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El hijo de Dios

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«Jesús aparece en el relato bíblico como el Hombre que es fiel al potencial humano, fiel al ideal original para el cual la humanidad fue creada, a imagen de Dios. Como tal, él es el Hijo de Dios que se esperaba que Adán fuese».
Capítulo quince
EL ÚLTIMO ADÁN

Vale, está bien, el libro de Daniel nos ha dejado perplejos, ¿no? ¡Vaya, qué visión más impresionante de la misión del Mesías! Ahora escuchemos al apóstol Pablo sobre el mismo tema, explorando las profundas ideas que expone en 1 Corintios 15.

Mientras Daniel presenta a Cristo como «el Hijo del Hombre» encargado de establecer un reino eterno, diferente a todos los que el mundo haya conocido, Pablo presenta a Jesús como «el último Adán» (CST), la representación final del Hombre, a través de quien todos los sistemas de poder de nuestro mundo serán derrocados.

Una perspectiva ambiciosa y fascinante como ninguna.

Primero, Pablo quiere que entendamos que el evangelio consiste en un acontecimiento histórico único —la vida, muerte, y resurrección de Cristo— que actúa como un microcosmos de la nueva humanidad. Este es también, según Pablo «el evangelio… por el cual… sois salvos» (1 Corintios 15: 1-2). Llamaremos a esta parte de la historia el evento de Cristo.

La razón única por la que Jesús, como acontecimiento histórico constituye en sí mismo el evangelio, es que por su vida, muerte, y resurrección no solo ofreció la redención a la humanidad, sino que la consiguió plenamente en sí mismo (Romanos 3: 24). Él vivió una vida perfecta de amor, murió por nuestros pecados, se levantó de entre los muertos, y ascendió al trono de Dios —todo como un ser humano. Y, según Pablo, Jesús no logró todo esto como cualquier ser humano, sino como «el último Adán» sustituyendo a este efecto al «primer hombre, Adán» (1 Corintios 15: 45, CST).

Jesús es el prototipo de una nueva raza humana.

Jesús es la humanidad 2.0, lanzada oficialmente y disponible para su descarga.

Jesús es el único ser humano en el que todos los seres humanos están ahora representados, y en el que todos los seres humanos están ahora invitados a adquirir una nueva identidad.

Para dejar claro este punto, ten en cuenta esta hipótesis: aunque todos los seres humanos rechazaran la salvación alcanzada en Cristo, la humanidad, desde ahora y ya para siempre, ocupa el trono del universo. Un espécimen de la raza humana ya está allí, victorioso en su puesto, a la derecha del Padre. Así que el evangelio es una buena noticia, no un mero buen consejo. El evangelio proclama la salvación como una realidad ya conseguida en Cristo, y no lo que debemos hacer para conseguir algún aspecto adicional que le falte a esa realidad.

Esto ya es bastante asombroso, ¿no? ¡Pues Pablo no ha hecho más que empezar!

A continuación Pablo profundiza en las implicaciones de la parte que corresponde a la resurrección en el evento de Cristo. Quiere que entendamos lo que la resurrección de Jesús significa para cada uno de nosotros como individuos y, más aún —y esto es un punto clave en Pablo—, lo que significa para todos nosotros colectivamente como realidad mundial.

Aparentemente, algunos individuos en Corinto estaban diciendo «no hay resurrección de los muertos» (vers. 12). Así que Pablo refuta esa negación y, de paso, expone algunas ideas sorprendentes. Comienza insistiendo en que la resurrección de Cristo es un hecho histórico, basado en la evidencia sólida de numerosos relatos de testigos oculares. El Cristo resucitado «apareció a más de quinientos hermanos a la vez», a «todos los apóstoles», y «por último… se me apareció también a mí» (vers. 5 a 8). Entonces Pablo explica las implicaciones que se imponen naturalmente si Cristo no ha resucitado de los muertos:

… porque si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra entonces predicación y vana es también vuestra fe… y si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana: aún estáis en vuestros pecados (1 Corintios 15: 13-14, 17).

La palabra «fe» aquí se refiere específicamente al «evangelio» —el Evento de Cristo— y su resultado en la redención de la humanidad. Pablo argumenta que si Cristo murió, pero no resucitó de entre los muertos, entonces seguimos todavía en nuestros pecados. En otras palabras, si Cristo no logró rehacer completamente la historia fallida de Adán, entonces el pecado es el punto final e irrevocable de nuestra historia. Seguir o “estar en nuestros pecados” en este contexto significa permanecer en la identidad caída del primer Adán, sin un segundo Adán que nos pueda devolver una nueva identidad. Pero Pablo insiste en que Cristo ha resucitado de entre los muertos, lo que significa que no tenemos por qué permanecer en nuestros pecados. De modo que el evangelio, además de ser un acontecimiento histórico de un tiempo pasado, también tiene implicaciones en el tiempo presente. La resurrección de Cristo señala una nueva realidad en la que podemos entrar y con la que podemos comprometernos, para dejar de permanecer en nuestros pecados.

Cuando nos alejamos del gran relato de las Escrituras, no vemos nada de esto. Cuando llegamos a las palabras salvación, fe y pecados, pensamos que Pablo está diciendo algo parecido a lo siguiente: Pecador, recita tus oraciones con el fin de ser salvo para que puedas ir al cielo cuando acabe esta vida. Tal vez eso esté también en el fondo de la mente de Pablo, pero si lo está, no nos lo dice. Lo que sí nos dice es que la vida, muerte y resurrección de Jesús equivalen a una victoria tan gigantesca en su alcance que han dado origen a una nueva humanidad. «Salvación» de nuestros «pecados» por la «fe» dentro de los parámetros de esta historia, significa identificarnos con Cristo como nuestro último Adán de tal manera que nuestras historias se convierten en una expresión de la historia de su muerte y resurrección.

Sí, según Pablo hay una vida celestial después de la terrenal «… porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles y nosotros seremos transformados, pues es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción, y que esto mortal se vista de inmortalidad» (vers. 52-53). Sí, cuando Jesús regrese, los muertos en Cristo resucitarán a la inmortalidad. Pero esa resurrección futura, insiste Pablo, se basa en la premisa de que Cristo ha resucitado de entre los muertos y, por lo tanto, ha alcanzado una victoria que engendra una nueva identidad adánica con la que vivir nuestras vidas en este mundo actual. Si él no ha resucitado, entonces nuestra «fe es vana» e «inútil», dice Pablo. Una fe que no está basada en ningún contenido histórico no tiene implicaciones prácticas para la forma en que vivimos. Sabemos que Cristo ha resucitado precisamente porque estamos experimentando los resultados positivos de su resurrección, rompiendo filas con nuestros pecados en esta vida presente.

Si Cristo no resucitó —sigue argumentando Pablo— «entonces también los que murieron en Cristo perecieron. Si solamente para esta vida esperamos en Cristo, somos de los más dignos de lástima de todos los hombres» (vers.18-19). La resurrección de Cristo es el evento sísmico de la historia que promete la resurrección de todos los que han muerto. Así que si su resurrección no sucedió realmente, entonces la muerte es nuestro estado final, y toda esta idea de que Jesús reescribe la historia humana es falsa. Sin embargo, Pablo está seguro de que la historia de Cristo es verdad y que las implicaciones son tremendas:

Pero ahora Cristo ha resucitado de los muertos; primicias de los que murieron es hecho, pues por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos. Así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno en su debido orden: Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo, en su venida (1 Corintios 15: 20-23).

Cristo ha resucitado de entre los muertos, insiste Pablo, y eso lo convierte en «las primicias» de todos los que «serán vivificados». La muerte vino al mundo a través de un hombre (el primer Adán), por lo que la muerte tuvo que ser descartada a través de otro hombre (el último Adán). Una vez más, vemos que la narrativa bíblica gira en torno a la idea de que Dios restaurará a la humanidad desde dentro, a través de un ser humano en el linaje adánico. Lo que vemos que sucede en Cristo no es Dios como Dios invirtiendo los efectos de la caída de Adán, sino Dios como hombre reescribiendo la historia humana. Esta es la lógica que impregna la narración bíblica. Imponer a esta historia curiosidades y preocupaciones con respecto a los antiguos orígenes ontológicos de Cristo solo sirve para desviar nuestra atención de la cuestión real que nos ocupa, es decir, que esta persona a quien llamamos Cristo no es otra que el Dios fiel al pacto prometido en el Antiguo Testamento, que ahora ha entrado en la historia humana convirtiéndose en el Hijo fiel de Dios que Adán tenía que haber sido.

Es dentro de este contexto narrativo que Jesús es llamado en otros lugares, «el Principio, el Primogénito de entre los Muertos» y «el Principio de la Creación de Dios» (Colosenses 1: 18; Apocalipsis 1: 5; 3: 14). Estos títulos no tienen nada que ver con la llegada de Jesús a la existencia como primer ser creado por Dios. Jesús es el último Adán y por lo tanto el nuevo punto de partida de la creación. Su resurrección como Hijo adánico de Dios señala el nuevo nacimiento de la creación. Una vez que tenemos en cuenta el relato del Antiguo Testamento, resulta obviamente claro que esto es precisamente lo que significan estos títulos atribuidos a Cristo. Con el gran relato bíblico ante nosotros, simplemente no hay justificación para insistir en que estos pasajes hablan de los antiguos comienzos del Cristo metafísico. Más trágico todavía, cuando fallamos en seguir esta historia a donde nos lleva, inevitablemente perdemos por completo el importante mensaje que Pablo resalta del evento de Cristo, al cual dirigimos ahora nuestra curiosa atención.

 

Al estar Pablo argumentando a partir de la narrativa del Antiguo Testamento, con una visión clara ante sí de un Mesías empeñado en la misión de rehacer la humanidad, continúa anunciando el inevitable y asombroso impacto que el evento de Cristo tendrá en nuestro mundo finalmente:

Luego el fin, cuando entregue el Reino al Dios y Padre, cuando haya suprimido todo dominio, toda autoridad y todo poder (1 Corintios 15: 24).

Esta es una de las declaraciones más revolucionarias que se hayan escrito. Aquí se nos dice que todo el sistema mundial que conocemos —ese psicoedificio global de las estructuras de poder humanas— llegará a su fin como resultado final del evento de Cristo. La vida, la muerte, y la resurrección de Cristo inauguraron un nuevo orden, radicalmente diferente del mundo. Si lo que Pablo ha escrito aquí no es verdad, el futuro de la humanidad es más sombrío de lo que imaginamos. Pero si es verdad, nos dirigimos al estado de existencia más glorioso imaginable.

El primer Adán y el último Adán presentan ante nosotros dos dinámicas relacionales diametralmente opuestas. La caída del primer Adán fue tanto una caída moral como de dominio del mundo. «Dios es amor» y «Dios creó a la humanidad a su propia imagen». Habiendo creado a los seres humanos a imagen de su amor, Dios les dio «el dominio sobre la tierra». Piensa en estas tres verdades evidentes que naturalmente se desprenden de este comienzo de la narración:

1 El yo humano individual puede ser definido como un agente libre capaz de actuar hacia otros y por lo tanto de generar un ciclo sin fin de nuevos resultados relacionales.

2 El amor puede ser definido como la integridad relacional con la que el yo individual actúa en bien de los demás antes que en bien propio, y el pecado puede ser definido como el abuso de poder en detrimento de otros.

3 Por consiguiente, todas las relaciones humanas entran en una dinámica de poder, y toda dinámica de poder tiene la potencialidad de abusar del poder o de emplearlo de modo responsable.

En el centro del pecado de Adán está un error fundamental de lo que es el poder, que llevó a un cambio fundamental en la dinámica del poder humano. Los seres humanos fueron creados bajo la autoridad de Dios y se les dio dominio sobre el mundo. Fueron creados bajo poder y se les dio poder sobre, pero de un tipo particular. La belleza del plan estaba en el imperativo del amor. El amor está centrado en el otro. Por lo tanto, el amor puede definirse como el poder ejercido en favor de la libertad y el bienestar de los demás. Esta es la realidad central del carácter de Dios y la premisa sobre la cual Dios actúa en todas sus relaciones. La caída de la humanidad constituyó una violación del amor como el único ejercicio viable y sostenible de cualquier agente moral libre. Al introducir el principio del pecado en el mundo, el primer Adán puso en marcha una larga y horrenda historia de seres humanos ejerciendo su poder para hacerse daño unos a otros.

Dinámicas de poder hombre-mujer, dinámicas de poder padre-hijo, dinámicas de poder interracial, dinámicas de poder corporativo, dinámicas de poder político, dinámicas de poder económico; en todos estos sistemas relacionales vemos reproducirse la imagen caída del primer Adán. El último Adán se embarca en la misión de desactivar todas las dinámicas de poder abusivo y restaurar la humanidad a la dinámica de poder basada en el amor.

Luego el fin, cuando entregue el Reino al Dios y Padre, cuando haya suprimido todo dominio, toda autoridad y todo poder (1 Corintios 15: 24).

Cuando leemos de nuevo estas palabras, si seguimos en sintonía con la narración bíblica, nuestras mentes se remontan a la visión lanzada por Daniel, y antes apuntada por Moisés, de un mundo gobernado por el amor del pacto de Dios y totalmente libre de todos los sistemas de dominación abusiva. Cristo es el último Adán, el Hijo de la Alianza, el Ser Humano Definitivo, el Hombre Final. Es el hombre como Dios había deseado que fuese. Como tal, su tarea es doble:

 salvar a los seres humanos de las versiones distorsionadas de sí mismos recibidas como legado del primer Adán,

 y poner fin a «todo dominio, toda autoridad y todo poder», que caracterizan a todos los sistemas con los que los seres humanos caídos gobiernan el mundo.

Según la narración bíblica, Dios está fundamentalmente en contra de la monarquía como sistema de gobierno. Dijo explícitamente a Israel que quería gobernar a su pueblo a través de los profetas. Los profetas son educadores, no gobernantes. El propósito del profeta es enseñar a la gente los principios de la vida en el pacto, que conducen al autogobierno. El objetivo de la monarquía es ejercer el poder sobre el pueblo. El pueblo insistió en la monarquía como sistema preferido, así que Dios cedió a su insistencia pero advirtiéndoles de los resultados calamitosos de esa decisión (1 Samuel 8).

En la historia bíblica, es solo después de que Israel optase por su monarquía que las profecías mesiánicas comienzan a anunciar al Salvador del mundo como un Rey que se sentaría en el trono de David (2 Samuel 7: 12-16; Salmo 2; 132: 11; Lucas 1: 32). Entonces, cuando Jesús finalmente viene a nuestro mundo para cumplir esas profecías, redefine completamente la monarquía. El papel de la realeza es radicalmente reformado bajo sus manos. Jesús es una especie de Rey antirey de un reino al revés de todos. Mientras el pueblo exige un rey que pueda guerrear como todas las demás naciones, Jesús esencialmente dice:

¿Quieres un rey? Muy bien, pues dame ese delantal y déjame que te sirva, porque el que es el más grande entre vosotros será vuestro siervo (Juan 13).

¿Quieres un rey para conquistar a tus enemigos? De acuerdo: mi reino va a estar formado por enemigos convertidos en amigos gracias al perdón (Mateo 5; Lucas 23: 34).

¿Quieres un rey para que te gobierne? Muy bien, ponme en el trono de esa cruz y te atraeré a mí con amor en lugar de obligarte por la fuerza (Mateo 27: 37; Juan 12: 32; Juan 18: 36-37).

La resurrección de Cristo, explica Pablo, constituye el triunfo que, en última instancia, logrará la reconstrucción del mundo sobre la premisa del amor y no del poder, o, si se quiere, sobre la premisa del amor como el único poder real. Pero en gran parte hemos perdido esta profunda y esencial verdad que yace en el hecho de la resurrección de Cristo como el último Adán. Debido a que la evangelización cristiana ha tendido a reducir la Biblia a una herramienta enciclopédica destinada a construir argumentos doctrinales, hemos tendido a pasar por alto los principales asuntos de los contextos más amplios que los escritores bíblicos estaban tratando. Como resultado, hemos reducido la resurrección de Cristo a una prueba de su divinidad.

Curiosamente, o quizás no tan sorprendentemente, el Nuevo Testamento nunca presenta la resurrección de Cristo como prueba de su divinidad. Sí, Cristo es Dios. Y sí, su resurrección puede servir como evidencia de ese hecho. Pero ese no es el punto que Pablo resalta al hablar de su resurrección. La resurrección de Cristo, para Pablo, es la evidencia definitiva de que el último Adán ha venido ya, tal como fue prometido, y ha triunfado sobre los abusivos sistemas de poder de nuestro mundo y ha puesto en marcha un nuevo reino que inevitablemente convertirá a «todo gobierno, autoridad y poder» en realidades obsoletas. ¿Por qué? Bueno, pues porque todos esos sistemas violan la integridad y la identidad del pacto entre Dios y la humanidad. Así, pues, el último Adán está empeñado en llevar a cabo la delicada misión de hacer tabla rasa de todas las estructuras de poder de la Tierra y traer al mundo de vuelta «bajo Dios», que es el lugar que le pertenece:

Preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies. Y el postrer enemigo que será destruido es la muerte, porque todas las cosas las sujetó debajo de sus pies. Y cuando dice que todas las cosas han sido sujetadas a él, claramente se exceptúa aquel que sujetó a él todas las cosas. Pero, luego que todas las cosas le estén sujetas, entonces también el Hijo mismo se sujetará al que le sujetó a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todos (1 Corintios 15: 25-28).

Algunos usan este pasaje como un texto, completamente al margen del gran relato de la Escritura, interpretándolo para probar que Jesús siempre ha estado subordinado a Dios el Padre. De esa premisa interpretativa se deduce que Cristo debe, por tanto, ocupar una posición eterna secundaria al Padre tanto en la existencia cronológica como en la identidad ontológica. Pero ahora que estamos permitiendo que el gran relato bíblico interprete todas las menciones de Cristo en el Nuevo Testamento, es evidente que Pablo está aquí describiendo las obras de Cristo como el último Adán. En ninguna parte del mensaje de Pablo encontramos nada relacionado con una estructura de subordinación jerárquica dentro de la divinidad previa a la Creación. Pablo nos dice, más bien, que Cristo, como cabeza representativa de la nueva raza humana, está en el proceso de atraer al mundo de regreso «bajo Dios», incluyendo «al mismo Hijo», como nuevo Adán. Jesús, el último Adán, se «somete a Dios» donde que es donde debe estar, y donde el primer Adán debía haber permanecido por creación. De acuerdo a la historia que Pablo está evocando, Adán fue creado bajo Dios y puesto sobre la Tierra, pero él perdió esa posición al pretender igualarse a Dios, poniéndose bajo la tiranía de un nuevo Señor, es decir, de Satanás. Jesús, como el último Adán, vino a rectificar esa situación.

Pero si bien este pasaje no dice nada acerca de una jerarquía ontológica dentro de la divinidad en la eternidad pasada, sí que nos dice, sorprendentemente, que Cristo conservará por siempre la posición de Hijo como nuestro nuevo Adán. Esta es una revelación sobrecogedora de un Dios que se entrega a sí mismo por amor. Pensar que Quien ha sido, durante toda la eternidad, nada menos que Dios supremo y trascendente, poseedor de todas las prerrogativas que pertenecen a la divinidad —la omnipotencia, la omnisciencia, la omnipresencia, y solo Dios sabe cuántas más— ha dejado todo eso de lado para entrar en eterna solidaridad con nosotros, es un misterio más allá de toda comprensión.

El propósito de Dios para la humanidad es que ésta gobierne todo bajo Dios. El mensaje de Pablo en 1 Corintios 15 es acerca de cómo la humanidad, en y a través de Cristo, ha recuperado su posición de dominio sobre el mundo, bajo Dios.

El relato bíblico nos enseña que solo hay dos maneras de conducirnos como agentes morales y libres:

 el camino del poder sobre otros o del camino del poder bajo Dios,

 el camino de la dominación o el camino de la paz,

 el camino de la imposición o el camino del amor.

Y de acuerdo a la cosmovisión final de Pablo, todo lo que actúa mediante el opresivo ejercicio del poder sobre otros está llegando a su fin.

La libertad es necesaria para que exista el amor, y el amor es necesario para que siga existiendo la libertad. Cuando usamos nuestra libertad para propósitos contrarios al amor, ésta se desvanece y nos convertimos en esclavos de impulsos egoístas. Eso es lo que nos transmitió el primer Adán. Como el último Adán, Jesús nos devuelve el ejercicio responsable de nuestro libre albedrío, redimiéndonos del deseo de dominar sobre otros, salvándonos de la voluntad de afirmarnos sobre los demás, y volviendo a introducir el amor de Dios en toda nuestra dinámica relacional. Nos está transformando de nuevo en seres que pueden renunciar a su poder por respeto a la autonomía de los demás.

Al introducir el principio de egocentrismo en el mundo, el primer Adán perdió su posición de dominio bienhechor sobre el mundo. El pacto de amor fue quebrantado (Oseas 6: 6-7; Isaías 24: 4-6). Satanás se convirtió en el «Príncipe de este mundo» atrayendo al mundo bajo su «dominio» (Juan 12: 31; 1 Juan 5: 19). A la luz de este relato, Pablo llega y predica el evangelio diciéndonos que Cristo ha inaugurado un proceso por el cual todo en el mundo está siendo atraído «bajo sus pies». Pero aquí hay una profunda y hermosa ironía: «bajo sus pies» las cosas son gobernadas para ser servidas, no para ser dominadas. La misión del último Adán, según Pablo, es recuperar el dominio del mundo, no para gobernar el mundo como lo han hecho todos los demás gobernantes, sino para instituir un tipo de gobierno completamente diferente. Él pondrá fin a todos los sistemas de gobierno despóticos, coercitivos y violentos, y restaurará el principio del amor que se da a sí mismo como el único principio legítimo de gobierno. Pablo no está describiendo a Jesús como el Dios que recupera el mundo del gobierno ilegítimo de Satanás, sino más bien al hombre que recupera para Dios el gobierno del mundo, para que pueda ser gobernado como estaba destinado a ser gobernado, es decir, mediante un pacto de amor. Jesús está cumpliendo su misión como «el último Adán», es decir, como «el Hijo de Dios». Así que cuando Pablo dice que Dios ha puesto todo «bajo sus pies», se refiere a sus pies humanos.

 

Es el mismo Hijo de Dios, en la línea de Adán, quien está dirigiendo el mundo.

Es el Hijo del Hombre, anunciado en la profecía de Daniel, quien está ya actuando entre los hijos de los hombres, para trastocar todas las estructuras de poder de la Tierra.

Es el Príncipe de la alianza quien está dirigiendo una toma pacífica del mundo, y su muerte dentro del pacto es la revelación definitiva de su carácter.

En Cristo vemos como un microrelato de la historia: el fracaso del primer hombre es redimido por el último hombre.

En Cristo somos testigos de una gran inversión de papeles: los poderosos caen y los humildes son exaltados.

En Cristo nos encontramos con un replanteamiento completo de la realidad: solo el amor es la medida de la grandeza.

Jesús aparece en el relato bíblico como el Hombre realmente fiel al potencial humano, fiel al ideal original para el cual la humanidad fue creada, a imagen de Dios. Como tal, es el Hijo de Dios como éste esperaba que Adán fuese. Cristo es nuestro nuevo Génesis. El iniciador de una nueva creación. En principio, esta acción creadora tiene lugar en Cristo. Ahora la nueva identidad humana que él ha conseguido, va a transmitirla:

El primer hombre es de la tierra, terrenal; el segundo hombre, que es el Señor, es del cielo. Conforme al terrenal, así serán los terrenales; y conforme al celestial, así serán los celestiales. Y así como hemos traído la imagen del terrenal, traeremos también la imagen del celestial (1 Corintios 15: 47-49).

La lógica narrativa seguida por el Nuevo Testamento alcanza aquí su clímax pues «el segundo hombre, que es el Señor, es del cielo» (vers. 47). Dios se hizo hombre con el fin de devolver a la humanidad la función de filiación que le estaba reservada. El Señor «del cielo» ha logrado esto al convertirse en nuestro cabeza y representante, nuestro último Adán, el Hijo verdadero de Dios, primero llevando y después reproduciendo la imagen de Dios, como fue su plan desde el principio. Así como hemos llevado «la imagen del terrenal», si escogemos a Cristo como nuestro nuevo principio, «traeremos también la imagen del celestial» (vers. 49). Antes de su caída, Adán llevó la «imagen de Dios» (Génesis 1: 27). Como el último Adán, Jesús llevó la «imagen del Dios invisible» (Colosenses 1: 15). Esta es la gran misión en su papel de hijo. Pablo no nos está diciendo que Jesús siempre fue el Hijo de Dios, sino más bien que el Señor «del cielo» se convirtió en el Hijo de Dios con el fin de restaurar la «imagen» de Dios en la humanidad. Y la restauración de esa imagen, según Pablo, implica en última instancia la abolición de todas las dinámicas de poder abusivas y de todas las estructuras autoritarias.

Así que ahora ya podemos dejar que nuestra imaginación se explaye en el mundo más hermoso y atractivo que se pueda imaginar.

¿Puedes verlo?

Imagina un mundo en el que no hay jerarquías egoístas.

Un mundo en el que no hay dominación, sino solo amor compartido a través del servicio recíproco.

Un mundo en el que las relaciones no se organizan de arriba hacia abajo, sino de abajo hacia arriba.

Imagina un mundo en el que lo superior es lo inferior y lo inferior es lo superior, y a nadie le importa siquiera pensar en ello.

Un mundo en el que todos se han olvidado de sí mismos porque solo piensan en los demás.

Un mundo en el que el rey lleva delantal, lavando pies y sirviendo comida.

Imagina un mundo en el que quien ocupa el lugar más alto realmente prefiere el lugar más bajo.

Un mundo, de hecho, en el que todo este lenguaje de alto y bajo, arriba y abajo, encima y debajo, ha desaparecido completamente de la conciencia y del vocabulario…

excepto la incesante y voluntaria exaltación que fluye en alabanza de todas las criaturas racionales al único y verdadero Dios, el eterno Tres en Uno de amor.

Es casi imposible imaginar un mundo así porque los seres humanos caídos somos adictos a la idea de que el poder es equivalente al ejercicio de autoridad sobre los demás. En consecuencia, hemos organizado el mundo entero en categorías de alto y bajo, poderoso y débil, rico y pobre, libre y esclavo, nosotros y ellos. Nuestros sistemas políticos, nuestros sistemas económicos, incluso nuestros sistemas eclesiásticos, están todos dispuestos en forma jerárquica. Pero, ¿no sería maravilloso vivir en un mundo en el que todas las acciones fuesen a la vez bienhechoras y libres, y por lo tanto ausente de todo sentido de control?

Pues bien, tal mundo está por venir, y solo los que sirven al Hijo, quien a su vez solo sirve al Dios que sirve a los que sirven al Hijo, formarán parte de él.