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El mejor periodismo chileno 2019

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PREMIO CATEGORÍA OPINIÓN

INSTITUTANOS


Alejandro Zambra

21 de junio

La Tercera

El escritor Alejandro Zambra entró el 21 de junio 2019 de lleno a la polémica que por esos días cruzaba al Instituto Nacional, establecimiento al que conocía muy bien, porque allí había cursado sus estudios, sabía de sus patios, olores, relación con los profesores y de sus miserias y grandezas.

En su escrito, junto con destruir prejuicios y también logros, se atreve a decir que “si la educación en Chile llegara a ser —no voy a poner comillas— gratuita y de calidad, colegios como el Instituto Nacional no deberían existir”. Pero aceptaba que le cambió la vida, a él y muchos como él, que no serían lo que son si no hubieran pasado por sus aulas. “Era el colegio ideal para quienes queríamos hacernos los huérfanos: olvidar a nuestros padres y confiar en esa rara ilusión de autonomía que nos ofrecía el Instituto Nacional”.

Relata, con una simpleza única, como era la vida y su composición social antes de hoy. “A fines de los ochenta el Instituto Nacional ya no era un colegio tan diverso socialmente: llegábamos ahí sobre todo niños de Maipú, de Renca, de San Miguel, de La Florida, de Puente Alto, y había algunos cuicos infiltrados, que en realidad eran hijos de exalumnos, probablemente de exalumnos que habían logrado infiltrarse en el cuiquerío. El colegio contaba una historia que no tenía nada que ver con nosotros, porque la nuestra no era la clase media de Ricardo Lagos”.

Para el jurado, esta columna de Alejandro Zambra, publicada en La Tercera, es un texto refrescante, que construye una nueva mirada sobre los argumentos que se utilizan respecto al Instituto Nacional, que además no entrega respuestas absolutas ni cerradas a un debate que está abierto y que, desde principio a fin, mantiene una sólida coherencia interna. Razones suficientes y valederas para otorgarle el primer lugar en su categoría.

“No creo que los colegios deban ser como el Instituto Nacional, pero tampoco creo que los países deban ser como Chile. No vivo en Chile, pero si viviera en Chile no pondría a mi hijo en el Instituto Nacional. No creo en ese tipo de educación”.

Si la educación en Chile llegara a ser —no voy a poner comillas— gratuita y de calidad, colegios como el Instituto Nacional no deberían existir. Eso lo sabían, por supuesto, los dirigentes del Instituto en el 2011, y esa especie de consciencia autodestructiva era hermosa porque era solidaria. Pero la educación pública chilena está lejos de esa meta, ni siquiera a medio camino; es todo demasiado frágil, porque de repente vuelve Piñera y arranca varias páginas del libro que unos cuantos diputados osados y valientes llevaban años escribiendo.

No creo que los colegios tengan que cambiarle la vida a nadie, pero el Instituto Nacional nos cambió la vida, o nos proporcionó una vida que no teníamos. No seríamos lo que somos si no hubiéramos estudiado en el Instituto Nacional. Y nos costó años entender y admitir lo que esa frase encubría: que quizás, si no hubiéramos estudiado allí, seríamos mejores.

Era el colegio ideal para quienes queríamos hacernos los huérfanos: olvidar a nuestros padres y confiar en esa rara ilusión de autonomía que nos ofrecía el Instituto Nacional. Los primeros años habían sido duros, marciales, violentos: ningún profesor nos pegó, pero con algunos aprendimos que las palabras podían herir y dejar huellas. Había también unos pocos profesores geniales, valientes, sabios, divertidos, y quizás queríamos parecernos a ellos, pero no tanto, porque no queríamos ser profesores, queríamos llegar más lejos que ellos. Admirábamos a algunos profesores, pero nosotros queríamos ganar plata.

Luego, a la altura de primero medio, cuando éramos los mayores de la jornada de la tarde, habíamos dejado de ser mateos y de repetir las opiniones y los prejuicios de nuestros padres, porque teníamos o creíamos tener opiniones propias. Habíamos aprendido, en el camino y a la fuerza, a discutir las reglas, a socavar la autoridad de los malos profesores, que ya no nos humillaban y que incluso nos temían, pero no porque fuéramos a lanzarles una molotov sino porque intentábamos dejarlos en ridículo y que se fueran para siempre del colegio. Y a veces lo conseguíamos.

Hablar pestes del colegio (“escupo al Instituto”, cantábamos en la parte del himno que dice “pues cupo al Instituto”), era nuestra forma de alabarlo, de confirmar la consistencia de su proyecto. Esos profesores malos y esos pocos profesores buenos nos habían enseñado a hablar. Entonces no sabíamos que luego tendríamos que aprender a hablar de nuevo. Nos gustaba “El baile de los que sobran”, siempre nos gustó esa canción, la escuchamos y guitarreamos un millón de veces, pero tardamos varios años en apropiarnos de la letra y en largarnos a llorar después de cantarla. Nos creímos los cuentos sobre el futuro y cuando descubrimos la farsa tuvimos que inventar otros cuentos un poco más reales, un poco menos cobardes.

Mi plural es falso, como todos los plurales. Había compañeros que pedían permiso hasta para toser y otros que, de la noche a la mañana, se sumieron en un silencio impenetrable y que pensaban que los que hablábamos en clases y dábamos forma y realidad a la retórica institutana, éramos unos imbéciles obsecuentes, funcionales al sistema. Y sabíamos que quizás tenían razón. Las pocas veces que soltaban alguna frase, los escuchábamos temblando y su desprecio nos hería, pero ni tanto, porque teníamos cuero de chancho.

Confiábamos, finalmente, en una ilusión de democracia, pero no la del país, sino la nuestra. Y nuestro lenguaje radical, nuestra facilidad de palabra, nos permitía ser menos radicales. Éramos puntudos y soberbios, claro. Parlamentábamos sobre asuntos tan importantes como postergar una prueba. Y si no lo conseguíamos, copiábamos con los sistemas más sofisticados del mundo, que igual demostraban nuestra creatividad, nuestra inteligencia.

Ahí ya no había divisiones. Ahí estábamos todos en la misma, copiando. Nos daba igual, porque a esas alturas ya habíamos elegido algo que realmente nos importaba y queríamos dominar. Una sola cosa, no éramos para nada renacentistas: las matemáticas, el fútbol, el ajedrez, la música, la literatura, el resentimiento, lo que fuera, pero una sola cosa, no había tiempo para más.

Mi plural es falso, pero ni tanto. A fines de los ochenta el Instituto Nacional ya no era un colegio tan diverso socialmente: llegábamos ahí sobre todo niños de Maipú, de Renca, de San Miguel, de La Florida, de Puente Alto, y había algunos cuicos infiltrados, que en realidad eran hijos de exalumnos, probablemente de exalumnos que habían logrado infiltrarse en el cuiquerío. El colegio contaba una historia que no tenía nada que ver con nosotros, porque la nuestra no era la clase media de Ricardo Lagos. Buena parte de nuestros padres no eran profesionales y soñaban con que nosotros lo fuéramos. Y se quedaban tranquilos, nuestros padres, lo que es otro modo de decir que nos dejaban solos: nos veían rellenando facsímiles desde séptimo básico y eso les daba confianza, porque estudiábamos desde cachorros para la famosa prueba de mierda que odiábamos, pero igual queríamos que nos fuera bien, igual queríamos ser puntajes nacionales.

En fin. Escribo esto porque vivo lejos y quizás estoy mal informado, porque en los poquititos medios de comunicación que quedan en Chile solamente leo que los estudiantes del Instituto Nacional son una manga de desadaptados violentistas, y porque veo en YouTube a los pacos metidos en el colegio deteniendo a un niño que se puso la capucha (del colegio) tal vez porque tenía frío y a otro que cometió el delito de ir al baño tal vez porque quería mear.

Imagino a una comunidad dividida y desencantada, que ya no cree en el discurso del colegio. Imagino a esos niños discutiendo a gritos, desesperados y también medio acostumbrados al clima de sospecha, con los teléfonos listos para hacer fotos y videos. Supongo que sus discusiones suenan demasiado adultas, y que también discuten con sus padres, ahora obligados a tomar posiciones, quizás arrepentidos de abandonarlos diariamente en ese país en miniatura donde parece que, como decía Nicanor Parra, la única ley que se respeta es la ley de la selva. Las autoridades dicen que la solución es pedirles a los estudiantes que se conviertan en soplones, en sapos. Dicen que hay que detectar —les encanta esta metáfora— la manzana podrida y empezar de nuevo. “Los estudiantes van a la universidad a estudiar, no a pensar”, decía Pinochet, y lo que proponen las autoridades no está tan lejos de esa estúpida consigna.

Si la educación en Chile llegara a ser —no voy a poner comillas— gratuita y de calidad, colegios como el Instituto Nacional no deberían existir. Eso lo sabían, por supuesto, los dirigentes del Instituto en el 2011, y esa especie de consciencia autodestructiva era hermosa porque era solidaria. Pero la educación pública chilena está lejos de esa meta, ni siquiera a medio camino; es todo demasiado frágil, porque de repente vuelve Piñera y arranca varias páginas del libro que unos cuantos diputados osados y valientes llevaban años escribiendo.

Lo primero que hizo la derecha al retomar el poder fue lanzar una contundente molotov llamada Aula segura, y por supuesto hubo quienes le hicieron el juego y replicaron al tiro con sus bombas caseras. Cada nueva molotov solo contribuye a afianzar la idea, ya instalada en la opinión pública, de que el Instituto Nacional debe poco menos que desaparecer. Si mañana anunciaran el cierre definitivo del colegio, la mayoría aplaudiría la medida de pie y el tema es tan complejo y resbaloso que hasta los políticos más sensatos tardarían unas cuantas horas en ponerse de acuerdo con sus asesores sobre lo que deben decir.

 

No creo que los colegios deban ser como el Instituto Nacional, pero tampoco creo que los países deban ser como Chile. No vivo en Chile, pero si viviera en Chile no pondría a mi hijo en el Instituto Nacional. No creo en ese tipo de educación. Pero ellos tampoco: los nuevos, los de ahora, los miles de niños a quienes estigmatizan y tratan como delincuentes, han dicho en todos los tonos —el miércoles pasado, sin ir más lejos, en una intervención contundente en el Congreso—, que están cansados de un sistema solamente orientado al rendimiento y a la PSU, un sistema que genera frustración, perpetúa las injusticias e inculca el miedo; quieren otro colegio, un colegio por supuesto mixto y verdaderamente autocrítico, que combata de frente el individualismo y el exitismo y el machismo y todas las formas de estupidez. Y tienen derecho a pedirlo y nosotros la obligación de escucharlos. A todos: a los que hablan con un montón de frases subordinadas y un envidiable vocabulario y también a los que permanecen en silencio, pero que hablarían si fuéramos capaces de transmitirles la mínima esperanza de que realmente vamos a escucharlos.

PREMIO PERIODISMO DE EXCELENCIA UNIVERSITARIO

LA DINASTÍA DE LOS SACERDOTES ACUSADOS DE ABUSOS SEXUALES EN EL HOGAR SAN RICARDO


Joaquín Abud, Rocío Ñancupil y Nadia Volensky

Universidad Diego Portales

Una noticia que surge en Argentina, por las acusaciones contra un religioso que estuvo antes en Chile en un hogar de menores con diversas discapacidades, motiva a un grupo de estudiantes de la UDP a investigarlo y desarrollar su proyecto de título. Así nace “La dinastía de los sacerdotes acusados de abusos sexuales en el Hogar San Ricardo”, reportaje de investigación que logra reunir testimonios inéditos, mostrar la cruel realidad en la que vivían los niños y que fue premiado en su categoría. El trabajo realizado con acuciosidad y bien relatado, posteriormente fue publicado en Ciper. “Exempleadas y benefactoras del hogar entrevistadas para este reportaje recuerdan comportamientos extraños de los religiosos, los que dieron pie a acusaciones de acoso y abusos sexuales contra tres de ellos: Nelson Jerez, Rolando Contreras y Jorge Domínguez”, denuncia la investigación.

La mañana del pasado 14 de agosto, Rubén Kapobel interpuso una denuncia en el Juzgado N° 63 de la Fiscalía N° 1 de Buenos Aires contra el sacerdote chileno Nelson Mauricio Jerez Silva. Esto, porque su hijo Tiago, de 18 años, acusó al religioso de haberlo abusado sexualmente durante una actividad extracurricular de su colegio, el San José de Liniers.

Según la versión de Tiago, los hechos ocurrieron en la noche del 13 de julio, cuando el grupo de misioneros de la escuela, perteneciente a la institución católica Obra Don Guanella, se reunió para hacer 500 empanadas con el fin de reunir fondos para las misiones de invierno que se realizarían en Tandil. Cerca de la medianoche, Jerez bajó en estado de ebriedad a la cocina donde se encontraban los estudiantes y le toqueteó el trasero al joven en dos ocasiones.

Las autoridades laicas del colegio San José informaron que separarían a Jerez de la institución por tres meses, hasta que el tema fuese aclarado.

A la fecha, Nelson Jerez Silva llevaba casi seis años sirviendo a la Obra Don Guanella en Argentina. Antes de eso, se desempeñó por 20 años como director del Hogar San Ricardo de Batuco, en Chile, institución donde residen niños y adultos con capacidades diferentes (del tipo discapacidad motora, discapacidad intelectual, daño neurológico, movilidad reducida y problemas para comunicarse). Dejó ese cargo en 2013.

El Hogar San Ricardo pertenece a la Obra Don Guanella, la cual está bajo el alero de la Congregación de Los Siervos de la Caridad,

y se encuentra ubicado a la altura del kilómetro 25 de la Panamericana Norte, que lo divide en dos. Mientras en un lado viven adultos, al otro se encuentran jóvenes y niños. Son 140 menores y adultos de entre 6 y 60 años los que residen en los cuatro sectores de San Ricardo y que se distribuyen según sus capacidades físicas e intelectuales.

Con 28 años, Nelson Jerez llegó a dirigir el hogar en 1994. Antes de él, el religioso Rolando Contreras y el sacerdote Hernán Latín ya residían allí, trabajando en distintas funciones administrativas y religiosas, además del cuidado de los niños.

La grabación de V. A.

Exempleadas y benefactoras del hogar entrevistadas para este reportaje recuerdan comportamientos extraños de los religiosos, los que dieron pie a acusaciones de acoso y abusos sexuales contra tres de ellos: Nelson Jerez, Rolando Contreras y Jorge Domínguez.

Una de ellas es Amelia Rivera (58 años), quien llegó a trabajar al hogar como nochera en 2007. Recuerda que de inmediato le llamó la atención que Jerez bromeaba con las funcionarias antiguas sobre los residentes: “Les decía ‘estos niños están buenos para hacerles la zamba canuta’”, asegura.

La mayoría de los internos tiene serias dificultades y limitaciones para comunicarse, por lo que sus guardadoras deben estar atentas a sus gestos para saber qué les sucede. Por eso, no hay relatos de abusos en primera persona, sino de testigos. Y Amelia Rivera es una de ellos.

Una noche, cuando comenzaba su turno y visitaba cada habitación para asegurarse que los niños y adultos estuviesen dormidos, la nochera pasó por la pieza de V. A. El joven, quien ya falleció, entonces no tenía más de 18 años, aunque mentalmente su edad era la de un niño, recuerda Amelia Rivera.

—V. A. era de mis regalones, así que siempre le pasaba mi celular para que jugara, mientras yo iba a hacer cosas por el resto del sector. A él le gustaba grabarse y escucharse, así que una noche cuando pasé a buscar mi teléfono escuché la grabación. Ahí se podía oír a Nelson (Jerez) que le decía “ya, bájatelo”, y V. A. le contestaba: “Pero papi, me duele mucho” —cuenta con la voz quebrada Amelia.

De acuerdo al relato que hacen exfuncionarias, Jerez tenía sus “favoritos”, quienes lo apodaban “el papi”. No obstante, según Amelia Rivera, estos mismos niños demostraban que le tenían miedo: “Bajaban la cabeza cuando Nelson pasaba. Muchos le decían ‘papi, no’”.

Además, los “favoritos” de Jerez eran más autovalentes que la mayoría de los internos y con menos problemas físicos. V. A., por ejemplo, era alto, rubio y de ojos claros, según recuerda otra funcionaria, quien lo describió como “buen mozo”.

Desde ahí, Amelia Rivera comenzó a mantenerse atenta durante sus turnos. Poco tiempo después, mientras se encontraba mudando a un niño en una habitación contigua, escuchó cómo se cerraba una puerta en otra de las habitaciones. Era el dormitorio de V. A., a quien encontró llorando. Le preguntó qué pasaba. Y recuerda que el “niño” solo le dijo “el papi vino”.

Algo parecido pasó con otro interno: G. V., quien se comunicaba a través de gesticulaciones. También era uno de los “regalones” de Amelia Rivera:

—Me mencionaba, como podía, “al papi”. Yo le preguntaba qué había hecho la noche anterior y G. V. me hacía gestos con su ropa, como que se la sacaba, después me hacía gestos de sexo oral y con sus dedos hacía como que metía uno dentro de un hoyo.

Tras esto, la nochera le preguntó a una de sus compañeras por qué G. V. hacía este tipo de gestos. La respuesta fue que muchas veces los niños antiguos abusaban de los menores.

—Eso yo no me lo creí, porque yo misma veía como las cuidadoras de día dejaban a los niños acostados, contenidos y amarrados. ¿Cómo se iban a desamarrar?

En este tipo de hogares es habitual que los internos pasen la noche bajo “contención”, con el fin de evitar accidentes y agresiones entre ellos.

Amelia Rivera relata que más de una vez vio a Nelson Jerez entrar y salir, durante la madrugada, de las casas donde duermen los internos. En una ocasión, el sacerdote entró a la casa en que ella estaba de turno a las 03:30 y se retiró de inmediato al encontrarla despierta. “Y usted por qué viene”, recuerda que le preguntó. Él se asustó y se puso nervioso: “A ver, no más”, respondió y salió sin más explicaciones.

Una de las situaciones que más la impresionó, fue cuando visitó a uno de los niños que dormía contenido y a quien siempre iba a ver. Esta vez, el menor se encontraba a los pies de la cama y con los pantalones abajo. Lo comenzó a vestir y notó que su pañal estaba con semen.

—Pensé que se había masturbado, pero también tenía semen en su ano. ¿Cómo lo iba a desamarrar otro niño que también estaba amarrado? ¿Un niño amarrado había desamarrado y desvestido a otro? —reflexiona.

Algo parecido recuerda Beatriz Gómez, quien trabajó en la enfermería del hogar entre 1998 y 2000. Asegura que V. A. le decía “no quiero salir con el Nelson porque me hace cosas”. Y a pesar de que nunca le explicó específicamente qué pasaba con el sacerdote, debido a su dificultad para expresarse, le hacía gestos con su mano y boca en referencia a sexo oral.

Además, cuenta que Jerez acostumbraba a sacar a pasear a sus “regalones”, que usualmente eran los “cabros más lindos y autovalentes”, según relata la asistente de enfermería.

Asimismo, una exfuncionaria que trabajó como cuidadora en el hogar entre 1991 y 2006 —y que pidió la reserva de su identidad—, recuerda que Nelson Jerez tenía comportamientos sexualizados con los internos que a ella la causaban espanto.

—El cura llamaba a los niños de la casa Marcelina, en el sector Sagrados Corazones, los sentaba en sus piernas y se “sobajeaba” con ellos. Nos dimos cuenta de que había algo extraño, que no era broma y que sí era de manera sexual.

Las demás tías simplemente decían “es que el cura anda demasiado caliente” —cuenta.

Un “hermano” abusador

Dos cuidadoras del hogar recuerdan que el religioso Rolando Contreras, conocido como “hermano Rolando”, también sacaba a pasear a internos y estos después daban señales de haber sido abusados. Una de ellas asegura que en 2014 G. V. le hizo gestos de connotación sexual muy explícitos que indicaban que Rolando Contreras había abusado de él.

Otra cuidadora relató que los internos más grandes y autovalentes que residían en el sector La Granja, daban a entender muy claramente que Rolando les hacía “cosas”. Tras uno de los paseos, uno de los niños, incapaz de hablar, se comunicó con ella gesticulando con sus manos: “Hacía gestos de sexo oral y de penetración y se pasaba las manos por todo el cuerpo”.

Asimismo, confiesa que las tías les preguntaban a los niños quién les había hecho algo, a lo que la mayoría respondía “el barbón”, haciendo referencia a la frondosa barba que usaba Rolando Contreras a comienzos de los años 2000.

Quien sí logró ver a Rolando Contreras abusando de un menor es Sergio Pineda, profesor de teatro de los internos de Batuco durante 1996.

—No me acuerdo muy bien si fue en un baño o en una sala, pero recuerdo que vi al hermano Rolando toqueteando a uno de los niños. Su actitud no era para nada normal, menos viniendo de alguien que tiene que estar a cargo de los chicos.

De igual manera la prima de Pineda y exprofesora de la escuela del hogar, Jacqueline Silva, comenta que le sorprendía la actitud tan “sexualizada” de los niños de San Ricardo, por lo que decidió comentarle la situación a Nelson Jerez, quien ya era director del recinto. Sin embargo, la respuesta que obtuvo del religioso, según ella recuerda, fue que aquellos comportamientos correspondían a “los gustitos de la vida”.

Relaciones externas

El Hogar San Ricardo, desde hace años, recibe una gran cantidad de donaciones por parte de benefactores voluntarios, colegios y empresas. Una exbenefactora del hogar, quien prefirió mantener su nombre en reserva, ayudó económicamente al recinto por más de dos décadas y hoy relata su experiencia con Nelson Jerez, de quien fue muy cercana.

La mujer presenció la llegada de Jerez como director y, tras integrarse al coro de la Iglesia, junto a su marido de entonces, se involucró mucho más con el hogar. A través de invitaciones a reuniones familiares, comenzó a generar un vínculo con el sacerdote. Se hicieron tan amigos, cuenta, que el religioso empezó a ser invitado a sus vacaciones familiares.

La casa de veraneo se encontraba en Puerto Varas y el sacerdote fue convidado durante cuatro años seguidos, en los cuales siempre compartió pieza con el hijo de la exbenefactora y los amigos de este, quienes tenían entre 18 y 24 años.

 

Fue en las últimas vacaciones que pasaron con Jerez, cuando ella comenzó a notar actitudes inapropiadas por parte del religioso.

—Pasó todos los días ebrio de la mañana a la noche, hablando tonteras delante de todos los presentes, incluidos jóvenes y niños —asegura.

Pero fue una situación en específico lo que hizo que la mujer quisiera alejar completamente a Nelson Jerez de su familia.

Durante un almuerzo, el cura comenzó a acariciar indebidamente a uno de los amigos de su hijo. Empezó a hacerle cariño en el pelo, la cabeza y el cuello. En ese momento, el joven lo alejó bruscamente y le gritó, espantado: “¡Suéltame, qué asco!”.

—Ahí me di cuenta de que no quería estar más cerca él. Hablé con mi hijo y me confesó que el cura siempre lo llamaba a las 2:00 de la madrugada para saber dónde estaba carreteando con sus amigos e iba para allá, con ellos —recuerda.

Entonces, decidió relatarle esta situación a otra benefactora, Marcia Page, quien además trabajó como terapeuta ocupacional en San Ricardo entre 1998 y 2001, para luego regresar entre 2006 y 2009. Durante el último periodo, Page asegura haber visto las mismas irregularidades que relatan las cuidadoras.

—Algunos niños se arrancaban durante la noche y cuando volvían tenían heridas en partes íntimas. La explicación de las enfermeras era que los niños abusaban entre ellos, pero ni eso se denunció. Yo lo creí, pero ahora lo dudo porque los niños eran amarrados durante las noches, ¿cómo se iban a escapar? —se cuestiona.

Es por esto que, junto a lo que algunas funcionarias le seguían comentando a la terapeuta ocupacional, en 2012 Marcia Page y la exbenefactora decidieron tomar toda la información que tenían hasta el momento y llevarla a TVN, específicamente al programa “Informe especial”.

La investigación estuvo a cargo del periodista Miguel Soffia, quien en ese entonces trabajaba en el canal público. Para esto, además de entrevistar a las exbenefactoras, habló con una cuidadora que pidió reserva de su nombre y que aún trabaja en el hogar.

Poco después del inicio de la investigación periodística, Page recibió una llamada de Nelson Jerez quien le pidió una reunión con suma urgencia. Ella accedió. La cita fue en el hogar.

— Ahí me dijeron que había ido a la TV “a decir mentiras” y todos defendieron a Nelson. Yo le pregunté si acaso era falso lo que yo decía, pero él se quedó callado —recuerda sobre la cita en la que también estaba Rolando Contreras, Hernán Latín y la relacionadora pública de ese entonces, Eliana Burgos.

Una semana después, Soffia contactó a Page y le dijo que la investigación ya no podía continuar. De acuerdo al periodista, se debió a que las autoridades del hogar se habían enterado, por lo que el conseguir pruebas audiovisuales se hacía mucho más difícil. Contactado para este reportaje, Miguel Soffia entregó la misma explicación.

Aunque los hechos no se hicieron públicos, al año siguiente Jerez Silva tuvo que dejar su cargo. Fue trasladado al Instituto San José en Liniers, Buenos Aires, donde siguió trabajando con menores.

En su reemplazo, asumió como director del hogar el sacerdote argentino Jorge Domínguez.

Entra un nuevo director

La llegada de Jorge Domínguez a finales de 2013 trajo cambios. La primera condición fue que, para dirigir el Hogar San Ricardo, necesitaba dormir separado de los otros religiosos y empleados, por lo que se auto asignó una cabaña ubicada en el sector Manterolla, donde residen jóvenes de entre 17 y 30 años.

El religioso ya era conocido en Argentina por realizar “misas de sanación”, de las que surgió un grupo de seguidores llamado Comunidad Orante Betania. En el blog de esta comunidad Domínguez se presenta como “director espiritual” y ahí existen cuatro testimonios que declaran haberse sanado de enfermedades como leucemia y cáncer de próstata, gracias al sacerdote.

De acuerdo a los funcionarios, por los pasillos era normal escuchar gritos del religioso a trabajadores. Un exadministrador de San Ricardo, que laboraba codo a codo con Domínguez, cuenta cómo el religioso se burlaba constantemente del personal, los trataba de “poca cosa” y se refería a ellos como “chilenitos de mierda”.

Pero no fue hasta un año después de su llegada, que Domínguez sería acusado de abuso sexual y extorsión por parte de un extrabajador del hogar.

A mediados de 2014, Luis Hurtado, en ese entonces de 24 años, entró como chofer al Hogar San Ricardo. Su madre, cocinera del lugar, le consiguió el empleo.

Hurtado no guarda buenos recuerdos de su paso por el hogar: transcurridos cinco meses de su entrada, acusó que Jorge Domínguez había abusado sexualmente de él. Lo hizo ante la relacionadora pública del hogar, Eliana Burgos, quien interpuso una denuncia ante el Tribunal Eclesiástico, pero no hubo denuncia ante la justicia penal.

Cuando obtuvo el puesto de chofer, de inmediato Hurtado se llevó muy bien con Domínguez: “Él era súper buena onda conmigo, me puso un apodo: el Luigi”. También recuerda que él era el único laico que comía en la mesa junto a los religiosos, por petición de Domínguez.

Según hace memoria, tras un mes trabajando, el sacerdote argentino lo llamó un sábado a las 19:30, fuera de su horario laboral. Le pidió que lo acompañara al supermercado y que después fueran juntos al pub Oveja Negra, frente a la plaza de Colina.

Transcurrieron dos horas en el bar donde Domínguez invitó trago tras trago al chofer. “Él no tomó nada”, asegura Luis. “Yo empecé a sentirme mareado, le dije que nos fuéramos y le pasé las llaves. Pero él me obligó a manejar de vuelta al hogar”.

Durante el camino de vuelta, Domínguez se comenzó a poner nervioso mientras le hablaba a Luis Hurtado. “Me dijo que desde que me conoció empezó a sentir algo especial. Se me declaró. Yo me reí del shock y le dije ‘pero ¿cómo?’. Él me puso la mano en la pierna y se me tiró para darme un beso”, finaliza Hurtado.

De acuerdo con la versión del chofer, el director del hogar decía estar enamorado de él y le pedía constantemente favores sexuales a través de mensajes de WhatsApp o cuando se encontraban a solas en la cabaña u oficina de Domínguez.

—Siempre que podía me tocaba el paquete, una vez estábamos en su cabaña y salió en toalla y la dejó caer, se sentó arriba mío y yo lo aparté —recuerda Hurtado.

El exchofer también asegura que el sacerdote le pasaba dinero a través de cheques que pertenecían a la Obra Don Guanella, aunque no tiene documentos que respalden esa afirmación. De acuerdo a Luis Hurtado, Domínguez, además de darle regalos, le compró un auto.

—Yo te lo pago —le dijo—. Y Luis aceptó.

Tras esto, el joven cotizó un vehículo rojo que vendía su vecino y lo pagó con un cheque por $ 600.000. Hurtado dice que tenía la firma de Jorge Domínguez, pero estaba a nombre de la Obra Don Guanella. “Todos los cheques que recibí de él eran de la obra”, admite Luis Hurtado.

Al igual que su antecesor, Nelson Jerez, Jorge Domínguez también manifestaba preferencias con algunos de los menores, según relatan las guardadoras del hogar. Uno de ellos era C. M. Luis Hurtado se estremece al recordar uno de los momentos que más lo marcó:

—Un día yo iba enojado a hablar con el cura. Le toqué la puerta de su cabaña y no me contestó. Entonces, yo abrí nomás. Me encontré al C. M. con los pantalones abajo y al cura desnudo arriba de él. El cura me gritó: “¡Haz como que no has visto nada!”. Yo quedé en shock, cerré la puerta y me di cuenta de que tenía que contar lo que había vivido con el cura. Una cosa es que me lo haga a mí, que soy grande, ¿pero a un niño?

Luis Hurtado nunca reveló el abuso que sufrió C. M. Esta es la primera vez que lo hace público.