por él mismo— miembros de un sector de sus adversarios, los radicales renovadores (Unión Cívica Radical – Junta Renovadora). Algo similar ocurrió en el seno del gaitanismo, cuando Jorge Eliécer Gaitán se constituyó como jefe único del Partido Liberal, en 1947, y el movimiento comenzó a incorporar a sus filas a militantes anteriormente adversos (como los liberales que se opusieron a Gaitán en la contienda electoral de 1946, que finalmente llevó a la presidencia al Gobierno conservador de Ospina Pérez).

Este tipo de incorporaciones no se produjeron sin tensiones. Al respecto, en el capítulo 2 de este libro, Ana Lucía Magrini da cuenta de cómo la requerida amplitud de los movimientos peronista y gaitanista, en contextos de nacionalización y de construcción a gran escala de los mismos, produjo férreos enfrentamientos con militantes “de primera hora”, como los laboristas y los gaitanistas más intransigentes. Desde estos sectores internos a cada movimiento (y particularmente críticos), los líderes fueron duramente señalados por su desvío ideológico y por la repentina inclusión de pretéritos adversarios. De modo que estos actores no perdieron del todo su carácter particular y pusieron en discusión articu laciones y solidaridades construidas por el peronismo y el gaitanismo, al mismo tiempo que estos movimientos asumían procesamientos de las alteridades propios de las identidades populares con pretensión hegemónica y de los movimientos populistas.

En una dirección analítica similar, en el capítulo 6, Cristian Acosta Olaya se detiene en precisar cómo operó la lógica pendular entre inclusión y exclusión de los adversarios en el movimiento gaitanista entre 1946 y 1948. A contravía de una tendencia generalizada en los estudios sobre el populismo colombiano, centrados en hacer del gaitanismo un causante del violento enfrentamiento entre liberales y conservadores que siguió al asesinato de Gaitán en 1948, el texto muestra que el movimiento se erigió como un dique inestable frente a un contexto de violencia previa.

Retornando a la pregunta que inaugura este apartado, Barros (2013) ensaya una respuesta adyacente a la formulada por Aboy Carlés, aunque focaliza en otras dimensiones. El autor discute la asimilación sin más entre populismo, lo popular y lo político, cuestión que, como anticipábamos, no logra saldar la obra de Laclau. Para decirlo en los términos del investigador, “lo popular” remite a algunos rasgos —varios de ellos en coincidencia con los mencionados anteriormente por Aboy Carlés (2013; 2014)— que caracterizan a las identificaciones populares en tanto identidades políticas con capacidad para subvertir un determinado orden de cosas. Los atributos que señala Barros no son generalizables ni exhaustivos, pero sí resultan recurrentes a la hora de establecer un análisis de experiencias políticas concretas.

Entre esas notas características de las identificaciones populares sobresale, en primer lugar, el cuestionamiento de los papeles socialmente asignados, tema que hemos introducido en el apartado anterior y que ha sido abordado por la historiografía de los populismos latinoamericanos como la denominada “quiebra de la deferencia social”.19 Para Barros, el cuestionamiento de los roles social o culturalmente asignados tiene un sentido especialmente disruptivo en los procesos de identificación popular que involucran los populismos, pues esos mismos cuestionamientos habilitan un reordenamiento de las posiciones sociales. Este reordenamiento vendría aparejado a un autorreconocimiento con “orgullo”, “gallardía” —como suele aparecer en algunos testimonios de militantes peronistas, por ejemplo— o estima-de-sí. Conforme con el autor, estas expresiones no pasaron desapercibidas para los estudios sobre los populismos latinoamericanos, pero fueron “tomadas literalmente […] como muestra de la exclusión que caracterizaba a las crisis de participación previas a dichas experiencias” (Barros 2014, 332). A contramano, Barros argumenta que estos testimonios pueden ser leídos de otro modo, como un verdadero efecto de dislocación de la deferencia habitual (y naturalizada, por cierto) de la vida comunitaria.

Un segundo rasgo de las identificaciones populares remite al propio reconocimiento de la capacidad (no necesariamente nueva, pero sí públicamente visible) de “poner el mundo en palabras” (Barros 2013; 2014). En esa toma de palabra, nos interesa especificar un elemento característico en torno a los modos de decir y de tramar aquello que se cuenta, pues los testimonios, los relatos del yo, las autobiografías y las memorias por lo general apelan a estructuras narrativas similares, como la épica y el romance.20 Las historias personales son introducidas en historias más grandes, en las cuales cada experiencia individual adquiere un carácter heroico. Un heroísmo que, lejos de mitificar las vivencias propias alrededor de un líder, lo que hace es revalorizar el lugar que cada sujeto tiene, al reconocerse (a sí mismo) como “trabajador, peronista, gaitanista, poeta, narrador, escritor popular”, entre muchas otras posibilidades.

En tercer lugar, esas transformaciones en la estima-de-sí respaldan la demanda por ser escuchada o escuchado, lo cual supone una obligación de escucha para las instituciones públicas, los líderes o el Estado. Dos ejemplos que hacen parte de la experiencia peronista permitirían iluminar “desde arriba” (esto es, desde una mirada más oficial) y “desde abajo” (a través de la enunciación de “sujetos de a pie”) esta cuestión —y de alguna manera también el segundo de los rasgos mencionados—. El primer ejemplo remite a la famosa autobiografía de Eva Perón, La razón de mi vida,21 relato en el que se advierte un modo de contar el mundo que habilitó el peronismo a través de la enunciación de una figura y una líder política clave. El segundo ejemplo recoge parte del análisis que se encuentra en el capítulo 3 de este libro, centrado en la enunciación de hombres y mujeres comunes, muchas veces anónimos, cuyos testimonios visibilizan modos de contar, representar y exigir “desde abajo”.

Mucho se ha dicho sobre el escaso contenido político del libro de Eva Perón, sobre la imprecisión de ciertos hechos históricos, la omisión de su origen familiar o su dudosa autoría. Sin embargo, más allá de estos debates y cuestionamientos que exceden nuestro trabajo, creemos que su testimonio permite ilustrar cómo un relato autobiográfico posicionado como “fanáticamente peronista” (como ella misma se definía) es narrado desde una trama épica y romántica particular: el melodrama.22 Lo interesante del testimonio de Eva Perón es que, lejos de presentarse como un elemento “cursi”, las angustias y el dolor de los humildes, las historias personales de los desposeídos y de los pobres se tratan como un objeto de denuncia y como una verdad históricamente desoída. Y es allí donde el peronismo se construye narrativamente como una expresión política de la justicia y la reparación, frente a una serie de daños y perversidades infringidas en la vida cotidiana de las personas pobres. El papel del Estado es, entonces, para Eva Perón, responder a reivindicaciones realizadas por la gente común, por medio de soluciones universales (políticas asistenciales y de conciliación entre patrones y empleados, por ejemplo), ya que dichas demandas, por más personales que se manifiesten, remiten a reales derechos incumplidos.

Luego, algunos pasajes del presente libro permiten ilustrar “desde abajo” cómo sujetos de a pie, que se identificaban como peronistas, tomaron la palabra para demandar, contar e intervenir en su entorno inmediato. En el capítulo 3, Mercedes Barros, Juan Reynares y Mercedes Vargas subrayan un testimonio, entre los muchos que circularon en cartas enviadas a Juan y a Eva Perón, durante sus dos primeros gobiernos, desde diversos rincones del país. Como se verá en profundidad en ese capítulo —en el apartado titulado “Hacia nuevas tramas para el análisis del peronismo desde abajo y en clave local”—, aquella demanda de escucha estatal es perspicazmente analizada por los autores en una solicitud enviada por una santiagueña oriunda de la localidad de La Banda, doña Emilia, quien, apelando a las políticas emprendidas por el Gobierno nacional en Buenos Aires, exige “pie de igualdad” ante los derechos que si bien el peronismo promovió, todavía faltan en Santiago del Estero.

Finalmente, conviene precisar que el elemento específicamente populista de estos rasgos o características de los modos de identificación popular se encontraría en la forma de articularlos en un discurso. Articulación a la que asistimos, dice Barros, cuando estamos en “presencia de un discurso que pone un nombre al carácter excluyente del orden comunitario y crea retroactivamente una nueva comunidad legítima” (Barros 2013, 55). Es notorio de nuevo aquí el aporte de Rancière. Es “en nombre del daño que las otras partes le infringen” al pueblo, en tanto parte no privilegiada (plebs), que esta “se identifica con el todo de la comunidad” (populus o pueblo en tanto conjunto pleno de ciudadanos) (Rancière 1996, 23). Lo significativo de los populismos es que la disrupción que supone la emergencia de las identificaciones populares no puede pensarse como una simple ampliación de la ciudadanía, porque lo que queda al desnudo es la necesidad de desarticular las relaciones hegemónicas y de configurar una nueva comunidad (Barros 2013; 2014).

En definitiva, más que a contenidos inalterables, los populismos estarían refiriendo a formas o lógicas de articulación política que, en determinados contextos, pueden ser habilitadas por identidades o identificaciones populares que buscan modificar la distribución de roles y lugares en un orden social determinado.

Ejercicios analíticos para repensar los populismos durante el siglo xx en Argentina y Colombia

Conviene considerar algunas precauciones sobre las disquisiciones teóricas que venimos señalando, pues la aplicación automática o irreflexiva de la operacionalización propuesta en torno a las identidades o identificaciones populares y las articulaciones populistas podría suscitar algunos problemas a la hora de emprender análisis de situaciones y de experiencias políticas concretas. Como advierte Barros, “no puede preverse una secuencia temporal del tipo, ‘primero emerge una identidad popular [y] luego aparece el discurso populista que la articula’”, ya que la “dislocación que provocan los conflictos por la distribución de lugares y que lleva a la necesidad de nuevas identificaciones puede tener orígenes diversos” (2013, 5). Este resguardo no se orienta simplemente a evitar periodizaciones de cierto tipo, sino que el privilegio de una secuencia lineal entre emergencia de identidades populares y articulaciones populistas pone de manifiesto un problema más profundo, de orden teórico, al que en ocasiones se asiste en algunos estudios empíricos producidos desde la teoría laclausiana. Esa dificultad deriva del tratamiento divorciado entre procesos identificatorios o identitarios y prácticas articulatorias, cuando en efecto ambas instancias se encuentran íntimamente imbricadas.

Tomemos las experiencias políticas que nos convocan como ejemplos para explicitar este tema y para mostrar el posicionamiento de los análisis que circulan a lo largo de este libro. Si utilizáramos la operacionalización de las identificaciones populares propuesta por Barros, en una “versión lineal”, presentaríamos al peronismo como una identidad popular que emergió el 17 de octubre de 1945 y que se articuló de manera populista cuando Perón llegó a la presidencia en 1946. En 1955, el populismo fue derrocado, restablecido en 1973 y, luego de la última dictadura militar, se rearticularía sucesivamente hasta abarcar experiencias, no exentas de debates, como los Gobiernos menemistas y los kirchneristas. Si bien esta afirmación no es del todo equívoca, deja entrever varios asuntos problemáticos que pretendemos explicitar.

La primera dificultad deriva de suponer que en la coyuntura de 1945 se produjo la emergencia de una identidad popular unívocamente peronista. Una profusa literatura se ha ocupado de mostrar cómo el 17 de octubre23 fue posible gracias a una multicausalidad de factores para nada previsibles,24 y que de ese acontecimiento no emergió “la identidad peronista” como entidad homogénea.25 El capítulo 2 repara en esta cues-tión, al interrogar las tensiones internas al movimiento, como un nivel específico de heterogeneidad que se ve involucrado en las identificaciones populares al momento de articularse en un discurso populista.26 Dicho en otras palabras, el análisis allí desplegado por Magrini no se concentra en la necesaria, pero no única, dimensión de la alteridad, marcada por las fronteras políticas y las desidentificaciones que se producen con los adversarios, sino en las micro o subfronteras políticas que pueden reconocerse al interior de un mismo proceso identitario y que, en definitiva, hablan del carácter constitutivamente heterogéneo de las identidades populares.

Hecha esta salvedad respecto a la emergencia del peronismo como identidad homogénea en un momento fundacional de su constitución, nos encontramos con el segundo problema: el de suponer que esa identidad se articuló de manera populista en el Estado durante las dos primeras presidencias de Perón. Algunos argumentos que circulan en el capítulo 3 muestran que si bien la dislocación que produjo el peronismo tuvo un carácter inédito hacia octubre de 1945, el peronismo (en el Estado) habilitó nuevas formas de identificación popular que dislocaron los roles socialmente asignados. De ese modo, algunas políticas sociales emprendidas durante los dos primeros años de gobierno, e incluso antes de la primera presidencia de Perón —como las medidas adoptadas por la entonces Secretaría de Trabajo y Previsión: el estatuto del peón, vacaciones pagas, aguinaldo, tribunales laborales, entre otras—, pueden ser vistas como dislocaciones en sí mismas y como prácticas articulatorias que permitieron la emergencia de nuevos procesos de subjetivación popular.

La tesis aludida recupera y avanza sobre un argumento expuesto por Alejandro Groppo en un lúcido trabajo comparativo entre peronismo y varguismo. Allí, Groppo argumentó que el peronismo habilitó una operación “de nominación o nombramiento de un sujeto que nunca antes había sido nombrado de esa manera”, y que este proceso fue posible porque “el Estado explícitamente [asumió] como suyos intereses de un sector marginado, simbólica o realmente, de la sociedad” (Groppo 2009, 41).27 La dislocación que supuso ese disruptivo proceso de nominación fue parcialmente “suturada” gracias a una segunda operación política, “la producción de un concepto o una visión no condicionada de justicia social, esto es, una idea de justicia social que es presentada independientemente de cualquier predicación condicionante” (p. 41). En consecuencia, el carácter disruptivo de las identificaciones populares también se produjo durante los procesos articulatorios, de modo que más que a operaciones de emergencia-causa y articulaciones-consecuencias, asistiríamos aquí a lógicas marcadas por la simultaneidad y la yuxtaposición entre dislocaciones y suturas.

Si es evidentemente problemático reconocer linealidades entre dislocaciones primigenias y posteriores suturas institucionales durante los primeros años peronistas, con el derrocamiento de Perón y los sucesivos avatares, desplazamientos y retornos que esta identidad atravesó entre 1955 y la actualidad, el asunto se complejiza aún más. Y ello nos conduce al tercer problema, el de suponer gruesas líneas de continuidad de un fenómeno, rotundamente persistente, pero del que conviene trazar, delimitar, precisar y profundizar cómo vuelve y se reactualiza, es decir, ¿cómo retorna el peronismo en determinada coyuntura política? ¿Qué elementos se borran o se intentan borrar de él y cuáles perduran? ¿Qué proyectos de país están en la base de esas “borraduras” o de esos retornos de una identidad que se resignifica y se resemantiza iterativamente? ¿En qué contextos de discusión vuelve el peronismo, qué usos se hace de él?

Esas inquietudes resultan clave para que, sin perder de vista la característica laxitud del peronismo, este, a su vez, no “se aplane” al punto de equiparar procesos y coyunturas muy diversas como el neoliberalismo menemista de los años noventa o el neodesarrollismo kirchnerista del siglo XXI. En este sentido, el texto de Nicolás Azzolini, capítulo 4 de este volumen, contribuye a iluminar este punto en una coyuntura específica, el complejo período que se ubica entre 1955 y 1958, es decir, entre la denominada “Revolución Libertadora” y el Gobierno de Arturo Frondizi. El autor focaliza momentos en que la pluralidad de identificaciones populares producidas bajo el extenso arco del peronismo se vio especialmente amenazada y condicionada por las prácticas y los sentidos que intentó imprimir un sector no menos heterogéneo que el peronista, el antiperonista.

En diálogo con esta línea argumental, el capítulo 5, de Aarón Attias Basso, precisa algunos usos del pasado nacional, en una organización militante kirchnerista específica, La Cámpora. El texto particulariza cómo, por medio de símbolos y soportes materiales concretos, el peronismo (en tanto tradición heredada) fue resemantizado e intervenido por la organización y por los y las militantes camporistas, al tiempo que construyeron su identidad política.

Si lo anteriormente señalado vale para el peronismo, también lo hace para un sinnúmero de procesos políticos latinoamericanos. En analogía con el ejercicio anterior, desde una aplicación “directa” de la teoría laclausiana, el gaitanismo podría presentarse como una identidad popular que emergió entre 1928 y 1944, con la actividad y los diversos cargos públicos que ocupó Jorge Eliécer Gaitán durante la hegemonía liberal. Entre 1933 y 1935, el gaitanismo experimentó un proyecto revolucionario y popular al margen del liberalismo, la Unión Nacional Izquierdista Revolucionaria, movimiento que fue disuelto por el líder, en 1935, cuando este retornó a las filas del Partido Liberal. Luego, la identidad gaitanista tuvo su momento de mayor articulación popular entre 1944 y 1948, y finalmente, el 9 de abril de ese año, cuando Gaitán fue asesinado, aquellas articulaciones habrían quedado fracturadas como consecuencia del Bogotazo,28 acontecimiento signado por la brutal represión a las multitudes movilizadas, y cuyo saldo para el proceso político del país sería la frustración, la incompletitud, el carácter fallido o imposible del populismo en Colombia. Y ese yerro del populismo explicaría, al fin de cuentas, una Violencia (en mayúscula inicial) sin precedente, que se extendería hasta nuestros días.

De nuevo, no todo lo expresado en el párrafo previo resultaría una interpretación forzada, pero algunos elementos de esa lectura, dominante en los estudios sobre gaitanismo, son, por cierto, problemáticos. Este libro propone algunos entendimientos alternativos sobre esos puntos. Inicialmente, como referimos para el caso del peronismo (o “los peronismos”), resulta necesario matizar la idea de emergencia homogénea de la identidad gaitanista. Dicho proceso no debería ser reducido a la biografía de Gaitán, sino analizado desde una multiplicidad de intervenciones en las que, si bien el líder ocupó un papel protagónico, su trayectoria no explica en forma exclusiva la del movimiento. De modo que para dar cuenta del proceso identificatorio del gaitanismo, con Gaitán en vida, deberíamos indagar, entre otras cosas,29 la trayectoria de diversos actores, algunos de ellos mediadores, que intentaron intervenir en el sentido que el movimiento tenía, que cuestionaron duramente al líder, y que no por ello simplemente “se pasaron al bando opositor”.

Operaciones analíticas de este tipo se despliegan en el capítulo 2, a través de la controversial figura de José Antonio Lizarazo, por ejemplo.

Otra dimensión a considerar para sortear aquella representación homogeneizante de la identidad gaitanista refiere a la antes aludida lógica pendular de inclusión y exclusión de los adversarios en el seno del gaitanismo, pues ello también contribuye a dar cuenta del carácter no reducido de la unidad o articulación política que por momentos produjo el movimiento. Este análisis está argumentado en el ya mencionado capítulo 6 de este libro.

Quizás el punto de mayor contraste entre la imagen del gaitanismo esbozada en las líneas anteriores y la comprensión que esta obra colectiva ofrece se vincula con la consecuencia argumental que se desprende del 9 de abril, esto es, la gruesa continuidad entre populismo y violencia. En este sentido, los trabajos incluidos en este volumen continúan con una tesis ya introducida por conocidos estudios históricos,30 que desde hace ya varias décadas vienen insistiendo en que el clima de violencia, los asesinatos y las masacres no emergieron del 9 de abril, sino que precisamente el asesinato de Gaitán fue un síntoma de violencias que venían perpetrándose con anterioridad.

Ahora bien, nos interesa precisar aquí un aspecto crucial del vínculo entre populismo y violencia: los diversos usos del eventual “fracaso” del populismo gaitanista. Por un lado, la lectura en clave fallida del populismo parecería diluir (en su consecuencia argumental) su carácter esquivo, ya que sería el carácter incompleto del populismo o la imposibilidad del gaitanismo de edificarse en el Estado, lo que finalmente explicaría la Violencia. Por otro lado, no es menos cierto que esta mirada sobre el populismo no fue en absoluto dominante en Colombia. En efecto, algunas interpretaciones no dudaron en señalar las bondades que supuso para Colombia no haber atravesado por una “verdadera” experiencia populista.31 De modo que no primaron lecturas “democratizantes” del populismo gaitanista,32 sino una interpretación de su fracaso como causante del enfrentamiento armado, primero bipartidista y, hacia los años sesenta y setenta, según esta mirada peyorativa del populismo, la identidad gaitanista habría mutado a una identidad guerrillera y de izquierda radicalizada.

Frente a esos enfoques, este libro propone explicaciones mucho menos generalizables y más contextualizadas. En efecto, el capítulo 7, de Adriana Rodríguez Franco, repara precisamente en el debate sobre el gaitanismo sin Gaitán, en los años posteriores al 9 de abril y en la coyuntura del Gobierno del general Rojas Pinilla, un proceso que ha sido con frecuencia calificado como un populismo efectivo (en oposición al “fallido de Gaitán”), porque llegó al Estado y compartiría algunos rasgos propios de los populismos si los entendemos en clave esencialista y peyorativa (líder carismático y miembro de las Fuerzas Armadas, políticas públicas orientadas a la protección del mercado interno, tradición nacionalista, entre otras características que suelen incluirse).