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La araña negra, t. 2

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– ¡No! ¡Eso no!.. – exclamo Pepita involuntariamente al oír el nombre de la Orden y fué a seguir hablando, pero de pronto palideció, y bajando la cabeza sumióse en el silencio.

La condesa, al ver incluído entre sus castigos el desprecio de los jesuítas, experimentó la involuntaria tentación de hablar, y hasta su lengua fué a decir que ellos eran los principales causantes de su infidelidad conyugal; pero en tal instante el recuerdo del misterioso poder de la Orden y de lo que ésta era capaz para castigo de los imprudentes, pasó rápidamente por su imaginación y creyó prudente callar, exponiéndose a un castigo problemático, como era el manifestado por su esposo, para librarse del castigo de la Compañía, que era mas cierto.

– ¿Cómo que no? – preguntó Baselga apenas su esposa dijo tales palabras – . ¿Duda usted acaso de que los jesuítas abandonarán a una esposa adúltera e infame? La Compañía de Jesús es una religión de hombres virtuosos y humildes, que sienten horrible antipatía contra el crimen y la deshonestidad, y que la abandonarán a usted apenas se convenzan de sus terribles faltas. ¿Ve usted al buen padre Claudio, siempre tan atento y deferente? Pues tengo la seguridad de que apenas sepa que es usted una esposa adúltera, se llenará de santo horror, y su indignación no tendrá límites cuando yo le cuente que usted ha sido la querida del rey, logrando con sus infernales tentaciones que el monarca ungido de Dios cayese en el pecado.

Si la condesa no hubiera tenido el rostro oculto entre sus manos, tal vez se la hubiera visto sonreir sarcásticamente mientras su esposo hablaba de las virtuosas indignaciones del padre Claudio.

La rabia que sentía el violento Baselga, aquel afán de venganza brutal que no podía desahogar por miramientos de sexo, producían en el gigantesco comandante una angustia terrible, que al fin le obligó a dejarse caer en un sillón, donde permaneció mucho tiempo con los ojos entornados y respirando jadeante como si fuera víctima de mortal congoja.

Pepita, a pesar de que hacía tiempo miraba con indiferencia a su esposo, sentía hacia él cierta atracción desde que lo vió tan magnífico e imponente durante la terrible y brutal explosión de su rabia, y además necesitaba calmar su enojo por medio de caricias. Por esto comenzó a mirar con inquietud al conde, que parecía próximo a ser víctima de una congestión que pusiera en peligro su existencia.

Mucho rato permaneció Baselga inmóvil y como abstraído, hasta que por fin dió señales de ir serenándose, y abriendo sus ojos los fijó en su esposa con extrañeza.

– ¿Aún está usted aquí? ¿Quiere usted acaso continuar mintiendo por más tiempo y engañarme con sus miserables embelesos? Salga usted inmediatamente de aquí y que no la vea durante las pocas horas que permaneceré en esta casa; de lo contrario, podría caer nuevamente en la tentación de hacerme la justicia por mi mano. Diga usted a mis asistentes que preparen mi equipaje para poder salir hoy mismo de esta casa.

Con tal imperio dijo Baselga estas palabras que la condesa se vió forzada a obedecer, y a paso lento se dirigió hacia la puerta; pero al llegar a ésta se detuvo, y adoptando una actitud resuelta, volvió al centro de la habitación.

Baselga la miró con cierto asombro.

– Yo no puedo permitir que tú te vayas – dijo, mirando a su esposo con la misma expresión incitante que horas antes había empleado con el padre Claudio.

– ¡Cómo! ¿Qué quiere decir eso?

– He dicho que no te vas, y no te irás.

– ¿Y quién puede impedir que yo te abandone?

– ¡Yo!, o mejor dicho, mi amor.

– ¡Tu amor! – exclamó Baselga con extrañeza, e inmediatamente rompió a reir con lúgubres carcajadas.

– ¡Con que me amas, Pepita mía! – dijo con acento sarcástico – . No es mala la treta para abusar una vez más del marido bonachón, del bestia ridículo de quien tantas veces te has reído. Sin duda, temes las consecuencias del castigo con que te he amenazado, y te propones evitarlas intentando resucitar en mi pecho el ascendiente que hasta hace poco tuviste.

– Di lo que quieras; insúltame cuanto gustes, llámame perdida, golpéame como a un perro, que todo esto no impedirá que te ame tanto como el primer día que nos conocimos.

Aquella mujer era una actriz tan perfecta, que su marido llegó a dudar de la falsedad de sus palabras.

Tal pasión se retrataba en sus ojos y con tanta ingenuidad hablaba, que Baselga, atrepellando la lógica de los hechos y lo decisivas que eran las pruebas que tenía para considerar a Pepita como a una mujer malvada y viciosa, creyó por un momento que ésta había ido al deshonor arrastrada por su carácter caprichoso y que todavía le amaba, por lo que él casi se sentía dispuesto a perdonarla.

Tanto adoraba a su esposa aquel hombre tan brutal como sencillo.

Pepita, como de costumbre, adivinaba el efecto que sus pérfidas palabras producían en el ánimo del conde, y no queriendo desaprovechar tan favorable ocasión, apeló a todos sus recursos escénicos, y dijo con la entonación melancólica de una mujer que ve sus ilusiones próximas a desvanecerse:

– Yo, Fernando mío, te amo y te he amado siempre. Reconozco, si así lo quieres, que he sido traidora, que he faltado a la fe jurada; pero esto no me impide el considerar como la mayor de las desgracias verme alejada de ti, que eres mi mayor ilusión. ¿Qué ganará tu honor con que nos separemos públicamente y el mundo sepa mis faltas y tu deshonra? Quedaremos los dos solos, abandonados, como si estuviéramos en el centro de un desierto; yo seré muy desgraciada porque te amo, y tú sufrirás gran pena porque me adoras, Fernando; yo así lo reconozco, a pesar de que tú haces cuanto puedes por ocultar tu pasión. El tiempo es un buen remedio para borrar de la memoria los recuerdos penosos, y no pasarán muchos meses sin que, dando al olvido el pasado, volvamos a amarnos como en más felices tiempos. ¿Qué ganas con huir de esta casa?

– Lo que tú temes – dijo el conde con expresión sarcástica – es el escándalo y el desprecio público que caerán sobre ti apenas publique yo tu deshonra.

– No, esposo mío; lo que yo temo es verme alejada de ti. Si tal sucediera, cree que la vida sería para mí terrible carga.

Dió la condesa tal acento de sencillez a estas palabras, que Baselga se sintió ya casi desarmado. Una infame y deshonrosa conformidad comenzaba a apoderarse de su ánimo.

Los primeros impulsos de su terrible furor se habían desvanecido ya, y casi se sentía inclinado a transigir con su deshonra. Amaba a Pepita como a nadie, y comenzaba ya a pensar en lo pesada y monótona que sería para él la vida así que se viera alejado de su esposa y tuviera que mirarla en la calle como una mujer extraña y de posesión imposible.

La astuta condesa, que sabía la mágica influencia que ejercían sus gracias corporales sobre aquel gigante, que en su corpachón encerraba los insaciables apetitos de un sátiro, apeló a las seducciones de obra para reforzar sus cariñosas palabras, y reclinándose en el diván dejó que algo más que sus lindos pies asomara por bajo la desordenada falda, al mismo tiempo que hacía ondular su incitante pecho al impulso de una respiración agitada y angustiosa.

No tardó Baselga en fijarse en tan seductores detalles, y mientras parecía reflexionar, fijos sus ojos en los encantos de Pepita, ésta le decía con el tonillo zalamero que tanto efecto causaba en sus adoradores:

– ¿Qué ganarías, hijo mío, con huir de mí? Yo comprendo que he sido muy malvada y debes castigarme. Lo deseo, lo exijo y me consideraré feliz si extremas conmigo tu venganza hasta el punto de que quedes tranquilo y vuelvas a ser el mismo de antes. Estando junto a mí podrás desahogar tu justa rabia, tratándome como un ser odioso, mirándome con completa indiferencia. Este, Fernando mío, será mi mayor castigo, porque yo te amaba antes mucho; pero ahora te quiero hasta el delirio. Eres soberbio y sublime como un león cuando te enfadas, y te aseguro que hace un instante, cuando me abofeteabas, sentía tentaciones de besarte. Ninguna mujer hubiera dejado de adorarte al verte amenazante y magnífico como un dios. Pégame cuanto quieras, condéname a los mayores castigos que puedas imaginar; pero ámame, pues de lo contrario yo misma me daré muerte.

Sólo le faltaba aquello al sencillo Baselga para que inmediatamente su terrible furor viniera al suelo como un castillo de naipes.

Quería permanecer algún tiempo afectando un odio irreconciliable; pero en su interior estaba ya resuelto a perdonar, y por eso, instintivamente y sin darse exacta cuenta, avanzó algunos pasos hacia su esposa sin poder ocultar en su rostro la impresión que sentía favorable para Pepita.

Esta, que fingiéndose distraída por su apasionamiento se fijaba en cuanto hacía su esposo, comprendió que había ya ganado su afecto, y continuó hablando para asegurarse por completo su tranquila pasividad.

– No dudes en permanecer unido a tu esposa. Tú amas la gloria, aspiras a ser un personaje en el Ejército, cosa muy justa y nada te perjudicaría tanto en tu causa como un escándalo que redundara en desprestigio de las personas reales. Piensa que si permanecieras como hasta hoy cumpliendo tus deberes y no haciendo nada que pudiera desagradar al rey, llegarías a general dentro de pocos años.

Detúvose Pepita algunos momentos como para estudiar el efecto que sus palabras causaban en el conde, y creyendo que la promesa de un porvenir glorioso en su carrera le deslumbraba, acabando de desvanecer todos sus escrúpulos, continuó:

– Además, ¿por qué has de ser tú de diferente carácter que la mayor parte de los que contigo se codean en los salones de Palacio? Tú dices que conoces bien a las gentes palaciegas; pero ni con mucho tienes formado un exacto concepto de su carácter y sus costumbres. ¡Si supieras cuántos ciegos voluntarios hay entre los cortesanos! ¡Si vieras los muchos que ven más de lo que les conviene y, sin embargo callan! Es porque saben vivir y comprenden que a la sombra de un trono hay que pasar por muchas cosas para poder medrar. Imítalos tú, Fernando mío, y no te empeñes en diferenciarte de los demás a título de algunas preocupaciones que sólo alcanzan crédito entre la canalla popular. Permanece al lado de tu esposa y no te opongas a los caprichos del rey, que yo me encargo de que dentro de pocos años seas general. Nada puede costarte este pequeño sacrificio. Cuando eras soltero, ¿no consentías que ese vejestorio que lleva el título de duquesa de León atendiera a todas tus necesidades, a pesar de ser esto deshonroso? Pues confórmate ahora a ser un poco complaciente y algo ciego, y piensa que, a pesar de lo que diga la gente, ser querida de un rey es honor que no todas alcanzan. Debes pensar en que podemos encumbrarnos bajo la protección del monarca y en que muchos envidiarán tu suerte, pues quisieran tener una esposa que manejase a su gusto la voluntad del amo de España.

 

La condesa no pudo seguir. Había avanzado demasiado haciendo a su esposo tal proposición, y no tardó en sufrir las consecuencias.

Aquellas cínicas palabras causaron a Baselga el efecto de otros tantos latigazos.

Quedóse como asombrado por la audacia de su esposa, y pareció dudar de la realidad de lo que oía.

La vergonzosa proposición, penetrando hasta lo más recóndito del corazón de Baselga, removió los restos que en él quedaban de dignidad y de honor.

El pasado surgió luminoso y terrible ante la interna vista del conde, y un intenso rubor se extendió como una oleada de fuego por sus mejillas, hasta entonces pálidas.

Baselga, que rara vez se acordaba de sus antepasados y que, a pesar de sus preocupaciones políticas y sociales, no se cuidaba de hacer alarde de los méritos de sus ascendientes, al escuchar tan infame propuesta vió desfilar por su imaginación las figuras de sus progenitores, tristes, cabizbajas y llorosas, como condoliéndose de aquella tremenda ofensa que se ofería a su descendiente.

La impresión era demasiado fuerte para un hombre tan enérgico e irascible como Baselga.

Sintió que la sangre subía en ardorosa erupción al interior de su cerebro, produciéndole terribles escalofríos; sus ojos se oscurecieron, distinguiendo únicamente en la densa sombra que ante ellos se extendió, millares de chispas azuladas que bailoteaban con la infernal y caprichosa ligereza de los duendes en el aquelarre; los brazos avanzaron con arrollador e instintivo impulso y los crispados dedos agarraron algo carnoso, suave y tibio, estrujando con bárbara complacencia la finura de su superficie.

Era la garganta de Pepita.

Cuando ésta sintió sobre su cuello aquellas férreas tenazas movidas por feroz impulso, gritó agitada por el instinto de conservación; pero la voz clara y vibrante, pugnando por salir, se extinguió antes de llegar a los labios, convirtiéndose en un rugido horrible que tenía mucho del estertor de la agonía.

A pesar de la robustez del cuerpo de la condesa, Baselga, oprimiéndola el cuello con salvaje complacencia, la levantó hasta separar sus pies del suelo y la agitó en el espacio zarandeándola como el verdugo que en la horca se apresura a poner fin a la vida del sentenciado.

Aquella escena tenía un carácter tan horrible como repugnante.

El conjunto que formaban aquellos dos cuerpos tan terriblemente unidos agitábase furiosamente por la habitación. La condesa, en el estertor de la agonía, agitábase desesperadamente queriendo librarse de la argolla de hierro que la estrangulaba, y agitando furiosamente los pies en el vacío, tan pronto golpeaba los muebles, como daba furiosas patadas en las piernas de su esposo. Este, pugnando instintivamente por librarse de tales golpes y de los arañazos que en su rostro hacían las hermosas manos de la condesa, iba de un lado a otro de la habitación con su pesada carga, sin dejar de oprimirla la garganta, lanzando al mismo tiempo espantosos juramentos y rugidos con los que desahogaba la salvaje ansia de destrucción que de él se había apoderado.

Esta extraña situación sólo duró algunos momentos. De pronto el cuerpo de Pepita se estremeció de los pies a la cabeza; un suspiro horrible que semejaba un rugido salió de sus labios, y el conde sintió al mismo tiempo algo húmedo, caliente y repugnante, que chocaba contra su rostro.

La nueva sensación le trajo a la realidad, y como si sintiera un asombro sin límites ante su propia obra, soltó el cuello de la condesa, cuyo cuerpo cayó inerte y sin vida sobre la alfombra.

En la mirada de Baselga se retrató un asombro abrumador. Llevóse la mano a su rostro y la contempló llena de sangre, y al alzar la mirada asustóse al verse retratado en el frontero espejo de un modo horrible. Su figura tenía la expresión siniestra de un asesino, y su rostro estaba desfigurado por una máscara de negruzca sangre que hacía brillar con más intenso fulgor sus ojos, semejantes a los de un león cuando va a despedazar la bestia ya inmolada a sus furores.

Entonces fué cuando se dió exacta cuenta de lo que había ocurrido, y cuando se convenció de que acababa de dar muerte a su esposa.

Baselga no experimentó ninguna sensación al darse cuenta de su delito.

Era tan grande el hecho, que por su misma inmensidad no cabía el arrepentirse de él inmediatamente, y cayó en un estado de estúpida inercia, contemplando con la cabeza baja y fijeza idiota el cadáver de Pepita, cuyos labios, amoratados y henchidos de sanguinolenta espuma, daban un siniestro carácter a su rostro, que aún parecía más hermoso con la palidez de la muerte.

Baselga no pudo darse cuenta de cuánto tiempo permaneció en la imbécil contemplación. De pronto oyó sonar pasos en el corredor vecino, y levantando la cabeza, vió entrar precipitadamente en el gabinete a un sacerdote.

Era el padre Claudio.

Mucho dominio tenía el hermano jesuíta sobre sus impresiones, y no eran pocas las escenas terribles que había presenciado en su vida; pero a pesar de esto, al abarcar con una rápida mirada el cuadro que ante sus ojos se ofrecía, no pudo impedir el volver atrás instintivamente.

Vió a Pepita tendida en el suelo con las ropas en desorden, impresas en el cuello las cárdenas señales de unos dedos, y junto a ella, impasible, pero amenazante, la tremenda figura de Baselga, por cuyo rostro corría la sangre, destilando gota a gota por el extremo de sus patillas.

Aquel espectáculo tan horrible como inesperado logró conmover al sectario de Loyola y al mismo tiempo que se desvanecía su eterna sonrisa, su rostro tornábase pálido por primera vez en la vida.

Era que sentía miedo ante el iracundo Baselga y temía que la condesa antes de morir hubiese revelado a su esposo la gran participación que la Orden tenía en muchas de sus faltas.

IX
La moral jesuítica

Al día siguiente entraba el padre Claudio en su despacho donde, como de costumbre, estaba el hermano Antonio encorvado sobre la gran mesa, ocupado en la inmensa labor que producían los informes y anotaciones secretas de la terrible Compañía.

El jefe de los Jesuítas, al entrar en aquella vasta pieza, que era como el templo erigido en honor del poderío de la Orden, exhaló un suspiro de satisfacción, semejante al del peregrino que vuelve a su hogar después de un largo viaje.

El secretario, a pesar de su habitual impasibilidad, levantó su cabeza, y con aire de ansiosa interrogación contempló a su superior.

– Por fin – exclamó el padre Claudio – me veo aquí tranquilo y libre ya de tremendos compromisos. ¡Ay hermano Antonio, si supieras cuánto he tenido que trabajar por culpa de la ligera condesita, a quien Dios tenga en su gloria, y de la duquesa de León con la cual cargue el diablo! Supongo que ya tendrás noticias de lo ocurrido en la casa de los condes de Baselga.

– Sí, reverendo padre. Recibí vuestro recado, en el que me manifestabais el triste fin que ha tenido doña Pepita.

– ¿Y qué se dice por Madrid del terrible suceso?

– Nada de particular, reverendo padre. La gente cree que la condesa ha muerto de un accidente repentino, y que su esposo está desconsolado, sin que haya quien pueda inspirarle la resignación suficiente para sobrellevar la pérdida.

– Veo que no lo hemos hecho del todo mal y que he logrado evitar que el escándalo haga presa del tal suceso. Bastante me ha costado, pues a pesar de los grandes medios de que dispone la Orden, he tenido que agitarme mucho para poder conseguir el arreglo de este asunto.

– ¿Y qué dice el conde, reverendo padre?

– El conde es ya uno de los nuestros; la independencia de su voluntad se ha desvanecido para siempre, y en adelante será un instrumento inconsciente de nuestra Orden, y tendrá que obedecer a nuestros mandatos, so pena de caer en manos de la justicia humana.

– ¿Se ha ligado, acaso, a nuestra Orden con alguno de nuestros votos?

– Ha hecho más todavía. Ha firmado un papel con el que somete su porvenir y su honra a nuestras manos. Toma, hermano Antonio, lee este papel y guárdalo cuidadosamente en la nota referente al conde de Baselga. Con tal declaración su suerte está en nuestras manos y podemos manejarlo como un instrumento que obedecerá ciegamente cuanto la Compañía se digne mandarle.

El padre Claudio, sacando del bolsillo de su sotana un pliego cuidadosamente doblado, lo entregó a su secretario, quien leyó rápidamente lo siguiente:

"Yo, el abajo firmado, D. Fernando de Baselga, conde de Baselga, gentilhombre de Palacio y comandante de la Guardia Real de Caballería, declaro con espontánea voluntad y ante la presencia de Dios, que nos ha de juzgar a todos y que me castigará si miento, que he dado muerte violenta a mi esposa, doña Josefa Carrillo, baronesa de Carrillo, estrangulándola en un rapto de furor. No intento disculpar mi crimen, y por si algún día le place a la divina Providencia el descubrirme y castigarme, escribo la presente declaración de mi puño y letra, y la firmo confiándome a la misericordia de Dios.

Fernando de Baselga."

El hermano Antonio, así que terminó la lectura del documento, fijó la vista en su superior y con acento de admiración, que procuraba extremar para hacerse más grato al padre Claudio, exclamó:

– ¡Cuán grande es vuestra reverencia y qué sabia y expertamente sabe procurar por los intereses de la Orden! ¿Cómo ha logrado vuestra paternidad apoderarse de la persona del conde?

– Cuando contemplé el terrible espectáculo que se había desarrollado en casa de Baselga, pensé inmediatamente en nuestra máxima, de que es preciso sacar del mal todo el bien posible, y me propuse, ya que la suerte de Pepita no tenía remedio, el hacer todo lo posible para que no lo perdiéramos todo. ¿Qué hubiéramos granado con dejar al conde de Baselga completamente abandonado en tan terrible situación permitiendo que su crimen se descubriera y que la Justicia humana se ensañará con él como en un vulgar asesino? ¿Hubiera resucitado por esto Pepita? Y, por otra parte, si el conde hubiese sido juzgado por los Tribunales, ¿no nos habríamos expuesto a que siendo averiguadas las causas del crimen hubiese aparecido nuestra complicidad en los devaneos de la condesa? Por esto he creído más acertado el proteger a Baselga, no descuidando de paso el hacer de él un agente de la Compañía. Sé muy bien que al presente sus servicios no nos serán de gran utilidad, pues es casi un imbécil; pero como perro de presa no tiene precio, y el día en que la revolución vuelva a levantar la cabeza y necesitemos hombres que defiendan con valor los privilegios de la Iglesia y de nuestra Orden, el conde será un excelente combatiente, lo mismo que si por la fuerza de las circunstancias tuviéramos que dar nuestro apoyo a los que ya piensan en sustituir al rey don Fernando por el infante don Carlos.

– Efectivamente, reverendo padre, el conde es un excelente soldado y de seguro que algún día tendremos que recurrir a su espada y quién sabe si con el tiempo llegará a ser el campeón armado de la Compañía de Jesús. Pero cuénteme vuestra reverencia, si con ello no falto al respeto que se merece, cómo fué lo que sucedió cuando visteis al conde ante el cadáver de su esposa.

El padre Claudio, que había ocupado su sillón habitual, frunció el ceño ante aquella muestra de curiosidad que daba su subordinado y que tan contraria era a las reglas de la Orden; pero sentía, a pesar de su carácter, gran deseo de relatar lo que había ocurrido, pues la enormidad de aquella tragedia inesperada había trastornado por completo su carácter y modo de ser.

– Satisfaré tu indiscreta curiosidad, aunque sólo sea por una vez. El conde estaba en un estado casi rayano al idiotismo, y cuando yo, ante el cadáver de su esposa, le increpé lleno de santa indignación llamándole asesino, pareció no entenderme ni darse exacta cuenta de la enormidad de su crimen; pero de repente, y cuando más extremaba yo mis acusaciones, salió de su ensimismamiento y llorando como un niño el infeliz se arrojó a mis plantas pidiendo a gritos que le salvara de aquella situación terrible en que le ponía el resultado de su furor. Las consideraciones que antes te he expuesto pasaron rápidamente por mi imaginación y determiné salvarle, pero antes le exigí que para ponerse bien con Dios y pedirle perdón por su crimen escribiera este documento que te acabo de entregar. Habíamos pasado a una habitación contigua a aquella donde se había verificado el crimen, y Baselga comenzó a escribir cuanto yo le dicté, sin oponer ninguna resistencia, y es más, sin comprender cuanto iba diciendo, pues el infeliz estaba en tal estado que de seguro a estas horas apenas si comprenderá aún la importancia del documento, con el que se ha ligado eternamente a la Compañía.

 

– ¿Y qué hicisteis para salvarle cuando el importante documento estuvo en vuestro poder?

– Lo primero era evitar que se supiera cómo la condesa había muerto a manos de su esposo, y yo mismo fuí a buscar a uno de nuestros hermanos de hábito corto, el famoso doctor Rodríguez, a quien, como tú sabes, hemos convertido, merced a nuestra influencia y poder, en una eminencia científica, a pesar de su ignorancia, y de que yo antes me dejaría morir que permitirle me tomara el pulso.

– ¿Y qué le hizo el doctor Rodríguez?

– Me obedeció como un buen hermano apenas me presenté en su casa y me siguió a la de la condesa, donde a pesar del gran imperio que sobre sus impresiones tiene y de su reconocida dureza de corazón, no pudo menos de conmoverse. Te digo que el espectáculo que ofrecía el cuerpo de la condesa tendido en medio de su gabinete era para aterrorizar al hombre más feroz.

A pesar de esta afirmación, el padre Claudio hablaba con completa tranquilidad, y su voz meliflua no se alteraba con el recuerdo de aquella sangrienta escena.

Realmente el jesuíta no tenía de qué condolerse. El negocio no había sido del todo malo. Bien era verdad que la Compañía, con la muerte de Pepita, había perdido uno de sus más útiles auxiliares, pero este accidente había servido para ligar más a la Orden a un Hércules que podía prestar en adelante muy buenos servicios.

El hermano Antonio tampoco se conmovía gran cosa. Aquella relación de un suceso espantoso estaba en armonía con sus malvadas aficiones, y parecía oirla con deleite y hasta con gustosa impaciencia, pues fijaba sus ojos en el rostro de su superior para adivinar las palabras. En algunos pasajes del relato revolvíase nerviosamente en su asiento y agitaba su cabeza como olfateando el espacio. Había en él mucho de la fiera que dilata su hocico al husmear en el viento las emanaciones de la sangre.

El "socius" estaba horrible escuchando con tanto placer la descripción del repugnante aspecto que ofrecía el cadáver de la condesa, y el padre Claudio contemplaba con agrado el espíritu infernal que se transparentaba tras los ojuelos del mastín ensotanado que le servía de secretario.

– Era necesario, como antes he dicho – continuó el lindo jesuíta – , hacer ver que Pepita había muerto naturalmente, y el doctor Rodríguez, una vez repuesto de su primera impresión, determinó que la muerte de la condesa fuese a causa de una congestión cerebral. El tinte violáceo que la estrangulación había dejado en el hermoso rostro daba algún fundamento a la suposición de tal enfermedad.

– ¿Y el conde? ¿Qué hacía entretanto, reverendo padre?

– Lloraba como un niño y se mostraba tan débil que casi no podía andar sin descansar a cada instante su cabeza sobre mi pecho. Cuando volví yo con el doctor Rodríguez, tuvimos que separarlo a viva fuerza del cadáver de su esposa, al que estaba abrazado como un loco dándole furiosos besos.

– ¿Y de qué modo acabó vuestra paternidad por dar un carácter natural al suceso?

– Sabes que a mí, aunque humilde siervo del Señor, me sobran los medios para salir triunfante de todos los conflictos, y en el de ayer he tenido pericia suficiente para no dejar un solo cabo suelto ni desperdiciar el menor detalle que delatase la verdad de todo lo ocurrido. Lo primero y más urgente era el dar un aspecto de fallecimiento natural al cadáver de Pepita, e inmediatamente pusimos manos a la obra el doctor y yo. Baselga nos dejaba hacer, mirándonos con estúpida indiferencia, y todo su empeño consistía en acercarse al cadáver, lo que nosotros procurábamos evitar.

– ¿Y los criados? ¿Dónde estaban? ¿Qué decían?

El hermano Antonio hizo estas preguntas con el acento de un genio postergado que pilla a un colega en grave falta de distracción.

– Hermano Antonio – dijo el superior con aire de ofendido – , eres un ignorante tan presuntuoso, que algunas veces te olvidas de tu posición miserable hasta el punto de querer elevarte al mismo nivel de tus superiores. La culpa la tengo yo, que te concedo libertades que no te mereces Y te relato por pura condescendencia cosas que no debías saber. Porque te he dicho algunas veces que siguiendo como hasta el presente podrías algún día ocupar altos puestos en la Orden, te has engreido y abusas de mi confianza; pero ten presente que así como puedo elevarte puedo convertirte en polvo, y casi me dan tentaciones de abandonar al que se muestra como un soberbio e incorregible charlatán.

Bajó la cabeza el "socius", anonadado por tal reprimenda, y se apresuró a desvanecer con un nuevo rasgo de rastrera adulación el mal efecto que en su superior habían causado sus palabras.

– Reverendo padre, perdón, en nombre del dulcísimo Jesús, de cuanto haya podido decir en ofensa de vuestra reverencia. No soy yo quien ha hablado, sino el demonio, que muchas veces me impulsa a ser soberbio y olvidar mi humilde posición. Perdón, padre mío, perdón, que yo con toda mi alma me arrepiento de mi soberbia.

Y el secretario se puso de rodillas ante su superior, imitando la actitud de un niño que tiembla ante el castigo.

Aquello podía resultar degradante, rastrero y vergonzoso para la dignidad de un hombre; pero debía gustar mucho al padre Claudio, por cuanto de su rostro se borró la ceñuda expresión de desagrado y se dignó extender su blanca y cuidada diestra sobre la mugrienta cabeza del "socius", diciéndole con su dulce voz al mismo tiempo que le bendecía:

– Levántate, hermano; yo te perdono en nombre de Dios, a quien has ofendido dudando de mi pericia. Porque por centesima vez te repito que los actos que nuestra Orden realiza responden a la inspiración del Eterno, y, por lo tanto, peca el que pone en duda su eficacia, pues así como Dios no se equivoca nunca, jamás pueden equivocarse los directores de la Compañía, que es la gloriosa milicia de Cristo. Tu dices que eres creyente y por esto siempre debes creer en nuestra santa institución. Así confío que será "per omnia secula seculorum".

– "Amén" – contestó el secretario con acento contrito, y levantándose del suelo, volvió a ocupar su asiento.

El padre Claudio, como si estuviera conmovido por tan edificante escena y no quisiera perder tan buena ocasión para estar algún rato en comunicación con Dios, cruzó ambas manos con expresión seráfica, y llevándolas a su boca de femenil contorno, al mismo tiempo que entornaba graciosamente los ojos, quedóse en perfecto recogimiento y como abstraído en la contemplación de celestiales visiones.

El hermano Antonio no era nombre capaz de dejarse engañar por tales éxtasis y conocía que lo que se proponía el padre Claudio era desesperar con la larga oración su impaciencia por saber todo lo ocurrido en casa de la condesa.