Piratas de todos los tiempos

Text
Read preview
Mark as finished
How to read the book after purchase
Font:Smaller АаLarger Aa

Aquel cambio de manos del más importante baluarte del Mediterráneo oriental, que garantizaba el dominio del mar Egeo, y, por lo tanto, el rápido acceso de los barcos turcos al Mare Nostrum, significaba que, en el intrincado mundo marítimo de la época, donde piratas pisanos, venecianos, genoveses, franceses, aragoneses y musulmanes campaban por sus respetos, robando o dejándose robar entre ellos o por los nuevos piratas castellanos –que, a la vez que hollaban tímidamente los horizontes atlánticos, penetraban en las líneas de navegación mediterráneas de la mano de una u otra alianza coyuntural– acababa de irrumpir una fuerza que unificaría la piratería y el corso africano, desatando una vastísima ofensiva que impulsaría a los otrora enemigos a unirse también para hacerles frente bajo las banderas de España, Venecia y el papa.

Pero todo éso estaba aún por llegar; de momento, la guerra de guerrillas del Mediterráneo del siglo XV era un confuso reino de taifas en el que Génova, sus piratas y sus mercaderes, con mayor o menor fortuna, se desempeñaban para abrirse un hueco entre los demás. La irrupción de los turcos tuvo para Génova una importancia fundamental: si, durante el siglo anterior –XIV– Génova se había volcado en el comercio oriental, Egipto y Oriente Medio, expandiéndose gradualmente hacia el Norte por el curso del Danubio, e incluso al mar Negro, el empuje de los otomanos, que eran conquistadores soberbios y excluyentes, además de comerciantes rapaces y poco predispuestos a tener socios, negó a Génova este camino, dejando aislados a los pocos genoveses que trataron de abrir, audazmente, mercados en Persia o India. A fines de siglo, no le quedaba a Génova en el Este nada más que una solitaria posesión, peligrosamente próxima a la costa turca ¿lo adivinan?, la isla de Quíos.

No había otro camino que el Oeste: Occidente ofrecía también buenas posibilidades. A diferencia de los turcos, los castellanos y andaluces de la Península Ibérica se habían mostrado bien dispuestos a llegar a un entendimiento siempre que existiera la perspectiva de un beneficio mutuo. Gracias a ello, al ser la República genovesa Señora de los Mares, sus emigrantes y comerciantes habían podido instalarse con cierta seguridad en las ciudades españolas más importantes, participando en los negocios y la vida civil. El más lucrativo de los que se avecinaban, sin duda alguna, era el previsible comercio atlántico, que los castellanos dominaban ya hacia las Canarias y África occidental, en plena expansión de su poder, y aprovechando el hueco hacia el Oeste dejado por los portugueses, que habían preferido la ruta sur y el largo periplo a India iniciado por Vasco da Gama. Por lo tanto, no tendría nada de particular que la punta de lanza de la expansión castellana hacia el Oeste fuera, precisamente, un genovés; ni que este genovés, durante la época de su aprendizaje marítimo, se viera envuelto en el mundo de la piratería y el corso, pues, esto era lo único que existía en el Mediterráneo; ni tampoco, por último, que este genovés y sus propósitos colisionaran, una vez más, con los del Reino de Aragón y los comerciantes catalanes, pues eso era lo que había venido sucediendo en el Mediterráneo durante todo el siglo. La antipatía entre Fernando el Católico y Colón es algo mucho más profundo que lo originado por las veleidades de la reina Isabel: no es más que el eco, reflejado contra las vetustas paredes de la historia, de la rivalidad entre Génova y Aragón, sabiéndose ya la primera tocada de muerte.

Sobre la personalidad, orígenes y hechos de Colón existen todo tipo de opiniones y teorías. Abandonada, hace tiempo, la sempiterna versión del gran descubridor, apareció la imagen del seductor de la reina Isabel, el visionario, o el adelantado que amplió los dominios castellanos al otro lado de los océanos, para caer luego en el infortunio del que se aprovechó de descubrimientos de otros, el embustero, e incluso el estafador y falsario, del personaje de humildes orígenes con una desenfrenada ambición de cargos y riquezas terrenales. Posiblemente de todo tuvo un poco Colón, que, siendo un personaje rico en matices, ofrece, al que quiera explotar alguno de ellos, abundantes perspectivas.

Aquí corresponde investigar la vida del Colón pirata, tarea nada fácil; pues, si como asegura Eslava Galán, Colón era un mentiroso, y la única fuente de sus andanzas marítimas anteriores al Descubrimiento era él mismo, es decir, lo que él contó, hemos de concluir lo que asegura Ricardo de La Cierva en su Gran Historia de América:

“Antes de 1492, Cristóbal Colón, el descubridor de las Indias, es, fundamentalmente, dos cosas: un misterio y un secreto”.

Siguiendo por éste camino, resulta fácil dejarse llevar por hipótesis como las de Angel Joaquinet, que asegura que Colón (nombre falso de otro seudónimo: Joan Scolbus) era en realidad un pirata, impostor, espía al servicio de los genoveses, asesino y aventurero, compañero de correrías del pirata bretón Jean Cotelen, que, asociado con piratas andaluces de Huelva, los hermanos Pinzones, logró de ellos, y de otros, la información, el gran secreto a voces, de lo que había al otro lado del Atlántico, una riqueza sin límites, y, para hacerse con ella, ideó el patrocinio del Reino de Castilla –él solo, un simple marino, no habría podido apoderarse de nada– para lograr, alcanzado el objetivo, el ennoblecimiento que le convertiría en dueño de todo. La hipótesis no deja de tener verosimilitud, pero, como la versión oficial, carece de pruebas de rigor histórico. Lo realmente objetivo es que no se puede ir sobre terreno firme más allá de lo asegurado por de La Cierva.

Oficialmente, Cristoforo Colombo nació en Génova en verano de 1451, hijo de un tejedor genovés, de nombre Domenico, y Susanna, una lavandera. Tuvo dos hermanos, Bartolomeo y Giacomo (Diego), y una hermana, Bianchinetta; ésta última, por su boda con un quesero, desaparece de la historia, mientras que los dos hermanos permanecen en ella. La familia, de origen humilde, y escasos recursos, no puede proporcionar un futuro al joven Cristóbal, que ha de abrirse camino como grumete en los barcos comerciales genoveses:

“De pequeña edad entré en la mar navegando, y lo he continuado hasta hoy” y “ Ví todo el levante y poniente”.

Nada que objetar a estas afirmaciones, salvo que, como anota Hugh Thomas, no deje de preocuparnos que nunca escriba en italiano, sino en español salpicado de portugués, cuestionando así su propio origen.

El caso es que la persona que rubricó tales palabras estuvo en la mar durante su juventud, y, cuando aún era muy joven, se vió inmerso en una de las escaramuzas originadas por las dispersas contiendas de la época. Año 1472; Génova se halla en franca decadencia, y sus navegantes han de ponerse al servicio de otros señores. Por parte de su padre, Domenico, a Colón le toca el bando galo; aragoneses y franceses luchan en el Mediterráneo, y Barcelona sufre asedio. El señor de Marsella, Renato de Anjou, pretendiente al trono de Nápoles, manda a un joven con pretensiones de corsario a capturar la galera Ferdinandine aragonesa al golfo de Túnez; a la hora de la verdad, este joven “lobezno”, Cristoforo, la encuentra protegida por otras dos, al sur de Cerdeña, por lo que opta por enprender el regreso a Marsella; pero una parte de la tripulación se amotina, al fallar el objetivo. El joven Colón decide engañarlos:

“Se alteró la gente que iva conmigo, y determinaron de se bolver a Marsella, ante lo cual, visto que no podía, sin algún arte, forzar su voluntad, otorgué su demanda, y, mudando el cevo de aguja, dí la vela al tiempo que anochecía, y, otro día, al salir el sol, estábamos dentro del cabo de Carthágine, tenido todos ello por cierto que ívamos a Marsella”.

Aunque hay interpretaciones diversas, según cada historiador, parece que, en este episodio, Colón confesaba haber iniciado su carrera pirática con un fiasco, puesto que no pudo apoderarse de la galera aragonesa; pero luego, en vez de llevar el barco de vuelta a Francia, decide entregarlo engañando a la tripulación, llevándolo al puerto de Cartagena. La mayor parte de los eruditos piensan que no es más que puro cuento.

Dos años después, Colón navega a la isla de Quíos, auténtica encrucijada de esta historia, como agente comercial de los aún poderosos albergos –sedes familiares– genoveses Di Negro, Spínola y Centurione, al parecer a bordo de una galera que comerciaba en paños. Estamos, pues, lejos del primigenio Colón pirata; mas, por mucho que quisiera alejarse del gremio, en aquella época, tarde o temprano, era inevitable acabar tropezando con ellos. En 1476, Colón embarca a bordo del buque mercante Bechalla, que, fletado por los Di Negro y Centurione, parte en convoy con otros cuatro para, cruzando el estrecho de Gibraltar, rendir viaje en las lejanas costas inglesas. El 13 de agosto, llegados al cabo San Vicente, el convoy es atacado por la armadilla del corsario (luego almirante del rey Luis XI de Francia) Guillaume Casanove de Coullon, apodado el Viejo. La coincidencia de nombres –Coullon y Colón– ha hecho especular mucho sobre el verdadero bando en el que navegaba el luego almirante, y cómo habría podido ser la deformación o tergiversación de esta historia. El caso es que Colón cuenta que, después de un violento combate, su buque fue hundido envuelto en llamas, y él consiguió llegar a tierra –cercana unas dos leguas– y, en concreto, al puerto de Lagos, como naúfrago, asido a un madero. Muy bien acogido en Portugal, el genovés no tardaría en introducirse, gracias a su experiencia como navegante, en los círculos de investigadores donde se cocinaban nuevos descubrimientos, lo que no tardaría en ponerle en “rampa de lanzamiento” para la ejecución de su proyecto descubridor.

Por último, antes de desposar felizmente a la hija de influyentes terratenientes lusos en 1480, está el viaje a Thule de 1477:

 

“Yo navegué el año de cuatrocientos setenta y siete en el mes de febrero, ultra Thule, isla, cien leguas, cuya parte austral dista de la equinoccial 73 grados, y no 63 como algunos dicen, y no está dentro de la línea que incluye el Occidente, como dice Tolomeo, sino mucho más occidental, y a esta isla, que es tan grande como Inglaterra, van los ingleses con mercaderías, especialmente de Bristol, y al tiempo que yo a ella fui no estaba congelado el mar, aunque había grandísimas mareas, tanto que, en algunas partes, dos veces al día subía la marea 25 brazas o descendía otras tantas en altura”.

Colón viaja a Irlanda, en concreto a Galway, donde vió dos naúfragos colgados, como él en su día, de un madero. Algunos autores especulan con que llegara también a Islandia, e incluso a Groenlandia, pero otros, prácticamente, lo dan por descartado. El caso es que Colón, si bien reconoce haber flirteado con la piratería, deja claro en su Historia Rerum que nunca la ejerció. Desde luego, si lo hizo, no tuvo fortuna en ello, pues a Portugal llegó amarrado a un madero, y, a España, acogido por los monjes de La Rábida, como peregrino indigente. Muy lejos, pues, del más famoso pirata de la Antigüedad, Polícrates de Samos, la isla vecina de Quíos, que llegó a señorear el mar Egeo, de los piratas aragoneses como Roger de Lauria, o los berberiscos que estaban a punto de dominar el Mediterráneo. Si el hombre que abrió la ruta al Nuevo Mundo para los europeos fue un pirata, como algunos pretenden, trató de ocultarlo, no logró éxito con ello, y, por decirlo de un modo suave, no fue el orgullo de la profesión.

Si nos adentráramos en los terrenos de la especulación, del mismo modo que otros han hecho, diremos que, después de haber recorrido, a lo largo de este trabajo, la vida y hechos de decenas de piratas y criminales, de la propia escritura de Colón se deduce que, si era pirata, no pensaba “en pirata”; en ningún momento aparece el afán de presa como objetivo, ni el oportunista botín. Antes bien, la persona que escribe esas líneas, y las del viaje del Descubrimiento, estaba más destinado a ser presa que socio y colega de piratas (y, de hecho, lo sería, al capturar los piratas a la carabela Niña en 1497, en pleno Mediterráneo). Puesto en negociaciones con Vicente Yáñez Pinzón, dueño y capitán de La Pinta, que sí era un pirata, consiguen fácilmente entenderse cuando se propone el gran objetivo, pero luego, durante todo el viaje del Descubrimiento, navegan en completo desacuerdo, ocultándose mutuamente las informaciones hasta que, finalmente, Pinzón, con su carabela, acaba abandonando a su suerte a un Colón que pierde su nao Santa María por naufragio, quedando sólo con la Niña. El pirata no entendía ni podía comprender al visionario descubridor, al que acabó despreciando como a un simple capitán mercante sin fuerza ni ambición para hacerse con un botín inmediato.

La falta de liderazgo de Colón sobre el pirata Pinzón cuestiona profundamente la naturaleza del genovés como hombre fuerte capaz de imponerse a sus hombres, que esperan de él las mayores crueldades y castigos. Es difícil imaginar un Colón al temible estilo de un Roger de Lauria, Francis Drake o Henry Morgan, es decir, canallas que perpetraban ellos mismos, personalmente, las mayores barbaridades, crueldades y villanías para atemorizar a sus hombres, darles ejemplo, e imponerse a ellos. Cuando, despues de su desastrosa administración en Santo Domingo, el ya almirante Colón regresa a España cargado de cadenas, no hay en él el menor signo de arrepentimiento, de reconocimiento del castigo como justo procedimiento de expiación de sus pecados, como solía tener lugar con los piratas que eran conducidos al patíbulo. Colón no es consciente de haber incurrido en faltas terribles de este género, y lo único que piensa –pensamiento que le obsesiona– es en su mala fortuna y lo desagradecidos que son los señores que le conducen al tribunal, negándose a quitarle los grilletes. Para terminar, y no cansar al lector con meras especulaciones, la compulsiva mentira en la que incurría el genovés –mintió en la aventura de la Ferdinandine, a sus compañeros ocultándoles los datos de las singladuras atlánticas, a los hermanos Pinzón, a los reyes, y a los que fueron a América a deponerle– habla más de un carácter apocado que arrojado, más instigador que capaz de ponerse al frente de sus hombres, o darles cara a pecho descubierto. En resumidas cuentas, sin duda que tuvo un talento especial para la gigantesca empresa que llevó a cabo y coronó con mérito, pero nunca tuvo hechuras, ni lo que hay que tener, –en su época y en todas– para ser un pirata.

Primera mitad del siglo XVI. Los corsarios berberiscos

Cuando la terrible e imparable avalancha de los pueblos mongoles presionó contra la fortaleza medieval europea, cuyo baluarte de avanzada era la Centinela de los Estrechos, la ciudad bizantina de Constantinopla, heredera de Roma, quedaron una serie de pueblos atrapados entre los invasores y las “murallas”. El más singular de ellos, el otomano, llamado así por el emir Otmán, fundador de la dinastía. Cediendo ante la presión, como un magma moldeable que se encogiera por el empuje mongol, para expandirse oportunamente al cesar éste, sus sucesores Orján y Murat ensancharán los dominios de su pueblo hacia el Este y Oeste a costa de turcos y bizantinos.

La expansión no se produjo sin algún mal paso; el peor, cuando el sultán otomano Bayaceto, conquistador de Nicópolis, se propuso tomar Constantinopla. Tuvo que ser precisamente un mongol, el gran Tamerlán, quien derrotase a Bayaceto, apresándolo, en la batalla de Ankara. Así, a comienzos del siglo XV, los otomanos parecían abocados a la decadencia. Mas, de nuevo apelando a su gelatinosa naturaleza, este imperio sobrevivió a costa de vecinos más débiles como los húngaros, derrotados en Varna (1444) por Murat II. El éxito soñado llega al fin de la mano de Mehmet II, tan sólo nueve años después, con la resonante toma de Constantinopla, que consolida definitivamente el “peligro otomano” para la cristiandad y el propio islam.

Se inicia así el siglo XVI que nos interesa, el de los grandes emperadores otomanos, el primero de los cuales, Selim, conquista Siria, Egipto y Arabia, zampándose todo el islam de un bocado. Su hijo Solimán, apodado el Magnífico, y cuya pasión era la orfebrería, será el que realice un nuevo avance a costa de la cristiandad venciendo a los húngaros en Móhacs, y llevando la guerra a todo el ámbito del Mediterráneo. Sólo los Habsburgo y los monarcas de España, están en condiciones de parar los pies al arrollador empuje otomano ante las puertas de Viena (1521), y con la derrota de Lepanto (1571). Entre ambas, habrá transcurrido más de medio siglo de forcejeo, pérdidas y ganacias de territorios, trascendentales victorias otomanas como la de Preveza, y entrada en escena de otros estados atrapados por esta lucha titánica, como Venecia, que se enfrentó gallardamente al otomano tapándose la nariz para aliarse con el resto de la cristiandad; y Francia, ya lejos y nostálgica de su Imperio carolingio, que, entre los Habsburgo y los poderosos estados germánicos y pontificios, aparte de derrotada por el emperador Carlos V, iba a protagonizar uno de los episodios más vergonzosos que registra la historia, ofreciendo alianza a Solimán, y poniéndose del lado otomano cuando éstos perpetraron en el Mediterraneo occidental todo tipo de atrocidades.

Esta sería una de las bazas más importantes empleadas por el Imperio otomano para dañar irreparablemente los enclaves cristianos; la otra, nuestro objeto, fue, en la línea de los reyes medievales, el amparo, sostenimiento y financiación de la piratería hasta llegar a convertirla en un auténtico “ejército de vanguardia”, al que se consentía todo tipo de destrozos y barbaridades, se recompensaba con el botín procedente del saqueo, y se premiaba con la promoción de sus cabecillas a cargos de relevancia no ya sólo de las tierras y ciudades conquistadas, sino dentro del propio ejército del sultán.

Desde tiempos inmemoriales, las costas norteafricanas, comúnmente denominadas Berbería, han sido refugio y base de piratas. Las oleadas de pueblos que a ellas afluyeron eran tan heterogéneas como de diverso origen; remontándonos en el tiempo, se pueden citar a cartagineses y númidas, a su debido tiempo reducidos y aplastados por el poderoso Imperio romano tras la batalla de Zama. Aún hoy día, si se viaja a las ruinas de Cartago que se ubican junto al barrio diplomático de la moderna ciudad de Túnez, se puede disfrutar de un apacible atardecer, a la vista de la magnífica bahía, desde una de las terrazas de la villa que, sin duda, algún día remoto, perteneció a algún acaudalado patricio romano. Los bizantinos heredaron esta propiedad, para, en su día, perderla ante el incontenible avance musulmán, que hizo de Kairwan la capital tunecina del islam. Previamente, habían arribado a estas tierras, fruto de la oleada de invasión de los pueblos bárbaros sobre la Península Ibérica, algunas tribus de vándalos, expulsadas del sur de España por la presión visigótica. Así es como se originó una raza, que se hizo fuerte en la cordillera del Atlas, conocida como los bereberes, de rasgos genéticos totalmente distintos a mauros y árabes, y que aún pueden distinguirse en muchas mujeres norteafricanas. El pueblo beréber, mezclado con el árabe, se convirtió en guerrero, emprendedor y ansioso de riquezas, aunque vivía con modestia en una tierra de limitada producción agrícola y ganadera. Dos fueron los factores que les impulsaron a piratear en el Mediterráneo: el primero, la arribada a sus costas de una nueva oleada de refugiados, los moriscos expulsados de la Península Ibérica a raíz de la toma de Granada en 1492, a los que la tierra ya no podía mantener; y, el segundo, la llegada a los puertos de Berbería (Tetuán, Orán, Argel, Mazalquivir, Bujía, Bizerta, Túnez, etc.) de las avanzadillas de marinos otomanos con la pretensión de hostilizar las orillas septentrionales, es decir, Grecia, Italia, Sicilia, Cerdeña, Baleares y el Levante español. Con estos ingredientes es con los que se formaría una fuerza armada, dirigida por capitanes otomanos o renegados, guiada por los moriscos conocedores de las tierras de las que habían sido expulsados, y nutrida por sufridos, frugales y combativos bereberes norteafricanos. Un ejército de piratas con la necesidad del saqueo como sustento, el odio a la cristiandad como motor, y la sed de venganza contra el que les había arrebatado sus hogares como fuente de fanatismo ciego e irredento.

Este es el cóctel, la peligrosísima combinación explosiva que, a principios del siglo XVI, se formó contra los imperios marítimos cristianos del Mediterráneo. Y lo cierto es que pueden sacarse algunas lecciones de ello; tras la toma de Granada, los Reyes Católicos optaron por una dinámica de asimilación y conversión de musulmanes. Esta razonable política fue endurecida por su continuador, el cardenal Cisneros, y definitivamente erradicada por su nieto, Carlos I, que, tras la guerra de las Alpujarras, decretó la expulsión masiva. No pudo imaginar nada más contraproducente para sus territorios; aparte de los ataques a sus costas y líneas de navegación que hubo de soportar, incansablemente, a lo largo de todo su reinado, la pretensión de tomar una plaza africana en represalia estuvo a punto de costarle un serio disgusto personal, además de acarrear un tremendo desastre militar. Por otro lado, los venecianos, tradicionalmente soberbios y expeditivos en el Mediterráneo oriental –lo habían señoreado durante siglos, tomando Constantinopla al asalto en 1204– decidieron negociar con los otomanos para evitar problemas en sus numerosos enclaves comerciales. Cuando éstos empezaron a faltar a los tratados con sus asaltos piráticos, reaccionaron con violencia inusitada, asesinando cruelmente a cuanto pirata otomano capturaban. Luego, éstos se vengarían dando muerte con horrible refinamiento a los jefes venecianos de los enclaves que conquistaban, lo que constituyó el horror de la cristiandad. Fue algo parecido a lo de los indios y las cabelleras en Norteamérica, cuando los primeros que arrancaron estos triunfos a los indios fueron precisamente los blancos. Pero los venecianos se guardaron mucho de que la cristiandad supiera lo que ellos hacían con sus prisioneros.

El primer jefe del ejército pirata berberisco fue nuestro primer protagonista, de apellido desconocido, llamado por los suyos simplemente Aruch, y por sus enemigos, entre los que se haría tristemente famoso, Barbarroja, por su cabello y barbas de este color. Procedía de la isla de Lesbos, y, en concreto, de su capital, Mitilene. Lesbos es una isla del Egeo de forma peculiar, y que, como nos dice Lawrence Durrell en su libro Las islas griegas, “pertenece a esa clase especial de sitios con una magia secreta propia”. Pegada, prácticamente acogida, a la costa turca continental, pertenece sin embargo a Grecia, y posee, en su singular orografía, dos espléndidas ensenadas, Kalloni e Iera, cerradas y próximas como dos matrices, seguros fondeaderos de angosto y recovecado acceso, perfectos refugios piráticos. La isla, que un profano podría considerar perdida o remota, fue, no obstante, un lugar trillado por la historia clásica: hogar de la poeta Safo, en ella enseñó Aristóteles durante dos años, también allí residió Epicuro, y fue famosa por sus músicos y poetas. Puede que el personaje más atractivo de la isla, excluida Safo, sea Arión, el encantador de delfines. Muchos años después de este esplendor artístico y cultural, la isla bostezaba entre el cultivo de la fruta, la aceituna y la vid, y la presión de los imperios cristiano y otomano. El hijo de un alfarero de Mitilene, tal vez seducido por algún pirata con el barco a buen recaudo en los cercanos refugios, decide que, en la isla, ni él ni sus hermanos, Jaireddín e Isaac, tienen futuro, por lo que deciden enrolarse para tratar de abrirse camino en la vida. Previo paso por el ineludible trámite de renegar del cristianismo, Aruch comienza su carrera pirática, conoce la desgracia del cautiverio como remero de galeras, y acaba dando con sus huesos en los astilleros de la antigua Constantinopla, ahora Estambul, donde, no sin esfuerzo y riesgos, alcanza finalmente su propósito, es decir, que varios mercaderes le financien un pequeño barco, una galeota, para dedicarse a la guerra contra el tráfico marítimo cristiano.

 

Audaz, como todo el que tiene poco que perder, se aventura en nuevos territorios de caza, navegando hacia poniente para arribar a la ciudad de Túnez. Con acierto tal vez insospechado, llegaba al sitio perfecto, la puerta este de un inmenso territorio norteafricano donde, como sabemos, una legión de descontentos estaban dispuestos a seguir al primer aventurero que supiera mostrar el camino de la fortuna, pues sus gobernantes, débiles y pusilánimes, no se opondrían a los designios de los hombres ambiciosos y decididos que se presentaran. Poco le cuesta a Aruch llegar a un acuerdo de reparto de beneicios con el emir local, tras lo que toma el camino del cabo Bon y el estrecho de Mesina para irrumpir por sorpresa en el mar Tirreno, sembrado de islas volcánicas y surcado por las quillas de decenas de navíos que recorrían las rutas de navegación de la costa occidental italiana. Allí, el hijo del alfarero de Mitilene habrá de encontrar sus presas, pues, para él, no existirá otra suerte que la que él mismo, a fuerza de arrojo y desesperación, sea capaz de forjarse.

La fortuna llega, en efecto, en forma de dos galeras papales, que, aunque poderosamente armadas, navegan confiadas por aquellas seguras aguas. A la altura de la isla de Elba, sus diferentes velocidades las separan; es el momento que Aruch había estado esperando. Sin perder un momento, lanza su galeota contra la primera galera, arroja una letal rociada de flechas, y la aborda con sus hombres. La estupefacta tripulación es reducida rápidamente y encerrada en la cala. Los hombres proponen entonces a Aruch retirarse con la valiosa presa, pero éste tiene otros planes; ordena a sus hombres ponerse ropas cristianas, y remolcar la galeota como si hubiera sido capturada. Esperan así a la segunda galera, la rezagada, que se acerca en busca de nuevas. La escena se repite: nutrida salva de flechazos para abrir camino, y abordaje despiadado y contundente para aniquilar todo conato de reacción enemiga. Dos magníficas galeras del papa, el principal enemigo del islam, han caido prisioneras para certificar la fama del nuevo y audaz jefe pirata del cabello rojo.

Al año siguiente, 1505, Aruch logra capturar una galera española averiada que el rey Fernando de España –Fernando el Católico– había despachado a Nápoles con diversos pertrechos para las tropas del Gran Capitán. La irrupción de los piratas berberiscos en el Mediterráneo occidental es ya un hecho; la costa italiana, el golfo de León, las Baleares, Sicilia, Córcega y Cerdeña, incluso las costas españolas, están amenazadas, y el que encabeza esta ofensiva es precisamente el audaz corsario que se ha puesto bajo la protección del emir de Túnez, apodado por los suyos Barbarroja. Llega, pues, el turno de reacción para la potencia hegemónica de la época, la España de los Reyes Católicos y su emergente consejero, el cardenal Cisneros. Ni que decir tiene, hay que renunciar a la persecución del evasivo Aruch (a la sazón incorporado a la escuadra turca de Kemal Rais que opera en el Adrático contra los venecianos), pero se puede hacer mucho daño a los piratas atacando y apoderándose de todos los pequeños puertos donde éstos se refugian. Se procede así a la sistemática invasión del norte de África, Berbería, el “nido” corsario. En 1505 se toma Mazalquivir (Mers-El Kebir), en 1508 el Peñón de Vélez de la Gomera, en 1509 Orán, y, al año siguiente, Bugía, obligando a las taifas de la zona –Túnez, Argel, Tremecén y Bizerta– a convertirse en feudatarias del reino de España. Vemos así cómo, si la expulsión de los moriscos fue el caldo de cultivo para la ofensiva pirática comandada por Aruch, ésta iba a desencadenar una ocupación militar en toda regla del norte de África, campaña en la que, como veremos, encontraría la muerte el propio pirata. La hoguera se enciende, crea sus propios monstruos, y se reduce a rescoldos con ellos.

El soldado español que encabezará esta ofensiva será un artillero del Gran Capitán, Pedro Navarro, luego marqués de Oliveto, figura que llegará a compararse al propio Aruch Barbarroja. La impresionante oleada española desborda el cabo Bon, y se procede a la toma del Trípoli argelino. Pero, cuando se interna en las inciertas aguas de escaso brazaje del golfo de Gabes, donde se alza la isla de Djerba, el asalto fracasa, pereciendo en él el hijo del duque de Alba, lo que hace caer en desgracia a Navarro, que se pasará al bando francés. La ofensiva se detiene.

Entretanto, Aruch ha regresado; su patrocinador, el emir de Túnez, es ahora un temeroso súbdito de los españoles. Ni corto ni perezoso, Barbarroja ocupa el puerto de La Goleta con su numerosa flotilla de galeotas, y el emir le cede el gobierno de la isla de Djerba, convertida, a partir de entonces, en refugio y principal base pirata, igual que lo sería, muchos años después y en el Caribe, la isla de la Tortuga. Aruch ya no es sólo un capitán corsario, sino un poderoso gobernador de plaza fuerte, desde la que se va a desplegar en contraofensiva contra los españoles. La primera expedición berberisca contra Bugía fracasa estrepitosamente, y Barbarroja resulta herido y pierde un brazo. De regreso a su cubil tunecino captura, tal vez para resarcirse, una galera genovesa. Nunca lo hubiera hecho; en el Mediterráneo de esta época, como bien sabemos, regía el principio de acción y reacción, y provocar a los susceptibles genoveses cuando uno acaba de ser derrotado era jugar con fuego. El almirante Andrea Doria, genovés aliado con España, penetra en el puerto de La Goleta con sus doce galeras, destruye por completo la flota de Aruch, tomándole seis naves, y saquea el fuerte y la ciudad.

Other books by this author