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La Catedral

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II

Desde los tiempos del segundo cardenal de Borbón, era el señor Esteban Luna jardinero de la catedral, por derecho que parecía vinculado en su familia. ¿Cuál fue el primer Luna que entró al servicio de la Santa Iglesia Primada? El jardinero, al hacerse esta pregunta, sonreía satisfecho, y sus ojos miraban a lo infinito, como queriendo abarcar la inmensidad del tiempo. Los Luna eran tan antiguos como los cimientos de la iglesia. Habían ido naciendo las diversas generaciones en los aposentos del claustro alto, y cuando el ilustre Cisneros aún no había construido las Claverías, los Luna vivían en las casas inmediatas, como si no pudiesen existir fuera de la sombra de la Primada. A nadie pertenecía la catedral con mejor derecho que a ellos. Pasaban los canónigos, los beneficiados y los arzobispos; ganaban la plaza, morían, y otro al puesto; era un desfile de caras nuevas, de señores que venían de todos los rincones de España a sentarse en el coro para morir años después, dejando la vacante a otros advenedizos; y los Luna siempre en su puesto, como si la antigua familia fuese una pilastra más de las muchas que sostienen el templo. Podría ser que el arzobispo que un día se llamaba don Bernardo, se llamase al año siguiente don Gaspar y al otro don Fernando; lo imposible e inverosímil era que la catedral pudiese existir sin tener algún Luna en el jardín, en la sacristía o en el crucero, acostumbrada durante tantos siglos a sus servicios.



El jardinero hablaba con orgullo de su estirpe: de su noble y desgraciado pariente el condestable don Álvaro enterrado como un rey en su capilla detrás del altar mayor; del papa Benedicto XIII, altivo y tozudo como todos los de la familia; de don Pedro de Luna, V de su nombre en la silla arzobispal de Toledo, y de otros parientes no menos ilustres.



–Todos somos del mismo tronco—decía con orgullo—. Todos vinimos a la conquista de Toledo con el buen rey Alfonso VI. Sólo que unos Luna le tomaron gusto a matar moros, y fueron señores y conquistaron castillos, y otros, mis abuelos, quedaron al servicio de la catedral, como fervorosos cristianos que eran.



Con la satisfacción de un duque que cuenta sus ascendientes, el señor Esteban remontaba la cadena de los Luna hasta titubear y perderse en pleno siglo XV. Su padre había conocido a don Francisco III Lorenzana, el príncipe de la Iglesia fastuoso y pródigo, que gastaba las cuantiosas rentas del arzobispado construyendo palacios y editando libros, como un gran señor del Renacimiento. Había conocido también al primer cardenal de Borbón, don Luis II, y contaba la vida novelesca de este infante. Hermano del rey Carlos III, la costumbre que dedicaba a la Iglesia a los ilustres segundones le había hecho cardenal a la edad de nueve años. Pero a aquel buen señor, retratado en la Sala Capitular con peluca blanca, labios pintados y ojos azules, le llamaban más los goces del mundo que las grandezas de la Iglesia, y abandonó el arzobispado para casarse con una dama de modesta estirpe, riñendo para siempre con el monarca, que lo envió al destierro. Y el viejo Luna, saltando de abuelo en abuelo a través de los siglos, recordaba al archiduque Alberto, que renunció la mitra toledana para ir a gobernar los Países Bajos, y al magnífico cardenal Tavera, protector de las artes; todos príncipes excelentes, que habían tratado con cariño a la familia, reconociendo su secular adhesión a la Santa Iglesia Primada.



Los tiempos de la juventud fueron malos para el señor Esteban. Eran los de la guerra de la Independencia. Los franceses ocupaban Toledo y entraban en la catedral como paganos, arrastrando el sable en plena misa mayor, para curiosear hasta por los últimos rincones. Las alhajas estaban escondidas; los canónigos y los beneficiados, que entonces se llamaban racioneros, vivían desperdigados por la península. Unos se habían refugiado en las plazas todavía españolas; otros estaban ocultos en los pueblos, haciendo votos por que pronto volviese el Deseado. El coro daba lástima con las escasas voces de los tímidos y los comodones que, pegados al asiento y no pudiendo vivir lejos de él, habían reconocido al rey intruso. El segundo cardenal de Borbón, el dulce e insignificante don Luis María, estaba en Cádiz, de regente del reino. Era el único de la familia que quedaba en España, y las Cortes habían echado mano de él para dar cierto tinte dinástico a su autoridad revolucionaria.



Cuando al terminar la guerra volvió a su sede el pobre cardenal, el señor Esteban se enterneció viendo su rostro de niño triste, rematado por una cabeza de redonda e insignificante pequeñez. Venía desalentado y cariacontecido, después de recibir en Madrid a su sobrino Fernando VII. Sus compañeros de regencia estaban en la cárcel o en el destierro; y sí él no sufrió igual suerte, era por su mitra y su apellido. El infeliz prelado creía haber hecho una gran cosa sosteniendo los intereses de su familia durante la guerra, y se veía acusado de liberal, de enemigo de la religión y del trono, sin que pudiese adivinar en qué había conspirado contra ellos. El pobre cardenal de Borbón languideció de tristeza en su palacio, dedicando sus rentas a hacer obras en la catedral, hasta que murió al iniciarse la reacción de 1832, dejando el sitio a Inguanzo, el tribuno del absolutismo, un prelado con patillas entrecanas, que había hecho su carrera en las Cortes de Cádiz atacando como diputado toda reforma y abogando por el retroceso a los tiempos de los Austrias, medio seguro para salvar al país.



El buen jardinero saludaba con igual entusiasmo al cárdena borbónico odiado de los reyes, que al prelado con patillas que hacía temblar a toda la diócesis con su genio acre y desabrido y sus arrogancias de revolucionario absolutista. Para él, quien llegaba a la silla de Toledo era un hombre perfecto, cuyos actos no se podían discutir, y hacía oídos sordos a las murmuraciones de canónigos y beneficiados, los cuales, fumando un cigarrillo en el cenador de su jardín, hablaban-de las genialidades de aquel señor de Inguanzo, indignado contra el gobierno de Fernando VII porque no era bastante «neto» y por miedo a los extranjeros no osaba restablecer el saludable Tribunal de la Inquisición.



Lo único que entristecía al jardinero era contemplar la decadencia de su querida catedral. Las rentas del arzobispado y las del cabildo habían sufrido gran merma con la guerra. Había ocurrido lo que en las inundaciones, que, al retirarse, arrastran árboles y casas, dejando el terreno yermo y desabitado. La Primada perdía muchos de sus derechos; los arrendatarios se hacían dueños valiéndose de los apuros del Estado; los pueblos se negaban a pagar sus servidumbres feudales, como si el hábito de defenderse y hacer la guerra les librase para siempre del vasallaje. Además, las empecatadas Cortes, decretando la abolición de los señoríos, habían cercenado las cuantiosas rentas de la catedral, adquiridas en los siglos en que los arzobispos de Toledo se calaban el casco y andaban con los moros a golpes de mandoble.



Aun así, le restaba una fortuna considerable a la Iglesia Primada, y mantenía su esplendor como si nada hubiese ocurrido; pero el señor Esteban husmeaba el peligro desde el fondo de su jardín, enterándose por los canónigos de las conspiraciones liberales y de los fusilamientos, horcas y destierros a que tenía que apelar el señor rey don Fernando para contener la audacia de los «negros», enemigos de la monarquía y la Iglesia.



–Han probado el dulce—decía—, y volverán, ¡vaya si volverán!, así que les dejen. Durante la guerra nos dieron el primer mordisco, quitando a la catedral más de la mitad de lo suyo, y ahora nos robarán el resto, si es que logran coger la sartén del mango.



El jardinero se indignaba ante la posibilidad de que esto ocurriera. ¡Ay! ¡Y para esto habían peleado con los moros tantos señores arzobispos de Toledo, conquistando villas, asaltando castillos y acotando dehesas, que pasaban a ser propiedad de la catedral, contribuyendo al mayor esplendor del culto a Dios! ¡Y para caer en las manos puercas de los enemigos de todo lo santo habían testado tantos fieles en la hora de la muerte, reinas, magnates y simples particulares, dejando lo más sano de su fortuna a la Santa Iglesia Primada, con el deseo de salvar su alma…! ¿Qué iba a ser de las seiscientas personas, entre grandes y chicos, clérigos y seglares, dignidades y simples empleados, qué comían de las rentas de la catedral…? ¿Y a eso llamaban libertad? ¿A robar lo que no era suyo, dejando en la miseria a un sinnúmero de familias que se mantenían de la «olla grande» del cabildo?



Cuando los tristes presentimientos del jardinero comenzaron a cumplirse y Mendizábal decretó la desamortización, el señor Esteban creyó morir de rabia. El cardenal Inguanzo procedió mejor que él. Arrinconado en su palacio por los liberales, como su antecesor lo había sido por los absolutistas, tomó el partido de morirse, para no presenciar tantos atentados contra la fortuna sagrada de la iglesia. El señor Luna, que por ser simple jardinero no podía imitar al cardenal, siguió viviendo; pero todos los días tomaba un disgusto al saber que, por cantidades irrisorias, algunos moderados de los que no faltaban a la misa mayor iban adquiriendo hoy una casa, mañana un cigarral, al otro una dehesa, fincas todas pertenecientes a la Primada que habían pasado a figurar en los llamados bienes nacionales. ¡Ladrones! Al señor Esteban le causaba igual indignación esta subasta lenta, que desgarraba en piezas la fortuna de la catedral, que si viera a los alguaciles entrar en su casa de las Claverías para llevarse los muebles de la familia, cada uno de los cuales guardaba el recuerdo de un ascendiente.



Hubo momentos en que pensó abandonar el jardín, marchando al Maestrazgo o a las provincias del Norte en busca de los leales que defendían los derechos de Carlos V y la vuelta a los antiguos tiempos. Tenía entonces cuarenta años; sentíase ágil y fuerte, y aunque su humor era pacífico y nunca había tocado un fusil, le animaba el ejemplo de algunos estudiantes tímidos y piadosos que se habían fugado del Seminario, y, según se decía, peleaban en Cataluña tras la capa roja de don Ramón Cabrera. Pero el jardinero, para no estar solo en su, gran habitación de las Claverías, se había casado tres años antes con la hija del sacristán y tenía un hijo. Además, no podía despegarse de la iglesia. Era un sillar más de la montaña de piedra; se movía y hablaba como un hombre, pero tenía la seguridad de perecer apenas saliese de su jardín. La catedral perdería algo importante si le faltaba un Luna, después de tantos siglos de fiel servicio, y a él le asustaba la posibilidad de vivir fuera de ella. ¿Cómo había de ir por los montes disparando tiros, si para él transcurrían los años sin pisar otro suelo «profano» que el pedazo de calle entre la escalera de las Claverías y la puerta del Mollete?

 



Siguió cultivando su jardín, con la melancólica satisfacción de considerarse a cubierto de los males revolucionarios al abrigo de aquel coloso de piedra que imponía respeto con su majestuosa vetustez. Podrían cercenar la fortuna del templo, pero serían impotentes contra la fe cristiana de los que vivían a su amparo.



El jardín, insensible y sordo a las tempestades revolucionarias que descargaban sobre la iglesia, seguía desarrollando entre las arcadas su belleza sombría. Los laureles crecían rectos hasta llegar a las barandillas del claustro alto; los cipreses agitaban sus copas como si quisieran escalar los tejados; las plantas trepadoras se enredaban en las verjas del claustro formando tupidas celosías de verdura, y la hiedra tapizaba el cenador central, rematado por una montera de negra pizarra con cruz de hierro enmohecido. En el interior de éste, los clérigos, al terminar el coro de la tarde, leían, a la verdosa claridad que se filtraba entre el follaje, los periódicos del campo carlista o comentaban entusiasmados las hazañas de Cabrera, mientras que en lo alto, indiferentes para las insignificancias humanas, revoloteaban las golondrinas en caprichosa contradanza, lanzando silbidos como si rayasen con su pico el cristal del cielo. El señor Esteban asistía silencioso y de pie a este club vespertino, que traía recelosos a los de la Milicia Nacional de Toledo.



Terminó la guerra y se desvanecieron las últimas ilusiones del jardinero. Cayó en un mutismo de desesperado: no quería saber nada de fuera de la catedral. Dios había abandonado a los buenos; los traidores y los malos eran los más. Lo único que le consolaba era la fortaleza del templo, que llevaba largos siglos de vida y aún podría desafiar a los enemigos durante muchos más.



Sólo quería ser jardinero, morir en el claustro alto, como sus abuelos, y dejar nuevos Luna que perpetuasen los servicios de la familia en la catedral. Su hijo mayor, Tomás, tenía doce años y le ayudaba en el cuidado del jardín. Con un intervalo de algunos años había tenido otro, Esteban, que apenas sabía andar y ya se arrodillaba ante las imágenes de la habitación, llorando para que su madre le bajase a la iglesia a ver los santos.



La pobreza entraba en el templo; reducíase el número de canónigos y racioneros. Al morir los empleados anulábanse las plazas, y eran despedidos los carpinteros, los albañiles, los vidrieros, que antes vivían en la Primada como obreros adheridos a ella, trabajando continuamente en su reparación. Si de tarde en tarde era indispensable verificar un trabajo, se llamaban jornaleros de fuera. En las Claverías se desocupaban muchas habitaciones; un silencio de cementerio reinaba allí donde antes se aglomeraba todo un pueblo falto de espacio. El

gobierno de Madrid

—había que ver con qué expresión de desprecio subrayaba el jardinero estas palabras—andaba en tratos con el Santo Padre para arreglar una cosa que llamaban Concordato. Se limitaba el número de los canónigos, como si la Iglesia Primada fuese una colegiata cualquiera. Se les pagaba por el Gobierno, lo mismo que a los empleadillos, y para el sostenimiento y culto de la más famosa de las catedrales españolas, que cuando cobraba el diezmo no sabía dónde encerrar tantas riquezas, se destinaban mil doscientas pesetas mensuales.



–¡Mil doscientas pesetas, Tomás!—decía a su hijo, un chicarrón silencioso a quien no interesaba gran cosa lo que no fuese su jardín—. ¡Mil doscientas pesetas, cuando yo he conocido a la catedral con más de seis millones de renta! ¿Para qué hay con eso? Malos tiempos nos esperan, y si yo fuese otro, os dedicaría a un oficio, a cualquier cosa, fuera de la Primada. Pero los Luna no pueden desertar, como tantos pillos que han traicionado la causa de Dios. Aquí hemos nacido y aquí hemos de morir hasta el último de la familia.



Y enfurecido contra los clérigos de la catedral, que parecían acoger con buen gusto el Concordato y sus sueldos, satisfechos de salir bien librados de la tormenta revolucionaria, se aislaba en el jardín, cerrando la puerta de la verja y rehuyendo las tertulias de otros tiempos.



Aquel pequeño mundo vegetal no cambiaba. Su sombra verdosa era semejante al crepúsculo que envolvía el alma del jardinero. No era la alegría ruidosa, desbordante de colores y susurros, del huerto al aire libre inundado de sol; tenía la melancólica belleza del jardín monacal entre cuatro paredes, sin más luz que la que desciende a lo largo de los aleros y las arcadas, ni otras aves que las que revolotean en lo alto mirando con asombro un paraíso en el fondo de un pozo. La vegetación era la misma da los paisajes griegos: laureles, cipreses y rosales, como en los idilios de los poetas helénicos. Pero las ojivas que lo cerraban, los andenes pavimentados con grandes losas berroqueñas, en cuyos intersticios crecía la hierba en festones, la cruz del cenador central, el olor mohoso del hierro viejo de las verjas y la humedad de la piedra de los contrafuertes cubiertos por la verde capa de las lluvias, daban al jardín un ambiente de vetustez cristiana. Los árboles se agitaban al viento como incensarios; las flores, de color pálido, lánguidas, con anémica hermosura, olían a incienso, como si las bocanadas de aire de la catedral con que las impregnaban las cercanas puertas transformasen sus naturales perfumes. El agua de las lluvias, cayendo por las gárgolas y canalones de los tejados, dormía en dos profundas albercas de piedra. El cubo del jardinero rompía un instante la capa verdosa de su superficie, dejando ver el azul negruzco de las grandes profundidades; pero apenas extinguidos los círculos excéntricos de la inmersión, volvían a aproximarse y a confundirse las verdes lentejas, y otra vez desaparecía el agua bajo su mortaja vegetal, sin un estremecimiento, sin un susurro, muerta e inmóvil como el templo en el silencio de la tarde.



En la fiesta del Corpus y en la de la Virgen del Sagrario, a mediados de agosto, la gente acudía con cántaros al jardín y el señor Esteban permitía que los llenasen en las dos cisternas. Era una antigua costumbre que apreciaban los viejos toledanos, haciéndose lenguas de la frescura del agua de la catedral, condenados como estaban el resto del año al líquido terroso del Tajo. Otras veces entraba la gente en el jardín para proporcionar algunas ganancias al señor Esteban. Las devotas le encargaban ramos para sus imágenes o compraban tiestos de flores, creyéndolos preferibles a los de los cigarrales, por ser de la Iglesia Primada. Las viejas pedían ramas de laurel para guisos y medicinas caseras. Estos ingresos, unidos a las dos pesetas que el cabildo había asignado al jardinero después de la fatal desamortización, servían al señor Esteban para sacar la familia adelante. Próximo ya a la vejez había tenido su tercer hijo, Gabriel, un pequeñuelo que a los cuatro años llamaba la atención de las mujeres de las Claverías. Su madre afirmaba con fe ciega que era el «vivo retrato» del Niño Jesús que llevaba en brazos la Virgen del Sagrario. Su hermana Tomasa, casada con el

Azul de la Virgen

 y autora de una numerosa familia que ocupaba casi la mitad del claustro alto, hacíase lenguas del talento de su sobrinillo cuando apenas sabía hablar y de la unción infantil con que contemplaba las imágenes.



–Parece un santo—decía a sus amigas—. Hay que ver la seriedad con que repite las oraciones.... Gabrielillo llegará a ser algo. ¡Quién sabe si le veremos obispo! Monaguillos he conocido yo, cuando mi padre estaba encargado de la sacristía, que ya usan mitra, y puede que algún día los tengamos en Toledo.



El coro de halagos y alabanzas rodeaba desde sus primeros años al niño como una nube de incienso. La familia vivía para él. El señor Esteban, padre al uso latino, que amaba a sus hijos pero se mostraba con ellos sombrío y amenazador para que creciesen rectos, sentía ante el pequeño un retoñamiento de juventud, y jugueteaba con él, prestándose sonriente a todos sus caprichos. La madre abandonaba las faenas de la casa para no contrariar a Gabriel, y los hermanos estaban pendientes de sus balbuceos. El mayor, Tomás, mocetón silencioso que había reemplazado a su padre en el cuidado del jardín e iba descalzo en pleno invierno por los arriates y las ásperas losas de los andenes, subía con frecuencia manojos de hierbas olorosas para que juguetease con ellas su hermanillo. Esteban, el segundo, que tenía trece años y gozaba de cierto prestigio entre los monaguillos de la catedral por la escrupulosidad con que ayudaba las misas, asombraba a Gabriel con su sotana roja y el roquete encañonado, y le ofrecía cabos de vela y estampitas de colores sustraídas del breviario de algún canónigo.



Algunas veces le entraba en brazos en el departamento de los gigantones, una vasta sala entre los contrafuertes y los botareles de las naves, atravesada por arbotantes de piedra. Allí estaban los héroes de las antiguas fiestas: el Cid gigantesco, con su espadón, y las cuatro parejas representando otras tantas partes del mundo, enormes figurones con los vestidos apolillados y la cara resquebrajada que habían alegrado las calles de Toledo, pudriéndose ahora en los tejados de la catedral. En un rincón estaba la Tarasca, espantable monstruo de cartón que abría sus fauces asustando a Gabriel, mientras sobre su lomo rugoso giraba locamente una muñeca desmelenada e impúdica, que la religiosidad de otros siglos había bautizado con el nombre de Ana Bolena.



Cuando Gabriel fue a la escuela, todos se asombraron de sus progresos. La chiquillería del claustro alto, que tanto enfadaba al

Vara de plata

, sacerdote encargado de la dirección y buen orden de la tribu establecida en los tejados de la catedral, admiraba al pequeño Gabriel como un prodigio. Aún no sabía andar y ya leía de corrido. A los siete años comenzó a rumiar el latín, dominándole rápidamente, como si en su vida no hubiese hablado otra cosa; a los diez disputaba con los clérigos que frecuentaban el jardín, los cuales se gozaban en oponerle objeciones y dificultades.



El señor Esteban, cada vez más encorvado y débil, sonreía satisfecho ante su última obra. ¡Iba a ser la gloria de la casa! Se llamaba Luna, y podía aspirar a todo sin miedo, pues hasta papas había en la familia.



Los canónigos llevábanse al pequeño a la sacristía, antes del coro, para hacerle preguntas sobre sus estudios. Un clérigo de las oficinas del arzobispado lo presentó al cardenal, quien después de oírle le dio un puñado de almendras y la esperanza de ocupar una beca para que hiciese gratuitamente sus estudios en el Seminario.



Los Luna y sus parientes más o menos cercanos, que formaban casi el total de la población del claustro alto, se regocijaron con este ofrecimiento. ¿Qué otra cosa podía ser Gabriel sino sacerdote? Para aquellas gentes, pegadas desde que nacían al templo, cual excrecencias de la piedra, y que consideraban a los arzobispos de Toledo los seres más poderosos del mundo después del Papa, el único lugar digno de un hombre de talento era la Iglesia.



Gabriel fue al Seminario, y la familia creyó que las Claverías quedaban desiertas. Con la marcha del estudiante acababan en casa de los Luna las veladas, en las que el campanero, el pertiguero, los sacristanes y demás empleados del templo escuchaban la voz clara y bien acentuada de Gabriel, que les leía como un ángel, unas veces las vidas de los santos, otras los periódicos católicos que llegaban de Madrid, y en ciertas noches un

Quijote

 con tapas de pergamino y ortografía anticuada, venerable ejemplar que había pasado en la familia de generación en generación.



La vida de Gabriel en el Seminario fue la existencia monótona y vulgar del estudiante laborioso: triunfos en las controversias teológicas, premios a granel y el honor de ser presentado a los compañeros como modelo. De vez en cuando, algún canónigo de los que explicaban en el Seminario entraba en el jardín.

 



–El muchacho marcha muy bien, Esteban. Es el primero en todo, y además, callado y piadoso como un santo. Será el consuelo de su ancianidad.



El jardinero, cada vez más extenuado y viejo, movía la cabeza. Él sólo podría ver el término de la carrera de su hijo desde las alturas, si es que Dios le llamaba a ellas. Moriría antes de su triunfo, pero no se entristecía por esto; quedaba la familia para gozar de la victoria y dar gracias al Señor por su bondad.



Humanidades, teología, cánones, todo lo vencía aquel jovenzuelo con extraordinaria ligereza que asombraba a sus maestros. Le comparaban en el Seminario con los Padres de la Iglesia que habían llamado la atención por su precocidad. Iba a acabar sus estudios muy pronto, y todos le auguraban que Su Eminencia le daría una cátedra en el Seminario antes de cantar misa. Su deseo de saber era insaciable. La biblioteca del Seminario la trataba como cosa propia. Algunas tardes iba a la catedral para perfeccionar sus estudios de música religiosa hablando con el maestro de capilla y el organista. En el aula de oratoria sagrada dejaba estupefactos al profesor y los alumnos por la fogosidad y la convicción con que pronunciaba sus sermones.



–Le llama el pulpito—decían en el jardín de la catedral—. Siente el fuego de los apóstoles. Tal vez sea un San Bernardo o un Bossuet. ¡Quién sabe adonde irá a parar ese muchacho…!



Uno de los estudios que más apasionaban a Gabriel era el de la historia de la catedral y de los príncipes eclesiásticos que la habían regido. Surgía en él el amor vehemente de los Luna por aquella giganta que era su eterna madre. Pero no la admiraba a ciegas; como todos los suyos: quería saber el

por qué

 y el

cómo

 de las cosas; comprobar en los libros las noticias vagas oídas a su padre con más carácter de leyenda que de hechos históricos.



Lo primero que llamaba su atención era la cronología de los arzobispos de Toledo, una cadena de hombres famosos, santos, guerreros, escritores, príncipes, todos con su cifra detrás del nombre, como los reyes en las dinastías. Habían sido en ciertas épocas los verdaderos monarcas de España. Los reyes godos en su corte no eran más que figuras decorativas, a las que se ensalzaba o se deponía según las exigencias del momento. La nación era una República teocrática, y el verdadero jefe el arzobispo de Toledo.



Gabriel dividía y agrupaba por caracteres la larga lista de prelados famosos. Primeramente los santos, los propagandistas de la edad heroica del cristianismo, los obispos pobres como sus diocesanos, descalzos, fugitivos de la persecución romana y entregando al fin su cabeza al verdugo con el afán de dar nuevo prestigio a la doctrina por el sacrificio de la existencia: San Eugenio, Melando, Pelagio, Patruno y otros nombres que brillaban en el pasado, rompiendo apenas las nieblas de lo legendario. Luego venían los arzobispos de la época goda, los prelados monarcas, que ejercían sobre los reyes conquistadores la superioridad con que el poder espiritual acaba por dominar a la barbarie conquistadora. El milagro les acompañaba para confundir a los arríanos sus enemigos; el prodigio celeste estaba a sus órdenes para asombrar a los rudos hombres de guerra, supeditándolos. El arzobispo Montano, que vive con su mujer, indignado por la murmuración, pone carbones encendidos entre sus vestiduras sagradas mientras dice la misa y no se quema, demostrando con este milagro la pureza de su vida. San Ildefonso, no contento con escribir libros contra los herejes, hace que se le aparezca Santa Leocadia, dejando entre sus dedos un pedazo de manto, y goza el honor de que la misma Virgen descienda del cielo para ponerle una casulla bordada por sus manos. Sigiberto, años después, tiene la audacia de vestirse esta casulla, y es depuesto, excomulgado y desterrado por su temeridad. Los únicos libros que se producen en tal época los escriben los prelados de Toledo. Ellos compilan las leyes, ellos ungen con el óleo santo la cabeza de los monarcas, ellos improvisan rey a Wamba, conspiran contra la vida de Égica, y los concilios reunidos en la basílica de Santa Leocadia son asambleas políticas, en las que la mitra está sobre el trono y la corona del rey a los pies del prelado.



Al sobrevenir la invasión sarracena se reanuda la serie de los arzobispos perseguidos. No temen ya por su vida, como en los tiempos de la intransigencia romana. Los musulmanes no dan martirio y respetan las creencias de los vencidos. Todas las iglesias de Toledo siguen en poder de los cristianos mozárabes, a excepción de la catedral, que se convierte en mezquita mayor. Lo