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Crónica de la conquista de Granada (1 de 2)

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CAPÍTULO X

Incursion de los caballeros de Andalucía por los montes de Málaga, llamados la Ajarquía
Año 1483.

La reciente correría de Muley Aben Hazen, hiriendo el amor propio de los caballeros de Andalucía, les animó á nuevas empresas; y resueltos á tomar satisfaccion de este insulto, se reunieron en Antequera, por el mes de marzo de 1483, el marqués de Cádiz, don Pedro Enriquez, adelantado de Andalucía, el conde de Cifuentes, alférez del pendon real y asistente de Sevilla, don Alonso de Cárdenas, maestre de Santiago, y don Alonso de Aguilar. Á estos se agregaron muchos caballeros de nota con sus respectivas fuerzas; de modo que en breve se vieron juntos en Antequera dos mil y setecientos caballos, y algunas compañías de á pié: toda gente muy lucida, la flor de la caballería española. Tratóse en un consejo de guerra de fijar el punto donde habian de dirigir las armas, y hubo entre los gefes gran diversidad de pareceres. El consejo del marqués de Cádiz era que marchasen contra Zahara, para cobrar aquella plaza, y los demas caballeros propusieron diferentes planes: pero el maestre de Santiago, manifestando el que habia formado, fijó la atencion del consejo, y le hizo entrar en sus ideas. Dijo que segun aviso que tenia de sus adalides, se podria con toda seguridad hacer una incursion en un pais montuoso cerca de Málaga, llamado la Ajarquía, region muy fértil, abundante de ganado, y cubierta de aldeas y lugares, donde seria fácil juntar un botin inmenso. Añadió que la guarnicion de Málaga era demasiado corta para salir á molestarles, y que llevando adelante sus estragos, podrian acaso sorprender aquella rica é importante plaza, y apoderarse de ella por asalto.

El marqués de Cádiz trató de manifestar las dificultades que ofrecia esta empresa, por la naturaleza del pais, del cual tenia noticias exactas por un moro tránsfugo, llamado Luis Amar, que le servia de adalid. Representó que la Ajarquía era unos montes ásperos y fragosos, herizados de riscos y peñascos, y habitados por una gente feroz y guerrera, que al abrigo de aquellas asperezas podrian desafiar, aunque pocos, á ejércitos enteros; y que aun cuando se consiguiese vencer á estos infelices, seria una victoria sin provecho y sin despojos, porque á ellos les seria muy fácil poner en cobro los bienes que tuviesen, llevándolos á los lugares fuertes de la montaña. Pero contra las advertencias del Marqués prevaleció el consejo del maestre de Santiago; é inflamados aquellos ánimos por la esperanza de un suceso brillante, se dispusieron con ardor á acometer aquella empresa.

Dejando en Antequera una parte del bagage, por ir menos embarazados, se pusieron en marcha, llenos de confianza, con direccion á la Ajarquía. Don Alonso de Aguilar y el adelantado de Andalucía guiaban la vanguardia: á esta seguia la batalla del valiente don Rodrigo Ponce de Leon, marqués de Cádiz, á quien acompañaban algunos hermanos y sobrinos suyos, con otros muchos caballeros que deseosos de distinguirse se alistaron en sus banderas: la retaguardia la conducia don Alonso de Cárdenas, maestre de Santiago, donde iban los caballeros de su órden, con la gente de Écija, y los hombres de armas de la santa hermandad: y detras de todos venian las acémilas con las provisiones. Ejército mas bizarro, ni mas confiado en sus fuerzas, con ser tan pocas, jamas pisó la tierra. Componíase principalmente de jóvenes de la primera nobleza, para quienes la guerra era un pasatiempo y la gloria el único galardon. Rivalizando entre sí en el lujo de sus arneses, no habian perdonado gasto alguno para salir con gala y lucimiento á aquella empresa. Montados en hermosos caballos andaluces, las armas resplandecientes y primorosamente labradas, adornados los yelmos con pomposas cimeras, y los escudos con divisas curiosas, salieron por las puertas de Antequera con ostentacion marcial, arrebatando los aplausos y la admiracion del pueblo entero. En seguimiento del ejército venia una cuadrilla de mercaderes, gente pacífica, y atraida tan solo de la codicia de aprovechar los despojos de la guerra, para cuyo fin traian al cinto sus taleguillos de cuero bien provistos de monedas de oro y plata, proponiéndose con ellas comprar á bajo precio las alhajas, joyas, vajilla, y telas de seda que habian de ganar los soldados en el saqueo de Málaga. Muy mal se hallaba el orgullo de aquellos caballeros con las ideas bajas de estos traficantes; pero los dejaron seguir por la comodidad de sus soldados, que sin ellos se hallarian sobrecargados de botin.

Se habia tratado de conducir esta expedicion con mucha prontitud y sigilo: pero el ruido de los preparativos habia llegado ya á la ciudad de Málaga, donde mandaba Muley Audalla, hermano menor de Muley Aben Hazen, conocido por el sobrenombre del Zagal, ó el valiente: título que le ganaron sus proezas, y que en las batallas valia por un ejército, por la confianza que inspiraba á los soldados. No se le ocultó al Zagal que el objeto ulterior de aquella expedicion era la ciudad de Málaga, por lo que determinó apoderarse de aquellas montañas, convocar el paisanage, y tomando todos los pasos y salidas, atajar los progresos del enemigo.

Entre tanto el ejército, prosiguiendo su marcha, llegó á la entrada de la Ajarquía y por sendas estrechas y fragosas, se internó en aquellas soledades, siguiendo unas veces el cauce de un arroyo, donde las piedras, sueltas y amontonadas por las avenidas, hacian el paso en extremo trabajoso, y otras, atravesando barrancos y trepando precipicios con suma dificultad y peligro. Habiendo marchado todo el dia, llegaron poco antes de ponerse el sol á una elevacion, desde donde se descubria la hermosa vega de Málaga y el azulado mediterráneo, vista que despertó de nuevo toda su codicia, pues no se prometian menos que la conquista de aquella plaza. Á la entrada de la noche se hallaron en medio de unas aldeas esparcidas por un valle pequeño que se abriga en el seno de aquella sierra, las cuales son propiamente lo que los moros llamaban la Ajarquía. Aqui fue donde empezaron á disiparse aquellas esperanzas tan alegres y tan ligeramente formadas; pues hallaron que los habitantes, avisados de su venida, habian abandonado sus casas, y se habian recogido con sus efectos á las atalayas y lugares defensibles de la montaña. Irritados por este suceso, pegaron fuego á las casas, y esperando mejor fortuna mas adelante, prosiguieron su marcha, asolando la tierra, quemando las alquerías, y destruyendo cuanto los moros no se habian llevado.

Despues de andar alguna distancia, se hallaron empeñados en lo mas áspero y fragoso de la sierra, y rodeados por todas partes de riscos, peñascos y precipicios. Ya el órden de la marcha no se pudo conservar: los caballos no tenian lugar para revolverse, y tropezaban á cada paso, rodando aquellos derrumbaderos con sus ginetes, y poniendo en desorden á los peones. Al pasar por una aldea incendiada, la luz de las llamas reveló á los moros el ahogo y turbacion de los cristianos; y corriendo aquellos á ocupar todas las cumbres, los acometieron desde alli con piedras, dardos y saetas, aumentando su confusion y espanto con terribles alaridos, cuyos ecos, retumbando de roca en roca, hacian creer á los nuestros que se hallaban cercados de una hueste innumerable. En tal conflicto, y viendo el maestre de Santiago caer en derredor á muchos de sus mejores soldados sin poderles valer, ni tomar venganza, envió con urgencia á pedir socorro al marqués de Cádiz. Acudió este caudillo, y con él don Alonso de Aguilar, á favorecer á su compañero de armas: si bien no hicieron mas que participar de su peligro. Reunidos los tres gefes, entraron apresuradamente en deliberacion sobre el partido que podrian tomar en tan críticas circunstancias, y acordaron, en medio de la tempestad de piedras y flechas, volver atrás, y retirar las tropas de aquella espesura para buscar un terreno mas igual. Dióse en consecuencia órden á los adalides para que los guiasen fuera de aquel sitio azaroso; pero estos, ó turbados por el miedo, ó porque ignoraban el pais, erraron el camino, y fueron metiendo el ejército en un valle angosto, dominado de riscos y tan pedregoso, que era casi intransitable no solo para la caballería sino tambien para los infantes. Entre tanto los moros, alentados por la angustia de los cristianos, los acometieron de nuevo; y con armas arrojadizas, con piedras enormes que hacian rodar sobre ellos desde lo alto de aquellos precipicios, y con gritos espantosos, les tuvieron fatigados sin dejarles un momento de respiro. Á esto se añadia la oscuridad de la noche, interrumpida solamente por los fuegos que ardian en los cerros, donde se veia discurrir á los enemigos saltando de peña en peña, semejantes á espíritus infernales mas bien que á figuras humanas.

En tal situacion les amaneció, sin que la luz del dia sirviese de consuelo á sus cansados espíritus; pues no veian en derredor sino la desolacion y la muerte. Al mirar cubierto de cadáveres aquel sitio fatal, y coronados los cerros por el enemigo, que no cesaba de afligirlos, la desesperacion se apoderó de aquellos ánimos valientes. Los soldados volvian ansiosamente la vista sobre sus gefes, como implorando su socorro, y éstos, que no podian sufrir aquellas miradas, ni atajar la mortandad que se hacia en los suyos, enloquecian de rabia y de dolor. Cubiertos de polvo, y de sangre, y de heridas, y demudados por el horror y la fatiga, ¡qué diferente espectáculo ofrecian ahora estos caballeros de el que presentaron al salir de Antequera con sus lucidos y bizarros escuadrones!

Tomados todos los pasos por los moros, fueron inútiles cuantos esfuerzos hicieron los cristianos para salir de aquella estrechura; y sin bandera que los reuniese, ni trompeta que los animase, ya los soldados procuraban salvarse, cada uno como pudiese, cuando para mayor confusion oyeron resonar por aquellos cerros el terrible grito de “¡el Zagal! ¡el Zagal!” “¿Qué grito es ese?”, dijo el Maestre, y un soldado veterano le respondió: “es el apellido de guerra del general moro, que sin duda ha salido en persona con las tropas de Málaga.” Entonces el buen Maestre, volviéndose á los caballeros, dijo: “Muramos, haciendo camino con el corazon, pues no lo podemos hacer con las armas, subamos esa sierra como hombres, y procuremos vender caro las vidas, sin esperar á que nos degüellen como reses mudas.” Diciendo estas palabras, hincó las espuelas al caballo, y arremetió la sierra arriba, siguiéndole buen número de sus soldados. Aqui llegó á su colmo la congoja de los nuestros, y fue grande el destrozo que hizo en ellos el enemigo con dardos, flechas y azagayas. Á veces un peñasco enorme, desprendido desde lo alto de un precipicio, los cogia en medio, abriendo tremendos surcos, y arrebatando en su impetuoso curso escuadrones enteros: y á veces los caballos, que no podian hacer pié en un terreno tan escabroso, perdian el equilibrio, y con sus ginetes, asi como con los peones que se agarraban á sus colas para sostenerse, rodaban la cuesta abajo hasta el valle, estrellándose hombres, armas, y caballos contra las peñas. En esta lucha cruel perdió el Maestre á su alférez, ó portaestandarte, y á muchos de sus parientes y amigos mas queridos. Al fin consiguió llegar hasta la cima de aquella cuesta, donde se vió amenazado de nuevos trabajos y de mayores peligros. Cercado de enemigos, rodeado de precipicios, muertos la mayor parte de sus parciales, y dispersados casi todos los demas, no pudo el Maestre contener su dolor, y exclamó: “¡Dios bueno! grande es la tu ira que en el dia de hoy has querido mostrar contra los tuyos; pues vemos que la desesperacion que estos moros tenian, se les ha convertido en tal osadía, que sin armas hayan victoria de nosotros armados.” Bien hubiera querido el Maestre hacer todavia un esfuerzo para reunir algunos soldados, y oponerse al enemigo; pero los pocos que estaban con él, viéndolo todo perdido y sin remedio, le suplicaron que huyese, y que pensase en salvar su vida, para dedicarla despues á tomar venganza de los moros. Con harto pesar suyo admitió el Maestre este partido y tornó á exclamar: “No vuelvo, por cierto, las espaldas á estos moros, pero huyo la tu ira, ¡Señor! que se ha mostrado contra nosotros para nuestros pecados.” Dichas estas palabras, envió delante á sus adalides; y valiéndose de la ligereza de su caballo, pasó uno de los desfiladeros de aquellos montes antes que los moros se lo pudiesen estorbar, y se salió de la sierra.

 

El marqués de Cádiz, con don Alonso de Aguilar, y el conde de Cifuentes, habian ganado la cima de aquel cerro por otra senda, y fueron atacados alli por las tropas del Zagal y el paisanage. Los deudos y vasallos del Marqués se reunieron alrededor de su gefe, é hicieron una resistencia porfiada; pero los moros cargaron en tanto número, que tuvieron aquellos que ceder á la superioridad de la fuerza. Rendidos de fatiga, desfallecidos y atemorizados, perdieron la presencia de ánimo, y apelaron á la fuga; pero alcanzados por el enemigo, fueron muertos la mayor parte, ó compraron la vida á precio de su libertad. Con ser un guerrero veterano, no pudo el marqués de Cádiz sostener tan de cerca el aspecto terrible de la muerte: ya dos sobrinos suyos, atravesados de flechas habian caido exánimes á sus pies, y acababa de ver exhalar el postrer aliento á dos de sus hermanos, don Diego y don Lope, quedándole solo don Beltran, cuando una piedra que alcanzó á éste, le arrebató tambien la vida. Visto esto, lanzó el Marqués un alarido, y prorrumpió en exclamaciones de dolor, y en maldiciones contra los moros. Perdida toda esperanza, y no pudiendo ayudar á don Alonso de Aguilar, por haberse interpuesto el enemigo, se alejó de alli huyendo, y favorecido de la oscuridad, (pues ya iba entrando la noche) llegó por sendas secretas que le indicó la fiel guia, Luis Amar, hasta la salida de aquellos montes, desde donde, con algunos pocos que le siguieron, se dirigieron á Antequera.

El conde de Cifuentes, con un corto número de soldados, queriendo seguir los pasos del Marqués, se extravió por aquellos desiertos; y no pudiendo ni huir, ni resistir al enemigo; que por todas partes les cercaba, se dieron á partido, y quedaron prisioneros el Conde, su hermano don Pedro de Silva, y los pocos que le seguian.

Pasada aquella noche, don Alonso de Aguilar y un puñado de hombres que le quedaban, amanecieron empeñados todavia en aquellos montes, sin haber podido hallar la salida de tan intrincado laberinto. Turbados los ánimos, y rendidas las fuerzas, detuvieron el paso por un momento, y se repararon al abrigo de un peñasco que les ocultaba al enemigo. Aqui les sirvió de mucho alivio un riachuelo que descubrieron, pues era excesiva la sed que padecian asi hombres como caballos. Á medida que entraba el dia, íbanse descubriendo los horrores de aquel sangriento teatro: alli se veian los cuerpos de los hermanos y sobrinos del marqués de Cádiz, cubiertos de polvo, y acribillados de heridas; alli tambien los de otros caballeros no menos ilustres, y todo el campo teñido en sangre, y sembrado de cadáveres, armas y trofeos. Entre tanto los moros, abandonando las alturas para recojer los despojos, dieron á los cristianos un momento de respiro, y algunos de los fugitivos que en el discurso de la noche se habian escondido en las cuevas y quiebras de la sierra tuvieron lugar de reunirse con don Alonso. Asi se formó poco á poco un escuadron pequeño alrededor de este caudillo, que aprovechando aquella coyuntura, pudo salir de la sierra, y con este remanente de un ejército brillante llegó á Antequera.

Sucedió este desastre tan señalado en viernes 21 de marzo, dia de san Benito, habiendo empezado la tarde del dia anterior. La memoria de tan funesto suceso se conserva en los anales de estos reinos bajo el título de la derrota de los montes de Málaga; y el lugar donde fue mayor la mortandad, se denomina, aun hoy dia, la cuesta de la matanza. De los caudillos que sobrevivieron, los mas volvieron á Antequera; algunos se refugiaron en Alhama, y muchos caballeros y soldados anduvieron vagando por los montes unos ocho dias, manteniéndose de yerbas y raices, saliendo de noche y ocultándose de dia. Á tal punto llegó su debilidad y desaliento, que acometidos no hacian resistencia alguna, y á veces tres ó cuatro de ellos se entregaban á un paisano moro: hasta las mugeres salieron é hicieron prisioneros. Algunos fueron metidos en las mazmorras de los pueblos de la frontera, otros llevados cautivos á Granada; pero la mayor parte fueron conducidos á Málaga, donde se habian lisonjeado de entrar en triunfo. Á doscientos y cincuenta caballeros de linage, entre alcaides, capitanes é hidalgos, encerraron en la Alcazaba, ó ciudadela de Málaga, para esperar su rescate; y de los soldados, quinientos y setenta fueron hacinados en el corral de la misma Alcazaba, para ser vendidos como esclavos20.

Fue grande el despojo que ganaron los moros en esta jornada, por la cantidad y valor de las armas y arneses de los cristianos, que ó murieron con ellas ó las arrojaron para huir; y por los caballos magníficamente enjaezados, que recogieron, juntamente con muchos estandartes y banderas; todo lo cual fue llevado en triunfo por los pueblos de los moros.

Los mercaderes que habian seguido el ejército para traficar en los despojos de la guerra, vinieron á ser ellos mismos un objeto de tráfico; y conducidos como ganado á la plaza pública de Málaga, fueron vendidos como esclavos, ó compraron á fuerza de oro su libertad.

Apenas en Antequera habia empezado á calmar el tumulto de alegría y admiracion que habia causado en el pueblo la salida de los caballeros para correr los montes de Málaga, cuando vieron acudir á refugiarse en sus muros los miserables restos de esta expedicion desgraciada. Cada dia, y cada hora, se presentaba alli algun fugitivo, en cuyo dolorido semblante, y condicion desaliñada y lastimosa, no era ya posible reconocer al guerrero que poco antes habian visto salir por aquellas puertas con tanto lucimiento y gallardía.

La llegada del marqués de Cádiz, casi solo, cubierto de polvo y de sangre, destrozada la armadura, y desfigurado el rostro por el dolor y la desesperacion, llenó de tristeza á todos los corazones; que era mucho el amor que le tenian. Preguntábanle qué era de sus hermanos, que le habian acompañado, y cuando supieron que todos tres habian perecido ante sus ojos, se quedaron como pasmados, y sin atreverse á hablar, le miraban con silenciosa simpatía. En tanta afliccion, el marqués de Cádiz, encerrado en su aposento, sin hablar palabra ni admitir consuelo, ponderaba en la soledad toda la extension de su infortunio. Empero sirvió de algun alivio á su sentimiento la venida de don Alonso de Aguilar; y en medio del estrago que la guadaña de la muerte habia causado en su familia, se felicitaba el Marqués de que este fiel amigo y compañero de armas hubiese salido salvo de tan gran peligro.

Por muchos dias permanecieron aquellos habitantes con los ojos vueltos, ansiosamente hácia la frontera, esperando la llegada de algun amigo ó pariente, cuya suerte era todavia un misterio. Pero en breve cesaron las agonías de la incertidumbre, y se llegó á saber esta gran calamidad en toda su extension. El dolor y la consternacion se apoderaron de los ánimos de todos; la tierra se cubrió de luto, y fue tan general el llanto, que como dice un historiador coetáneo, “no habia ojos enjutos en toda la Andalucía21.” Todo parecia perdido: los cristianos humillados por este revés, quedaron sin ánimo, sin brios, sin aliento: el miedo y la inquietud reinaron algun tiempo en los pueblos de la frontera, y llegó el desmayo hasta los reales pechos de Fernando é Isabel, en medio del esplendor de su corte.

Grande fue por el contrario el regocijo de los moros cuando vieron entrar cautivos en sus pueblos á los guerreros mas ilustres de la cristiandad, conducidos por el paisanage de las montañas, pareciéndoles que era una disposicion de Alá en su favor. Pero cuando vieron entrar cautivos á muchos que eran la flor de la caballería española, cuando vieron arrastrar ignominiosamente por las calles de Granada las armas y banderas de algunas de las primeras casas de Castilla, cuando vieron, en fin, llegar prisionero al conde de Cifuentes, portaestandarte real de Castilla, con su hermano don Pedro de Silva, ya no supieron poner límites á su alegría: creian ver restituidos los dias de su gloria primitiva, y parecíales que iban á entrar nuevamente en una carrera de triunfos sobre los infieles. Tales fueron los efectos de la desastrosa jornada de la Ajarquía.

20Cura de los Palacios. – La pérdida de los cristianos, segun Zurita, (Anales de Aragon l. 20, cap. 47.) fue de ochocientos muertos y mil y quinientos prisioneros, entre ellos 400 caballeros de linage. Y esta derrota y matanza (dice Andrés Bernaldez,) se efectuó con 550 de á caballo, que los mas eran gente del campo, sin arte ni disciplina.
21Cura de los Palacios.