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Canas y barro

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Rabiaba al pensar que al día siguiente tendría que fatigarse en la barca, y tan creciente era su pasión por la pereza que Cañamél ya no le buscaba para los trabajos nocturnos, al ver con qué mal gesto cargaba los fardos y cómo disputaba con los compañeros de trabajo para evitarse fatigas.

Sólo mostraba actividad y sacudía su somnolencia de perezoso ante una diversión próxima. En la gran fiesta del Palmar en honor del Niño Jesús, el tercer día de Navidad, Tonet se distinguía entre todos los mozos del lago.

Cuando en la víspera llegaba la música de Catarroja en una gran barca, los jóvenes se metían en el agua del canal, pugnando por quién avanzaba más y cogia el bombo.

Era un honor que le hacía pavonearse altivo ante las muchachas, apoderarse del enorme instrumento y cargárselo a la espalda, paseándolo por el pueblo.

Tonet se metía hasta el pecho en el agua, fría como hielo líquido, disputaba a puñetazos la delantera a los más audaces y se agarraba a la borda de la barca, haciendo suya la voluminosa caja.

Después, en los tres días de fiestas, venían las diversiones tormentosas, que las más de las veces acababan a palos. El baile en la plaza a la luz de teas resinosas, donde obligaba a Neleta a permanecer sentada, pues por algo era su novia, mientras él bailaba con otras menos guapas, pero mejor vestidas, y las noches de albaes, serenatas de la gente joven, que iba hasta el amanecer de puerta en puerta cantando coplas, escoltada por un pellejo de vino para tomar fuerzas y acompañando cada canción con una salva de relinchos y otra de tiros.

Pero transcurrida esta corta temporada, Tonet volvía a aburrirse en su vida de trabajo, sin otro horizonte que el lago. Se escapaba a veces, despreciando la cólera de su padre, y desembarcaba en el puerto de Catarroja, recorriendo los pueblos de la tierra firme, donde tenía amigos de la época de la siega. Otras veces tomaba el camino por el Saler, y llegaba a Valencia con el propósito de quedarse en la ciudad, hasta que el hambre le empujaba de nuevo a la barraca de su padre. Había visto de cerca la existencia de los que viven sin trabajar y abominaba de su mala suerte, que le hacía permanecer como un anfibio en un país de cañas y barro, donde el hombre, desde pequeño, tiene que encerrarse en una barquichuela, eterno ataúd sin el cual no puede moverse.

El hambre de placeres se despertaba en él, rabiosa y dominadora. Jugaba en la taberna hasta que Cañamil lo ponía en la puerta a media noche; había probado todos los líquidos que se beben en la Albufera, incluso la absenta pura que traen los cazadores de la ciudad para mezclarla con el agua hedionda del lago, y más de una noche, al tenderse en su camastro de la barraca, los ojos del padre le habían seguido con expresión severa, percibiendo su paso inseguro y su respiración jadeante de alcoholizado.

El abuelo protestaba con palabras de indignación. Santo y bueno que le gustase el vino; al fin vivían eternamente sobre el agua, y el buen barquero debe conservar la panza caliente… ¿Pero bebidas «compuestas»…? ¡Así empezó el viejo Sangonera!

Tonet olvidaba todos sus afectos. Golpeaba a la Borda, tratándola como a una bestia sumisa, y apenas si prestaba atención a Neleta, acogiendo sus palabras con bufidos de impaciencia. Si obedecía a su padre era de un modo tan forzado, que el gran trabajador palidecía, moviendo sus manazas poderosas como si fuese a despedazarle. El muchacho despreciaba a todo el pueblo, viendo en él un rebaño miserable nacido para el hambre y la fatiga, de cuyas filas debía salir a cualquier precio. Los que tornaban orgullosos de la pesca, mostrando los cestones de anguilas y tencas, le hacían sonreír. Al pasar frente a la casa del vicario veía a Sangonera, que, dedicado ahora a la lectura, pasaba las horas sentado en la puerta leyendo libros religiosos y disfrazando su gesto de pillo con una expresión compungida. ¡Imbécil! ¿qué le importarían aquellos libracos que le prestaban los vicarios…?

Quería vivir, gozar de un golpe todas las dulzuras de la existencia. Se imaginaba que cuantos habitaban al otro lado del lago, en los pueblos ricos o en la ciudad grande y ruidosa, le robaban una parte de los placeres que le correspondía por indiscutible derecho.

En la época de la siega del arroz, cuando miles de hombres llegaban a la Albufera de todos los extremos de la provincia, atraídos por los grandes jornales que ofrecían los propietarios faltos de brazos, Tonet se reconciliaba momentáneamente con la vida en aquel rincón del mundo. Veía caras nuevas, hacía amigos, encontraba una rara alegría en estos vagabundos que, con la hoz en la mano y el saco de ropa a la espalda, iban de un punto a otro trabajando mientras lucía el sol, para emborracharse así que llegaba la noche.

Le gustaba esta gente de existencia accidentada y le entretenían sus relatos, más interesantes que los cuentos murmurados junto a la lumbre. Unos habían estado en América, y olvidando su miseria en los remotos países, hablaban de éstos como de un paraíso donde todos nadaban en oro. Otros contaban sus largas estancias en la Argelia salvaje, en los mismos límites del Desierto, donde se habían ocultado mucho tiempo por un navajazo dado en su pueblo o un robo que les «acumulaban» los enemigos. Y Tonet, al oírles, creía percibir en el vientecillo putrefacto de la Albufera el perfume exótico de aquellos países maravillosos, y en el brillo de los azulejos de la taberna veía sus portentosas riquezas.

Esta amistad con los vagabundos se estrechaba, hasta el punto de que, al terminar la siega y cobrar ellos sus jornales, los acompañaba Tonet en una orgía brutal a través de todas las poblaciones inmediatas al lago; carrera loca de taberna en taberna, de albaes por la noche ante ciertas ventanas, que terminaban con una pelea general cuando, escaseando el dinero, parecía el vino más agrio y se disputaba por quién era el obligado a pagar.

Una de estas expediciones fue famosa en la Albufera. Duró más de una semana, y en todo este tiempo el tío Toni no vio a su hijo en el Palmar. Se supo que la banda de alborotadores iba como una fiera suelta por la parte de la Ribera, que en Sollana apalearon a un guarda y en Sueca habían sido descalabrados dos de la cuadrilla en una pelea de taberna. La guardia civil iba al alcance de estas expediciones de locos.

Una noche avisaron al tío Toni que su hijo acababa de aparecer en casa de Cañamél con las ropas sucias de barro, como si hubiese caído en una acequia, brillándole aún en los ojos la borrachera de siete días. El sombrío trabajador fue allá, silencioso como siempre, con un ligero bufido que movía sus labios como si se pegasen uno a otro.

Su hijo bebía en el centro de la taberna con la sed del ebrio, rodeado de un público atento, al que hacía reír con el relato de las barrabasadas cometidas en esta expedición de recreo.

De un revés, el tío Toni le rompió el porrón que llevaba a su boca, abatiéndole la cabeza sobre un hombro.

Tonet, anonadado por el golpe y viendo a su padre frente a él, se encogió por unos momentos; pero después, brillando en sus ojos una luz turbia e impura que daba miedo, se lanzó contra él, gritando que nadie le pegaba impunemente, ni aun su mismo padre.

Pero no era fácil rebelarse contra aquel hombretón grave y silencioso, firme como el deber, y que llevaba en sus brazos la energía de más de treinta años de continua batalla con la miseria. Sin despegar los labios contuvo a la fierecilla, que pretendía morderle, con una bofetada que le hizo tambalearse, y casi al mismo tiempo, con el empuje de uno de sus pies lo envió contra el muro, haciéndole caer de bruces en la mesilla de unos jugadores.

La gente se abalanzó sobre el padre, temiendo que en su cólera de atleta silencioso aporrease a todos los concurrentes de la taberna. Cuando se restableció la calma y soltaron al tío Toni, su hijo ya no estaba allí. Había huido levantando los brazos en actitud desesperada… ¡Le habían pegado…! ¡a él, que tan temido era…! ¡y en presencia de todo el Palmar…!

Transcurrieron algunos días sin que se tuvieran noticias de Tonet. Poco a poco se supo algo por la gente que iba al mercado de Valencia. Estaba en el cuartel de MonteOlivete, y muy pronto se embarcaría para Cuba. Había sentado plaza. Al huir desesperado hacia la ciudad, se había detenido en las tabernas inmediatas al cuartel donde estaba el banderín de enganche para Ultramar. La gente que pululaba por allí, voluntarios en espera de embarque y reclutadores astutos, le habían decidido a tal resolución.

El tío Toni en el primer momento quiso protestar. El muchacho no tenía aún veinte años; se había cometido una ilegalidad. Además, era su hijo, su único hijo. Pero el abuelo le hizo desistir con su habitual dureza. Era lo mejor que podía hacer su nieto. Crecía torcido: ¡que corriese mundo y que sufriera! ¡ya se encargarían de enderezarlo! Y si moría, un vago menos; al fin, todos, más pronto o más tarde, habían de morir.

El muchacho partió sin protesta. La Borda fue la única que, escapándose de la barraca, se presentó en Monte-Olivete y le despidió llorando, después de entregarle toda su ropa y los cuartos de que pudo apoderarse sin que se enterara el tío Toni. A Neleta ni una palabra: el novio parecía haberla olvidado.

Dos años transcurrieron sin que el muchacho diese señales de vida. Un día llegó una carta para el padre, encabezada con frases dramáticas, de un sentimentalismo falso, en la cual Tonet solicitaba su perdón, hablando luego de su nueva existencia. Era guardia civil en Guantánamo y no lo pasaba mal. Se notaba en su estilo cierto aplomo petulante, como de hombre que corría los campos con un arma al hombro e inspiraba temor y respeto. Su salud era magnífica. Ni una ligera enfermedad desde que desembarcó. La gente de la Albufera soportaba perfectamente el clima de la isla. El que se criaba en aquella laguna, bebiendo su agua de barro, podía ir sin miedo a todas partes: estaba aclimatado.

 

Después surgió la guerra. En la barraca del tío Toni temblaba la Borda, llorando por los rincones cuando llegaban al Palmar confusas noticias de los combates que ocurrían allá lejos. En el pueblo dos mujeres llevaban luto. Se marchaban los muchachos al entrar en quinta, entre llantos desesperados, como si sus familias no los hubieran de ver más.

Pero las cartas de Tonet eran tranquilizadoras y revelaban gran confianza. Ahora era cabo en una guerrilla montada y parecía muy contento de su existencia. Él misMO se describía, con gran minuciosidad, vestido de rayadillo, con un gran jipipaja, medias botas de charol, el machete golpeándole el muslo, la carabina máuser cruzada en la espalda y la canana repleta de cartuchos. No había cuidado; aquella vida era la suya: buena paga, mucho movimiento y la gran libertad que proporciona el peligro. «¡Venga guerra!», decía alegremente en sus cartas. Y adivinábase a larga distancia el soldado fanfarrón, satisfecho de su oficio, encantado de sufrir fatigas, hambre y sed, a cambio de librarse del trabajo monótono y vulgar, de vivir fuera de las leyes de los tiempos normales, de matar sin miedo al castigo y considerar como suyo todo cuanto ve, imponiendo su voluntad al amparo de las duras exigencias de la guerra.

Neleta se enteraba de tarde en tarde de las aventuras de su novio. Su madre había muerto. Ella vivía ahora en la barraca de una tía suya, y para ganarse el pan servía de criada en casa de Cañamél los días en que llegaban parroquianos extraordinarios y eran muchas las paellas.

Se presentaba en la barraca de los Palomas preguntando a la Borda si había carta, y escuchaba su lectura con los ojos bajos, apretando los labios como para concentrar más su atención. Parecía haberse enfriado su afecto por Tonet desde aquella fuga, en la que no tuvo para la novia el más leve recuerdo. Le brillaban los ojos y sonreía murmurando «¡grasies!» cuando al final de las cartas la nombraba el guerrillero enviándole sus recuerdos; pero no mostraba ningún deseo por que el muchacho regresase, ni se entusiasmaba cuando hacía castillos en el aire, asegurando que aún volvería al Palmar con galones de oficial.

Otras cosas preocupaban a Neleta. Se había convertido en la muchacha más guapa de la Albufera. Era pequeña, pero sus cabellos, de un rubio claro, crecían tan abundantes, que formaban sobre su cabeza un casco de ese oro antiguo descolorido por el tiempo. Tenía la piel blanca, de una nitidez transparente, surcada de venillas; una piel jamás vista en las mujeres del Palmar, cuya epidermis escamosa y de metálico reflejo ofrecía lejana semejanza con la de las tencas del lago. Sus ojos eran pequeños, de un verde blanquecino, brillantes como dos gotas del ajenjo que bebían los cazadores de Valencia.

Cada vez frecuentaba más la casa de Cañamél. Ya no prestaba su ayuda en circunstancias extraordinarias. Pasaba todo el día en la taberna, limpiándola, despachando copas tras el mostrador, vigilando el hogar donde burbujeaban las sartenes, y al llegar la noche marchaba ostentosamente hacia la barraca de su tía, escoltada por ésta, llamando la atención de todos, para que se enterasen bien las parientas hostiles de Cañamél, las cuales comenzaban a murmurar si Neleta veía salir el sol al lado de su amo.

Cañamél no podía pasar sin ella. El viudo, que hasta entonces había vivido tranquilo con sus viejas criadas, despreciando públicamente a las mujeres, era incapaz de resistir el contacto de aquella criatura maliciosa que le rozaba con gracia felina. El pobre Cañamél sentíase inflamado por los ojos verdosos de aquella gatita, que apenas le veía en calma procuraba hacérsela perder con encontronazos hábiles que marcaban sus encantos ocultos.

Sus palabras y miradas sublevaban en el maduro tabernero una castidad de varios años. Los parroquianos le veían unas veces con arañazos en la cara, otras con alguna contusión junto a los ojos, y reían ante las excusas que confusamente formulaba el tabernero. ¡Bien sabía defenderse la muchacha de los irresistibles arranques de Cañamél! ¡Lo inflamaba con los ojos para aplacarlo con las uñas! A veces, en los cuartos interiores de la taberna rodaban con estrépito los muebles, temblaban los tabiques con furiosos empujones, y los bebedores reían maliciosamente… ¡Cañamél que intentaba acariciar a su gata! ¡De seguro que saldría al mostrador con un nuevo arañazo…

Esta lucha había de tener fin. Neleta era demasiado firme para no rendir a aquel panzudo, que temblaba ante sus amenazas de no volver más a la taberna. Todo el Palmar se conmovió con la noticia del matrimonio de Cañamél a pesar de que era un suceso esperado. La cuñada del novio iba de puerta en puerta vomitando injurias. Las mujeres formaban corrillos ante las barracas…

¡La mosquita muerta! ¡y qué bien había sabido manejarse para pescar al hombre más rico de la Albufera! Nadie se acordaba del antiguo noviazgo con Tonet. Habían transcurrido seis años desde que partió, y raramente se volvía de allá donde él estaba.

Neleta, al tomar posesión como dueña legítima de aquella taberna, por la que pasaba todo el pueblo y a la que acudían los menesterosos implorando la usura de Cañamél, no se enorgulleció ni quiso vengarse de las comadres que la calumniaban en su época de servidumbre. A todas las trataba con cariño, pero interponía el mostrador entre ella y las visitantes, para evitar familiaridades.

Ya no volvió a la barraca de los Palomas. Hablaba con la Borda como con una hermana, cuando ésta iba a comprar algo, y al tío Paloma le servía el vino en el vaso más grande, procurando olvidar sus pequeñas deudas. El tío

Toni frecuentaba poco la taberna; pero Neleta, al verle, lo saludaba con expresión de respeto, como si aquel hombre silencioso y ensimismado fuese para ella algo así como un padre que no quería reconocerla, pero al que veneraba en secreto.

Éstos eran los únicos afectos del pasado que vivían en ella. Dirigía su establecimiento como si nunca hubiese hecho otra cosa; sabía dominar a los bebedores con una palabra; sus brazos blancos, siempre arremangados, parecían atraer a la gente de todas las orillas de la Albufera; la taberna marchaba bien, y ella se mostraba cada día más fresca, más hermosa, más arrogante, como si de golpe hubiesen entrado en su cuerpo todas las riquezas del marido, de las que se hablaba en el lago con asombro y envidia.

En cambio, Cañamél mostraba cierta decadencia después de su matrimonio. La salud y frescura de su mujer parecían robadas a él. Al verse rico y dueño de la mejor moza de la Albufera, había creído llegado el momento de enfermar por primera vez en su vida. Los tiempos no eran buenos para el contrabando; los oficiales jóvenes e inexpertos encargados de la vigilancia de la costa no admitían negocios, y como de la taberna entendía Neleta mejor que Cañamél, éste, no sabiendo qué hacer, se dedicaba a estar enfermo, que es diversión de rico, según afirmaba el tío Paloma.

El viejo sabía mejor que nadie dónde estaba la dolencia del tabernero, y hablaba de ella con expresión maliciosa. Se había despertado en él la bestia amorosa, dormida durante los años en que no sintió otra pasión que la de la ganancia. Neleta ejercía sobre él la misma influencia que cuando era su criada. El brillo de las dos gotas verdes de sus ojos, una sonrisa, una palabra, el roce de sus brazos que se encontraban al llenar las copas en el mostrador, bastaban para que perdiese la calma. Pero ahora Cañamél ya no recibía arañazos, ni al quedar abandonado el mostrador se escandalizaban los parroquianos…

Y de este modo transcurría el tiempo: Cañamél quejándose de extrañas enfermedades; doliéndole tan pronto la cabeza como el estómago; grueso y fláccido, con una creciente obesidad tras la cual se adivinaba la consunción de su organismo; y Neleta cada vez más fuerte, como si al derretirse la vida del tabernero cayese sobre ella cual lluvia fecundante.

El tío Paloma comentaba esta situación con cómica gravedad. La raza de los Cañaméls iba a reproducirse tanto, que llenaría todo el Palmar. Pero transcurrieron cuatro años sin que Neleta fuese madre, a pesar de sus fervientes deseos. Deseaba un hijo para asegurar su posición, hábilmente conquistada, y darles en los morros, como ella decía, a los parientes de la difunta. Cada medio año circulaba por el pueblo la noticia de que estaba encinta, y las mujeres, al entrar en la taberna, la examinaban con inquisitorial atención, reconociendo la importancia que tendría este acontecimiento en la lucha de la tabernera con sus enemigas. Pero siempre se deshacía la esperanza.

Las más atroces murmuraciones se cebaban en Neleta así que surgía la posibilidad de que fuese madre. Las enemigas pensaban maliciosamente en cualquier propietario de tierras de arroz de los que venían de los pueblos de la Ribera y descansaban en la taberna; en algún cazador de Valencia; hasta en el teniente de carabineros, que, aburrido de su soledad de Torre Nueva, venía algunas veces a amarrar su caballo en un olivo ante la casa de Cañamél, después de atravesar el barro de los canales; en todos, menos en el enfermizo tabernero, dominado más que nunca por aquella furia insaciable que parecía consumirlo.

Neleta sonreía ante las murmuraciones. No amaba a su marido, estaba segura de ello; sentía mayor afición por muchos de los que visitaban su taberna, pero tenía la prudencia de la hembra egoísta y reflexiva que se casa por la utilidad y desea no comprometer su calma con infidelidades.

Un día circuló la noticia de que el hijo del tío Toni estaba en Valencia. La guerra había terminado. Los batallones, sin armas, con el aspecto triste de los rebaños enfermos, desembarcaban en los puertos. Eran espectros del hambre, fantasmas de la fiebre, amarillos como esos cirios que sólo se ven en las ceremonias fúnebres, con la voluntad de vivir brillando en sus ojos profundos como una estrella en el fondo de un pozo. Todos marchaban a sus casas, incapaces para el trabajo, destinados a morir antes de un año en el seno de las familias, que habían dado un hombre y recibían una sombra.

Tonet fue acogido en el Palmar con curiosidad y entusiasmo. Era el único del pueblo que volvía de allá.

¡Y cómo volvía…! Demacrado por la miseria de los últimos días de la guerra, pues era de los que habían sufrido el bloqueo en Santiago. Pero aparte de esto, mostrábase fuerte, y las viejas comadres admiraban su cuerpo enjuto y esbelto, las posturas marciales que tomaba al pie del raquítico olivo que adornaba la plaza, atusándose el bigote, adorno viril que en todo el Palmar sólo lo usaba el cabo de los carabineros, y exhibiendo la gran colección de jipijapas, único equipaje que había traído de la guerra.

Por las noches se llenaba la taberna de Cañamél para oír su relato de las cosas de allá.

Había olvidado sus fanfarronadas de guerrillero, cuando apaleaba a los pacíficos sospechosos y entraba en los bohíos revólver en mano. Ahora todos sus relatos eran sobre los americanos, los yanquis que había visto en Santiago; unos tíos muy altos, muy forzudos, que comían mucha carne y usaban unos sombreros pequeños. Aquí terminaban sus descripciones. La enorme estatura de los enemigos era la única impresión que sobrevivía en su memoria. Y en el silencio de la taberna resonaban las carcajadas de todos al contar Tonet que uno de aquellos tíos, viéndole cubierto de andrajos, le había regalado un pantalón antes de embarcar, pero tan grande, ¡tan grande! que le envolvía como una vela.

Neleta, detrás del mostrador, le oía mirándolo fijamente. Sus ojos eran inexpresivos; las dos gotas verdes carecían de luz, pero no se apartaban un instante de Tonet, como si tuviesen ansia por retener aquella figura marcial tan distinta de las otras que la rodeaban y que en nada recordaba al muchacho que diez años antes la tenía por novia.

Cañamél, tocado de patriotismo y entusiasmado por la extraordinaria concurrencia que Tonet atraía a la taberna, chocaba la mano con el soldado, le ofrecía vasos y le hacía preguntas sobre cosas de Cuba, enterándose de las modificaciones ocurridas desde el remoto tiempo en que él estuvo allá.

Tonet iba a todas partes escoltado por Sangonera, que admiraba a su compañero de la infancia. Ya no era sacristán. Había abandonado los libros que le prestaban los vicarios. Las aficiones de su padre a la vida errante y al vino habíanse despertado en él, y el cura lo arrojó de la iglesia, cansado de las chuscas torpezas que cometía ayudándole la misa en plena embriaguez. Además, Sangonera no estaba conforme, según afirmaba gravemente, entre las risas de todos, con las cosas de los curas. Y aviejado en plena juventud por una embriaguez interminable, roto y mugriento, vivía al azar como en su infancia, durmiendo en su barraca, peor que una pocilga, y asomando a todos los sitios donde se bebía su enjuta figura de asceta, que apenas si marcaba en el suelo una raya de sombra.

 

Al amparo de Tonet encontraba obsequios, y él era el primero en pedir en la taberna que contase las cosas de allá, pues sabía que tras el relato llegaban los vasos.

El repatriado se mostraba satisfecho de esta vida de descanso y admiración. El Palmar parecíale ahora un lugar de delicias, recordando las noches pasadas en la trinchera con el estómago desfallecido por el hambre y la penosa travesía en el buque cargado de carne enferma, sembrando el mar de cadáveres.

Al mes de esta vida regalada, su padre le habló una noche en el silencio de la barraca. ¿Qué se proponía hacer? Ahora era un hombre y debía dar por terminadas las aventuras, pensando seriamente en el porvenir. Él tenía ciertos planes, de los que deseaba hacer partícipe al hijo, a su único heredero. Trabajando sin descanso, con la tenacidad de hombres honrados, aún podían crearse una pequeña fortuna. Una señora de la ciudad, la misma que le había dado en arriendo las tierras del Saler, conquistada por su sencillez y su afán en el trabajo, acababa de regalarle una gran extensión de terreno junto al lago: un tancat de muchas hanegadas.

No había más que un inconveniente para comenzar el cultivo, y era que el regalo estaba cubierto de agua y había que rellenar los campos trayendo muchas barcas de tierra, ¡pero muchas!

Había que gastar dinero o trabajar por cuenta propia. Pero ¡qué demonio! no debían desmayar; así se habían formado todas las tierras de la Albufera. Las ricas posesiones de hoy eran lago cincuenta años antes, y dos hombres sanos, animosos y sin miedo al trabajo pueden realizar grandes milagros. Mejor era esto que pescar en malos sitios o trabajar en tierras ajenas.

A Tonet le sedujo la novedad de la empresa. Si le hubieran propuesto cultivar los mejores y más antiguos campos inmediatos al Palmar, tal vez habría torcido el gesto; pero le gustaba batallar con el lago, convertir en tierra laborable lo que era agua, hacer surgir cosechas donde coleaban las anguilas entre las hierbas acuáticas.

Además, en su ligereza de pensamiento, sólo veía los resultados, sin fijarse en el trabajo. Serían ricos y él podría alquilar las tierras, dándose una vida de holgazán, que era su aspiración.

Padre e hijo se lanzaron a la faena, ayudados por la Borda, siempre animosa para todo lo que diese prosperidad a la casa. Con el abuelo no había que contar. El proyecto le había puesto de igual humor que al dedicarse su hijo por primera vez al cultivo de tierras. ¡Otros que querían achicar la Albufera convirtiendo el agua en camPos! ¡Y eran de su familia los que cometían tal atentado! ¡Bandidos…!

Tonet se entregó al trabajo con el ardor momentáneo de los seres de escasa voluntad. Su deseo era llenar de un solo golpe aquel rincón del lago donde su padre buscaba la riqueza. Desde antes del amanecer, Tonet y la Borda iban en dos barquitos a buscar tierra, para llevarla después, en un viaje de más de una hora, al gran espacio de agua muerta cuyos límites marcaban los ribazos de barro.

El trabajo era penoso, aplastante; una tarea de hormigas. Sólo el tío Toni, con su audacia de trabajador infatigable, podía acometerlo sin otro auxilio que su familia y sus brazos.

Iban a los grandes canales que desembocan en la Albufera, a los puertos de Catarroja y el Saler. Con perchas de ancha horquilla arrancaban del fondo grandes pellas de barro, pedazos de turba gelatinosa, que esparcía un hedor insoportable. Dejaban a secar en las orillas estos jirones del seno de las acequias, y cuando el sol los convertía en terrones blancuzcos, cargábanlos en los dos barquitos, que se unían, formando una sola embarcación.

Percha que percha, tras una hora de incesante trabajo, llevaban al tancat el montón de tierra tan penosamente reunido, y la charca se la tragaba sin resultado aparente, como si se disolviera la carga sin dejar rastro. Los pescadores veían pasar todos los días dos o tres veces a la laboriosa familia deslizándose como moscas de agua sobre la pulida superficie del lago.

Tonet se cansó pronto de esta tarea de enterrador. La fuerza de su voluntad no llegaba a tanto; pasada la seducción del primer momento, vio la monotonía del trabajo y calculó con terror los meses y aun los años que faltaban para dar cima a la obra. Pensaba en lo que había costado de arrancar cada montón de tierra, y temblaba de emoción viendo cómo se enturbiaba el agua al recibir la carga, y después, al aclararse, mostraba el suelo siempre igual, siempre profundo, sin la más pequeña giba, como si toda la tierra se escapase por un agujero oculto.

Comenzó a faltar al trabajo. Pretextaba cierto recrudecimiento de las dolencias adquiridas en la guerra para quedarse en la barraca, y apenas partían su padre y la Borda, corría en busca del fresco rincón en casa de Cañamél, donde nunca le faltaban compañeros para un truque y el porrón al alcance de la mano. A lo más, trabajaba dos días por semana.

El tío Paloma, en su odio a los enterradores que descuartizaban el lago, celebraba con risas la pereza del nieto.

¡Ji, ji…! Su hijo era un tonto al confiar en Tonet. Conocía bien al mozo. Había nacido con Un hueso atravesado que le impedía agacharse para trabajar. De soldado se le había endurecido, y no había que esperar remedio. Él sabía la medicina única: ¡a palos se rompía aquello¡ Pero como en el fondo le alegraba ver a su hijo Sufriendo dificultades en la empresa, aceptaba la pereza de Tonet y hasta sonreía al verlo en casa de Cañamél.

En el pueblo comenzaban las murmuraciones por la asiduidad con que Tonet visitaba la taberna. Se sentaba siempre ante el mostrador, y Neleta y él se miraban. La tabernera hablaba con Tonet menos que con los otros parroquianos; pero en los ratos de poco despacho, cuando hacía alguna labor sentada ante los toneles, cada vez que levantaba sus ojos, éstos iban instintivamente hacia el joven. Los parroquianos también observaban que el Cubano, al dejar los naipes, buscaba con su mirada a Neleta.

La antigua cuñada de Cañamél hablaba de esto de puerta en puerta. ¡Se entendían, no había más que verlos! ¡Bueno iban a poner al imbécil tabernero! ¡Entre los dos se comerían toda la fortuna que había amasado la pobre de su hermana! Y cuando los menos crédulos hablaban de la imposibilidad de aproximarse, en una taberna siempre llena de gente, la arpía protestaba. Se entenderían fuera de casa. Neleta era capaz de todo y él un enemigo del trabajo, que había dado fondo en la taberna, seguro de que allí le mantendrían.

Cañamél, ignorando estas murmuraciones, trataba a Tonet como a su mejor amigo. Jugaba a la baraja con él y reñía a su mujer si no lo convidaba. Nada leía en la mirada de Neleta, en los ojos de extraño resplandor, ligeramente irónicos, con que acogía estas reprimendas mientras ofrecía un vaso a su antiguo novio.

Las murmuraciones que circulaban por el Palmar llegaron hasta el tío Toni, y una noche, sacando éste a su hijo fuera de la barraca, le habló con la tristeza del hombre fatigado que lucha inútilmente contra la desgracia.

Tonet no quería ayudarle, bien lo veía. Era el perezoso de otros tiempos, nacido para pasar la existencia en la taberna. Ahora era un hombre; había ido a la guerra, y su padre no podía levantar sobre él la mano, como en otros tiempos. ¿No quería trabajar…? Bien; él continuaría la obra completamente solo, aunque reventase como un perro, siempre con la esperanza de dejar al morir un pedazo de pan al ingrato que le abandonaba.