Las Escuelas De La Sabiduría Ancestral

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Las Escuelas De La Sabiduría Ancestral
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Las

Escuelas

de la

Sabiduría

Ancestral

Juan Moisés de la Serna

Editorial Tektime

2021

“Las Escuelas de la Sabiduría Ancestral”

Escrito por Juan Moisés de la Serna

1ª edición: mayo 2021

© Juan Moisés de la Serna, 2021

© Ediciones Tektime, 2021

Todos los derechos reservados

Distribuido por Tektime

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Prólogo

Los primeros atisbos de claridad empezaron a rasgar el frío cielo de la noche arropada en oscuridad, atravesando los luminosos rayos de sol de aquella extensa llanura, devolviendo el color ocre a esta tierra inhóspita, habitada únicamente por pequeños roedores y alimañas que se guarecen durante el día entre los escasos matorrales espinosos.

Me levanté rápido al alba, como era mi costumbre, y tras desperezarme realizando algunos movimientos de estiramientos, me preparé para la oración a través de la ablución, el ritual del agua, lavándome cara y manos. Tras esto cerré los ojos e inicié mis oraciones, no sin antes tomar las precauciones debidas para asegurarme que nadie me viese en aquellos momentos de recogimiento, ya que todavía pesaba sobre nosotros ese atroz edicto faraónico, por el que se nos condenaba a ser prófugos de nuestra propia tierra, pero ¿quién en nuestras circunstancias se quedaría para sufrir uno de los castigos más cruentos?

Dedicado a mis padres

Contenido

Capítulo 1. Un Futuro Incierto

Capítulo 2. Las Escuelas del Conocimiento

Capítulo 3. La Persuasión

Capítulo 4.La Esperanza

Capítulo 1. Un Futuro Incierto

Los primeros atisbos de claridad empezaron a rasgar el frío cielo de la noche arropada en oscuridad, atravesando los luminosos rayos de sol de aquella extensa llanura, devolviendo el color ocre a esta tierra inhóspita, habitada únicamente por pequeños roedores y alimañas que se guarecen durante el día entre los escasos matorrales espinosos.

Me levanté rápido al alba, como era mi costumbre, y tras desperezarme realizando algunos movimientos de estiramientos, me preparé para la oración a través de la ablución, el ritual del agua, lavándome cara y manos. Tras esto cerré los ojos e inicié mis oraciones, no sin antes tomar las precauciones debidas para asegurarme que nadie me viese en aquellos momentos de recogimiento, ya que todavía pesaba sobre nosotros ese atroz edicto faraónico, por el que se nos condenaba a ser prófugos de nuestra propia tierra, pero ¿quién en nuestras circunstancias se quedaría para sufrir uno de los castigos más cruentos?

No conforme con el escarmiento que supondrían penas menores, como el recibir golpes de bastón, el encarcelamiento o incluso la pérdida de las pocas propiedades que poseíamos, se nos condenó a la pena capital.

Por eso no nos quedó más remedio que abandonar a todos los que conocíamos y queríamos, e iniciar una huida apresurada de aquel vasto imperio, intentando alcanzar tierras donde no llegasen noticias del nuevo Faraón.

Cada uno de nosotros tomamos caminos diferentes, sabiendo que, si éramos capturados, sin mediar juicio alguno y sin posibilidad de apelación, nos darían la peor de las muertes, a manos precisamente de aquellos a los que con tanta benevolencia habíamos tratado.

A pesar de ser un castigo prohibido por su extrema crueldad, propio de otros pueblos que existían más allá de las fronteras conocidas, se aplicaba excepcionalmente como humillación pública hacia el reo y a lo que éste representaba, haciendo partícipe en la ejecución, de aquella inhumana sentencia, a una muchedumbre airada, previamente arengada por las autoridades que permanecían impasibles ante las súplicas del condenado.

Piedra a piedra, va recibiendo aquel brutal castigo, que le va quitando la vida poco a poco, golpe a golpe, hasta que su cuerpo queda semienterrado e inmóvil.

Una visión turbadora de mi futuro, que me hacía difícil concentrarme en estos momentos de oración y recogimiento personal.

Inspiré profundamente y cerrando los ojos empecé a dar gracias por la bendición de la luz que estaba recibiendo en esta hermosa mañana que simbolizaba un nuevo día, una esperanza renovada para poder seguir adelante, dejando atrás el sufrimiento y la sinrazón, centrado únicamente en atravesar aquellas inhóspitas tierras, en busca de cobijo antes de adentrarme en las rocosas y escarpadas montañas que serían mi destino final, de allí salí y allí quisiera regresar, donde todo empezó hace ya muchas lunas.

Nadie merecería ser condenado a tan cruento castigo, ni siquiera los generales de los ejércitos enemigos atrapados en el campo de batalla se vieron nunca sometidos a tal degradación, permitiéndoles morir delante de los suyos con la cabeza bien alta, otorgándole una muerte limpia y rápida. Y menos cuando no cometimos delito alguno ni siquiera habíamos provocado mal a nadie.

Como todos los demás, me había limitado a cumplir con mi función lo más eficazmente posible, tratando de ser rápido y certero en mis tareas. Y por eso, soy reo de muerte, por el sólo hecho de existir, por representar a un tiempo glorioso que llegó a su final y del que nadie puede ya ni hablar por estar prohibido.

Según he podido saber a través de los comentarios procedentes de los mercaderes de las caravanas, y muy a mi pesar, muchos de mis compañeros, desde los más jóvenes e impetuosos, hasta los más sabios y ancianos, ya han sufrido este fatal revés del destino, pagando el precio más alto que se puede pedir, del cual estoy tratando de huir desde hace meses, y por el que ni siquiera soy capaz de mirar hacia atrás, a sabiendas de que en cualquier momento, alguien me puede reconocer y delatar.

Por lo que intento pasar lo más desapercibido posible allá por donde voy, siempre tapado con mi túnica que me cubre de la cabeza a los pies, y únicamente deja entrever una esbelta silueta, exponiendo a los rayos del sol parte de la faz y mis ahora agrietadas y curtidas manos. Discurriendo por los polvorientos caminos con paso calmado y pausado, con la única compañía y ayuda de un cayado que a modo de muleta me recuerda mis orígenes y mi futuro.

Cuando se hace inevitable mi encuentro con alguien, mientras transito por los desolados senderos o los yermos caminos, ya sea otro caminante solitario, algunos soldados de patrulla o una caravana en busca de un buen acuerdo, trato de no levantar la cabeza para que nadie fije su mirada en mi rostro, sin atreverme a contestar cuando se dirigen hacia mí, haciendo como si nada oyese y continuando mi camino.

A pesar de la nueva vida a la que me he visto abocado a adoptar, en la que me he tenido que acostumbrar a comer lo que nunca hubiese imaginado, y a dormir en las más duras y frías camas de piedra, a veces al raso y otras a resguardo en la guarida de alguna alimaña que previamente había espantado. Aun cuando mi piel se había ido curtiendo por el aire y el sol, endureciendo y encallando lo que antes era una tersa y delicada piel, cuidada con ricas fragancias.

Todavía quedan en mi cuerpo imborrables marcas de mi pasado, que se realizaron para que los demás supiesen de mi posición y se inclinasen al pasar, portándolas ahora tapadas con vendas para evitar que sean vistas, y debo de ser yo quien ahora baje la cabeza, ocultando así cualquier vestigio de un remoto esplendor al que nunca volveré.

Igualmente, mis pulidas y refinadas maneras, que tanto me costaron aprender y que se han hecho parte esencial de mí, cual costumbres grabadas a fuego en mi alma, pueden despertar sospechas y ser motivo para delatarme, por lo que tengo que prestar especial atención a no decir ni hacer nada distinto del resto, pero esta esmerada formación no se puede eliminar de un día para otro.

Ni siquiera, aquella profesión para lo que me entrenaron y que tan buen servicio traté de dar siempre, un regalo del cual nunca me consideré lo suficientemente digno, que cambió mi vida por completo, incluso eso tengo que mantenerlo oculto, como si me avergonzase de lo que soy, sin poderlo usar en beneficio de los demás, ni siquiera ante el padecimiento ajeno.

Son muchas las ciudades, pueblos y aldeas que he tenido que dejar tras de mí, en este penoso y solitario discurrir hacia el exilio, faltando, muy a mi pesar, a una de las más importantes premisas, que algunos consideraban hasta sagrada, por la que no hace tanto nos regíamos, y que guiaba y daba sentido a nuestra vida de servicio.

En circunstancias normales se solía festejar mi llegada, siendo motivo de júbilo entre los habitantes, en cambio ahora, darme cobijo o ayuda de algún tipo es motivo suficiente para sufrir mi misma pena de muerte.

 

Antes eran ellos los que me buscaban y solicitaban, formando colas para agasajarme, trayéndome y ofreciéndome el mejor ganado o parte de su cosecha. Un hospitalario tributo, que ni necesitaba ni requería, pero que en muchos casos debía de aceptar para no insultar las buenas intenciones de aquellos habitantes. Una generosidad que se veía recompensada con creces con mi presencia en aquel lugar, y de lo cual no podíamos quedarnos con nada, tal y como nos habían enseñado, repartiéndolo junto con el principal, con los más desfavorecidos.

Antes tenía un nombre, una vida… en cambio ahora desconozco lo que me depara cada nuevo amanecer, un futuro demasiado incierto que se abre delante de mí, proscrito de por vida, condenado a pena de muerte, huyendo de mi pasado, aquel que me buscó con tanto ahínco.

Si tan siquiera existiese la posibilidad de recuperar algo del esplendor perdido, y poder volver a disfrutar, aunque sea por un instante un poco más de aquellas mieles del pasado, ajeno por completo a tan desdichado futuro.

Pero ahora de todo aquello únicamente queda un esquivo recuerdo, que a veces se confunde con el mundo de los sueños. En ocasiones, en la buscada soledad de mi largo caminar, me cuesta trabajo distinguir entre aquella maravillosa vida pasada y lo soñado,

Gracias al ímpetu de algunos, que creímos firmemente en nuestro deber y nos entregamos por completo a nuestra labor, conseguimos tener nuestro momento de esplendor, pero éste duró relativamente poco y quedó completamente eclipsado por la demencia de unos pocos, que consiguieron movilizar en nuestra contra al pueblo, cual rebaño enfrentado a su pastor.

De la noche a la mañana, cual mancha de aceite, se extendió inexorablemente una gran marea de protesta y descontento, que iba acaparando cada vez a más poblaciones y aldeas. Los pacíficos ciudadanos que hasta ahora habían vivido contentos, salían ahora a la calle vociferando y exigiendo cambios. Arengados y movilizados por aquellos que desde la envidia deseaban usurpar el poder que no les correspondía, y que, usando al pueblo como punta de lanza en contra nuestra, trataban de conseguir arrebatarnos lo que nos había sido concedido por derecho.

Una situación explosiva difícil de contener, donde las buenas palabras pronunciadas para tranquilizarlos, no hacía sino alimentar la ira de aquellos que aprovechaban el descontento generado para criticarnos y poner en tela de juicio nuestra importante labor y que a tantos había beneficiado, muchos de los cuales ahora nos reclamaban cambios.

Una fugaz, pero intensa, historia de magnificencia sin final feliz, que tal y como les ocurriese a anteriores faraones, dejó tras de sí a muchos de sus servidores, regando con sus vidas el terreno que con tanto amor y mimo habían cuidado y respetado. Un trabajo arduo de preparación, en el que se invertían varios años antes de estar suficientemente listos para poder realizar nuestra función sobre el pueblo, y todo eso fue arrebatado de la noche a la mañana, cual zorro que espera en la oscuridad de su guarida para usurpar lo que no le corresponde.

Despojados de cualquier cargo o título, sin mayor destino que el de las bestias salvajes, obligados a vagar, evitando entrar en los poblados y aldeas por miedo a las represalias.

Tras terminar mis oraciones, recogí las pocas pertenencias que aún mantenía, y que a veces utilizaba para negociar a cambio de comida o de información, y atándolo en un pequeño hatillo, me lo eché sobre el hombro mientras con la otra mano recogía mi rígido, robusto y fiel compañero de viaje, único testigo mudo de mis carencias y privaciones.

Por un instante, antes de iniciar camino, tuve la tentación de mirar atrás, pero con tesón conseguí retener mi deseo, que no era otro que el de añorar mejores momentos y resignándome, empecé a andar siguiendo el sendero empedrado de un curso extinto, del que únicamente quedaban los restos de sus actos, aquellos cantos rodados que tan difícil hacían el camino.

Ni me avergüenzo de lo que fui, ni puedo renunciar a lo que soy, a pesar de que eso, en un tiempo no tan lejano supusiese algo, de lo que ahora parece nadie acordarse ni importarle.

Mis maneras, mi forma de actuar e incluso mis marcas, ahora vendadas rudimentariamente, me pueden delatar enseguida, por lo que tengo que limitar mis contactos a las caravanas, a las que me debo de acercar como pordiosero, implorando misericordia, ocultando el rostro, portando una túnica sucia, cual ropaje haraposo, que nunca hubiese ni imaginado llevar antes, acostumbrado a las mejores telas, al lino más puro y de extrema blancura. Agasajado a veces con finas telas de sobrada suavidad procedentes de países más allá de las fronteras del imperio, con nombres impronunciables.

Mi piel ahora quebrada y cuarteada, estaba en su momento pulcra y limpia, ricamente adornaba con abalorios que recorrían mis antebrazos, y que guardaba tanto simbolismo ahora dejado en el olvido.

Quizás esos fueron mis mejores momentos, aquellos en los que seguía una rutina diaria de actos y ritos, acompañado de cánticos y música, que, en estos momentos, en mitad de éste inhóspito paraje, me pueden parecer algo opulentos e incluso superfluos, pero que entonces eran de estricto cumplimiento. Unas vistosas y elaboradas ceremonias recreadas para mantener la tradición a la vez que para perpetuar el estatus en el que vivíamos.

De repente encontré delante de mí una pequeña piedra que me llamó la atención porque resaltaba entre las demás por su forma puntiaguda. Recogiéndola comprobé que era suave y fría, parecida al cuarzo, pero de gran brillo que contrastaba con su intenso color negro. Aquello me devolvió a un tiempo anterior, en que era aún muy joven y tenía grandes aspiraciones en la vida, hasta que llegué a las Escuelas, aquellas que suponían el principio de todos mis sueños y que tanto significó en mi vida. Si alguien me hubiese prevenido sobre todo lo que iba a vivir, no le hubiese dado crédito alguno.

Ha sido una sorprendente vida, llena de altibajos, pues surgiendo de una modesta posición, como era la de ser hijo de cabrero, he llegado hasta lo más alto de la escala social, siendo requerido a su servicio por reyes e incluso el propio faraón, quien depositó en mí su confianza, hasta llegar de nuevo a las humildes condiciones en que me encuentro ahora.

Nada ni nadie hacía augurar que tuviese tanto éxito en mi empresa, ni tampoco que una vez alcanzado, aquello que era la cúspide de la sociedad moderna, se convertiría en tan poco tiempo en un banal recuerdo, del que ni siquiera quedaría constancia escrita, pues así lo disponía el edicto faraónico, el mismo por el que se nos despojaba de toda posesión presente o futura y se nos condenaba a persecución y muerte. Una vida llena de logros y éxitos que ahora ya no importaban a nadie y que únicamente permanecían en mi memoria.

Una feliz época dorada que muchos querríamos volver a disfrutar, pero el pueblo, el gran beneficiado de nuestra labor, ahora nos teme y desprecia, envenenado con insidias y falsas acusaciones que han calado rápidamente en su ánimo, todo ello perpetrado y alentado desde el poder actual, para perseguirnos y exterminarnos.

Quizás se debiese a mis muchas facultades, pero fui uno de los pocos a los que le ofrecieron indulgencia a cambio de servir al nuevo faraón, una gran oportunidad de permanecer en el poder, para lo cual únicamente debía de renunciar a las creencias y valores que habían guiado mi vida hasta ese momento.

Algún otro en mi posición no se lo hubiese pensado demasiado y aceptaría sin miramientos el acuerdo, considerando un precio adecuado por su vida, pero para mí la pompa y la gloria no eran sino atributos de mi puesto, al cual estaba entregado por completo. De consentir aquel arreglo me sería restituido todo aquello que por derecho me correspondía según mi cargo y mi vida serías salvada, mientras el resto de mis hermanos la perdían, quedando únicamente como una marioneta al servicio de un nuevo señor, sin potestad de decisión ni autonomía de acción, teniendo que abandonar mi importante función que beneficiaba al pueblo, para hacerlo únicamente para un solo hombre, que se ha autoproclamado faraón.

En definitiva, sería un esclavo en una jaula de oro. Creo que mi vida, de esta manera, no vale nada. Es por eso por lo que no pude renunciar a todo lo que creo y lo que doy, a pesar de las múltiples advertencias e invitaciones. Por ello no tuve más opción que huir como los demás, antes de que el peso de la venganza y el arrebato se hiciesen dueño de nuestras vidas.

Quizás mi historia no tenga nada de particular y diferente a la de tantos otros que llegaron a estar al lado del poder, pudiendo saborear sus mieles, y lo perdieron todo por una u otra circunstancia. Puede que mi única peculiaridad fuese que no provenía de cuna noble, ni de una de esas familias acaudaladas que vivían en las grandes urbes.

Mi humilde origen se encontraba alejado de las conjuras y envidias, tan retirado del poder que nadie se sintió amenazado por mi existencia. Es lo que tiene vivir en las lindes del imperio, que todo parece ir más lento, donde las noticias de la capital llegan a cuentagotas e incluso los tributos que se han de pagar son menores, con lo que los aldeanos se sienten afortunados.

Por otra parte, la educación recibida por los ciudadanos alejados de la gran sociedad egipcia, es bastante deficiente. Apenas unos pocos de la aldea llegaban a ser diestros en grabar los símbolos en arcilla y después interpretarlos correctamente.

La mayoría se conformaban con fiarse en las palabras transcritas por los escribas que traían las caravanas, como forma de cerrar los pactos, o de los que provenían de la capital cuando llegaba la época de la recogida, para cobrar la parte correspondiente.

Los soldados que acompañaban al escriba garantizaban el cumplimiento íntegro del pago por parte de cada una de las familias. Ya que, de no querer pagar, eran apresados y llevados como esclavos a la capital, para ser vendidos al mejor postor, mientras se destruían y quemaban todos sus bienes.

Una exhibición innecesaria de fuerza, que buscaba con su presencia recordarnos a quien debíamos rendir tributo y pleitesías, como gracia por dejarnos vivir en nuestras propias tierras. Esa basta ciudad a orillas del gran río, ahora convertida en capital de los reinos del norte, que años atrás mandó sus más fieros ejércitos para conquistar a sangre y fuego toda ésta extensa sabana, dejándola yerma y casi sin habitantes, y de cuyo poder apenas queda un destacamento de soldados que se mantiene en un puesto próximo al paso del desfiladero en previsión de posibles invasiones.

Nadie parecía estar demasiado interesado en que mi pueblo progresase, más allá de dar hijos que pudiesen trabajar y producir lo necesario para entregar el tributo ciclo a ciclo, pagando impuestos cada vez más elevados, pues según decían los de la capital, gozábamos de una privilegiada paz, lo que nos debía permitir tener más cosechas y alimentos que poder entregar en fecha.

Pero no todos son desventajas por vivir en un sitio tan alejado de la imponente capital, donde trataban a los que vivían fuera de sus murallas como ciudadanos de segunda. Para aquellos que saben y quieren aprovechar las oportunidades que ofrece la vida, un lugar fronterizo podía resultar muy provechoso, sobre todo por el constante paso de caravanas que debían de atravesar nuestra aldea tras cruzar el desfiladero.

Gracias a nuestra beneficiosa posición estratégica, éramos los primeros con quienes comerciaban, lo que posibilitaba que tuviésemos todo tipo de abalorios y objetos decorativos, a la vez que finas telas, y todo ello a cambio de unas pocas provisiones y el uso del abrevadero por parte de las bestias de carga, antes de proseguir camino.

Lo que facilitaba que, con cada nueva caravana, pudiésemos tener contacto directo con culturas muy dispares, con sus propias lenguas y formas de actuar. Una ocasión inigualable para aprender lenguas extranjeras que superaba cualquier educación que mis congéneres de la capital pudiesen recibir.

Destinados a repetir generación tras generación la profesión de nuestros ancestros, arando con esmero la ruda tierra para arrancar de esta una exigua cosecha, que nos permitía sacar grano para preparar el pan que era el sustento fundamental de nuestra alimentación, así como para cultivar en la siguiente siembra, o pastoreando el escaso rebaño por los cerros próximos, que proporcionaban leche y carne para comer, a la vez que crías con las que negociar en la estación de las crecidas de los ríos.

Sin mayores aspiraciones que la de sacar adelante el pequeño negocio doméstico, para poder así alimentar a la familia, con el deseo de que los próximos impuestos no suban demasiado. Donde el lugar de nacimiento parecía establecer de antemano a lo que se dedicaría cada uno el resto de su vida.

 

Aunque siempre quedaban salidas para aquellos que no se conformaban con su humilde y predecible destino. Algunos optaban por dirigirse hacia la capital en busca de una mejor vida, llevándose con ellos los escasos víveres acumulados, así como el poco dinero que la familia había conseguido reunir a lo largo de los años, pensando que allí todo sería más fácil y que tendrían más oportunidades para trabajar y hacer fortuna, aunque luego nadie regresaba para contarlo.

Entre los jóvenes se decía que los pocos que partían debían de haberse hecho muy ricos y que, por ese motivo, ni se molestaban en volver a un lugar tan alejado y olvidado del imperio. Los más mayores, en cambio, sospechaban que las mieles de éxito no eran tan fáciles de conseguir, y estaban seguros de que más de uno no había regresado por no hacer pasar a su familia la vergüenza de haber perdido sus escasas pertenencias sin conseguir nada a cambio.

También estaban los que preferían probar suerte partiendo junto con alguna de las muchas caravanas que nos visitaban, ofreciéndose para limpiar y cuidar a sus animales de carga a cambio de comida y cobijo. Pero de estos tampoco volvió nunca nadie, quizás porque encontrasen una mejor vida, formando su propia familia, allá donde la caravana se dirigía o porque fuese víctima de ataques de los muchos maleantes que aguardaban el paso de sus presas para despojarles de cualquier dinero o metal precioso que portasen.

Existía una tercera opción, si es que se puede llamar así, esa que ninguna madre quería para sus hijos, pero que algunos jóvenes, quizás los más inconscientes, deseaban con fervor, ávidos de conocer nuevos lugares y con la esperanza de enriquecerse rápidamente. Hacer la guerra, convirtiéndose en soldados a las órdenes del imperio más grande y extenso jamás conocido, el cual siempre buscaba nuevas tierras que conquistar. Algunos se acercaban al puesto destacado junto al desfiladero para que les dieran instrucción militar, otros lo hacían a los soldados que guarecían las grandes murallas de la capital, incluso había quien se ofrecía a acompañar al escriba imperial en su infame labor de recaudar los pocos bienes que teníamos para mantener el alto estatus de opulencia y bienestar en la capital.

Para estos que escogían hacerse soldados de fortuna, nadie tenía buenas palabras, ni celebraciones comunitarias de despedida. Debían irse a escondidas, cuando nadie los viese, pues los más antiguos habían prohibido tal opción, sabiendo que se convertirían en perros de guerra, y que allá a donde fuesen destinados iban a llevar la desgracia de las armas.

Es por ello por lo que los que se habían ido a tal menester, nunca regresaban, pues eran muchos los que fallecían al servicio del faraón, en alguna de sus grandes contiendas, de las que únicamente se narraban las victorias y no el número de los valientes soldados que habían dejado su vida para conseguirlo. Además, tenían vetado volver al pueblo pues para su familia, y para el resto, era alguien impropio, que se había manchado las manos con la sangre de sus semejantes.

Cuando era yo muy joven y apenas acababa de cumplir la edad necesaria para empezar a trabajar, algo muy importante en mi aldea, pues suponía disponer de una mano más para ayudar en las tareas de recolección o pastoreo.

Como mi padre era pastor, tal y como lo fue su padre, y el padre de éste, a mí me tocaba serlo, y me empecé por encargar de las tareas más sencillas, sacar a pastar las pocas cabras que poseíamos.

La faena era simple, por la mañana temprano salía con los animales en busca de verdes prados en donde esperar a que comiesen para de emprender camino de regreso antes de que cayese el sol. Aunque vivíamos en un valle muy amplio, casi todo a nuestro alrededor eran montañas escarpadas, imposibles de escalar, situándose el pueblo cerca de la salida de un estrecho cañón, único paso posible de acceso desde las tierras fuera del imperio.

Habían sido muchos los ejércitos enviados a conquistar las tierras que se encontraban más allá de las montañas, pero ninguno lo había conseguido. Los pocos que regresaban hablaban de enemigos invisibles, aliados con las alimañas, que sin atacarlos conseguían repeler cualquier acometida.

En todo ese tiempo, el pueblo de las montañas, como también se les conocía, nunca habían iniciado ningún ataque, pues únicamente se habían limitado a defenderse y a repeler al ejército conquistador, es por eso, que desde la capital de los reinos del norte se decidió renunciar a sus tentativas de expandirse por aquellas tierras desconocidas, apostando un destacamento como medida de precaución por si algún día cambiaban de opinión. Aunque eran conscientes de que desconocían por completo la naturaleza de las armas de aquellos de las montañas que ni siquiera se mostraban, ni tan siquiera tenían idea sobre su número ni sus intenciones.

Pero lo único que llegaba por aquel desfiladero eran caravanas procedentes de lugares muy lejanos, que aprovechaban aquel paso natural para acercarse a los pueblos del imperio, y nunca refirieron de ningún pueblo en las montañas que les hubiese molestado.

Así que todo aquel que quisiera pasar por allí se veía obligado a descansar en nuestra aldea, ya que era el único lugar de avituallamiento de toda la zona. Extranjeros de tierras lejanas, cargados de materiales extraños que hacían las delicias de las mujeres de la aldea, con telas e indumentarias llamativas, llenos de serpenteantes brillos, portados por animales de largas patas y cuello encorvado, que nada tenían que ver con nuestras menudas cabras que al menor descuido se escapaban monte arriba y que tanto trabajo daban para devolverlas a su corral.

Es ahí, en medio del ajetreo interminable del trueque, entre abalorios y vasijas, cuando recibíamos noticias sobre el mundo exterior, a la vez que algunos intentábamos aprender más sobre sus extrañas lenguas y culturas. Los mismos que luego nos convertiríamos en los intérpretes para próximas caravanas lo que facilitaría el intercambio, pues si no, únicamente podíamos comunicarnos de forma muy rudimentaria y limitada mediante gestos, tal y como se habla con una persona que no goza de la facultad de oír.

Todo un privilegio para un joven como yo, que no tenía más futuro que el de cuidar de las cabras de la familia el resto de mi vida. Consiguiendo quedar excusado de mis tareas mientras hubiese alguna caravana en la que pudiesen requerir de mi traducción, escapando brevemente de la monotonía de sacar a pastar al ganado cada día, hiciese bueno o malo.

Un trabajo que implicaba pasar bastante tiempo alejado del pueblo, lo que me posibilitaba repetir una y otra vez aquel idioma que había oído durante el trueque. Quizás fuesen esos momentos de soledad o mi voluntad por aprender practicando continuamente, lo que me permitió ser seleccionado para las Escuelas.

La primera vez que oí hablar de ellas, fue en una reunión, como se solían hacer a la caída del sol una vez habían partido las caravanas, donde se juntaban, hombres y mujeres por separado, para comentar cómo les había ido con el trueque. Una de las mujeres dijo haber hablado con uno de los porteadores, que comentaba cómo se habían encontrado a una pareja de Maestros, que con caminar pausado recorrían las aldeas buscando pupilos para las Escuelas.

Aquello movilizó a los habitantes de aquel pequeño lugar como nunca había presenciado antes. En los días consecutivos, los niños fueron pasando uno a uno delante del principal del pueblo para ser probados, y con ello conocer quién poseía mayores cualidades para ser presentado ante los Maestros. Evaluándoles desde su rapidez en el correr hasta su puntería con la onda.