Javiera Carrera. Y la formación del Chile republicano

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Mucho se ha dicho que fue Javiera quien ideó y confeccionó nuestra primera bandera nacional. Es lo más probable. Inspirándose en la naturaleza de nuestro país, las tres franjas —azul, blanca y amarilla— representaban el cielo, la nieve y los campos en cosecha, respectivamente. La versión oficial dice que los tres colores significaban justicia, sabiduría y soberanía, y fueron los mismos usados para la nueva escarapela. En un primer momento la lucían los militares en sus sombreros, a los que se sumaron civiles y eclesiásticos, para diferenciarse de los realistas que usaban una roja. En tiempos álgidos los empleados públicos fueron obligados a usarla, siendo incluso amenazados de quedarse sin sueldo si no lo hacían.

Un personaje muy importante en el gobierno de José Miguel, amigo de toda la familia Carrera y particularmente de Javiera, fue fray Camilo Henríquez. Proveniente de un humilde hogar de Valdivia, a los catorce años fue enviado a Lima a cargo de un tío materno, fray Nicasio González, y entró al convento de la orden San Camilo de Lelis, que cuidaba a enfermos y moribundos. Conocidos como «los padres de la Buena Muerte», fray Camilo estuvo ahí siete años, hasta que llegó un momento en que sintió que no tenía nada más que hacer en ese lugar y se retiró. Tiempo después dijo que lo habían ingresado prematuramente, y se dedicó a defender enérgicamente el proyecto de reforma eclesiástica por el cual no se podía ingresar en órdenes religiosas antes de cumplir los 25 años.

Fanático de los libros prohibidos, especialmente de El Contrato Social de Rousseau, en Lima lo tomaron preso por sus ideas libertarias. Luego se fue a Quito, donde fue acusado de encender la revolución de 1809. El «fraile de la buena muerte», como pasó a ser conocido, se defendía con el argumento de que la independencia era un proceso político e intelectual, no era una revolución social ni una lucha de clases. Perseguido por la Inquisición, llegó a Chile en 1811, enfermo y demacrado. «Volé al instante —escribió más tarde— a servir a mi patria hasta donde alcanzasen mis luces y conocimientos, y a sostener en cuanto pudiese la idea de los buenos y el fuego patriótico»58. Vaya que le alcanzaron las luces.

Según Vicente Grez, fray Camilo era una «figura pálida y sentimental, de ojos ardientes y de sonrisa melancólica»59. Aparece frecuentemente en la vida de la familia Carrera, y siempre acompañó a Javiera en las distintas etapas de su exilio.

Ayudó a José Miguel en otra de sus obsesiones, tener la primera imprenta en Chile. Un sueco que vivía en Estados Unidos, Mathias Arnold Höevel, lo había visitado, proponiéndole que comprara una imprenta que tenía en Valparaíso. Carrera no lo dudó ni un segundo. Entusiasmado, autorizó la compra y nombró al mismo Höevel como su técnico. Camilo Henríquez quedó a cargo de lo que sería nuestro primer diario, La Aurora de Chile. El padre del periodismo chileno, como lo han llamado varias veces, celebró entusiasta la compra de la imprenta, «el grande, el precioso instrumento de la ilustración universal». «La voz de la razón y de la verdad se oirán entre nosotros después del triste e insufrible silencio de tres siglos», se leía en su primer ejemplar.

Un par de años después La Aurora pasó a llamarse Monitor Araucano, y apareció con un tono distinto. En su primer número aseguraba que Chile «se dispone a subirse al escenario del mundo», ya que ahora los patriotas defenderían sus derechos con fuerza, y educaría a sus habitantes para transformar «a un país conquistado en una nación que es capaz de defenderse con gloria»60.

Camilo Henríquez contribuyó activamente escribiendo sobre la nueva ideología, explicando el derecho de los pueblos de darse la forma de gobierno que estimasen conveniente. El historiador Ricardo Donoso ha calificado a fray Camilo como «el obrero infatigable de la obra de demolición del legado espiritual de España».

Tuvo bastantes problemas cuando escribió la célebre Proclama de Quirino Lemachez, donde llamaba abiertamente a la independencia, con una pasión pocas veces vista antes. Era primera vez que se decía públicamente que el ejemplo de Estados Unidos era un modelo digno de ser imitado. También hablaba de «la ridiculez» de que los chilenos, pudiendo gobernarse por su cuenta, dejaran que sus propios negocios fueran dirigidos por «tiranos incapaces», bajo hombres «arbitrarios y corruptos» que poco entendían lo que era vivir en Chile. Este lenguaje envalentonaba a los tímidos e indecisos, y exaltaba a los más radicales. «Estaba, pues, escrito… en los libros de los eternos destinos, que fueseis libres y venturosos por la influencia de una Constitución vigorosa y un código de leyes sabias; que tuvieseis tiempo, como lo han tenido y tendrán todas las naciones, de esplendor y de grandeza; que ocupaseis un lugar ilustre en la historia del mundo, y que se dijese algún día: la República, la potencia de Chile, la majestad del pueblo chileno», se leía en sus páginas61.

Fray Camilo tuvo que defenderse con todo. Javiera lo apoyó siempre, y fue más lejos todavía. Copió la proclama de su puño y letra, para difundirla y comentarla entre sus conocidos.

Otro que también destacó por defender sus ideas a través de la pluma era el guatemalteco Antonio José de Irisarri, quien había llegado a Chile en 1809 por negocios familiares. «Un inquieto individuo con excelentes dotes de polemista», ha dicho Simon Collier62. Ligado a la «casa otomana» al casarse con María Mercedes Trucios y Larraín, sentía que el ánimo separatista estaba ambiguo. Fundó el Semanario Republicano, desde cuyas páginas llamaba a la independencia inmediata, explicando la necesidad de «difundir por todos los pueblos que componen el Estado chileno las ideas liberales, los conocimientos útiles y el odio a la tiranía»63. Irisarri aparecerá muchas veces más en esta historia, pero al lado de O’Higgins.

Claudio Gay hace un buen resumen de lo que fue este primer momento de Carrera al mando del país. «Se ven las primeras relaciones diplomáticas entabladas con naciones extranjeras; el establecimiento de la primera imprenta y del primer diario; una verdadera organización militar; la disciplina de las milicias provinciales; la construcción de nuevos cuarteles; la fabricación de armas; la sanción del emblema nacional; la de una Constitución, la primera que se haya sancionado en Chile y que prometía un gobierno legal y, por consiguiente, digno de ser respetado y defendido por todos los habitantes», escribió en su Historia de la Independencia Chilena64.

Gay se refiere al reglamento constitucional de 1812, que regirá los destinos del país hasta octubre de 1813. Fue nuestro primer texto constitucional, que supuestamente se pensó y se escribió en la casa de Javiera. Atribuido a Juan Egaña, con la colaboración de Manuel Rodríguez, de Joel Robert Poinsett y otros, se insistía en la lealtad a Fernando VII, en un intento de aparentar fidelidad, pero se dejaba bien claro que las órdenes que vinieran de fuera no se consideraban válidas. En una palabra, el rey debía reconocer la soberanía de Chile y la autonomía de sus gobernantes. Y de paso, Carrera agregó una cláusula que demostraba que quería quedarse un buen tiempo en el poder. Las próximas elecciones solo podían efectuarse en caso de renuncia o muerte del mandatario… o sea, de él.

UN CÓNSUL CONCILIADOR

En este tiempo la figura más cercana a José Miguel, además de Javiera, fue Joel Robert Poinsett, consejero y confidente en prácticamente todo. José Miguel necesitaba la aprobación de ambos siempre, o casi siempre.

Poinsett había nacido en Carolina del Norte, y tras un breve paso estudiando medicina, obligado por su padre, decidió ingresar a la Escuela Militar de Woolwich. Tras un largo viaje por distintas partes del mundo (hablaba cinco idiomas), volvió a su país cuando gobernaba James Madison junto al ministro James Monroe, muy amigo suyo. Ellos enviaron a Poinsett como representante de Estados Unidos ante las Juntas de Chile y Buenos Aires, con la misión de convencer a estos rebeldes del fin del mundo de las ventajas de comerciar con Estados Unidos, independientemente de la forma que adoptaran como gobierno. El objetivo principal era que Uruguay, Argentina y Chile, se alejaran de la influencia inglesa. Y de paso se entusiasmaran con las nuevas ideas de libertad y progreso.

Así fue como el cónsul Poinsett viajó a Brasil y a Buenos Aires disfrazado de súbdito británico para cumplir su misión. Pero los ingleses lo descubrieron y lo mandaron a Chile, donde llegó a principios de 1812. Tenía treinta y tres años y presentó sus credenciales directamente ante José Miguel Carrera. Era el primer cónsul extranjero en hacerlo. Fue recibido con honores, tratado como un verdadero ministro plenipotenciario. Los patriotas se sintieron halagados, lo veían como una especie de reconocimiento a la causa. «Sujeto apreciabilísimo —escribió José Miguel sobre Poinsett en su diario— y que toma un interés extremado por nuestra libertad».

Lo cierto es que el cónsul sería mucho más que un diplomático. Con José Miguel se hicieron grandes amigos, y le encargó temas de importancia, como el estudio de algunas estrategias militares y la vigilancia de realistas peligrosos. Eran igualmente rápidos y decididos. Joel Robert se comprometió a fondo con la revolución, tanto así que ayudó en la fabricación y adquisición de armas, en el vestuario y la compra de los pertrechos de guerra, dando detalle de todo al gobierno. «Olvidando la reserva que correspondía a su cargo —dice Barros Arana—, se hizo propagandista resuelto de las ideas revolucionarias y el consejero autorizado de las medidas de gobierno, y dejaba entender en todas sus conversaciones que el Gobierno y el pueblo de Estados Unidos tenían un vivo interés en el triunfo de la revolución hispanoamericana».

No extraña entonces que haya terminado siendo Jefe de Estado Mayor en las campañas que vendrán.

 

El cónsul llegó a tener un papel clave dentro de la propia familia Carrera. Trataba de conciliar los ánimos cuando había que hacerlo. Y no fueron pocas veces. Porque ya desde esta época datan fuertes desavenencias entre José Miguel y Juan José. Es de sobra conocido que nunca se llevaron bien. Juan José era mayor que José Miguel, y jamás aceptó que su hermano menor le diera órdenes. Odiaba su abrumadora superioridad, metiéndose en asuntos militares, donde no le correspondía opinar tanto. Pero a decir de Vicuña Mackenna, José Miguel le había ganado a Juan José «la primogenitura de la gloria». Conocido por su fuerza y su destreza física, especialmente en las milicias, Juan José tenía mal carácter y también era testarudo. «Le persuadieron que mi conducta era loca —cuenta José Miguel en su diario—. Que con mejor política se haría mucho más, que en lugar de un joven debía ponerse un hombre maduro, capaz de borrar las malas impresiones que yo había hecho, etc, etc; Juan José nunca pudo llevar con paciencia verse mandado por mí, siendo menor que él».

Además, José Miguel veía con espanto la unión de su hermano con la familia de los Larraín, al casarse con Ana María Cotapos justo en los momentos en que el clan le hacía la vida imposible.

Como una forma de agradecer la atención brindada por sus amigos chilenos, y también para calmar los ánimos, un día el cónsul dio una gran fiesta. Fue el 4 de julio de 1812, aprovechando así de celebrar el aniversario de la independencia de Estados Unidos. Fue precisamente en esta fiesta cuando, en un acto tremendamente simbólico, se izó por primera vez la bandera chilena.

Pero la paz entre los hermanos sería pasajera. Dos meses después la pelea fue de proporciones mayores. Tanto así que hubo que posponer la celebración planeada por el segundo aniversario de la Junta. Y en lugar de ser el día 18 de septiembre fue el 30. Una carta del cónsul a José Miguel demuestra que las cosas se estaban poniendo feas. «En la última cita con don Juan hubo violencia para con usted. No aceptó la mejor ni la más inspirada y desinteresada persuasión. Me amenazó con llevarme en rehenes si volvía a hablarle en términos de cordura para con usted. En su opinión, tan injusta como atropellada, hay una ofuscación lamentable; ha dado en creer que el consejero del partido de usted soy yo, y que mucha parte de la mala amistad que ustedes conservan se debe a mí. Inútil ha sido convencerlo de lo contrario (…). Las pretensiones suyas no tienen por ahora tampoco una atención cierta: nada sabría decirle sobre el juicio que lo guía, que no creo sea otro que el despecho»65.

Ya no era un mero desencuentro, era un odio parido. Javiera se desesperaba. De los tres hermanos, en el que menos ella influía era en Juan José. Él era quien comandaba el regimiento más antiguo de la capital, y había estado siempre «en terreno» mientras José Miguel se encontraba en España, decía Juan José.

Correr la fecha de la fiesta no había servido de nada. Juan José y sus granaderos simplemente no llegaron. Y eso que era un aniversario importante, porque Javiera había decidido que ese día se luciría el nuevo escudo y se usaría la escarapela tricolor que habían confeccionado como gran símbolo patrio. Y así se hizo. Por orden de gobierno, los militares y funcionarios públicos debían llevarla en sus uniformes. También la lucieron, voluntariamente, hombres en sus sombreros y mujeres en sus escotes o peinados.

Luego de un Te Deum en la Catedral, la gran fiesta fue en la Casa de Moneda, en cuyo salón unas grandes letras doradas anunciaban «1810. Último año del despotismo».

Asistieron cerca de trescientas personas y Javiera se lució como nunca antes. Era la dueña de casa y, según se cuenta, ella misma quiso ser un símbolo y lució un vestido color crema con las tres franjas de la bandera en la cintura. Provocativa, decoró su peinado con una pequeña cadena de la que colgaba una corona española puesta al revés, simbolizando la decadencia de la monarquía. La misma usaron Luis y José Miguel en sus sombreros.

Ya en esa fiesta José Miguel estaba en pleno romance con quien sería su futura mujer, Mercedes Fontecilla. Proveniente de una numerosa familia, según Vicente Grez era una mujer de «figura majestuosa» y de un «rostro encantador», de cutis muy blanco, y con unos impresionantes ojos negros que eran «la expresión de su alma, ardientes, apasionados, deslumbradores»66.

La fiesta fue comentada por días. La Aurora destacó en sus páginas que «las expresiones y alegrías de todas las personas ilustres que asistieron al lucido ambigú, todo inspiraba ideas de libertad»67.

Las cosas definitivamente estaban cambiando.

Y DESDE CONCEPCIÓN…

Hasta esta parte de la historia el papel de Bernardo O’Higgins era absolutamente secundario, por no decir nulo. «Su actitud por lo general no muy decidida, no tuvo iniciativa en nada, ni dirigió cosa alguna», cuenta Amunátegui. «Solo sirvió de satélite a otros astros más brillantes», remata.

Lo cierto es que Bernardo estaba de lo más cómodo en Concepción. En 1805 había sido nombrado alcalde de Chillán, dando con ello inicio a su vida pública. En 1810, con la instalación de la primera Junta, había asumido como diputado por Los Ángeles. Y también era coronel del Ejército. Así fue como dejó para siempre su rol secundario, «asumiendo un empleo militar y activo que aunque en el acta aparecía con el calificativo de diputado, equivalía al de jefe de estado mayor del ejército penquista», ha dicho Vicuña Mackenna68. Tal cual.

Cuando Carrera dio su primer golpe, en septiembre de 1811, Bernardo no pudo hacer nada. Estaba en cama y había presentado una licencia de dos meses por sus dolores de reumatismo, un mal que lo persiguió la vida entera.

Mientras se recuperaba, Martínez de Rozas decidió viajar nuevamente a Santiago para terminar de una vez por todas con el predominio de José Miguel. No le perdonaba que hubiera disuelto el Congreso. Poinsett lo había tenido desde un principio entre ceja y ceja. «Me permito decirle: ¡cuidado! —le escribía a José Miguel—. Temo que la tranquilidad logre alterarla este faccioso, que cuenta con partidarios tan reconocidos y de influencias. Es posible que sus designios sean ocultos (…). Es triste, mi amigo, que hombres de buen sentido tengan que estar dominados por aspiraciones negras de patriotismo dudoso».

Poinsett no se equivocaba. Martínez de Rozas desconfiaba de la estabilidad de las juntas de Carrera; estaba convencido de que era muy joven e impetuoso como para garantizar un buen gobierno. Demasiadas ínfulas se estaban dando estos napoleones chilenos. Y formó una Junta provisional, desde donde se aglutinaría la oposición contra el gobierno de José Miguel en Santiago. Y luego pensaba formar un ejército que partiera a la capital «para sacar a su pueblo de la opresión en que se los supone, por los actos de los Carrera, y restituirlo al pleno goce de la libertad y soberanía que le corresponde».

El gran problema de Rozas fue que se quedó sin ningún peso. No solo fue imposible que formara un ejército, sino que además fue destituido por la Junta santiaguina. A José Miguel no le bastó con eso y lo exilió a Mendoza, donde murió poco tiempo después, a los cincuenta y cuatro años, «con la razón extraviada», según Vicuña Mackenna.

Carrera tenía el poder absoluto, pero le faltaba alguien de su confianza en el sur. Y en reemplazo de Rozas decidió nombrar al propio Bernardo O’Higgins, quien se excusó, «teniendo en consideración mis padecimientos, la postergación de mis intereses por la ausencia de mi país, y, finalmente, la decadencia de mi salud por la falta de los aires del campo». Prometía estar disponible en tres meses más, «si para entonces se me conceptuase útil». José Miguel no aceptó la negativa, y partió a buscarlo a Concepción, junto a Manuel Rodríguez. Estaba convencido de que Bernardo era el más indicado para controlar a los rebeldes que había dejado Martínez de Rozas. Solo él podría reconciliar a los dos bandos, que ya apenas se entendían.

Bernardo finalmente aceptó. Desde Las Canteras le escribió a Juan Mackenna, pidiéndole consejos e instrucciones militares. «Mi querido amigo, he pasado ya el Rubicón —le dijo—. Es ahora demasiado tarde para retirarme, aun cuando estuviera dispuesto a hacerlo; pero esa idea jamás ha pasado por mi mente. Me he alistado bajo las banderas de mi país después de madura deliberación y, créalo usted, jamás me arrepentiré de haberlo hecho, sean cuales fueren las consecuencias». Es conocido que Bernardo no era un militar experimentado, ni estaba cerca de serlo. «Mi ambición al solicitar vuestro auxilio —le dice a Mackenna— está basada en la escasez de mis disposiciones y luces en el arte de la guerra y en la necesidad que tengo de los consejos y experiencias de un oficial de vuestra reputación y de vuestros talentos. Y me anima en la esperanza de conseguir vuestra cooperación el recuerdo de la ardiente amistad que profesasteis a mi padre, y estáis dispuesto sin duda a continuar en su hijo». Vaya que lo hizo. No por nada hay quienes sostienen que Juan Mackenna fue la primera cabeza militar del proceso independentista.

A pesar de lo anterior, hoy es prácticamente unánime que Bernardo fue valiente y aguerrido, y combatía junto a sus hombres con un heroísmo y una capacidad única. Se cuenta que les infundía confianza y valor con su sola presencia. San Martín dijo que era de los hombres más valientes que había conocido, y que tenía «el valor del cigarrito», esto es que «era capaz en medio de un combate cuando las balas llevaban la muerte a todos lados, de preparar su cigarro y de fumarlo con tanta serenidad como si estuviera en su habitación, enteramente libre de temor»69.

La respuesta de Juan Mackenna llegó casi dos meses después, quien lo felicita porque la lucha contra las tropas españolas ya era inevitable. «Me han agradado mucho la virilidad, buen sentido y modestia manifestados en su carta, y esto me hace más grata la tarea de convertirme en su instructor militar», le dice. Le explica cómo manejar la lanza y la espada, y le insiste en que estudie la vida de don Ambrosio, pues «usted encontrará en ella las lecciones militares más útiles y apropiadas a su situación presente, y al tener siempre delante de sus ojos su brillante ejemplo, no podrá usted apartarse jamás del camino del honor». «Courage! Save, save your country!», le dice.

A estas alturas Chile era el único país que el virrey de Perú no había atacado. La guerra estaba más cerca que nunca.

COMIENZA LA REPRESIÓN

Lo cierto es que lo que estaba sucediendo en Chile molestó profundamente al virrey del Perú, don Fernando de Abascal. Había que retomar el control de este lejano territorio que se creía independiente. Con periódico y bandera propia más encima. Y mandó una expedición al mando de Antonio Pareja, quien luego de terminar con esta ridícula sublevación en Chile debía cruzar la cordillera y seguir hacia el Alto Perú, para terminar sofocando al principal centro revolucionario: Lima.

«Cinco miserables embarcaciones» sería combatidas con todo «el ardor araucano», publicó La Aurora. El problema fue que Pareja no tardó en reclutar dos mil hombres en Valdivia y Chiloé, duros focos realistas, y avanzar hasta el río Maule.

Carrera, apenas supo de este avance realista, partió a Talca, dejando el gobierno en manos de una nueva Junta, integrada por Francisco Antonio Pérez, José Miguel Infante y Agustín Eyzaguirre70. Llegó la noche del 5 de abril, junto al cónsul Poinsett, su gran amigo Diego José Benavente y una escolta de unos pocos húsares. Le costó mucho motivar a los hombres a que se unieran a la causa. «Los vecinos principales están tibios y prestan pocos auxilios. Los he amonestado indirectamente y me guardo cauteloso de sus conductas», le escribió a Javiera.

En Talca se juntó con Bernardo, ya más repuesto de sus dolencias. «Nos dimos un fraternal abrazo, jurando morir en defensa de la patria», le cuenta José Miguel a su hermana. Todavía lograban entenderse.

Bernardo estaba con Juan Mackenna, y juntos planificaron la estrategia que seguirían. Reunieron un ejército de poco más de 4.500 hombres, más entusiastas que profesionales. Se ha dicho que, con suerte, mil de ellos tenían algún valor militar. «Había batallones que se componían de criados, recién sacados del servicio doméstico, que nunca habían hecho fuego ni aún con pólvora. Casi todos ellos solo tenían de militares las gorras, y no habían aprendido otra disciplina que marchar mal y por mal cabo»71, cuentan Amunátegui y Vicuña Mackenna. Y así fue. Desde la primera campaña quedó en evidencia que muy pocos sabían manejar un fusil.

 

Mientras trataban de organizarse y equiparse, Pareja seguía avanzando hacia el norte. Fue en ese momento cuando José Miguel asumió como General del Ejército de la Frontera. Organizó dos divisiones más, que quedaron a cargo de Juan José y Luis. Hubo un par de encuentros entre ambos ejércitos, en Yerbas Buenas y en San Carlos, sin resultados decisivos. Pero llegó el invierno y Pareja se enfermó, por lo que decidió atrincherarse en Chillán. Y Carrera, en lugar de atacarlos de inmediato, decidió recuperar Concepción, Talcahuano y Los Ángeles. Una táctica militar que tendría grandes consecuencias, y que muchos no le perdonarían jamás.

El invierno fue uno de los más lluviosos de esos años, y los patriotas estaban agotados y desmoralizados. Las bajas y deserciones aumentaban día a día. Se dice que se perdieron más de dos mil hombres. La neumonía de Pareja no cedió, y murió en Chillán, con lo que la guerra se estancó. Meses más tardes apareció el reemplazo de Pareja, el capitán Juan Francisco Sánchez, quien los atacó por sorpresa a orillas del río Itata, en El Roble. De acá viene la célebre frase de O’Higgins, «O vivir con honor o morir con gloria… el que sea valiente que me siga». Su actuación fue heroica, y logró dar vuelta el resultado a último momento. Fue en este momento cuando Bernardo se convirtió en un líder.

UN NUEVO COMANDANTE EN JEFE

En Santiago la Junta aprovechó el momento. Influida por los Larraín, empezó a ser cada vez más dura con los fracasos y errores de Carrera. No le perdonaban lo ocurrido en el sitio de Chillán. Y como José Miguel seguía en el sur, decidieron relevarlo de la comandancia del Ejército. Y de paso sacaron a Juan José y Luis de sus respectivas unidades militares.

Un decreto firmado en Talca, en noviembre de 1813, establecía lo siguiente: «Nos horrorizaríamos al ver que este país, que ha trabajado tanto por su libertad, se vea reducido a la triste situación de tener que esperarlo o temerlo todo de tres hermanos; y que creeríamos hacer la más infame traición a nuestra patria si no procurásemos remediar estos males, aunque supiésemos que este empeño nos costaba la vida». Se terminaba así el ya largo minuto de fama de José Miguel.

En su reemplazo la Junta nombró al propio Bernardo, un golpe muy duro para Carrera. Pero acató de inmediato. «Os pido que concluyáis la obra con el mismo entusiasmo que habéis manifestado y acreditado hasta hoy dignos de una memoria eterna», les dijo a sus hombres. «Que alejéis de entre vosotros las facciones, la insubordinación, la pereza y todas las faltas impropias de un verdadero militar, que sigan ciegamente cuando os mande vuestro jefe, para tener el consuelo de oír muy breve resonar en el globo entero las glorias americanas, a que es consiguiente la felicidad del Estado, único objeto de los desvelos de quien fue vuestro general, Carrera».

No están muy claras las intenciones de Bernardo en esta parte de la historia. Sí se sabe que le costó aceptar el cargo. Ante sus reticencias, lo convenció, una vez más, Juan Mackenna. Le explicó que era importante alejar a los hermanos Carrera. «Amigo mío, si Ud. rehúsa admitir el mando a que lo llama el voto del ejército y elección del gobierno, esa provincia se pierde y será Ud. eternamente responsable a Dios y a su patria de su ruina», le escribió72.

Finalmente Bernardo aceptó. Carrera, orgulloso, le entregó el mando sin aplaudirlo mucho. No son pocos quienes sostienen que la deposición de Carrera fue el mayor error de la Patria Vieja. Citando a uno de sus biógrafos, Jorge Carmona, esta «expresión de pequeñez y falsía política» fue un error gigantesco y «generó con fatalidad ineludible todos los males que le sucedieron: la Reconquista y la terrible división política y militar que trastornó a la república por más de veinte años»73.

Otro testimonio destacado es de Samuel Haigh, un comerciante inglés que vino a Chile por primera vez en 1817, enviado por una firma londinense. Estuvo hasta mediados de 1819, y volvió entre 1820 y 1821. Fue amigo de Bernardo, de San Martín, simpatizó a fondo con la causa patriota. El libro que escribió después Viaje a Chile durante la época de la Independencia es una verdadera joya. Sobre los hermanos Carrera dijo lo siguiente: «eran jóvenes de talento y porvenir, sobre todo el mayor de ellos. Eran sumamente buenosmozos y conocían los últimos adelantos militares del día; los tres eran oficiales en el ejército, muy queridos por los soldados debido a su afabilidad y a su imponderada liberalidad, que desgraciadamente, cuando subieron al poder, contribuyó a precipitarlos en la vanidad»74.

Bernardo parece haberse acomodado de inmediato como comandante en jefe. «Me encuentro hoy a la cabeza de un regimiento de soldados bravos y adictos que ni me venderán, ni me harán traición, ni me abandonarán, pudiendo morir a su frente», le escribió a Juan Mackenna. Y no tardó en darse cuenta que tener a Carrera cerca sería una amenaza. Había que sacarlo del escenario cuanto antes. La Junta de Santiago se lo había ordenado claramente. «Conviene que él no permanezca en Concepción por más tiempo y admita o no el nuevo empleo, usted lo obligará a que salga de ahí dentro de tres días con destino, en caso de no admitir, a la hacienda de su padre en San Francisco de El Monte», le dijeron.

José Miguel se daba perfectamente cuenta. «Después que dejé el mando no adelanté otra cosa que oír que se me llamaba intrigante y aun traidor, porque opinaba racionalmente y porque quería el bien de mi patria», anotó en su diario. Y le ofrecieron que se fuera como agente diplomático a Buenos Aires. No aceptó. El mismo da la respuesta en una carta a su amigo Poinsett: «se deja ver que es un destierro político, y que mi presencia les incomoda porque observan un partido fuerte». Con su honor herido, pidió lo siguiente: «que se me juzgue para ir a un cadalso, si soy delincuente, o para que se me satisfaga completamente si no lo soy; dejándome en este último caso vivir como un ciudadano libre». «Yo salgo luego de esta; pero voy a pasearme dos días en Santiago en compañía de Lucho y después voy a disfrutar de la amable compañía de mi cónsul y de mi Javiera, para que juntos acordemos lo más conveniente sobre nuestro destino, que de todos (para nosotros) ha de ser fuera de Chile»75 concluye. No se equivocaba.

UNA SEGUNDA EXPEDICIÓN

Bernardo tampoco tendría las cosas fáciles. El ejército que recibió era muy distinto al de Carrera. Tenía prácticamente la mitad de hombres, y como llevaban meses impagos la deserción era incontrolable. «Sin víveres ni vestuario y con los sueldos impagos, apenas iba siendo posible detener el completo desbande», cuenta Jaime Eyzaguirre. Y no pocos de los que iban quedando querían de vuelta a José Miguel. A muchos los había reclutado y formado él mismo, los había representado y había sido leal con ellos. Tal como lo ha explicado Francisco Antonio Encina, «la única fuerza que mantenía cierta cohesión en las filas era la simpatía personal de los soldados y la mayor parte de la oficialidad por la persona de Carrera. Estos oficiales, lo mismo que los soldados, eran carrerinos antes que patriotas o militares». Más claro imposible.

Por lo mismo Bernardo se inquietaba cada vez más con la presencia de José Miguel, y le aconsejó que se fuera del país. «Haga usted el último sacrificio —le dice. Evite un lance que debe comprometerme y causar a usted, a la patria y a mí males que se divisan próximos, y admita el consejo de quien desea su tranquilidad y es su apasionado amigo, Bernardo O’Higgins». José Miguel no tardó en responderle: «Amigo, me voy a los infiernos para no presenciar las desgracias que esperan al país en que nací; voy a buscar gentes más racionales para ser menos infeliz; voy, en fin, a separarme de hombres ingratos, que, lejos de conocer los beneficios, pagan con bajezas (…). Prometo a usted no comprometerle, ni ser autor de los males que se divisan y que procuraré evitar por cuantos medios están a mi alcance». Antes de irse le pidió seis caballos a Bernardo, quien le insistió: «Hago de suma necesidad que ustedes se retiren, si es posible antes de venir el día, afuera de la ciudad. Ya no es posible contener a la oficialidad y al pueblo». Y no le dio ningún caballo.

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