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El hijo de Dios

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«Sellando el pacto con su muerte en la cruz, Jesús ha vencido al usurpador “príncipe de este mundo” y ha devuelto la Tierra al señorío humano».
Capítulo catorce
HIJO DEL HOMBRE

El libro profético de Daniel presenta una pieza capital en la narrativa bíblica acerca del Hijo. De hecho, gran parte del Nuevo Testamento no tiene sentido a menos que se tomen en cuenta las visiones de Daniel.

La figura clave en Daniel lleva el título de «hijo del Hombre», y este es el título que Jesús usó para sí mismo más que cualquier otro, más de 90 veces en los cuatro Evangelios. Al llamarse repetidamente «el Hijo del Hombre» —y al vivir constantemente los principios del nuevo Reino que vino a establecer— Jesús se identifica específicamente a sí mismo como el personaje enigmático que, en las visiones de Daniel, derrocaba todas las estructuras de poder de nuestro mundo y establecía un orden mundial completamente nuevo.

Si no leemos el Nuevo Testamento con el telón de fondo que Daniel expone ante nosotros, inevitablemente reduciremos el evangelio a una preocupación centrada en nuestra salvación personal y a un hogar celestial posterior a la muerte. Daniel, por el contrario, atrae nuestra atención a la forma en que las cosas funcionan en este mundo actual. Indaga en la manera en que las cosas son y las contrapone a la manera en que las cosas deben ser y finalmente serán. En medio de la lucha por el poder egocéntrico que caracteriza a los imperios de nuestro mundo caído, Daniel predice la llegada de un Reino regido por las normas inusuales de la humildad y el sacrificio. De acuerdo con toda la narración bíblica, Daniel nos informa que Dios establecerá su Reino, un reino radicalmente diferente resultado de una obra interna, desde dentro del seno genético de la propia humanidad. En otras palabras, el nuevo y diferente orden de cosas será establecido por «el Hijo del Hombre».

Antes de saltar directamente a las revelaciones que hace Daniel sobre el «Hijo del Hombre», consideremos la historia de fondo que conduce al libro de Daniel, porque, como ya hemos visto repetidamente en nuestro itinerario, la gran verdad de la Escritura pertenece exclusivamente a aquellos que capan su metanarrativa.

Dios creó a Adán y Eva y les dio potestad «sobre toda la tierra» (Génesis 1: 26). Este es el lenguaje de la delegación. A los primeros humanos se les concedió poder para el autogobierno. «Los cielos son los cielos de Jehová, y ha dado la tierra a los hijos de los hombres» (Salmo 115: 16). Ellos debían gobernar el mundo de acuerdo a la identidad recibida de Dios como portadores de la imagen divina. «Dios es amor» (1 Juan 4: 16). Adán y Eva debían vivir, por libre decisión, en armonía con Dios, el uno con el otro, y con la Tierra. Su gobierno sobre el mundo debía ser de una calidad particular. Ellos debían gobernar desde la premisa relacional de la búsqueda del bien del otro, reproduciendo la imagen de Dios de generación en generación, y perpetuando así un señorío de servicio al mundo.

La caída de la humanidad fue, por lo tanto, más que una caída moral. También fue una caída gubernamental. Retén esta idea, porque va a ser de vital importancia a medida que profundicemos en el libro de Daniel. Al violar la integridad del amor en sus relaciones entre ellos y Dios, y entre ellos mismos, Adán y Eva pusieron en marcha efectivamente un principio de gobierno diferente, una manera diferente de relacionarse, y al hacerlo, abdicaron de su posición de gerentes del mundo. Ahora la Tierra, junto con sus habitantes humanos, quedaba bajo el control de un señor extraño, el propio Satanás. Esta es la razón por la que la Biblia atribuye al ángel caído ciertos títulos de dominio sobre el mundo. Lo llama:

… el príncipe de este mundo… (Juan. 12: 31; 14: 30; 16: 11).

… el dios de este mundo… (2 Corintios 4: 4).

… el príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia (Efesios 2: 2).

Al decirnos que Satanás es «el príncipe de la potestad del aire», Pablo no está hablando literalmente, como si Satanás estuviera a cargo del suministro de oxígeno. Más bien, Satanás es la fuerza espiritual invisible que alimenta los impulsos egoístas de la humanidad para la formación de ciertos sistemas culturales, sociales, económicos, políticos e ideológicos. Como señor de este mundo, Satanás es la mente instigadora de los principios de gobierno con los que operan los reinos de este mundo. Juan nos precisa que «Sabemos que somos de Dios, y que el mundo entero está bajo el maligno» (1 Juan 5: 19). El mundo está bajo la influencia de un oscuro poder que empuja a la humanidad a establecer sistemas de gobierno a su imagen. Una vez que el principio del egoísmo se introdujo en el funcionamiento humano, todas las relaciones comenzaron a desintegrarse.

Adán se puso contra Eva en un esfuerzo por quitarse de encima su culpa (Génesis 3).

Caín asesinó a su hermano Abel en el primer acto de violencia registrado en la historia humana (Génesis 4).

La violencia se convirtió en la norma, unos procurando controlar y dominar a los otros hasta el punto de que la raza humana quedó al borde de la extinción, haciendo necesario que Dios interviniera con un diluvio y comenzara de nuevo con Noé y su familia (Génesis 6–9).

Después del Diluvio, los seres humanos volvieron a intentar consolidar su poder y a cultivar la inclinación hacia la autoexaltación y la fuerza, y así surge Nimrod, el hombre poderoso que pretendió crear el primer Imperio del mundo. Así Babilonia se convirtió en el prototipo del sistema de dominio en la historia bíblica, preparando el terreno para la monarquía (un hombre gobernando sobre muchos) como sistema de gobierno habitual de la humanidad caída (Génesis 10–11).

Dios llamó a Abram y Sarai fuera de Babilonia para iniciar un tipo diferente de estructura social basada en la dinámica relacional de la alianza, o del amor que se entrega a sí mismo. Les prometió darles un hijo, que a su vez tendría un hijo, que también tendría un hijo, y así sucesivamente hasta que finalmente nacería un hijo que aportaría sus bendiciones a todas las familias de la Tierra (Génesis 12–38).

A medida que la historia continúa, el linaje del pacto se establece con Abraham, Isaac, Jacob y sus doce hijos, pero no sin que Dios tenga que arbitrar su disfunciones relacionales (Génesis 39–50).

A lo largo de la historia que sigue, Israel cae en la esclavitud bajo el gobierno despótico de Egipto, un reino definido por la monarquía (un hombre gobernando sobre muchos) y la explotación materialista de seres humanos (Éxodo 1–2).

Israel es finalmente liberado de la esclavitud egipcia, no por un rey con un ejército, sino por un profeta con un mensaje (Éxodo 3).

Una vez liberado el pueblo de Israel, Moisés le anuncia que Dios los va a establecer como su nación del pacto y los va a guiar mediante la promulgación de un sistema de leyes (Éxodo 2: 24; 6: 4-5; 19: 5), un sistema de leyes que estará basado únicamente en la dinámica relacional del amor (Levítico 19: 18; Deuteronomio 6: 5).

Como profeta, no como rey, Moisés organiza a Israel bajo el primer sistema legal constitucional del mundo, avanzando hacia la igualdad de todas las personas ante la ley, sin «parcialidad» (Deuteronomio 1: 16-17), lo que resulta inaudito en un mundo que solo conocía el gobierno despótico de los reyes. «Haré maravillas que no han sido hechas en toda la tierra, ni en nación alguna», dice Dios sobre el sistema del pacto, «y verá todo el pueblo en medio del cual tú estás la obra de Jehová, porque será cosa tremenda la que yo haré contigo» (Éxodo 34: 10).

¡Algo maravilloso e impresionante!

Con Israel, Dios estaba esencialmente queriendo establecer una comunidad no monárquica, basada en el amor del pacto, en la cual los seres humanos pudieran desarrollar su potencial de autogobierno. En un mundo definido por la ignorancia intelectual, la degradación moral, el abuso generacional, la dictadura jerárquica, el caos social egoísta y la oscuridad espiritual, Dios escogió un grupo de personas, los separó de los sistemas centrados en sí mismos del mundo, y les dio una estructura social basada en una ley imparcial, centrada en el principio del amor. La meta era que Israel operara como un «reino de sacerdotes» para mediar en el conocimiento de los caminos de Dios frente a las naciones vecinas y atraerlas al sistema de vida dentro del pacto (Éxodo 19: 5).

El testigo iba a ser poderoso. Si obedecía, el pacto de amor elevaría a Israel en todos los sentidos y en todos los niveles: físico, espiritual, moral, agrícola, económico, político, y relacional. Moisés explicó este impresionante plan:

Mirad, yo os he enseñado estatutos y decretos, como Jehová, mi Dios, me mandó, para que hagáis así en medio de la tierra en la que vais a entrar para tomar posesión de ella. Guardadlos, pues, y ponedlos por obra, porque ellos son vuestra sabiduría y vuestra inteligencia ante los ojos de los pueblos, los cuales oirán todos estos estatutos, y dirán: «Ciertamente pueblo sabio y entendido, nación grande es ésta». Porque ¿qué nación grande hay que tenga dioses tan cercanos a ellos como lo está Jehová, nuestro Dios, en todo cuanto le pedimos? Y ¿qué nación grande hay que tenga estatutos y juicios justos como es toda esta Ley que yo pongo hoy delante de vosotros?

Guarda sus estatutos y sus mandamientos, los cuales yo te mando hoy, para que te vaya bien a ti y a tus hijos después de ti, y prolongues tus días sobre la tierra que Jehová, tu Dios, te da para siempre. (Deuteronomio 4: 5-8, 40).

¡Ojalá siempre tuvieran tal corazón, que me temieran y guardaran todos los días todos mis mandamientos, para que a ellos y a sus hijos les fuera bien para siempre! (Deuteronomio 5: 29).

 

Acontecerá que si oyes atentamente la voz de Jehová, tu Dios, para guardar y poner por obra todos sus mandamientos que yo te prescribo hoy, también Jehová, tu Dios, te exaltará sobre todas las naciones de la tierra. Y vendrán sobre ti y te alcanzarán todas estas bendiciones, si escuchas la voz de Jehová, tu Dios (Deuteronomio 28: 1-2).

Entonces Dios expone la impresionante lista de bendiciones que “alcanzarían” a Israel, si ellos vivían fieles al pacto. Todo el sistema constitucional estaba calculado para generar prosperidad humana. Si Israel actuaba en armonía con el pacto, Dios prometió que ellos serían «cabeza y no cola» en todos sus tratos económicos y políticos. Como resultado, las demás naciones se acercarían a Israel buscando el secreto de su prosperidad. El mundo entero llegaría al conocimiento de Dios a través del testimonio del pacto de Israel con Dios (Deuteronomio 28: 3; Isaías 60: 3; 66: 12).

Pero, por desgracia, eso no sucedió.

Israel prefirió la monarquía al pacto como su sistema de gobierno, insistiendo en que Dios les diera un rey para poder hacer la guerra como todas las demás naciones (1 Samuel 8). Así que, en lugar de atraer a las demás naciones, Israel incitó su hostilidad y estuvo bajo su yugo en ocasiones. En un momento dado incluso se convirtieron en una nación cautiva bajo el gobierno de Babilonia.

Es justo aquí, con este telón de fondo histórico, donde nos encontramos con Daniel, un esclavo prisionero de Babilonia, y aquí nos alcanzan sus fabulosas profecías de un venidero «Hijo del Hombre» destinado a convertirse en el tan esperado «Príncipe de la alianza».

En las visiones proféticas de Daniel, una sucesión de cuatro reinos se va delineando:

Babilonia

Medo-Persia

Grecia

Roma

Mientras Daniel despliega las transiciones históricas de un reino al siguiente, observa que cada imperio se impone sobre el otro en una escalada creciente de exaltación del propio poder:

Triunfando sobre Babilonia, Media-Persia «se engrandeció» (Daniel 8: 4).

Al derrotar a Medo-Persia, Grecia «se engrandeció en gran manera» (Daniel 8: 8).

Al triunfar sobre Grecia, Roma «se engrandeció sobremanera» (Daniel 8: 9).

El gobierno humano es un constante ciclo de lucha por el poder, por una fuerza mayor, cada Imperio operando sobre la base del mismo principio básico: la voluntad de poder impuesto por medio de la violencia.

Pero el evangelio (o buenas noticias) según Daniel es que este ciclo contrario al pacto divino será quebrado. Un tipo diferente de rey emergerá en la escena de la historia humana y establecerá un tipo diferente de reino:

Miraba yo en la visión de la noche,

y vi que con las nubes del cielo

venía uno como un hijo de hombre;

Vino hasta el Anciano de días,

y lo hicieron acercarse delante de él.

Y le fue dado dominio, gloria y reino,

para que todos los pueblos,

naciones y lenguas lo sirvieran.

Su dominio es dominio eterno,

que nunca pasará;

y su reino es uno que nunca será destruido…

Después recibirán el reino los santos del Altísimo, y poseerán el reino hasta el siglo, eternamente y para siempre…

Y veía yo que este cuerno hacía guerra contra los santos y los vencía, hasta que vino el Anciano de días; y se hizo justicia a los santos del Altísimo; y llegó el tiempo y los santos recibieron el reino…

… y que el reino, el dominio y la majestad de los reinos debajo de todo el cielo sean dados al pueblo de los santos del Altísimo, cuyo reino es reino eterno, y todos los dominios lo servirán y obedecerán (Daniel 7: 13-14, 18, 21-22, 27).

Las profecías de Daniel son un estudio presentado en contraste. Estamos llamados a examinar dos sistemas de gobierno diametralmente opuestos: por una parte, el que esgrimen Babilonia, Medo-Persia, Grecia y Roma, y por otra parte, el reino del Hijo del Hombre. Daniel es, por consiguiente, un libro de juicio —juicio contra los arrogantes y poderosos reinos de este mundo y juicio a favor del reino del Hijo del Hombre. Más específicamente, Daniel es un libro de doble juicio, por un lado contra los principios de autoexaltación y fuerza con los que los reinos de este mundo gobiernan, y por otro lado, a favor de los principios de humildad y amor con los que gobierna el Mesías.

Según la línea de tiempo profética de Daniel, el Hijo del Hombre aparece durante el reinado del cuarto reino, es decir, durante el Imperio romano. El genio oscuro y poderoso alcanzó su cenit con el férreo gobierno de Roma. Desde Bretaña hasta África, se forzaba a todos los labios humanos a proferir el terrible grito de «César es Señor». Fue en este planeta Tierra, en las fauces de la más aterradora superpotencia militar que el mundo había conocido, que Daniel proclama, «He aquí, Uno semejante al Hijo del Hombre», y «a él le fue dado dominio, gloria y reino».

¿Otro reino?

Sí, sí, ya sé que son muchos reinos. Parece que esto ya lo tenemos muy visto.

Pero no, este reino es diferente. En vez de oponer fuerza contra fuerza, violencia contra violencia, Daniel nos dice, para nuestro completo asombro, que «al Mesías se le quitará la vida, y nada ya le quedará», y al hacerlo «confirmará el pacto» (Daniel 9: 26-27). El amor abnegado define a este inesperado «Rey de los judíos». De pie ante Roma, ese coloso antagonista de los poderes humanos, dice con un poder mucho más profundo: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23: 34). Él no se dejó dominar. De su vida dijo: «Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre» (Juan 10: 18). No había la menor violencia en su carácter esperando estallar bajo presión. «Cuando lo maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino que encomendaba la causa al que juzga justamente» (1 Pedro 2: 23).

Al identificarse a sí mismo como «el Hijo del Hombre» anunciado en la profecía de Daniel, Jesús, antes de su crucifixión, había explicitado cuidadosamente la naturaleza de su Reino:

Entonces Jesús, llamándolos, dijo: —Sabéis que los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que son grandes ejercen sobre ellas potestad. Pero entre vosotros no será así, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo; como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido, sino para servir y para dar su vida en rescate por todos (Mateo 20: 25-28).

Todos los imperios de este mundo se rigen por el mismo principio: «dominar» a otros. Por contraste infinito, el Hijo del Hombre atraviesa el escenario de la historia humana, no para ser servido, sino para servir y dar su vida por aquellos que se la quitan. El Hijo del Hombre no solo es más poderoso que los otros reyes, sino que es más poderoso con un tipo fundamentalmente diferente de poder. No solo es más fuerte en cuanto a magnitud de poder, sino que su poder se mide por una escala completamente diferente. Los reyes que dominan este mundo gobiernan a fuerza de poder. Jesús gobierna por la fuerza del amor. Ellos gobiernan sentados sobre sus tronos. Jesús reina clavado en una cruz.

El «Hijo del Hombre» de las visiones de Daniel también es conocido como «el Príncipe del pacto» (Daniel 11: 22). Él gobierna por medio del pacto, y el pacto dicta un tipo completamente diferente de dinámica relacional que el empleado por las estructuras de poder de nuestro mundo. El pacto, como hemos señalado anteriormente, es una noción bíblica que describe cómo son las relaciones cuando están presididas por el amor fiel. Jesús establece su Reino, no por la fuerza, sino por su amor abnegado. Su muerte voluntaria en la cruz es la prueba irrefutable de que solo él es digno de gobernar el mundo.

El principal objetivo del libro profético de Daniel es describir el contraste entre los principios por los cuales funcionan los reinos de este mundo, por una parte, y los principios por los cuales opera el reino de Cristo, por otra. El profundo genio de Daniel reside en que presenta el marcado contraste entre el amor al poder y el poder del amor, dos principios de gobierno diametralmente opuestos.

No vamos a obtener de la Biblia lo que tiene que ofrecernos a menos que, sencillamente, empecemos a leerla como un todo y a seguir su flujo narrativo. Una vez que lo hagamos, comenzaremos a notar en cada página que hay dos principios que luchan por la supremacía. Solo dos. Todo se reduce a dos motivos antagónicos. La gran controversia entre el bien y el mal es una lucha entre dos formas diametralmente opuestas de vivir la vida y gobernar el mundo: el amor al poder versus el poder del amor.

En el marco de la historia de Daniel, el principio del egoísmo se encarna en el orgullo y la violencia que mueven a los imperios de nuestro mundo. El principio del amor solidario, por el contrario, se encarna en el Mesías de Dios, el Príncipe de la Alianza, que se opuso a nuestra violencia sin el menor espíritu de venganza. Mediante un acto épico de amor incomparable, Jesús puso en marcha la única contranarrativa conocida por la humanidad. En la cruz vemos la jugada maestra de la historia, la maniobra más genial de todos los tiempos. Jesús “engañó” a los poderes de la oscuridad al negarse a volverse contra los que le quitaron la vida, manteniendo así todo su amor intacto hasta la muerte. Su resurrección es prueba del triunfo del amor sobre el mal. El reino de Cristo es eternamente sostenible, no porque empeñe en ello más fuerza que cualquier otro reino, sino porque gobierna sin fuerza y por lo tanto atrae a sus súbditos a sí mismo sin recurrir a la coerción. Jesús no vino simplemente para ganar el juego, sino para cambiar las reglas del juego. No vino a ejercer más poder que todos los demás gobernantes, sino a ejercer un tipo diferente de poder. Vino a ganar el juego sobre la base de principios diferentes y a un nivel diferente. Él vino a conquistar el mal solo por amor, o a nada más.

Cuando el Nuevo Testamento nos dice que Jesús es «el Hijo de Dios», nos está diciendo que él es el nuevo representante de la raza de Adán. Cuando el Nuevo Testamento nos dice que él es «el Hijo del Hombre», nos está diciendo que él ocupa ahora el trono del reino eterno como un miembro de pleno derecho de la raza humana y del linaje de Adán. Gracias a la obra de construcción del reino del Hijo del Hombre, la humanidad vuelve a recuperar su lugar en la dirección amorosa del mundo. Sellando el pacto con su muerte en la cruz, Jesús ha vencido al usurpador «príncipe de este mundo» y ha devuelto la Tierra al señorío humano. Vemos, entonces, una vez más, que el punto central de la narración bíblica no es que Dios gobernaría el mundo, sino que Dios como hombre gobernaría el mundo. Y para hacer eso, el Dios del universo se dignó convertirse en uno de nosotros, como predijo Isaías:

Porque un niño nos ha nacido,

hijo nos ha sido dado,

y el principado sobre su hombro.

Se llamará su nombre

«Admirable consejero», «Dios fuerte»,

«Padre eterno», «Príncipe de paz».

Lo dilatado de su imperio

y la paz no tendrán límite

sobre el trono de David

y sobre su reino,

disponiéndolo y confirmándolo

en juicio y en justicia

desde ahora y para siempre (Isaías 9: 6-7).

Isaías nos ha resumido toda la historia en un solo microcosmos poético:

Un Niño nacerá de la raza humana.

Un Hijo será dado al mundo.

Él establecerá un gobierno diferente a todos los otros sistemas del mundo, porque este Príncipe será un Príncipe de paz, no de guerra.

Él cargará sobre sus hombros la responsabilidad total de establecer el nuevo gobierno, que durará para siempre porque será establecido «con juicio y justicia».

¿Quién es este Hijo dado a la raza humana?

¿Quién es este revolucionario Príncipe de Paz?

¿Quién es este Rey que derrocará los regímenes violentos del mundo sin recurrir él mismo a la violencia, y que así será establecido para siempre sobre el trono de David?

No es otro que el mismo «Dios Poderoso».

El «Hijo del Hombre» en la visión profética de Daniel es un rey que representa a un reino que está en contraste con los imperios del mundo.

Es el agente a través del cual el mundo será reorganizado dentro del marco relacional de la alianza. Mientras Babilonia, Medo-Persia, Grecia y Roma —como cualquier otro reino de este mundo— se rigen bajo la premisa del poder, empleando la violencia para extender su dominio, el Hijo del Hombre logra su dominio mediante su amor abnegado.

 

Las visiones de Daniel revelan que los reinos de este mundo pasan en revista ante Dios y son hallados faltos. El Hijo del Hombre da un paso al frente y promete un tipo diferente de reino. Los imperios terrenales que gobiernan por la violencia son juzgados por contraste al modelo presentado por Cristo. Su reinado de amor se enjuicia por oposición a la manera despiadada en que reinan los demás. Hay una lógica de contraste que atraviesa las profecías de Daniel. El punto de mira no es solo que el Hijo del Hombre derrotará a los otros reinos, sino que él será un tipo diferente de rey que dará paso a un tipo diferente de reino. Sí, conquistará todos los imperios del mundo, pero lo hará con un poder que es ajeno a cómo ellos entienden el poder.

Ellos gobiernan por la guerra, él por el amor.

Ellos dominan arrebatando, él dando.

Ellos dominan por imposición, él por el pacto.