Eso no puede pasar aquí

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From the series: A. Machado #26
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No quedaré satisfecho hasta que este país pueda producir cualquier cosa que necesite, incluso café, cacao y goma, para así mantener todos nuestros dólares en casa. Si podemos hacer esto y, al mismo tiempo, aumentar el tráfico de turistas para que vengan extranjeros de todos los rincones del planeta a ver maravillas tan extraordinarias como el Gran Cañón, los parques de Yellowstone y Glacier, los excelentes hoteles de Chicago, etc., dejándonos así su dinero aquí, tendremos tal balanza comercial que podremos superar mi idea, a menudo criticada pero completamente sensata, de 3.000 a 5.000$ al año para cada familia; es decir, para cada familia realmente estadounidense. Lo que queremos es esta ambiciosa visión de futuro; no todas esas tonterías de perder el tiempo en Ginebra y charlar sin parar en Lugano, dondequiera que esté ese lugar.

La hora cero, Berzelius Windrip.

EL DÍA de las elecciones caería en un martes, el tres de noviembre. El domingo uno, por la noche, el senador Windrip representó el final de su campaña en un mitin masivo en el Madison Square Garden de Nueva York, que albergó a unas 19.000 personas, contando con los asientos y las localidades de pie. Una semana antes del mitin ya se habían vendido todas las entradas, con precios entre los cinco centavos y los cinco dólares; luego, los especuladores las revendieron por entre uno y veinte dólares.

Doremus había conseguido una sola entrada gracias a un conocido que trabajaba en uno de los periódicos de Hearst (los únicos diarios neoyorquinos que apoyaban a Windrip). Así, el uno de noviembre por la tarde recorrió las trescientas millas que le separaban de Nueva York, para visitar la ciudad por primera vez en tres años.

Había hecho frío en Vermont y había nevado antes de tiempo, pero los copos blancos se posaban en la tierra tan delicadamente y se respiraba un aire tan impoluto, que el mundo parecía un carnaval plateado abandonado al silencio. Incluso en las noches sin luna surgía un resplandor pálido de la nieve, de la misma tierra, y las estrellas eran gotas de metal fundido.

Siguiendo al mozo de las maletas que llevaba su gastada bolsa de viaje, Doremus salió de la estación central de Nueva York a las seis en punto y se encontró un goteo gris de lluvia sucia y fría: el agua de fregar los platos en la cocina del cielo. Las famosas torres que esperaba ver en la calle cuarenta y dos estaban muertas, envueltas en sus vendajes de momia compuestos por jirones de niebla. Y en cuanto a la muchedumbre que, con un cruel desinterés, pasaba a toda prisa junto a él (una mancha nueva de rostros desconsiderados a cada segundo), el hombrecito de Fort Beulah solo pudo pensar que en Nueva York se estaría celebrando la feria del condado bajo esta pegajosa llovizna o que había un gran incendio en algún lugar.

Por prudencia, había previsto usar el metro para ahorrar dinero (¡los acaudalados burgueses de pueblo son tan pobres en la ciudad de los jardines babilonios!) e incluso recordó que en Manhattan todavía quedaban tranvías por cinco centavos el trayecto, en los que un pueblerino se podía entretener mirando a los marineros, los poetas y las mujeres con chales procedentes de las estepas de Kazajstán. Se había quitado de encima al mozo de las maletas con lo que consideraba una sofisticada urbanidad: “Creo que cogeré un tranvía; solo son unas pocas manzanas.” Sin embargo, ensordecido, mareado y tras recibir varios codazos de la muchedumbre, empapado y deprimido, se refugió en un taxi y luego deseó no haberlo hecho, al ver el resbaladizo pavimento color goma y quedarse su vehículo atascado entre otros coches que apestaban a monóxido de carbono, tocando la bocina frenéticamente para liberarse del atasco; un grupo de ovejas robóticas balando aterrorizadas con sus pulmones mecánicos de cien caballos.

Vaciló tímidamente antes de salir otra vez de su pequeño hotel, en los West Forties. Cuando lo hizo, avanzando aturdido entre las chillonas dependientas, las coristas fatigadas, los jugadores duros con sus puros y los hermosos jóvenes en Broadway, se sintió como un auténtico Caspar Milquetoast con las botas de goma y el paraguas que Emma le había obligado a llevar.

Se fijó especialmente en algún que otro soldado de imitación, sin armas en la cintura ni rifles, pero vestidos con uniformes como los de la caballería estadounidense de 1870: quepis azules inclinados en la parte superior, guerreras de color azul marino y pantalones azul claro con rayas amarillas en la costura metidos en unas polainas de una especie de goma negra para los que parecían ser soldados rasos, y elegantes botas de cuero negro para los oficiales. Todos llevaban las letras “M.M.” en el lado derecho del cuello y una estrella de cinco puntas en el izquierdo. Había muchísimos; se pavoneaban con un aire arrogante y se abrían paso a codazos entre los civiles; a la gente insignificante como Doremus la miraban con una insolencia glacial.

De repente lo entendió todo.

Estos jóvenes mercenarios eran los “Minute Men”: la tropa privada de Berzelius Windrip, sobre los que Doremus había publicado inquietantes reportajes. Estaba contento y un poco consternado de poder verles ahora..., palabras impresas convertidas en carne brutal.

Tres semanas antes, Windrip anunció que el coronel Dewey Haik había fundado, solo para la campaña, una asociación nacional de clubes de desfiles a favor de Windrip, que se llamaría los Minute Men. Probablemente llevaran en formación varios meses, pues ya contaban con trescientos o cuatrocientos mil miembros. Doremus tenía miedo de que los M.M. se convirtieran en una organización permanente, más amenazadora que el Ku Klux Klan.

Su uniforme recordaba a los Estados Unidos pioneros de la batalla de Cold Harbor y de los guerreros indios a las órdenes de Miles y Custer. Su emblema, su esvástica (en la que Doremus intuyó la astucia y el misticismo de Lee Sarason), era una estrella de cinco puntas, porque las estrellas de la bandera estadounidense tenían cinco puntas, mientras que las del estandarte soviético y la de los judíos (el sello de Salomón) tenían seis.

Durante esta agitada época de regeneración, nadie se fijó en el hecho de que, en realidad, la estrella soviética también tenía cinco puntas. De todos modos no era mala idea que esta estrella cuestionara a la vez a los judíos y a los bolcheviques; los M.M. tenían buenas intenciones, aunque su simbolismo patinara un poco.

Sin embargo, lo más astuto de los M.M. era que no llevaban camisas de color, sino únicamente blancas al desfilar y caqui claro en las avanzadas, por lo que Buzz Windrip podía rugir con frecuencia: “¿Camisas negras? ¿Camisas pardas? ¿Camisas rojas? ¡Sí, hombre! ¡Y también camisas con manchas como las vacas! ¡No son más que degenerados uniformes europeos de la tiranía! ¡No, señor! Los Minute Men no son fascistas ni comunistas ni nada de eso, sino simplemente demócratas. ¡Los caballeros defensores de los derechos de los Hombres Olvidados, las tropas de choque de la Libertad!”

Doremus cenó comida china, un capricho que siempre se permitía cuando estaba en una gran ciudad sin Emma, quien afirmaba que el chow mein no era más que virutas fritas de madera con una salsa de pasta de harina. Aquí se le olvidaron un poco los maliciosos soldados de los M.M.; estaba contento de observar las tallas de madera dorada, los faroles octagonales con pinturas de campesinos chinos (parecidos a muñecos) cruzando puentes con arcos y a cuatro clientes, dos hombres y dos mujeres, que parecían enemigos públicos y se pasaron toda la cena discutiendo con una ferocidad comedida.

De camino al Madison Square Garden y al mitin culminante de Windrip, se sumergió en una auténtica vorágine. Toda la nación parecía dirigirse al mismo lugar, quejándose. No pudo conseguir ningún taxi y, al recorrer a pie las alrededor de catorce manzanas hasta el Madison Square Garden, bajo la deprimente tormenta, se dio cuenta del humor de perros que tenía la multitud.

La octava avenida, bordeada por tiendas de baratijas, estaba atestada de gente apagada y desanimada que, aun así, esta noche se sentía alegre gracias al hachís de la esperanza. Abarrotaban las aceras y cubrían casi todo el pavimento, mientras los irritados vehículos se abrían paso con dificultad entre ellos y los policías enfadados acababan siendo empujados y arrastrados (si intentaban ponerse altivos, las animadas dependientas se burlaban de ellos).

A través del caos, delante de Doremus, se abría paso a codazos una rápida tropa de Minute Men en formación de cuña, dirigida por lo que más tarde reconocería como un corneta de los M.M. No estaban de servicio ni eran agresivos; solo gritaban llenos de entusiasmo y cantaban, “Berzelius Windrip fue a Wash.”; a Doremus le recordaron a un puñado de estudiantes, algo borrachos, de una universidad inferior después de una victoria de su equipo de fútbol americano. Así los recordaría más tarde, meses después, cuando sus enemigos de todo el país empezaron a llamarles con sorna “Mickey Mouses” y “Minnies”.

Un anciano, arreglado pero con ropa gastada, se puso en medio impidiéndoles el paso y gritó: “¡Al diablo con Buzz! ¡Tres hurras por Roosevelt!”

Los M.M. explotaron con una ira propia de auténticos matones. El corneta al mando, un hombretón más feo incluso que Shad Ledue, golpeó al anciano en la mandíbula y este se derrumbó de un modo vergonzoso. De repente, surgido de la nada, frente al corneta había un suboficial de marina, corpulento, sonriente y temerario, que bramó con una voz que parecía un huracán: “¡Vaya panda de soldaditos de plomo! ¡Nueve de vosotros contra un abuelo! Muy igualado...”

 

El corneta le pegó un puñetazo y este, como respuesta, dejó al corneta sin sentido con un golpe bajo al estómago. En un instante, los otros ocho M.M. se echaron encima del suboficial, como gorriones contra un halcón, que acabó cayendo, su cara de pronto pálida y marcada con gotas de sangre. Los ocho le patearon la cabeza con sus sólidos zapatos de soldado. Todavía le estaban pateando cuando Doremus se escabulló, muy mareado y con un sentimiento total de impotencia.

No se apartó lo suficientemente rápido y pudo ver cómo un M.M., con cara de niña, labios rojos y ojos de cervatillo, se lanzaba encima del corneta tumbado y, lloriqueando, acariciaba las sonrosadas mejillas de aquel peón con sus tímidos dedos, suaves como pétalos de gardenia.

Doremus fue testigo de muchas discusiones, varias peleas a puñetazos y una batalla más antes de llegar al auditorio.

A una manzana de distancia, unos treinta M.M., dirigidos por un líder de batallón (un cargo entre capitán y comandante), empezaron a atacar un mitin callejero de comunistas. Una chica judía, vestida de color caqui y con la cabeza desnuda empapada por la lluvia, estaba implorando desde lo alto de una carretilla: “¡Queridos conciudadanos! ¡No os limitéis a charlar y ‘simpatizar’! ¡Uníos a nosotros! ¡Ahora! ¡Es cuestión de vida o muerte!” A veinte pies de los comunistas, un hombre de mediana edad que parecía un trabajador social estaba explicando lo que era el partido jeffersoniano, recordando los logros del presidente Roosevelt e injuriando a los comunistas de al lado como chiflados borrachos de palabras y antiamericanos. La mitad de los espectadores eran posibles votantes; la otra mitad (como la mitad de cualquier grupo en esta trágica noche de fiesta) eran chicos dando caladas furtivas a sus cigarrillos y vestidos con ropa heredada.

Los treinta M.M. se lanzaron alegremente a golpear a los comunistas. El líder del batallón se subió a la carretilla, pegó una bofetada a la oradora y la bajó a rastras. Sus seguidores arremetieron con toda tranquilidad usando sus puños y porras. Doremus, asqueado y sintiéndose más impotente que nunca, escuchó el chasquido de una porra cuando golpeó la sien de un escuálido intelectual judío.

Entonces, sorprendentemente, la voz del líder jeffersoniano rival fue subiendo hasta convertirse en un grito: “¡Venga, vosotros! ¿Vamos a dejar que estos perros del infierno ataquen a nuestros amigos comunistas? ¡Ahora son amigos, faltaría más!” Tras lo cual, aquel afable ratón de biblioteca saltó al aire, cayó directamente sobre un Mickey Mouse gordo, le tiró al suelo, cogió su porra y aún le dio tiempo a soltar una patada a la espinilla de otro M.M. antes de alzarse y arremeter contra los atacantes (en opinión de Doremus, como hubiera arremetido contra una tabla de estadísticas sobre la proporción de grasa en la leche a granel del 97,7% de las tiendas situadas en la avenida B).

Hasta entonces, solo media docena de miembros del partido comunista se habían encarado a los M.M., con la espalda contra la pared de un taller. Ahora se unieron cincuenta más, aparte de los cincuenta jeffersonianos, y con ladrillos, paraguas y volúmenes mortales de sociología consiguieron ahuyentar a los enfurecidos M.M. (los partidarios de Bela Kun luchando mano a mano con los del profesor John Dewey), hasta que una brigada antidisturbios de la policía se metió a golpes para proteger a los M.M. y arrestó a la oradora comunista y al jeffersoniano.

Doremus había cerrado bastantes artículos de deporte sobre los “Madison Square Garden Prize Fights”1, pero sabía que el lugar no tenía nada que ver con Madison Square (situada a un día de viaje en autobús), que sin duda no era un jardín, que los boxeadores no luchaban por “premios” (sino por participaciones fijas en el negocio) y que un número considerable de ellos ni siquiera peleaba.

Doremus subió, agotado, hasta el gigantesco edificio, totalmente rodeado de M.M., codo con codo; todos ellos ostentaban pesados bastones. En cada entrada y a lo largo de cada pasillo, los M.M. estaban alineados y rígidos, con sus oficiales galopando a su alrededor, susurrándoles órdenes y transmitiendo inquietantes rumores como terneros asustados esperando en un corral a ser marcados.

En las últimas semanas, mineros hambrientos, agricultores despojados de sus tierras y obreros de las fábricas de Carolina habían recibido al senador Windrip aplaudiendo con sus gastadas manos, bajo antorchas de gasolina. Ahora no tendría que enfrentarse a los desempleados (pues no podían permitirse la entrada de cincuenta centavos), sino a los pequeños y asustados comerciantes de las calles poco importantes de Nueva York, que se consideraban totalmente superiores a los campesinos y los mineros, pero que estaban tan desesperados como ellos. La enorme masa de personas que vio Doremus, orgullosa en sus asientos o de pie como sardinas en los pasillos, entre un hedor a ropa húmeda, no era romántica; era gente preocupada por la plancha, la bandeja de ensalada de patata, la cartulina de corchetes, el crédito del taxi que se chupaba el dinero como una sanguijuela y, en casa, los pañales del bebé, la cuchilla roma de la maquinilla de afeitar y el espantoso aumento de los precios del filete de cadera y el pollo kosher. Además, había unos pocos funcionarios de la administración pública, carteros y porteros de pequeños bloques de apartamentos, muy orgullosos y curiosamente elegantes con sus trajes de confección de diecisiete dólares y sus corbatas de seda con el nudo flojo, que alardeaban: “No sé por qué todos estos vagos reciben ayudas del Estado. Yo no soy ningún lumbreras, pero mira, ¡desde 1929, nunca he ganado menos de dos mil dólares al año!”

Campesinos de Manhattan. Gente amable y trabajadora, generosa con sus ancianos y ansiosa por encontrar cualquier remedio urgente para esa enfermedad: la preocupación de perder su puesto de trabajo.

El material más sumiso para cualquier agitador.

El histórico mitin se inició con una extremada monotonía. La banda de un regimiento tocó la barcarola de los Cuentos de Hoffman, sin mostrar ningún tipo de trascendencia ni una vivacidad especial. El reverendo Dr. Hendrik Van Lollop, de la iglesia luterana de la Santa Parábola, ofreció sus oraciones, pero el público podía sentir que no habían sido aceptadas. El senador Porkwood pronunció una disertación sobre el senador Windrip, compuesta a partes iguales por su adoración apostólica por Buzz y por las muletillas (este, esto, bueno...) que el honorable siempre intercalaba entre sus palabras.

Todavía no se veía a Windrip por ninguna parte.

El coronel Dewey Haik, promotor de la candidatura de Buzz en la convención de Cleveland, estuvo bastante mejor. Contó tres chistes y una anécdota sobre una fiel paloma mensajera, que en la Gran Guerra pareció entender mejor que muchos de los soldados la razón por la que los estadounidenses estaban allí luchando por Francia contra Alemania. La relación que tenía este heroico pájaro con las virtudes del senador Windrip no era evidente, pero, después de haberse tragado el sermón del senador Porkwood, el público agradeció este toque de valor militar.

A Doremus le pareció que el coronel Haik no estaba simplemente divagando, sino que se dirigía hacia algo definitivo. Su voz se volvió más insistente. Empezó a hablar de Windrip: “mi amigo, el único hombre que se atreve a coger al toro monetario por los cuernos, el hombre que, con su gran y sencillo corazón, atesora las penas de cada ciudadano de a pie, como hizo en su día Abraham Lincoln con su envolvente ternura”. A continuación, señalando como un loco hacia una entrada lateral, chilló: “¡Y aquí está! ¡Queridos amigos: Buzz Windrip!”

La banda tocó estrepitosamente “The Campbells Are Coming”. Un escuadrón de Minute Men, elegantes como una guardia a caballo y portando largas lanzas con banderines llenos de estrellas, entró orgulloso a la enorme hondonada del auditorio. Detrás, vestido con un viejo traje gastado de sarga azul y retorciendo nerviosamente un sombrero flexible manchado de sudor, encorvado y cansado, avanzaba con dificultad Berzelius Windrip. Los espectadores pegaron un salto, empujándose los unos a los otros para echar un vistazo al salvador y aplaudiendo a rabiar.

Windrip dio un respingo con total naturalidad. El público sintió bastante pena por lo torpemente que subió los escalones laterales hasta el estrado, en el centro del escenario. Luego se paró, miró fijamente al vacío con ojos sabios y graznó con monotonía:

“La primera vez que vine a Nueva York era un pardillo... ¡No, no os riáis, quizá siga siéndolo! Pero ya me habían elegido senador de Estados Unidos y, por cómo me habían alabado en mi estado natal, pensaba que era bastante famoso. Pensaba que mi nombre era tan conocido como el de Al Capone, los cigarrillos Camel o el aceite de ricino Castoria. Pero pasé por Nueva York de camino a Washington y, fijaos, en los tres días que me tiré sentado en el vestíbulo de mi hotel ¡la única persona que me dirigió la palabra fue el detective del hotel! Me hizo mucha ilusión cuando se acercó para hablarme... Pensé que iba a decirme que toda la ciudad estaba encantada por haberme dignado a visitarles. ¡Pero solo quería saber si era un huésped del hotel y si tenía derecho a ocupar una silla del vestíbulo permanentemente! ¡Y esta noche, queridos amigos, estoy casi tan asustado de la vieja Gotham2 como en tonces!”

Las risas y los aplausos fueron bastante razonables, pero los orgullosos votantes se quedaron decepcionados por su acento (arrastraba las vocales) y su tediosa humildad.

Doremus se estremeció esperanzado: “¡Quizá no salga elegido!”

Windrip explicó resumidamente su conocidísimo programa. A Doremus solo le interesó observar que Windrip citó incorrectamente sus propias cifras del punto cinco, sobre la limitación de las fortunas.

Luego pasó a hablar extasiado de ideas generales: un batiburrillo de correctas opiniones sobre la Justicia, la Libertad, la Igualdad, el Orden, la Prosperidad, el Patriotismo y otros términos abstractos, muy nobles pero escurridizos.

Doremus pensó que se estaba aburriendo. De repente descubrió que, en algún momento del que no se había percatado, se había ensimismado y entusiasmado.

Había algo en la intensidad con que Windrip contemplaba a su público, a todos ellos (su mirada les abarcaba lentamente desde el asiento más alto hasta el más cercano), que les convenció de que les estaba hablando a cada uno directa y personalmente; que quería meterles a todos en su corazón; y que les estaba contando la verdad, todos esos datos imperiosos y peligrosos que les habían ocultado hasta ahora.

“Dicen que quiero dinero..., ¡poder! ¡Pues, fijaos! He rechazado ofertas de bufetes de abogados, aquí mismo, en Nueva York, por tres veces el salario que recibiré como presidente. Y el poder... Bueno, el presidente está al servicio de cada habitante del país y no solo de los considerados, sino también de cualquier pesado que le moleste con telegramas, por teléfono o por carta. Y aun así, es verdad, es la pura verdad que quiero poder: un poder grande, fabuloso e imperial. Pero no para mí..., ¡no! ¡Para vosotros! El poder de vuestro permiso para aplastar a los financieros judíos, que os han esclavizado y os están matando a trabajar para pagar los intereses de sus obligaciones; a los codiciosos banqueros (¡no todos ellos judíos!); y a los sindicalistas deshonestos, tanto como a los empresarios deshonestos. Pero, sobre todo, a los cobardes espías de Moscú que quieren obligaros a lamerles las botas a sus tiranos autoproclamados, que no gobiernan con amor y lealtad (como yo quiero), ¡sino con el horrible poder del látigo, la celda oscura y el revólver automático!”

Luego, pintó un paraíso democrático en el que, tras destruir la vieja maquinaria política, cada trabajador, por muy humilde que fuera, sería rey y señor y dominaría a los representantes elegidos de entre su propia clase de gente. Dichos representantes no se volverían indiferentes una vez estuvieran lejos, en Washington (como habían hecho hasta ahora), sino que seguirían atentos al interés público gracias a la supervisión de un ejecutivo reforzado.

Por un momento sonó casi razonable.

El actor supremo, Buzz Windrip, era vehemente, pero nunca deliraba de forma grotesca. No gesticulaba con demasiada exageración; únicamente, como el Gene Debs de antaño, extendía un índice huesudo que parecía pincharles a todos y cada uno de ellos y engancharles el corazón. Eran sus ojos de loco, ojos grandes y trágicos que miraban fijamente, lo que les sobresaltaba; y su voz, ora bramando, ora suplicando humildemente, lo que les tranquilizaba.

 

Obviamente, se trataba de un líder honesto y compasivo; un hombre con grandes pesares, familiarizado con las penas.

Doremus se sorprendió: “¡Vaya! ¡Pero si es un tipo genial cuando se le conoce! Y encima afectuoso... Me hace sentir como si hubiera pasado una buena tarde con Buck y Steve Perefixe. ¿Y si tiene razón? ¿Y si a pesar de todas las tonterías demagógicas que, supongo, tiene que soltar para los bobos, tiene razón al asegurar que solo él (y no Trowbridge ni Roosevelt) puede poner fin al dominio de los empresarios absentistas? Y esos Minute Men, sus seguidores... Vale, fueron bastante desagradables cuando los vi en la calle, pero, aun así, la mayoría son unos jóvenes muy simpáticos y arreglados. Ver a Buzz y luego escuchar lo que realmente dice resulta bastante sorprendente... ¡Te hace pensar!”

Sin embargo, una hora más tarde, cuando ya había salido del trance, Doremus no pudo recordar nada de lo que el Sr. Windrip había dicho realmente.

Estaba tan convencido de la victoria de Windrip, que el martes por la noche no se quedó en la redacción del Informer hasta que llegaran todos los resultados. Pero, aunque no se quedó para el recuento final, sin duda le llegó la confirmación.

Frente a su casa, pasada la medianoche y pisando la nieve sucia, marchó pesadamente un desfile triunfante y bastante etílico que portaba antorchas y cantaba a viva voz, con la melodía de “Yankee Doodle”, las nuevas palabras que había desvelado esa misma semana la Sra. Adelaide Tarr Gimmitch:

A las serpientes desleales

Vamos a castigar. Y desearán no haber nacido

¡Cuando vayan a la cárcel!

Estribillo:

Buzz y buzz y sigue así.

Flotando ya, ha ganado. Si no le votaste, atención,

¡Fuiste todo un ingrato!

Por cada M.M., un látigo

Para usar contra un traidor. Si hoy no pillamos a un antibuzz

Mañana nos encargamos.

La palabra “antibuzz”, cuya invención se le atribuía a la Sra. Gimmitch, pero que probablemente fue obra del Dr. Hector Macgoblin, la usarían mucho las damas patriotas como un término para expresar una deslealtad al Estado tan atroz, que pedía a gritos la acción de un pelotón de fusilamiento. Sin embargo, como ocurrió con “Unkies” (el espléndido apodo de la Sra. Gimmitch para los soldados de las Fuerzas Expedicionarias Estadounidenses), realmente no consiguió imponerse en el habla cotidiana.

Entre los participantes del desfile, tapados con abrigos de invierno, Doremus y Sissy creyeron distinguir a Shad Ledue, Aras Dilley (aquel ocupante prolífico del monte Terror), Charley Betts (el vendedor de muebles) y Tony Mogliani (el frutero y defensor más apasionado del fascismo italiano en el centro de Vermont).

Aunque no podía estar seguro debido a la penumbra de las antorchas, Doremus pensó que el gran automóvil solitario que seguía a la procesión era el de su vecino Francis Tasbrough.

A la mañana siguiente, en la redacción del Informer, Doremus recibió informaciones sobre algunos daños que habían causado los nórdicos triunfadores; solo habían volcado un par de letrinas, tirado abajo y quemado el cartel de la sastrería de Louis Rotenstern y pegado una paliza bastante fuerte a Clifford Little (el joyero), un joven delgado y de pelo rizado al que Shad Ledue despreciaba porque organizaba obras de teatro y tocaba el órgano en la iglesia del Sr. Falck.

Aquella misma noche, en su porche delantero, Doremus se encontró una nota escrita en una cartulina con tiza roja:

Te vamos a meter una buena somanta de palos, querido Dorey, a menos que te tumbes boca abajo y te arrastres delante de mí, los MM, la Liga y el Jefe

Un amigo

Fue la primera vez que Doremus oyó el término “el Jefe” (una sólida variante americana de “el líder” o “el jefe del Gobierno”) como tratamiento popular para referirse al Sr. Windrip. Pronto se haría oficial.

Doremus quemó la advertencia roja sin decirle nada a su familia. Pero, a menudo, se despertaba recordándola, lo cual no le hacía ninguna gracia.

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