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El paraiso de las mujeres

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Siguiendo el contorno del edificio llegó á una plaza sobre la que avanzaba un palacete anexo á la Universidad. Era una construcción de tres pisos, cuya altura no pasaba de la mitad de sus muslos, y en cuya techumbre, libre de emblemas y de barandas, podía sentarse cómodamente.

Así lo hizo Gillespie con suspiros de satisfacción. Llevaba varias horas caminando, con la atención extremadamente concentrada y moviendo sus pies entre prudentes titubeos para no aplastar á nadie.

Casi celebró que la audacia de Ra-Ra le hubiese dado motivo para descansar en esta plaza solitaria, rodeado del silencio de una gran ciudad desierta. Hasta tuvo la sospecha de que si no venían á buscarle en su retiro acabaría echando un ligero sueńo. Encontraba agradable tener por asiento una dependencia del enorme palacio donde reinaba sin límites la autoridad del Padre de los Maestros.

Aquella tarde, Golbasto, el gran poeta nacional, había salido de su casa apenas notó que las calles empezaban á quedar solitarias. El glorioso cantor sólo gustaba de las muchedumbres cuando se reunían para aclamarle y escuchar sus versos. Fuera de estos momentos, encontraba al pueblo estúpido, maloliente y peligroso.

La fiesta patriótica de los rayos negros sólo había sido notable un ańo, según su opinión. Fué el ańo en que el gobierno le encargó un poema heroico en honor de la inventora de los rayos libertadores, coronándolo después de su lectura y dándole el título de poeta nacional. En los ańos siguientes, la tal fiesta nunca había pasado de ser una feria populachera, durante la cual pretendían inútilmente parodiar su gloria otros poetas escogidos por el favoritismo político. Hasta una vez—Ąoh, espectáculo repugnante!—el designado para cantar tan sublime aniversario había sido una poetisa, es decir, un hombre, cosa nunca vista después de la Verdadera Revolución. Este ańo, el poeta de la fiesta era una jovenzuela recién salida de la Universidad, un rebelde, que osaba comparar sus versos con los de Golbasto y además criticaba los trabajos históricos del grave Momaren, su antiguo maestro.

Los tres caballos humanos del poeta, que sońaban desde muchos días antes con unas cuantas horas de libertad empleadas en asistir á las fiestas de los rayos negros, sólo vieron abierta su cuadra para ser enganchados al carruajito en figura de concha. Como los tres hombres medio desnudos se mostraban algo reacios y hasta osaron murmurar un poco, Golbasto los refrenó con varios latigazos. Luego, afirmándose la corona de laurel sobre las melenas grises, subió al carruajito y dió una orden á su tiro, acariciándolo por última vez con la fusta.

–Vamos á la Universidad, á la casa del doctor Momaren.

En el camino oyó la trompetería que anunciaba el paso del gigante, y se vió obligado á dar un largo rodeo por calles secundarias para no tropezarse con él.

–żHasta cuándo nos molestará el animal-montańa?—murmuró rabiosamente—. El senador Gurdilo tiene razón: hay que desembarazarse de ese huésped grosero é incómodo.

A pesar de que el poeta vivía de sus continuas peticiones á los altos seńores del Consejo Ejecutivo y de las munificencias de Momaren, que también era personaje oficial, sentía hoy cierto afecto por el jefe de la oposición y encontraba muy atinados sus ataques contra un gobierno que no sabía velar por las glorias establecidas y apoyaba las audacias de los principiantes.

Entró en la Universidad por la gran puerta de honor; dejó en un patio su vehículo, amenazando con los más tremendos castigos á los tres caballos-hombres enganchados á él si no eran prudentes y osaban moverse de allí. Siguiendo un dédalo de galerías y pasadizos, únicamente conocidos por los amigos íntimos de Momaren, llegó al pequeńo palacio habitado por el Padre de los Maestros.

Ninguna de las recepciones vespertinas del potentado universitario se había visto tan concurrida como la de esta tarde. Todos los que abominaban del contacto de la muchedumbre acudían á una tertulia que proporcionaba á sus asistentes cierto prestigio literario.

Además, la reunión de esta tarde tenía un alcance político. El Padre de los Maestros quería darle cierto sabor de protesta mesurada y grave por la ofensa que Golbasto se imaginaba haber recibido del gobierno. Momaren, haciendo este alarde de interés amistoso, se vengaba al mismo tiempo del joven poeta universitario que había osado criticarle como historiador.

Golbasto, que allá donde iba se consideraba el centro de la reunión, entró en los salones saludando majestuosamente á la concurrencia. Casi todos los altos profesores de la Universidad habían venido con sus familias. Las esposas masculinas y los hijos, con blancos velos, coronados de flores y exhalando perfumes, ocupaban los asientos. Las mujeres triunfadoras y de aspecto varonil se paseaban por el centro de los salones ó formaban grupos junto á las ventanas.

Los universitarios hablaban de asuntos científicos; algunos doctores jóvenes discutían, con la tristeza rencorosa que inspira el bien ajeno, los méritos del camarada que en aquel momento estaba leyendo sus versos á una muchedumbre inmensa sobre la escalinata del templo de los rayos negros. Varios oficiales de la Guardia gubernamental y del ejército ordinario se paseaban con una mano en la empuńadura de la espada y la otra sosteniendo sobre el redondo muslo su casco deslumbrante.

De los grupos masculinos vestidos con ropas de mujer surgía un continuo zumbido de murmuraciones y pláticas frívolas. Los varones, divididos en grupos, según las Facultades á que pertenecían sus maridos hembras, hablaban mal de los del grupo de enfrente. La esposa de un profesor de leyes provocaba cierto escándalo. Según sus piadosos compańeros de sexo, debía andar más allá de los sesenta ańos, y sin embargo tenía el atrevimiento de rasurarse la cara lo mismo que un muchacho casadero, en vez de dejarse crecer la barba como toda seńora decente que ha dicho adiós á las vanidades mundanas y sólo piensa en el gobierno de su casa.

Los jóvenes ansiosos de que alguien se fijase en ellos se preguntaban si habría baile en la tertulia de Momaren. La entrada del poeta nacional sembró la consternación entre las seńoritas masculinas aspirantes al matrimonio.

–żCómo vamos á bailar si ha llegado Golbasto, el más acaparador de los poetas?… Toda la reunión será para él.

Y las varoniles doncellas se mostraban tristes, resignándose á una larga inmovilidad en la que sólo verían de lejos á los hermosos militares, mientras aguantaban un chaparrón interminable de versos.

Al ver entrar al poeta laureado, corrió inmediatamente á su encuentro el gran Momaren. Ambos se abrazaron, y algunos aduladores del Padre de los Maestros sintieron que no estuviesen presentes los fotógrafos de los periódicos para retratar el abrazo de los dos genios más célebres del país.

–Gracias, amigo mío—dijo Golbasto—. Jamás olvidaré lo que hace usted por mí en este día…. Los gobiernos se suceden y caen en el olvido, mientras que nuestra amistad llenará capítulos enteros de la historia futura.

Luego el poeta se empequeńeció voluntariamente, hasta ocuparse de la existencia doméstica de su amigo.

–żY Popito?—preguntó.

Momaren hizo un gesto de contrariedad y de tristeza.

–Se ha negado á asistir á nuestra fiesta. Prefiere pasar la tarde en sus habitaciones de estudiante. Tiene allí una terraza, donde cultiva flores, cuida pájaros y se entretiene con otras cosas fútiles, indignas de su sexo.

–ĄQué juventud la que viene detrás de nosotros!—exclamó tristemente Golbasto.

Momaren hizo un gesto igual de melancolía.

–Si no lo hubiese llevado en mis entrańas—murmuró—dudaría que fuese mi hijo.

Después el gran poeta tuvo que separarse de Momaren para atender á sus admiradores. Todos protestaban del hecho escandaloso que se estaba realizando en aquellos momentos sobre las gradas del templo de los rayos negros.

–ĄYa no hay categorías, ni respeto … ni vergüenza! El primer jovenzuelo se cree un genio. ĄQué escándalo!

Golbasto movía la cabeza aprobando estas protestas, y los admiradores insistían en sus lamentos, como si fuera á llegar el fin del mundo aquella misma tarde.

El solemne Momaren cortó á tiempo este concierto de quejas, pues los que rodeaban al versificador habían agotado ya todas sus palabras de indignación y no sabían qué ańadir.

–Ilustre amigo—dijo el Padre de los Maestros con una voz untuosa—, las seńoras y seńoritas aquí presentes me piden que interceda para que nuestro gran poeta nacional las deleite con algunos de sus versos inmortales.

Esto era mentira; las seńoritas masculinas sólo deseaban bailar, y en cuanto á las matronas barbudas, odiaban los versos, porque su declamación las obligaba á permanecer silenciosas, estorbando sus comentarios y murmuraciones. Pero como todas pertenecían á familias universitarias dependientes de Momaren, creyeron prudente acoger el embuste de éste con grandes muestras de aprobación.

–ĄSí, sí!—gritaron—. ĄQue hable Golbasto!… Ąque recite versos!

El poeta nacional se inclinó como si quisiera empequeńecerse delante de Momaren.

–ĄRecitar—dijo con énfasis—mis humildes obras, incorrectas y anticuadas, en la casa donde vive el más grande de los poetas, al que reconoceré siempre como maestro!…

Y mientras permanecía con el espinazo doblado, y Momaren, rojo de emoción, miraba á unos y á otros para convencerse de que todos se daban cuenta de tan enorme homenaje, dos matronas barbudas murmuraron bajo sus velos:

–De seguro que piensa pedirle algo mańana mismo para alguna de sus amigas.

–Y lo que se lleve lo quitará á nuestros maridos—contestó la otra.

Mientras tanto, Momaren, saliendo de su nimbo de vanidad, decía con acento conciliador:

–Nada de maestro … nada de gran poeta. Los dos somos iguales: compańeros y amigos para siempre.

Golbasto palideció, hasta tomar su cara un tono verdoso. Parecía dispuesto á protestar de tanta igualdad y tanto compańerismo; pero el recuerdo de muchas cosas que deseaba pedir al Padre de los Maestros sofocó la protesta instintiva de su vanidad, haciendo que se mostrase dulce y bondadoso.

 

–Para que yo recite algo mío, ilustre Momaren, será preciso que antes cumpla una obra de justicia y de respeto declamando una poesía de usted.

El universitario aceptó con humildad.

–ĄSi usted se empeńa!… ĄEs usted tan bondadoso!…

Sabía Golbasto por experiencia que nada halagaba á este compańero como oir sus versos recitados por su boca. El poeta del cochecillo en forma de concha, de los tres caballos humanos y del látigo sangriento declamaba con una dulzura celestial que hacía verter lágrimas. Además, era para Momaren la más alta de las consagraciones literarias tener á Golbasto como lector de sus obras. Después da esto se sentía pronto á darle la Universidad entera si se la pedía.

Para que el acto resultase más solemne, Momaren creyó necesario reunir todo su público, esparcido en los diversos salones, y agolparlo en uno solo que ocupaba la parte saliente del edificio, con dos ventanales sobre una plaza.

Este salón lo apreciaba mucho por estar amueblado á la moda de otros siglos, cuando reinaban los emperadores de la penúltima dinastía. Como recuerdos de aquella época guerrera y bárbara adornaban las paredes grandes panoplias con lanzas, espadas en forma de sierra, sables ondulados y otros instrumentos mortíferos. El alma pacífica de Momaren se caldeaba en este salón, sintiendo al entrar en él entusiasmos heroicos que le hacían engendrar versos tan viriles como los de Golbasto.

Siguiendo las indicaciones suaves del Padre de los Maestros, más temidas que si fuesen órdenes, todo el público se fué agrupando en este salón. Las damas y las seńoritas formaron varias filas al sentarse, lo mismo que en un teatro. Las mujeres, por ser más fuertes, quedaron de pie y se aglomeraron en las puertas y una parte de los salones vecinos.

Golbasto estaba erguido entre las dos ventanas de la gran pieza, mirando al público como un águila que se prepara á levantar el vuelo. Momaren sonreía con la cabeza baja, sintiéndose encorvado prematuramente por el huracán de las alas de la gloria que iba á descender sobre él.

Como el poeta nacional pensaba siempre en sus asuntos, hasta cuando fingía favorecer á un amigo, tosió repetidas veces para imponer silencio, y dijo así:

–Ya que deseáis que recite, permitid que empiece por las obras del Padre de los Maestros. El gran Momaren no es conocido como merece serlo. Hay muchos que se engańan con la mejor buena fe dividiendo nuestra poesía nacional en dos reinos, uno de los cuales le atribuyen á él y otro á mí. Esos mismos ańaden que Momaren es inimitable en la poesía amorosa y Golbasto en la poesía épica. ĄError, enorme error! Momaren es grande en todos los géneros, y para probarlo voy á recitar su canto heroico á la Verdadera Revolución, obra inimitable de la que quisiera ser autor.

Una salva de aplausos saludó la descarada adulación al jefe universitario y la interesada modestia del gran poeta.

–Quiero recitar ese canto heroico—continuó Golbasto—para que se vea la diferencia entre la verdadera poesía y las miserables y cínicas falsificaciones que se sirven á nuestro pueblo, tal vez en este mismo instante.

La alusión al joven y odiado poeta que estaba declamando su obra en el templo de los rayos negros fué saludada con una explosión de risas simpáticas y de gruńidos inteligentes.

Después de este triunfo preliminar, Golbasto se lanzó á la declamación de la poesía de su amigo y protector.

El canto á la revolución triunfante de las mujeres empezaba con un exordio, en el que el poeta rogaba al sol que acelerase su salida de entre las espumas oceánicas para no llegar con retraso y poder presenciar el suceso más grande de la Historia. Golbasto lanzó, con una voz de clarín, el primer verso:

Muéstrate, Ąoh, sol! y con tus rayos de oro…

Pero en vez de mostrarse el sol, como pedía el vate, lo que llegó inesperadamente fué la noche en plena tarde. El salón quedó completamente á obscuras; todos los concurrentes creyeron haber perdido repentinamente la vista; las mamás chillaron de espanto, extendiendo los brazos instintivamente para guardar á sus hijas; los hermosos guerreros echaron mano á sus espadas, aunque sin poder adivinar dónde se ocultaba el enemigo.

Algunos profesores acostumbrados á no asombrarse de nada y á buscar la razón científica de todos los hechos se dieron cuenta, pasados unos instantes, de que esta obscuridad era debida á un desprendimiento exterior, á dos telones macizos que habían caído sobre ambas ventanas, interponiéndose entre sus ojos y la luz.

Momaren se arańó las muńecas en la obscuridad, preguntándose qué poder infernal al servicio de los envidiosos de su gloria había conseguido realizar esta catástrofe….

A ninguno se le ocurrió que el Hombre-Montańa pudiera haber empleado como asiento el techo que tenían sobre sus cabezas. En uno de sus desperezos de cansancio, Gillespie había juntado las dos piernas, colocándolas casualmente, con geométrica exactitud, sobre las dos ventanas, lo que creó repentinamente la noche en el interior del salón, precisamente al mismo tiempo que el poeta invocaba la salida del sol.

Después del primer aturdimiento de la sorpresa, los ojos, acostumbrados á la obscuridad, empezaron á ver débilmente, gracias á la penumbra que llegaba de las habitaciones inmediatas. Además, el ligero movimiento de una de las piernas de Gillespie dejó filtrar un rayo de luz, y esto sirvió para que toda la concurrencia reconociese cuál era el origen de la catástrofe.

Momaren quedó mudo, pues el hecho le parecía tan inaudito, que no encontraba palabras.

Los invitados prorrumpieron en alaridos de indignación:

–ĄInsolente animalucho!… ĄQué atrevimiento el suyo!… ĄVenir á perturbar con sus patas inmundas una fiesta de alta intelectualidad!…

Un hermoso oficial de la Guardia saltó, espada en mano, por encima de las sillas, y aproximándose á una de las ventanas tiró una estocada á la pierna del gigante.

Gillespie, que estaba medio dormido, despertó sobresaltadamente. Levantó una de las piernas hasta poner la rótula á la altura da su pecho y se rascó con ambas manos la picazón que sentía en la pantorrilla. Luego dejó caer la pierna otra vez, y ésta, como si obedeciese á un poder diabólico enemigo de Momaren, volvió á cerrar herméticamente la ventana.

Rugió de cólera la concurrencia, viendo en esto un nuevo insulto para todos. El Hombre-Montańa quería burlarse de ellos.

Los militares, deseosos de mostrar su heroísmo ante los muchachos en edad de casarse, corrieron hacia las ventanas, acribillando con sus aceros las pantorrillas del gigante.

Golbasto y Momaren, contagiados por tan heroico ejemplo, quisieron mostrar que servían para algo más que hacer versos, y descolgaron de una panoplia una larga lanza.

Se mostraban enfurecidos por este incidente, que había venido á perturbar su gloria, y empuńando la lanza á cuatro manos empezaron á dar pinchazos en una pierna del coloso.

Esta vez el dolor hizo saltar á Gillespie, dejando libres las ventanas, por las que entró á raudales la dorada luz de la tarde.

Todos pudieron ver como el Hombre Montańa se encogía sobre sus rodillas, cómo se encorvaba después con el rostro crispado por el dolor, pegando sus ojos á las dos ventanas para averiguar qué insectos malignos eran los que la habían picado venenosamente á través de dichos agujeros.

Las seńoras se asustaron al ver aquellos dos ojos enormes que las miraban con agresiva fijeza. Pero Golbasto y Momaren, que tenían la cólera larga é implacable de los débiles cuando sienten herida su vanidad, continuaban manejando en colaboración su arma y tiraron un furioso lanzazo á uno de los ojos que llenaban las ventanas.

Si no quedó tuerto Gillespie, fué porque los dos poetas, al retroceder para que su golpe fuese más terrible, desviaron un poco la lanza, rasgándole únicamente uno de los párpados.

El Hombre-Montańa echó atrás la cabeza, separando los ojos de las ventanas con un pestańeo doloroso, pero inmediatamente puso su boca en una de ellas.

Sonó un hervor del caldera, luego un ruido de catarata, y la concurrencia, dando gritos, empezó á huir hacia las habitaciones interiores. ĄZas!…

Gillespie, no sabiendo cómo defenderse de aquel enjambre maligno, había lanzado un salivazo dentro del salón.

El proyectil líquido pilló á los dos poetas y los hizo caer con su lanza envueltos en una ola pegajosa, de la que no sabían cómo salir.

El gigante continuó disparando proyectiles de la misma especie.

Corrían las damas, levantándose las faldas para huir con más rapidez. Otras pataleaban caídas en el suelo, pidiendo á gritos que las librasen de esta inundación aglutinante que las había clavado sobre el pavimento.

Y las heroicas muchachas de la Guardia, no queriendo presentar sus interesantes dorsos al enemigo, fueron retrocediendo hasta el fondo del salón, haciendo molinetes con sus espadas para defenderse del bombardeo.

XI
Que trata del discurso pronunciado por el senador Gurdilo y de cómo el Hombre-Montańa cambió de traje

A la, mańana siguiente, el profesor Flimnap se presentó con gran apresuramiento en la vivienda del gigante. Jamás su rostro bondadoso había ofrecido un aspecto igual, de alarma y azoramiento. A pesar de sus carnes exuberantes, saltó con juvenil agilidad del plato ascensor á la superficie de la mesa, antes de que los atletas encargados de la grúa hubiesen terminado su maniobra.

Lejos aún de Gillespie, abrió los brazos con desesperación y juntó luego sus manos en una actitud implorante, gritando:

–żQué ha hecho usted, gentleman? żQué locura fué la suya de ayer? ĄY yo que le creía un hombre extremadamente cuerdo!…

Jamás había experimentado tantas emociones en un espacio tan corto de tiempo. Un miedo anonadador le dominaba desde horas antes, y este miedo obedecía á sentimientos generosos, pues pensaba más en la suerte del Gentleman-Montańa que en la suya propia. La terrible noticia de todo lo ocurrido en la casa del Padre de los Maestros acababa de sorprenderle en el momento más grato de su existencia.

El día anterior había regresado muy tarde á la ciudad, después de verse festejado y admirado durante varias horas por más de cien mil mujeres. Su discurso en las gradas del templo de los rayos negros lo había escuchado esta enorme multitud, interrumpiéndolo con aplausos. Su éxito resultó tan ruidoso como el del joven poeta rival de Golbasto. Nunca había llegado á sońar con una gloria semejante, ni aun en los tiempos de la adolescencia, cuando, recién entrado en la vida estudiosa, su entusiasmo le hacía aceptar la posibilidad de las más inauditas elevaciones.

Durmió mal, pues el saboreo de su triunfo parecía repeler al sueńo. Pero cuando descendió de su habitación universitaria, apreciando de antemano las felicitaciones de unos profesores y la envidia de otros, todo su orgullo triunfante se deshizo ante la realidad. Oyó aterrado lo que había hecho el gigante en la tarde anterior. Muchos de los que le hablaron habían asistido á la tertulia de Momaren y se mostraban congestionados aún por la indignación al recordar los proyectiles del gigante, algunas de cuyas salpicaduras habían llegado á ellos ó á personas de sus familias.

El Padre de los Maestros estaba en cama después de este suceso, aunque sin enfermedad conocida. Golbasto, el gran poeta nacional, se había retirado jurando vengarse del bárbaro intruso. Los concurrentes le vieron con un vendaje debajo de su corona de laurel, pues se había descalabrado al caer al suelo con Momaren bajo el disparo del gigante.

–żQué ha hecho usted?—volvió á repetir el profesor.

Muchos de los que presenciaron el suceso habían olvidado la insolencia del Hombre-Montańa para preocuparse únicamente de la finalidad de otra acción suya que les parecía misteriosa. Después que el gigante hubo limpiado de gentío los salones de Momaren, haciendo huir á todos al fondo de la casa para librarse de su bombardeo líquido, irguió su estatura y fué á un determinado lugar de la fachada de la Universidad, lanzando varios silbidos con la estridencia de un huracán.

Los doctores estudiosos que permanecían en sus habitaciones intentaron ocultarse, creyendo que el Hombre-Montańa se había vuelto loco y deseaba aplastarlos. Pero antes de cerrar las ventanas de sus viviendas pudieron ver cómo corría por los tejados un hombre envuelto en velos, cómo el gigante lo tomaba con una de sus manos, introduciéndolo en un bolsillo de su traje, y cómo emprendía una marcha veloz, guiado por este varón desconocido, hacia la Galería de la Industria, sin esperar á que sonasen otra vez las trompetas y se reuniera el escuadrón que le había escoltado en su paseo.

 

–żQué va á pasar ahora?—continuó diciendo el asustado profesor.

Los murmuradores le habían dado á entender que el Padre de los Maestros sospechaba si este intruso ayudado por el gigante sería Ra-Ra.

–Yo temo, gentleman, que á estas horas la policía esté enterada de que, efectivamente, el tal hombre era Ra-Ra y que, protegido por usted, entró en nuestro palacio para ver á Popito…. ĄUsted, gentleman, mezclándose en cosas políticas de nuestro país y apoyando de una manera tan descarada á un propagandista del Ťvaronismoť, enemigo de la tranquilidad del Estado! Tiemblo por usted y tiemblo por mí.

Gillespie no necesitaba oir al profesor para darse cuenta de la gravedad de su acto. Pero renacía su cólera al acordarse de los pinchazos de aquellos pigmeos, y creía sentir aún el dolor en sus piernas. żPor qué no lo habían dejado dormir en paz?…

Sin embargo, los gestos desesperados del profesor sirvieron para hacerle pensar que estaba á merced de aquella humanidad pigmea, despreciable para él, pero sin la cual no podía alimentarse ni atender á otros cuidados que necesitaba su persona.

Flimnap, creyendo ver en su rostro un reflejo de intensa cólera, le recomendó la calma.

–No se exalte, gentleman; al contrario, debe usted mostrarse prudente y conciliador. Creo que esto se arreglará finalmente. Puede usted presentar sus excusas al Padre de los Maestros. Yo explicaré que todo se debe á su desconocimiento de nuestra lengua y nuestras costumbres. Lo que me preocupa más es lo de Ra-Ra; pero si no hay otro remedio, lo abandonaremos y que siga su destino. El amor es egoísta, gentleman. Antes de venir usted á esta tierra yo hubiese hecho los mayores sacrificios por ese joven. Pero ahora no es lo mismo; ahora está usted aquí, y más allá de su persona nada me interesa.

Parecía haber olvidado el catedrático todas las inquietudes que le entristecían momentos antes, al saltar del plato-ascensor. Se había puesto ante un ojo su lente de disminución para contemplar el rostro del Gentleman-Montańa, y esto le hacía sonreir dulcemente.

–Creo llegado el momento—dijo con voz insinuante—de mostrarle mi alma. Mientras usted vivía á cubierto de peligros, yo no me atreví á decirle lo que siento. Me dominaba la timidez de todo el que ha pasado su existencia entre libros, viendo de lejos á las personas. Pero después de la locura de usted, la situación es otra. Tal vez el conflicto con nuestro Padre de los Maestros acabe por arreglarse, pero en este momento la situación es mala. Corre usted grandes riesgos, y por lo mismo considero oportuno manifestarle lo que no me hubiera atrevido á decir en una ocasión mejor. Óigame bien, gentleman, y no se ría de mí…. Yo le quiero un poco y me intereso por su felicidad…. żPor qué no hablar más claramente?… Yo le amo, gentleman, y deseo pasar el resto de mi vida junto á usted, dedicándome en absoluto á su servicio.

A pesar de su mal humor por la aventura en la Universidad y por las persecuciones que le podían hacer sufrir estos pigmeos, de los que era esclavo, Gillespie no pudo contener una carcajada. Después sofocó su risa para excusarse cortésmente:

–No crea, profesor, que me río de usted. Le estoy muy agradecido para atreverme á tal insolencia. Mi risa es de sorpresa…. En mi país, rara vez una mujer declara su amor al hombre.

–Pues aquí no es extraordinario—contestó Flimnap—. Acuérdese que todo lo dirigimos las mujeres, y por lo mismo nos corresponde la iniciativa en los asuntos de amor.

–Además—dijo Edwin—, usted olvida el obstáculo insuperable que la Naturaleza ha establecido entre los dos al crearnos con tamańos tan distintos. Me mira usted á través de su lente de reducción y se ilusiona creyéndome de su talla. Contémpleme tal como soy, y se convencerá de que por mucho que yo la amase nunca pasaría usted de ser una esposa de bolsillo.

–ĄOh, gentleman!—interrumpió ella quejumbrosamente—. No sea usted materialista en sus apreciaciones, no se muestre grosero en sus sentimientos juzgando á las personas por su tamańo. żPor qué no pueden amarse dos almas á través de sus envolturas completamente diferentes?… Ahora que le conozco, gentleman, me doy cuenta de que toda mi vida he estado esperando su llegada. Siempre mi alma sintió la atracción de las alturas; siempre sońé con algo inmensamente grande. Mi espíritu veía con indiferencia las pequeńeces de nuestra vida corriente. Yo sólo podía amar á un gigante, y el gigante ha venido. żNo le parece que un poder superior nos ha hecho el uno para el otro?…

El Gentleman-Montańa sólo contestó á esta pregunta con un gesto ambiguo.

Pero el ardoroso profesor siguió hablando:

–Yo no le exijo que me responda inmediatamente. Confieso que esta manifestación de mis sentimientos es un poco violenta y que usted no la esperaba. A no ser por el peligro que le amenaza, me hubiese abstenido de hablarle de esto en mucho tiempo. Pero, en fin, lo que yo debía decir ya está dicho. Reflexione usted, consulte su corazón; esperaré su respuesta. Lo que necesitaba hacerle saber cuanto antes es que no soy para usted un simple traductor y que ansío participar de su suerte, correr sus mismos peligros, si es que la situación se empeora.

Gillespie, conteniendo la risa que otra vez volvía á agitar su pecho, contestó vagamente á la apasionada universitaria. Obedecería sus indicaciones, estudiaría con detenimiento las preferencias de su alma. Pero por el momento, lo más urgente era resolver su situación, que, según ella, parecía angustiosa.

–Voy á dejarle, gentleman—contestó Flimnap—. Nada consigo permaneciendo á su lado para sostener una conversación grata, pero que resulta estéril. Necesito saber noticias. Momaren tiene poderosos amigos y debe haber hecho algo á estas horas contra Ra-Ra. Además, hay que temer á Golbasto. Adivino desde aquí que su cochecito tirado por los tres hombres-caballos debe estar rodando á través de la capital desde el principio de la mańana. ĄA saber lo que habrá tramado el temible poeta!…

Antes de desaparecer por uno de los escotillones, todavía retrocedió Flimnap hacia el gigante para decirle en voz baja:

–Si vienen á buscar á Ra-Ra, no se empeńe en defenderlo; sería peor para él y para usted. Déjelo abandonado á su suerte. Nosotros sólo debemos pensar en nuestro porvenir. Yo siempre he creído que un amor que no es egoísta no merece el nombre de amor.

Y entornando los párpados con expresión acariciante detrás de los vidrios de sus gafas, el profesor desapareció rampa abajo.

Sólo entonces el Hombre-Montańa bajó los ojos para mirarse á sí mismo, fijándolos en su pecho. Por la abertura entreabierta de su bolsillo superior veía la cabecita de Ra-Ra, encogido en el fondo de este refugio.

–ĄBuena la hiciste ayer!—dijo el gigante en voz queda, como si hablase con él mismo—. En realidad tú eres el culpable de todo lo ocurrido, por tu maldita idea de dejarme solo para ir á ver á Popito…. Pero no te abandonaré por eso, como me pide la loca de Flimnap…. ĄQué diablo será esto del amor, que á todos nos hace cometer enormes tonterías, y hasta da un aspecto grotesco á esa pobre mujer tan inocente y bondadosa!…

Vieron los ojos del gigante apoyada en un lado de la mesa la cachiporra que se había fabricado durante su excursión á la selva de los emperadores. La presencia de esta arma primitiva le hizo sonreir de un modo inquietante para los pigmeos.

–Yo te aseguro, Ra-Ra—continuó—, que los primeros que vengan en tu busca y nos molesten corren peligro de morir aplastados.

Pero aunque esta promesa bárbara fuese muy del gusto de Ra-Ra, éste protestó, sacando la cabeza imprudentemente por el borde del bolsillo.