No Podemos Callar

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En un momento se propondrá un modo de analizar el ethos cristiano que las citas implican. Antes, notemos que en el juego de citas religiosas vinculadas con argumentaciones políticas, jurídicas y económicas, la intervención de No Podemos Callar no tenía pretensiones de promover, y de hecho no promovió, una dominación cristiana de lo público o lo político. No hubo, por ejemplo, un intento por afirmar una justificación religiosa del poder político, como en la monarquía española dieciochesca y en los comienzos de nuestra república94. Tampoco se pretendió promover al cristianismo como la doctrina o a la Iglesia católica como la institución a través de las cuales los ciudadanos debían pensar y actuar en lo público durante la Dictadura. Finalmente, no se encuentra en la revista un intento por recuperar a través del cristianismo un aura que confiriese a lo político una vivacidad perdida95. En otras palabras, los argumentos cristianos en general y las citas bíblicas en particular, si bien pretendían recordar una verdad divina, no intentaban “usurpar” el espacio público o dominar la razón pública96. Más bien, a través de ellas No Podemos Callar realizó una intervención pública-religiosa no dominante. Esto quiere decir que intervino en el espacio público, con fundamentos no solo políticos sino también religiosos, y lo hizo de una manera que no presentaba al cristianismo como la única doctrina sobre la cual se podía forjar una sociedad política, sino como una verdad desde la cual se contribuía a promover y comprender ciertos valores relevantes tanto para la vida política como para la vida del creyente97. La Iglesia popular a la que No Podemos Callar puede ser adscrita, es un buen ejemplo de esta posición no dominante —dicha Iglesia es presentada por la revista como un colectivo más en una sociedad formada por otros, especialmente, como uno más de un movimiento popular que la excedía—98.

Uno de los artículos dedicado a las conmemoraciones del día del trabajo, puede ilustrar lo dicho. El número 20 de la revista relata la conmemoración del primero de mayo de 1976. Las actividades convocadas para el día del trabajo sufrieron un súbito impedimento cuando a los trabajadores que se oponían al régimen se les prohibió conmemorarlo en el teatro Caupolicán. Sin haberlo previsto, la Catedral de Santiago terminó siendo el lugar donde se reunieron grupos de trabajadoras y trabajadores de la capital. El colectivo que forma No Podemos Callar, que no se ha cansado de citar la Biblia en este número y en los anteriores, en vez de aprovechar la oportunidad para hacer de la Iglesia el intermediario (público) indispensable en tiempos de dictadura, o para recordar las razones por las cuales su credo debiese ser el de la comunidad política o del movimiento social que en ese momento acogía, en vez en fin de apropiarse de un espacio público en construcción, pide y hace votos solemnes para que aquellos que no han podido manifestarse a su manera y en su lugar, puedan en el futuro próximo expresar su voz del modo que les sea más apropiado. Por ello dirá que, aunque en esta ocasión “la Catedral fue la voz de los que ya no tenían voz”, esa misma “Catedral exige que se vuelva a llenar el Caupolicán”99.

La revista surgió e intervino una y otra vez en el espacio público, precisamente desde el rechazo a que este fuese gobernado de una manera que excluía todos los derechos humanos, desde la refutación de los fines establecidos por la doctrina de la seguridad nacional y su política económica, desde la impugnación de la legitimidad para dirigir el país por parte de las personas que habían llevado adelante el proyecto de la “gran nación”. Puntillosos y porfiadamente insistentes, los redactores de No Podemos Callar reiteraron en sus artículos que no aceptaban un modo de ser gobernado que acorralaba las vidas de tantas mujeres y hombres. En otras palabras, la intervención de la revista identificó algunas cuestiones sobre los cuales el modo de gobernar de la Dictadura se había hecho intolerable. Se ha optado por denominar “asuntos cruciales” a aquellas cuestiones respecto de las cuales el modo de gobernar dictatorial fue puesto en cuestión por la revista. Es a través de esos vectores, se ha sostenido, que No Podemos Callar intervino reflexivamente una y otra vez. Su importancia política, sin embargo, tiende a esconder su relevancia religiosa. En efecto, la obstinada permanencia de estos asuntos cruciales en las precarias páginas de No Podemos Callar da cuenta que en dichos asuntos se jugaba algo no solo fundamental, sino que también fundante para el ethos cristiano del colectivo.

Para empezar a delinearlo, hay que advertir que la crítica de No Podemos Callar al modo de gobernar dictatorial se fundaba en un compromiso histórico-religioso100. Compromiso que tomó forma interviniendo reflexivamente en el precario espacio público dictatorial. Como se ha expuesto, dicha intervención no consistió simplemente en hacer valer la libertad de expresión como un derecho humano indebidamente limitado, sino en dar razones políticas, jurídicas, económicas y religiosas para criticar un modo de gobernar y para reconstruir un orden democrático. Por ello es posible afirmar que se ejerció como si fuera una razón pública religiosa101. Adicionalmente, y esto es lo que ahora interesa destacar, al realizar esta intervención, No Podemos Callar tomó la palabra dispuesto a arriesgar la vida por fidelidad a la verdad cristiana que se citaba al final cada artículo. En efecto, el colectivo no solo se expresó en el espacio público, sino también tuvo el coraje de modular una voz disidente arriesgando la propia vida porque la fe cristiana lo exigía. Es claro que la profesión de fe de No Podemos Callar difirió de aquella que se realizaba en el templo al rezar el credo cristiano en cada misa de domingo. Su profesión de fe implicaba no solo aceptar cierta verdad, sino obligarse por ella para devenir un sujeto cristiano en medio de las tensiones que la Dictadura hizo aparecer. El palpable sufrimiento injusto de mujeres y de hombres a manos de agentes del gobierno, que esta introducción ha llamado asuntos cruciales, obligó a hablar a No Podemos Callar. Su modo de absolver su obligación consistió en criticar reflexivamente un modo de gobernar político y económico que atentaba contra la dignidad humana sostenida divinamente. Esta dignidad mancillada era, si se quiere, la condición de su sacramento. Por ello, en la medida que ese sufrimiento humano permaneciera, los cristianos y cristianas del colectivo estaban obligados a responder en razón de su fe. Y su respuesta fue, como se ha dicho, una intervención pública, razonada y franca, mediante la cual arriesgaron su integridad física y su vida.

El cristianismo que profesaba y hacía efectivo No Podemos Callar no aceptaba ser una religión enclaustrada en sus templos. Se negaba a ser una Iglesia de sacristía102. De esa forma, no consentía hablar de los “grandes temas del hombre” si ello no incluía referirse a los derechos humanos que intentasen asegurar todo lo que hacía posible la vida humana103. Rechazaba, como dirá en uno de sus artículos, anunciar un “Cristo atemporal, desencarnando, que ignora al hermano torturado, desaparecido, cesante, con hambre, atropellado en sus derechos”104. Al contrario, como indicó citando al asesinado monseñor Oscar Romero…

…es necesario llamar a la injusticia por su nombre, servir a la verdad…; denunciar la explotación del hombre por el hombre, la discriminación, la violencia infringida al hombre contra su pueblo, contra su espíritu, contra su conciencia y contra sus convicciones… promover la liberación integral del hombre… urgir cambios estructurales, acompañar al pueblo que lucha por su liberación. Es un deber de una Iglesia autenticar su inserción entre los pobres, con quienes debe solidarizarse hasta en sus riesgos y en su destino de persecución, dispuesta a dar el máximo testimonio de amor por defender y promover a quienes Jesús amó con preferencia105.

Para jugar un poco con los términos, No Podemos Callar fue una revista “confesional”. Esto quiere decir, por un lado, que fue una revista que surgió al interior de la Iglesia Católica, utilizó información de las comunidades cristianas de base, analizó asuntos relevantes para la comunidad católica y fue sostenida por la acción de un colectivo formado fundamentalmente por cristianos. Pero, también fue una revista confesional en otro sentido. Profesaba una fe o, mejor, adhería a un modo de vivir la fe cristiana que asumía la posibilidad de perder la vida a consecuencia de dicha profesión. En efecto, la palabra “confesor” tal como se entendía en los primeros siglos de la cristiandad no designaban la confesión penitencial tal como la conocemos actualmente, sino que identificaba a quien al profesar su fe pasaba importantes penurias o simplemente arriesgaba su vida en ello106. En este sentido antiguo, el confesor era quien estaba dispuesto al martirio, aunque no había aún sido martirizado. Los redactores de la revista conocían este sentido del término y por ello aseveraron en uno de sus primeros números que “los cristianos no podemos dejar de pensar que la era de los confesores y mártires no ha pasado”107. La obligación de decir la verdad enunciada por No Podemos Callar estuvo marcada por esta opción. Se trataba de decir la verdad, sin duda. Pero, también, hacerlo aceptando el riesgo de las penurias y, en su caso, la muerte que ello podía traer por consecuencia108.

La opción de devenir confesor puede ser la última consecuencia para quien asume este modo de vivir cristiano. Sin embargo, es interesante notar que fue el punto de partida de la revista. En efecto, en la primera editorial de No Podemos Callar se afirmaba que la “simple proclamación explícita de la verdad, asumir sus riesgos pero también su eficacia liberadora es la tarea de no podemos callar”. Luego de ello se esbozaba la genealogía de dicha actitud. Jesús, se dice en el artículo, por decir su verdad fue crucificado. “Los primeros discípulos, los apóstoles fueron los primeros en comprenderlo así. Ellos asumieron la tarea y el riesgo de declarar la verdad: ‘no podemos callar’ lo que hemos visto y oído”. Significativamente, el mismo artículo subrayó que el obispo luterano Helmut Frenz y el católico Carlos Camus, por testimoniar la verdad fueron “considerados dignos de sufrir por el nombre de Jesús”109. Dignidad que parecía provenir, precisamente, de que a través de los padecimientos del confesor no solo se expresaría la misteriosa posibilidad de encontrarse con la divinidad, sino de mostrarla en sus vidas muy humanas.

 

Desde la dignidad de sufrir por el nombre de Cristo se puede entender mejor el carácter del decir veraz que propone esta revista clandestina. No se circunscribe, aunque de hecho lo realiza, a la obligación de denunciar hechos criminales. Tampoco es completamente comprendido si se le piensa como el ejercicio razonado de la libertad de expresión. En el tránsito desde la urgencia experimentada por un modo de gobernar dictatorial hacia hacer valer una palabra disidente y reflexiva, No Podemos Callar fue forjando algo que bien puede llamar una actitud crítica cristiana respecto de su presente110. En efecto, modelaron una actitud por la cual los cristianos del colectivo se obligaban a examinar críticamente el modo de gobernar dictatorial porque respecto de ciertos asuntos cruciales, esto es, respecto de la violencia ejercida contra cristianos y no cristianos y en la marginación de muchos respecto de los bienes de la tierra, dicha forma de gobierno mancillaba la creación divina y ponían en tensión la justicia del Dios cristiano111. En otras palabras, el decir veraz que funda y realiza No Podemos Callar supuso un modo de transformarse y constituirse a sí mismo desde un examen crítico del modo de gobernar dictatorial y, en este sentido, la obligación de no callar estableció un modo de vivir cristiano. “Para esto nací, para esto vine al mundo, para ser testigo de la Verdad (Juan 18, 37)”, es la cita evangélica con que la revista terminaba su primera editorial. A través de ella, el colectivo No Podemos Callar se emparentaba con la historia de Jesús y de sus primeros discípulos y repetía su gesto: hay que escoger la confesión a silenciar la verdad. Policarpo, el nombre que recibirá la revista que sucederá a No Podemos Callar, no solo realiza un homenaje casual a un olvidado obispo de la primera cristiandad, sino que elige por título el nombre de un obispo mártir. De esta manera, nos parece, el colectivo repite desde el comienzo el compromiso de la revista que le antecedió112. No Podemos Callar forjó una actitud crítica religiosa desde un cristianismo que vivía desde el pueblo que sufría y que estaba dispuesto a confesar su fe por aquellos asuntos que eran cruciales para la vida de sus miembros. De un modo paradojal, fue una intervención pública orientada al re-establecimiento de una democracia fundada en una actitud que por su disposición al martirio pareciera afirmar que la verdad de la vida no se encontraba completamente en este mundo.

Con aquella intervención y esta actitud, y esto es fundamental recordarlo, el colectivo no proponía un cisma eclesial sino que entendía que la Iglesia podía volver a su centro. Y al decir Iglesia, no solo refieren a las comunidades cristianas de base que sostenían la revista o a un sector de la Iglesia de Chile, sino a aquella comunidad que tanto en el Concilio Vaticano II113 como en la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano celebrada en Medellín prometió “defender, según el mandato del Evangélico, los derechos de los pobres y oprimidos, urgiendo a nuestros gobiernos y clases dirigentes para que eliminen todo cuanto destruya la paz social”114. Las críticas que se encuentran en la revista a la Jerarquía eclesiástica y a algunos cristianos que integraban la administración de la Dictadura, eran un testimonio no solo de una división al interior de la Iglesia católica chilena, sino también de estrategias, dudas, tensiones y ambigüedades entre quienes querían ser cristianos sin tener el privilegio del tiempo115. La profundidad y extensión de estas divisiones se materializaban en los debates doctrinales y políticos en torno no solo a la Doctrina de la Seguridad Nacional, sino a todo el campo de las teologías de la liberación y la activa participación de sacerdotes, religiosas y cristianas y cristianos de base en la vida política de Chile y América Latina en el periodo que NPC cubre. A continuación se analizarán brevemente los debates en torno a la Doctrina de Seguridad Nacional en la perspectiva de dichas divisiones. Ello permitirá, por un lado, conocer mejor la posición de No Podemos Callar sobre un punto que fue central en sus análisis y, por otro, ponderar la red de discursos y posiciones donde su intervención se insertaba.

Iglesia y Dictadura: fragmentos del pensamiento católico en torno a la Doctrina de Seguridad Nacional

Como síntesis de las relaciones entre catolicismo y política durante el periodo de la Dictadura, bien pueden citarse las palabras del obispo de Valdivia, José Manuel Santos, pronunciadas en su homilía por el 18 de septiembre de 1976: “Nuestra Iglesia se encuentra desde hace ya algún tiempo en medio de dos fuegos: unos quisieran convertirla en una especie de fuerza política que cobijara bajo su alero a todos los descontentos, y otros esperan de ella un apoyo irrestricto”. A juicio de Santos, ambas proposiciones “se fundan en un mismo y ambiguo principio: que una fe cristiana no es auténtica si no es encarnada y que no existe fe encarnada si no se expresa en una opción política”. La salida al entuerto radicaba —siempre de acuerdo al obispo— en reconocer que la Iglesia católica como “una comunidad de creyentes que no puede adherir a grupos”, en tanto se la debía comprender como un “lugar de encuentro y de reconciliación de los hombres”, tarea que no se podía alcanzar si “de hacerse solidaria con algunos, se convertiría en antagónica de otros” dejando por ello “de ser el sacramento de salvación de todos”. Por eso, “que no se pida a la Iglesia lo que ella no puede dar”, “que no se exija una adhesión incondicional a ningún grupo que excluya a otros. Su compromiso es con todos los chilenos, cualesquiera sean sus ideas”116.

No hay duda de que en los años de la dictadura, y en especial en su primer periodo, fue la Iglesia católica el único agente con capacidad de intervención política que operó como interlocutor entre el Estado y la sociedad civil, en particular en los muy agudos problemas suscitados por la represión emprendida en contra de los adherentes a la Unidad Popular. Si bien el ejemplo tutelar de esta intervención política eclesial fue la organización primero del Copachi y luego de la Vicaría de la Solidaridad, en el periodo en cuestión las iniciativas de análisis de la situación política y protección de perseguidos y víctimas se multiplicaron en varias capas a nivel local, regional e internacional, siendo testimonio de ello tanto la cartografía institucional que se elaboró para estas tareas, como la variedad de publicaciones intra-eclesiales o destinadas a la esfera pública que dieron cuenta de lo que sucedía y de la reflexión que ello motivaba en las distintas sensibilidades católicas en relación a la dictadura. No Podemos Callar fue una de esas plataformas, con el rasgo excepcional tanto de la crudeza de la información que publicaba, como por su naturaleza clandestina. Dicho ello, lo que ahora interesa ilustrar es cómo un problema específico del ámbito político fue encarado no solo por NPC, sino por el campo católico en general, con el fin de evaluar la convergencia —u oposición— entre los contenidos que NPC exponía y la reflexión y opinión de la Iglesia católica institucional.

Como ya se ha indicado, este ejercicio de comparación puede llevarse a cabo con una de las categorías claves para el proceso de consolidación de la Dictadura en la primera parte de su desenvolvimiento: la aplicación de las orientaciones ideológico-estratégicas de la Doctrina de Seguridad Nacional (DSN). Desde sus primeros números NPC fue explícito en advertir la centralidad de la Doctrina de Seguridad Nacional en el diseño institucional de la Dictadura y en la motivación de sus crímenes. Así, el boletín editado por José Aldunate parafraseaba a Pinochet advirtiendo al pastor luterano Helmut Frenz y al obispo católico Fernando Ariztía que sin tortura los miristas no hablaban y que “la seguridad nacional es más importante que los derechos humanos”. Para NPC esta convicción —y su aplicación sistemática— representaba una suerte de sorpresa para quiénes la observaban, en tanto parecía una conducta extraña a la tradición castrense que se habría desplegado con toda brutalidad a partir del 11 de septiembre de 1973. Casi tres años más tarde “han tenido que ir apareciendo los telones de fondo, cayendo las máscaras y apareciendo las motivaciones profundas que muy poco se conocían” en torno a la conducta de las nuevas autoridades. Uno de esos factores era la Doctrina de la Seguridad Nacional, cuyo origen se remontaba para la revista al final de la Segunda Guerra Mundial y su lugar de incubación eran los Estados Unidos, lugar desde dónde se habría expandido hacia América Latina, continente en la que imperaba en varios países a partir de la entronización de la dictadura militar en Brasil en 1964. En un sistema muy simple, el diseño institucional de la DSN suponía el predominio de los militares, la anulación del resto de las instancias expresivas de la soberanía popular y la articulación de aparatos de seguridad encargados de la represión, así como de un Consejo de Seguridad Nacional —o cómo se lo denominase en cada contexto particular— encargado del control estratégico de la nación. En palabras de NPC, este sistema aplicado a Chile “no tiene nada que ver con nuestra tradición, ni con Portales, ni con la democracia. No es meramente el hecho: militares en el gobierno; es un nuevo sistema y una nueva ideología”, la que ponía por sobre el resto de los valores de una determinada comunidad la idea de nación y su defensa en un contexto local y global determinado por el antagonismo entre amigos y enemigos, representados estos últimos por el marxismo y su presencia mundial y contingente. Así, la DSN se planteaba como una interpretación geopolítica de la realidad, y NPC recordaba que el mismo Pinochet había ejercido la docencia en ese ámbito y ya había publicado un libro al respecto, y que en la aplicación de sus principios, la Dictadura transformaba a Chile en “un Monstruo-Nación que va comiéndose a sus propios hijos”. En términos bíblicos, la publicación clandestina recordaba al libro de Daniel y su descripción de la estatua áurea de Nabucodonosor y la obligación de los pueblos de postrarse frente a ella117.

A ese programa de exaltación nacional y constitución de la “gran nación” —atenazada de acuerdo con NPC a la vez por las multinacionales promotoras de la expansión desregulada del mercado internacional y las autoridades militares que operaban como sus gestores locales— la publicación cristiana oponía la continuidad de una “nación modesta”, indicando que:

Deberían entender los que han usurpado el poder en este país que la gran mayoría de sus habitantes no aspira a ser una gran nación sino más bien —y con toda el alma—, una nación modesta, pero de hombres verdaderamente libres cuyas ideas no les vienen impuestas desde arriba ni son perseguidas por la amenaza de la metralleta o de la cesantía, sino que se elaboran en la libre discusión, educación y expresión. Una nación modesta pero respetada en el mundo y solidaria con los demás pueblos. Una nación modesta, pero dueña de las riquezas de su suelo y de la que producen sus hijos. Una nación modesta en la cual todos sus ciudadanos se saben con las mismas posibilidades independientemente del uniforme que visten o cuenta bancaria que tienen. Una nación modesta a la que no se ama a través de las estrofas de una canción nacional, el saludo de una bandera o la celebración incesante de sus efemérides militares sino, más bien, a causa de una historia que no consiste solo en victorias bélicas, sino que, sobre todo, en la gesta cotidiana, democrática y pacífica de su gente trabajadora118.

Ilustrando la distancia que existía entre esta noción de “nación modesta” y la realidad que construían las dictaduras militares en América Latina, un número posterior de NPC se adentraba en las razones que motivarían el éxito de la DSN, entre los que se contaba de forma destacada el papel que esta asignaba a las Fuerzas Armadas, hasta ese entonces un segmento social postergado por las elites políticas civiles. Para dar cuenta de este factor de exaltación militar que la DSN suponía, NPC la definía precisamente como ideología, que coloquialmente entendía como una “chiva” —una mentira—, pero que “en parte lo es, en parte tiene visos de verdad. Y por lo mismo creemos que no faltan militares que creen que la chiva es ‘pura verdad’. Por eso preferimos llamarla ‘ideología’”. En esa construcción, la base estaba constituida por la idea de “enemigo”, interno o externo, encarnado en el marxismo, que permitía con su existencia la necesidad de las Fuerzas Armadas, que así justificadas, subordinaban al resto de los agentes políticos a sus intereses y proyectos. En los términos de NPC, “esta seguridad nacional debe defenderse no solamente contra el enemigo exterior, —no tan fácil de encontrar en Latinoamérica—, sino contra el enemigo interior. Y… ¡aquí lo tenemos!: el comunismo marxista leninista. Hemos encontrado un enemigo… luego es necesaria una estrategia para vencerlo… luego ¡son importantes las Fuerzas Armadas! Eventualmente serán las únicas que podrán enfrentar al enemigo”. De esa forma, “el marxismo ha salvado a las fuerzas militares latinoamericanas. Donde no existiere como poder… habría que inventarlo”119.

 

La difusión de este tipo de conceptualización en torno a la centralidad de la DSN en la organización de la sociedad chilena tras el inicio de la dictadura bien quedaba reflejado en el hecho —informado por NPC— de que, en día 8 de julio de 1976, un conjunto de 250 sacerdotes se reuniese con el cardenal Raúl Silva Henríquez, con el objetivo de “reflexionar sobre la situación general y las actitudes que la Iglesia debe tomar frente a ella”. El resultado de dicha reunión fue traducido en un informe que, entre sus puntos centrales, alertaba sobre la profundización de la miseria y precarización de los sectores más desposeídos; sobre la prevalencia de la inseguridad y la violación de los DD.HH. y la imposición de una ideología nacionalista, encarnada en la DSN, acompañada de un esquema de economía capitalista radical. En lo que aquí interesa, la DSN se desplegaba sin obstáculos tanto por la constitución de las mismas FF.AA. en una “casta” dueña de privilegios y poder de fuego que las distanciaban del conjunto de la sociedad, como por el control total que el régimen ejercía sobre los medios de comunicación. En vistas a la gravedad del hecho, los sacerdotes reunidos junto al cardenal urgían que “el Episcopado, estudie, analice y tome una posición clara ante la ‘Ideología de la Seguridad Nacional’”120.

De alguna forma, esta tarea ya había iniciado en septiembre de 1975, fecha en que la Conferencia Episcopal publicaba el documento de trabajo “Evangelio y Paz”, que al momento de definir los tres principales obstáculos para la paz en Chile hacía mención al nacionalismo que —junto al marxismo y al capitalismo individualista— en su versión “estrecha”, convertía a la nación “en un ídolo al que se ha de sacrificar a los mismos hombres que la componen, siendo que, por el contrario, el fin de la patria es el bien de quienes la constituyen, de todos ellos”. Así, no podía el patriotismo ser patrimonio de un sector determinado de la sociedad, ni de las FF.AA., ni menos aún asociarse “con la adhesión irrestricta a un determinado régimen de gobierno, incluso a un determinado gobierno”. Entendiendo al “verdadero patriotismo” como contrario al nacionalismo estrecho —que en este sentido es posible de relacionar por aquel promovido por la DSN— los obispos de Chile identificaban a la “igualdad ante la ley” como uno de los componentes vitales del amor a la patria, y esa situación en el contexto de inicios de la dictadura parecía no verificarse, en tanto “no pueden existir en un país lugares misteriosos, de los que nada se sabe a ciencia cierta, y que solo alimentan rumores, sospechas y angustias que dañan la confianza de los ciudadanos en la igualdad de todos ante la ley”. Por lo mismo, “la familia tiene derecho a saber dónde está su deudo, culpable o inocente. Todos tienen derecho a exigir que las leyes, especialmente las represivas, se cumplan estrictamente, sin que los encargados de aplicarlas se excedan impunemente al hacerlo”.

De esa forma, lo que la Conferencia Episcopal hacía era, en primer lugar, dedicar un largo documento a la situación política del país —advirtiendo desde un inicio que no era este un cometario político, en tanto “no damos soluciones técnicas. No somos economistas, ni sociólogos, ni políticos”, sino que intervenían como “profetas de un mensaje que viene de Dios y que es capaz de inspirar a los políticos, a los sociólogos y los economistas”—, y con ello reforzar tanto la tradición de agencia y opinión política que antes se ha reseñado, como consolidar en lo contingente su papel de interlocutor político con la Dictadura, en un contexto de represión agudizada y transformación económica acelerada. Así, para “Evangelio y Paz”, este segundo factor era clave en la instrumentalización de las FF.AA. —que a su juicio contenían una tradición de distanciamiento con “partidismos políticos”—, en tanto “hay, sin embargo, quienes parecen creer que puedan utilizar a las FF.AA. en defensa de sus intereses de grupos, a veces egoístas y mezquinos, otras veces rechazados por la gran mayoría del país”. En contraposición a ello, los obispos volvían a la demanda de normalización de la participación política en el país, en tanto una expresión del verdadero patriotismo era el involucramiento en la cosa pública, más aún en una sociedad como la chilena, en donde el común de sus habitantes querían, “sin duda, ser bien gobernado”, por un “gobierno fuerte y respetado”, pero capaz de dar al pueblo el espacio de “ser oído, tomar parte de la discusión y en las decisiones que afectan a la comunidad nacional”. Más allá de ello, se requería para la Conferencia Episcopal “que cada ciudadano pueda opinar y actuar, en lo que le corresponde, con plena responsabilidad y sin temor. Y que los diversos organismos que puedan representar intereses contrapuestos tengan las mismas garantías ante el organismo superior”121. Así, se reivindicaba a la democracia, se apelaba a los derechos fundamentales de las personas y se valoraba el papel del gobierno y las FF.AA. en el cultivo y proyección de un sano patriotismo que se apartaba del chauvinismo, el nacionalismo estrecho y potencialmente —en tanto el concepto no aparece de forma explícita— de las fuentes de la DSN.

Las reacciones a este tipo de proposiciones al interior del campo católico son relevantes de seguir, en tanto permiten advertir la potencial vinculación entre la crítica al nacionalismo exacerbado y la lógica de la DSN —como núcleo ideológico de la Dictadura— que los agentes católicos interpretaban en el contexto inicial del régimen. Así, por ejemplo, en marzo de 1976 el obispo auxiliar de Santiago Jorge Hourton replicaba públicamente a las críticas que Jaime Guzmán había realizado en contra del cardenal Silva Henríquez, en tanto este había asociado en una homilía del 29 de febrero de ese año al nacionalismo con el racismo y el odio de clase, como parte de los “odios colectivos” que alejaban al mundo de la paz. Guzmán, en carta a El Mercurio del 3 de marzo había reivindicado al nacionalismo como “la aplicación del patriotismo y del realismo al campo de la acción pública” y dejaba ver que la crítica al concepto encubría, en la práctica, una crítica al gobierno. Ante tales acusaciones, Hourton consideraba deplorable que Guzmán interpretase la intervención del cardenal “en términos de oposición o ataque al actual gobierno”, y no solo por la impertinencia que ello suponía frente al papel reconocido de la Iglesia como agente de paz y unidad, sino porque “todo gobierno tiene el derecho y deber de advertir a la opinión pública acerca de cuáles son los principios ideológicos en que se inspira; respetando la libertad de cada ciudadano para adherir o no a ellos”. Es decir, Hourton lo que hacía era reconocer la identidad nacionalista de la Dictadura, y ante ella, el papel de crítica que a la Iglesia le cabía, en tanto esta “está obligada a profesar claramente la verdad evangélica y la ley natural, con todas sus necesarias aplicaciones en la moral, social e internacional. Es su forma, la más leal e insustituible, de colaborar en el surgimiento de una nueva cultura, basada en el cimiento propio a todo humanismo cristiano: ‘Todo hombre es mi hermano’”122.