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Crónica de la conquista de Granada (1 de 2)

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CAPÍTULO XXXIII

Toma de Illora

Prosiguiendo el Rey en su victoriosa carrera, pasó desde Loja á combatir á Illora, villa fuerte, distante cuatro leguas de la capital del reino. Estaba esta formidable fortaleza fundada sobre una alta peña, en medio de un espacioso valle, y por su encumbrado castillo que señoreaba todo el pais circunvecino, se llamaba el ojo derecho de Granada. El alcaide de Illora era uno de los mas valientes entre los capitanes moros: con propósito de defenderse hasta el último extremo, hizo salir de la villa á todas las mugeres, viejos y niños: barreó las calles de los arrabales, y taladró las casas, para que pudiesen comunicar entre sí, abriendo en las paredes troneras para los arcabuces y ballestas. Llegó el Rey con toda su hueste, y sentando su real sobre el cerro de la Encinilla, mandó á sus capitanes repartir las estancias alrededor de la villa en tal forma, que quedase cercada por todas partes. Para mayor seguridad de los campamentos, y porque conocia el arrojado carácter del alcaide, los hizo fortificar con fosos, palizadas y otras defensas; dobló las guardias, y puso centinelas en unas torres que habia en las alturas inmediatas.

Hechas estas prevenciones, pidió el duque del Infantado se le diese cargo de principiar el asalto: era su primera campaña, y deseaba desmentir las insinuaciones del Rey contra aquella tan ataviada caballería que le acompañaba. Accedió Fernando á sus deseos, mandando al conde de Cabra hiciese un ataque simultáneo por otra parte, y ambos caudillos se pusieron en movimiento con su gente respectiva. Los soldados del Duque mostraban en su lozanía y en el lucimiento de su rica armadura, no haber probado aun los trabajos de la guerra: los del Conde se conocia que eran unos veteranos curtidos por la inclemencia de los elementos, y sus armas, melladas en muchas partes, indicaban los muchos y duros encuentros en que se habian hallado. Notando esta diferencia, se sonrojó el jóven Duque. “Ea caballeros, dijo, que en tiempo estamos de mostrar los corazones en la pelea, como mostramos las galas en los alardes: arremetamos contra el enemigo, esperando en Dios que asi como tenemos la honra de caballeros arreados, alcanzaremos la de hombres esforzados.” Á estas palabras respondieron los soldados con aclamaciones, y acaudillados por el Duque movieron adelante, sufriendo terribles descargas de piedras, balas y saetas; pero ninguna consideracion fue poderosa á contenerlos, y entraron por fuerza de armas en los arrabales. Á este mismo tiempo entró tambien en ellos el conde de Cabra por otra parte, y despues de una larga y sangrienta lucha, lograron los dos caballeros rechazar á los moros y encerrarlos en la villa. Los soldados del Duque salieron de esta refriega en menos número, y cubiertos de sangre, de polvo y de heridas; pero su conducta mereció al Rey los mayores elogios, y desde aquel dia no se volvió á hacer mas burla de sus galas y bordados.

Ganados los arrabales, se construyeron tres baterías de ocho piezas de batir cada una, y se rompió el fuego contra la plaza. El estrago fue tremendo; pues no eran aquellas defensas para resistir á esta arma destructora: las casas, las torres, la muralla, todo fue en breves horas derribado, demolido y arruinado. El hundimiento de los edificios, el horrible estruendo de los cañones, y la carnicería de las gentes, llenaron á los moros de terror y espanto, y pidieron capitulacion. El alcaide, viendo que el pueblo estaba hecho una ruina, que no habia esperanza de ser socorrido desde Granada, y que la gente no tenia fuerzas ni voluntad para defenderse, cedió á sus ruegos, y se dió á partido con harto pesar suyo. Se permitió á los habitantes salir libremente de la villa con sus efectos, dejando las armas; y el duque del Infantado con el conde de Cabra, tuvieron el encargo de escoltarlos hasta el puente de Pinos, distante dos leguas de Granada.

Ganada Illora, mandó el Rey reparar las torres y muros hasta ponerla en buen estado de defensa, y nombró por alcaide de la plaza á Gonzalo de Córdoba, á quien por sus proezas se daba ya el título de gran capitan.

CAPÍTULO XXXIV

De la llegada de la Reina Isabel al campo de Moclin, y discretos dichos del Conde inglés

La guerra de Granada, por mas que los poetas quieran embellecerla con las flores de su imaginacion, no puede negarse que fue una de las mas terribles de cuantas se han celebrado bajo el título de guerras santas. La relacion de los sucesos se reduce principalmente á una série de empresas árduas por las montañas, de sangrientas batallas, de saqueos y asolamientos; pero de cuando en cuando, suele interrumpirse esta narrativa por la descripcion de alguna funcion real, ó magnífica ceremonia.

Inmediatamente despues de la toma de Loja, habia el Rey escrito á Isabel solicitando su presencia en el campo, para consultarla sobre el modo de disponer de los territorios que acababa de conquistar. En su consecuencia, partió de Córdoba la Reina á principios de junio, con la Infanta doña Isabel y gran número de damas de su corte. Traia una comitiva espléndida de caballeros, guardias, pages y criados, y cuarenta mulas para su servicio y el de las personas que la acompañaban.

Llegando la comitiva á la Peña de los Enamorados, sobre la orilla del rio Yeguas, vieron venir al marqués de Cádiz con el adelantado de Andalucía, y gran séquito de caballeros muy lucidos. La Reina recibió al Marqués con demostraciones particulares de favor; pues se le estimaba como al espejo de la caballería, llegando algunos á comparar sus hechos y proezas con las del inmortal Cid49. Con todo este acompañamiento siguió la Reina su camino por las floridas márgenes del Jenil hasta llegar á Loja, donde se detuvo para consolar á los heridos, á quienes socorrió con dineros á proporcion de su clase. Desde aqui, escoltándola siempre el marqués de Cádiz, se dirigió á Moclin, cuya plaza estaba ahora sitiada por el Rey, que despues de la toma de Illora habia trasladado alli sus reales.

Estando la Reina cerca del campo, salió á recibirla el duque del Infantado con un tren magnífico de caballeros bizarramente vestidos. Salieron tambien los hombres de armas de Sevilla llevando el estandarte de aquella antigua ciudad, y el prior de san Juan con los caballeros de su órden. Al llegar la Reina, se pusieron á la izquierda del camino formados en batalla. Venia Isabel en una mula castaña y sentada en una silla de andas guarnecida de plata dorada: sobre las ancas de la mula caia un gualdrapa de terciopelo carmesí con bordaduras de oro: las falsas-riendas y cabezada eran de seda de raso, entretalladas con letras de oro y bordadas de lo mismo. Llevaba la Reina un brial de terciopelo, y debajo una saya de brocado: traia un manto de escarlata bordado á la morisca, y un sombrero negro guarnecido de brocado alrededor de la copa y ala.

La Infanta venia en otra mula castaña ricamente enjaezada, y estaba vestida con un brial de brocado negro, y un manto del mismo color, guarnecido como el de la Reina.

Al pasar por delante del duque del Infantado y de sus caballeros, hizo la Reina una reverencia al pendon de Sevilla, y mandó que lo pasasen á mano derecha. Antes de llegar al campo, salieron á recibirla todos los batallones del real con banderas desplegadas, las cuales se abajaban al pasar la Reina en señal de salutacion; y fue grande la alegría que todos manifestaron con su venida, pues era mucho el amor que la tenian.

Llegó entonces el Rey montado en un soberbio caballo, y acompañado de muchos grandes de Castilla. Tenia vestido un jubon de carmesí, con quijotes de seda de raso amarillo, un sayo de brocado, un sombrero con plumas, y ceñida una espada morisca muy rica. Los adornos y atavíos de los grandes que con él venian eran asimismo á maravilla hermosos y de diversas maneras, asi de guerra como de fiesta.

Fernando é Isabel se trataban mas bien con el respeto que se deben mútuamente dos soberanos aliados, que con la familiaridad que es natural entre esposos. Asi es, que antes que se diesen los brazos, se hicieron cada uno tres profundas cortesías; y quitándose la Reina el sombrero, quedó con una cófia ó redecilla de seda, el rostro descubierto. Se acercó entonces el Rey, la abrazó, y la besó en una mejilla: asimismo abrazó á su hija la Infanta, y despues de santiguarla la besó en la boca50.

Inmediatamente despues del Rey, se presentó el Conde inglés muy pomposo y en extraña manera. Venia armado en blanco, y montado á la guisa en un brioso caballo bayo, cuyos paramentos eran de seda azul sembrada de estrellitas de oro, y llegaban hasta el suelo. Encima de las armas traia un ferreruelo á la francesa de brocado negro raso, y en el brazo un broquelete redondo, ribeteado de oro: el sombrero era blanco y adornado de muchas plumas. Venian con él cinco pages vestidos de seda y brocado, y montados en caballos con riquísimos jaeces: asimismo le acompañaban ciertos gentiles-hombres de su pais suntuosamente ataviados. Acercándose el Conde, saludó con aire cortés y caballeresco, primero á la Reina y á la Infanta, y despues al Rey. La Reina le recibió muy benignamente, alabando su valerosa conducta en el asalto de Loja; y como le consolase por la pérdida de sus dientes, respondió el Lord: “que Dios que habia hecho toda aquella fábrica, quiso abrir alli una ventana para ver mejor lo que pasaba dentro51.” Siguió el discreto Lord un rato al lado de la real familia, cumplimentando á todos con discursos muy corteses, haciendo corbetas con su caballo, y saltando de una parte á otra con tanta gracia, que á todos pareció bien; y asi los Reyes como los grandes, quedaron admirados tanto de la magnificencia de su porte, como de su destreza en el manejo52.

 

La Reina, reconocida á los servicios de este bizarro inglés, le envió muchos ricos dones; entre otras cosas doce caballos, una tienda de campaña magnífica, dos camas de ropa guarnecidas, la una con paramentos de oro, y mucha ropa blanca53.

CAPÍTULO XXXV

Rendicion de Moclin y otros sucesos

Al rigor de la artillería cristiana habia cedido ya la mayor parte de los pueblos fronterizos de Granada. El ejército del Rey, acampado ahora delante de Moclin, se disponia á combatir esta plaza, una de las mas fuertes de la frontera. Situada sobre un alto cerro por cuya base pasaba un rio que la protegia por un lado, mientras por otro le defendia un bosque espeso, se la reputaba como inexpugnable. Sus altos muros y macizas torres dominaban todas las entradas y pasos de las montañas inmediatas; y tal era la fuerza de su posicion, que los moros la llamaban el Escudo de Granada.

Tenia Fernando particular empeño en rendir esta plaza; pues doscientos años antes un maestre de Calatrava, con todos sus caballeros, habia sido lanceado por los moros delante de sus puertas, y recientemente habian hecho una carnicería cruel en las tropas del conde de Cabra. Sentido el Rey por estas causas, hizo todas las prevenciones necesarias para un sitio riguroso. En medio del real se habian puesto dos montones, el uno de harina, y el otro de cebada, que se llamaban la Alhóndiga Real; se construyeron tres baterías de gruesa artillería, y se repartieron en diferentes puntos, alrededor de la villa, las piezas menores y máquinas bélicas con que se arrojaban los proyectiles.

Los moros, por su parte, proveyeron con igual actividad los medios de su defensa: abrieron fosos, fortificaron los baluartes, y trasladaron á Granada las mugeres, viejos y niños.

Estando todo á punto, se rompió el fuego contra la ciudadela y torres principales con tal vigor y acierto, que en breve reconocieron aquellos soberbios muros, tenidos por inexpugnables antes de la invencion de la pólvora, los efectos irresistibles del cañon. No obstante, los moros se defendieron con resolucion; reparaban las brechas como mejor podian, y mantenian, dia y noche, un fuego bien sostenido contra los sitiadores; por manera que no habia momento en que no se oyese el estruendo de las armas, y se recibiesen daños de una y otra parte. Los ingenios tiraban, como otras veces, no solo balas de piedra y hierro, sino tambien pelotas compuestas de materias combustibles. Una de estas, que subió por el aire como un metéoro, arrojando llamas y centellas, vino á caer en una torre donde los moros guardaban la pólvora, y siguiéndose una explosion tremenda, voló la torre con la gente que estaba en ella, se extremecieron las casas, muchas vinieron al suelo, y el terror y la confusion se apoderaron de los habitantes. Los moros, que jamas habian visto una explosion semejante, atribuyeron la destruccion de su torre á un milagro; y algunos que habian notado la caida de aquella bola de fuego, se imaginaban que habia bajado del cielo para castigar su pertinacia54.

Viendo pues al cielo y la tierra conjurados, al parecer en su daño, desfallecieron las fuerzas de los moros, y perdiendo de todo punto el ánimo, entregaron la fortaleza.

La entrada de los Reyes católicos en Moclin fue una procesion solemne. Delante iba el estandarte de la Cruz; despues venian las diferentes banderas del ejército, y últimamente los Reyes con gran séquito de caballeros, y el coro de la capilla Real cantando el salmo de Te Deum laudamus. Pasando en esta forma por las calles sin que ningun sonido, menos el canto de los coristas, alterase el silencio que todos guardaban, se oyó de improviso el solemne cántico de Benedictus qui venit in nomine Domini55, entonado por unas voces que parecian salir de la tierra. Admirados todos, se detuvo la procesion. Los acentos que se oian eran los de varios cautivos cristianos, algunos de ellos sacerdotes, que yacian sepultados en los subterráneos de la fortaleza. El piadoso corazon de Isabel se conmovió; y mandando sacar de su encierro á los cautivos, se acabó de enternecer al mirarlos pálidos, desfallecidos, y extenuados por los trabajos que habian padecido: estaban medio desnudos, aherrojados, y con el pelo y barbas tan crecidas, que les llegaban hasta la cintura. Al punto mandó suministrarles alimentos, y el dinero necesario para conducirlos á sus casas56.

Muchos de estos cautivos eran caballeros, que en la derrota del conde de Cabra habian sido heridos y hechos prisioneros. Posteriormente se hallaron otras señales tristes de este desastroso suceso. Al reconocer el paso donde habia ocurrido, se encontraron entre las matas y en las quiebras de las peñas los cuerpos de muchos cristianos, que no pudiendo huir por efecto de sus heridas, y temiendo caer en manos del enemigo, se habian ocultado en aquellas breñas, donde perecieron de necesidad57. Por órden de la Reina fueron recogidos piadosamente estos restos, y depositados como reliquias de mártires en las mezquitas de Moclin, despues de consagradas al verdadero culto.

Alcanzada esta nueva conquista, y prosiguiendo en su triunfante carrera, partió de alli Fernando, con propósito de asolar la vega, y estender el estrago hasta las mismas puertas de Granada. La Reina quedó en Moclin consolando á los heridos, fundando instituciones, y entendiendo en las cosas del gobierno. Por manera que mientras el victorioso Fernando marchaba delante, la diligente Isabel seguia sus pasos, de la misma suerte que sigue los del segador el que ata las haces, y recoge la rica mies que la hoz ha derribado.

CAPÍTULO XXXVI

De la nueva tala que hizo el Rey católico en la vega de Granada, y de la suerte de los dos hermanos moros

Desde la muerte sospechosa del Rey viejo Aben Hazen, todo le sucedia malamente á Muley el Zagal. La fortuna parecia haber abandonado sus banderas; el crédito que tenia con el pueblo declinaba mas cada dia, y los ejércitos cristianos, señoreándose por su territorio, tomaban sus fortalezas, y asolaban la vega, sin que se atreviese él á marchar á contenerlos por el temor de las novedades que en su ausencia pudiera intentar el partido contrario del Albaicin.

Pocos dias se pasaban que no llegasen á la capital los infelices moradores de algun pueblo conquistado, trayendo la poca hacienda que les quedaba, y lamentando la desolacion de sus hogares. La noticia de la pérdida de Illora y de Moclin, aterró á los granadinos, que prorrumpiendo en exclamaciones, decian: “¡El ojo derecho de Granada se extinguió!, ¡rompióse el escudo de Granada!, ¿quién ahora nos defenderá del enemigo?” Irritado el pueblo contra los miserables restos de las guarniciones de estas plazas, viéndolos llegar con ánimo decaido, sin armas ni banderas, los llenaba de vituperios; mas ellos respondian: “Hemos peleado mientras tuvimos fuerzas para pelear, y muros que nos defendiesen: pero el cristiano postró por el suelo nuestras torres y baluartes, y nunca llegaron los socorros que esperábamos de Granada.”

Los alcaides de Illora y Moclin eran hermanos, iguales en proezas, y de los mas valientes entre los caballeros granadinos. Diestros en los torneos y afortunados en la guerra, habian sido las delicias del pueblo, que no habia mucho los seguia con aclamaciones. Mas ahora, con la mudanza de su fortuna, los aplausos de la inconstante plebe se habian vuelto vituperios; ingratitud que llenó de indignacion á los alcaides. Teniéndose entonces noticia de que Fernando avanzaba con una hueste triunfante para asolar la tierra en derredor de la capital, los dos hermanos, viendo que el Zagal no se movia para salir á su encuentro, se presentaron al Monarca. “Señor, le dijeron, hemos defendido vuestras fortalezas hasta quedar casi sepultados en sus ruinas, y nuestro premio solo ha sido injurias y baldones. Dadnos ocasion en que podamos mostrar el valor de caballeros: dadnos tropa para salir contra el enemigo, que ya se acerca, y nuestra sea la afrenta si no salimos con honor de la batalla.” Accedió el Zagal á sus deseos, y salieron los hermanos á la cabeza de una fuerza considerable de peones y caballos. El pueblo, viendo pasar aquellos estandartes tan conocidos, no dejó de mostrar alguna satisfaccion; pero los alcaides con semblante severo, siguieron adelante sin darse por entendidos; porque sabian que los mismos que ahora los aclamaban, serian los primeros á maldecirlos si volviesen con desgracia.

El ejército de Fernando habia llegado hasta dos leguas de Granada, y la vanguardia, conducida por el marqués de Cádiz, se hallaba cerca del Puente de Pinos, paso famoso por donde los Reyes de Castilla hacian sus entradas en las guerras con los moros; y muy conocido por los muchos sangrientos combates que alli se habian dado. Aqui era donde el enemigo esperaba triunfar de los cristianos, á quienes atacó vigorosamente, saliendo contra la division del marqués de Cádiz con grandes alaridos y con una furia extraordinaria. Á la entrada del puente fue donde mas se encendió la pelea; pues unos y otros sabian la importancia de este paso. El Rey, que estaba mirando el combate desde una altura donde se habia colocado con el grueso de su ejército, notó con particularidad las proezas de dos caballeros moros, iguales en armas y divisas, que mostraban ser gefes entre los suyos. Éstos eran los dos hermanos, alcaides de Illora y Moclin, los cuales donde quiera que llegaban difundian el terror y la muerte, peleando con tal valor, que parecia desesperacion. Fueron contra ellos el conde de Cabra y don Martin de Córdoba; pero avanzando indiscretamente, se vieron rodeados por el enemigo, y en el mayor peligro. Un jóven caballero cristiano, advirtiendo el apuro en que se hallaban, corrió á socorrerlos, y en él reconoció el Rey á don Juan de Aragon, conde de Ribagorza, su sobrino. Montado en un soberbio caballo, y con armas resplandecientes, acudia don Juan á todas partes; y aunque le mataron el caballo, todavia con la ayuda de sus gentes sacó de aquel empeño al conde de Cabra, y contuvo al enemigo, que ya empezaba á envolver á los cristianos.

 

El Rey, viendo el peligro de sus gentes, hizo avanzar la batalla Real en su socorro. Á su llegada, cedió el enemigo, y se retiró hácia el puente. Los dos capitanes moros hicieron los mayores esfuerzos para reanimar sus soldados; pero solo pudieron conseguir, á fuerza de ruegos y amenazas, reunir algunos pocos, con los cuales defendieron el puente con ánimo notable, hasta que todos quedaron muertos en el sitio: los dos hermanos cayeron con mil heridas, cubriendo con sus cuerpos el paso que tan animosamente habian defendido.

Instruido el pueblo de Granada del heroismo con que estos dos guerreros se habian sacrificado por la pátria, concibieron un dolor profundo; y para perpetuar la memoria de tan esclarecido hecho, erigieron junto al puente una columna, que por mucho tiempo se llamó “El sepulcro de los Hermanos.”

El ejército de Fernando, prosiguiendo su marcha, llegó hasta las mismas puertas de Granada, y derramándose por la vega taló los panes, viñas y olivares, y destruyó cuanto habia en derredor, convirtiendo aquel paraiso terrestre en un desierto. Estando los cristianos ocupados en estas operaciones, habia salido de la ciudad un cuerpo de caballería de mil y quinientos hombres y algunos batallones de infantería, los cuales, apostándose en unas huertas cortadas por muchas acequias, y rodeadas de olivares, esperaban la ocasion de atacar con ventaja al enemigo. Esta pareció ofrecerse al pasar por alli el duque del Infantado con sus dos batallas de hombres de armas y de ginetes, acompañándole don García Osorio, obispo de Jaen, y Francisco Bobadilla con las gentes de dicha ciudad, Andujar, Úbeda y Baeza58. Los moros que en la guerra usaban mucho de ardides y estratagemas, viendo el buen órden que llevaban los del duque, no osaron acometerlos, y dejando pasar de mal talante aquellos lucidos batallones, salieron contra las últimas escuadras del Obispo. Despues de escaramuzar con ellas un rato, fingieron los moros huir y se metieron por una huerta llamada del Rey, donde entraron con ellos los cristianos, que los perseguian con ciega precipitacion. Viendo aquellos á sus contrarios comprometidos en las espesuras de la huerta, soltaron el rio Guadalgenil, para que corriese por una acequia grande que rodeaba todo aquel circuito, y en un momento se vieron aquellos caballeros atajados por el agua, y de nuevo acometidos por el enemigo. En la confusion que se siguió aun los mas valientes no acertaban á defenderse; muchos se arrojaron al agua para pasar la acequia, y algunos se ahogaron con sus caballos. Felizmente el duque del Infantado advirtió á tiempo el peligro de sus compañeros, y acudiendo á su socorro con la caballería ligera, los libró de aquel peligro. Los moros, forzados á huir, se alejaron por el camino de Elvira, persiguiéndolos el Duque hasta cerca de Granada.

Concluida la tala en circuito de la capital, salió de la vega Fernando con toda su hueste por el puerto de Lope, y se dirigió á Moclin, para reunirse con la Reina. El gobierno de las plazas recien conquistadas se confió á don Fadrique de Toledo, despues tan célebre en Flandes bajo el título de duque de Alba59; y terminando asi felizmente esta campaña, regresaron los Reyes en triunfo á la ciudad de Córdoba.

49Cura de los Palacios.
50Cura de los Palacios.
51Pietro Martyr, Epist. 61.
52Cura de los Palacios.
53La relacion de este acontecimiento, y de los festejos que se hicieron á la Reina por su venida al real, se halla con alguna variedad en el MS. del Cura de los Palacios. El Conde inglés no vuelve á figurar en esta guerra. De las historias resulta, que en el discurso de este año regresó á Inglaterra; que despues, pasó á Francia á la cabeza de 400 voluntarios para auxiliar á Francisco, duque de Bretaña, contra Luis XI, y que murió en la batalla de san Alban, entre Bretones y Franceses.
54Marino Siculo. Pulgar, Garibay.
55Marino Siculo.
56Illescas Hist. Pontif. lib. VI. c. 20.
57Pulgar part. III. cap. 61.
58Pulgar parte III. c. 62.
59El célebre duque de Alba no nació hasta 1508, y seria nieto del que aqui se cita.