Retiro

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From the series: La principal #2
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—¿Ama usted a Pushkin?

Sentí una sorda irritación.

—Así es.

«Pero como sigamos por este camino», pensé, «dejaré de amarlo en cualquier momento».

—Permítame que le pregunte, ¿por qué?

La pillé mirándome con ironía. Aparentemente, el amor por Pushkin era la divisa con mayor demanda en estos pagos. Y a saber qué podría pasar si me tomaran por un falsificador…

—¿Cómo que por qué?

—¡Sí, que por qué le gusta Pushkin!

—Vamos a acabar con este examen ridículo —dije, ya sin poder contenerme—. Terminé el bachillerato. Y luego la universidad. (Aquí exageré un poco. Me expulsaron en tercero). He leído algo… En resumen, soy competente… Solo aspiro a un puesto de guía…

Por fortuna, mi tono faltón pareció pasar desapercibido. Más tarde llegaría a la convicción de que aquí la grosería más primitiva era mejor tolerada que un fingido aplomo…

—¿Y bien…? —Mariana esperaba la respuesta establecida de antemano y conocida por todos.

—Muy bien, lo intentaré. Veamos… Pushkin es nuestro Renacimiento tardío. Como Goethe lo fue para Weimar. Uno y otro naturalizaron lo que Occidente había asimilado entre los siglos xv y xvii. Pushkin encontró la forma adecuada de expresar los motivos sociales en el género de la tragedia, característico del Renacimiento. Es como si Goethe y él hubiesen vivido en varias épocas a la vez. Werther es un tributo al sentimentalismo. El prisionero del Cáucaso, una obra típicamente byroniana. Pero en Fausto ya están los isabelinos, por decirlo así. Y Las pequeñas tragedias, desde luego, actualizan uno de los géneros más típicamente renacentista. Con la lírica de Pushkin sucede lo mismo. Y si en ocasiones nos resulta amarga, no lo es a la manera de Byron, sino, o a mí así me lo parece, a la manera de los sonetos shakespearianos… Se entiende lo que quiero decir, ¿no?

—Pero… ¿qué tiene que ver Goethe con Pushkin? —preguntó Mariana—. ¿Y el Renacimiento?

—¡Nada! —estallé—. ¡Goethe no tiene que ver absolutamente nada con Pushkin! ¡Renacimiento era el caballo de Don Quijote! ¡Que tampoco tiene que nada ver con Pushkin! ¡Ni yo, por lo visto, tengo nada que ver con nadie!…

—¡Cálmese!… —murmuró Mariana—. ¡Qué genio tiene usted!… Solo le he preguntado que por qué amaba a Pushkin…

—¡El amor en público es una bestialidad! —bramé—. ¡Hay un término específico en sexopatología!…

Me tendió un vaso de agua con mano temblorosa. Lo aparté.

—¿¡Y usted!? ¿¡Ha amado usted alguna vez a alguien, acaso!?

No debí haber dicho eso. Ahora se me echará a llorar, gritando: «¡Tengo treinta y cuatro años y estoy soltera!…».

—¡Pushkin es nuestro orgullo! —exclamó—. No fue solo un gran poeta. Fue también un ciudadano ejemplar…

Por fin conocía la respuesta oficial a la pregunta de las narices.

«¿Ya está? ¿Eso es todo?», pensé.

—Estúdiese el manual. Aquí tiene la lista de libros. Están disponibles en la sala de lectura. Y hágale saber a Galina Aleksándrovna que la entrevista ha sido un éxito…

Me sentí mal.

—Gracias —dije—. Lamento haber sido tan impulsivo.

Enrollé el manual y me lo metí en el bolsillo.

—Tenga cuidado, solo tenemos tres ejemplares.

Saqué el manual y traté de estirarlo.

—Y una cosa más —Mariana bajó la voz—. Me ha preguntado usted por el amor…

—Ha sido usted la que me ha preguntado por el amor.

—No, ha sido usted quien me ha preguntado… Que yo me entere: ¿Le interesa saber si estoy casada? ¡Pues sí, estoy casada!

—Acaba usted de privarme de mi última esperanza —le dije mientras salía.

En el pasillo, Galina me presentó a la guía Natela. Y otra vez me pareció notar que mi presencia suscitaba un indiscutible interés.

—¿Va a trabajar con nosotros?

—Voy a intentarlo.

—¿Tiene cigarrillos?

Salimos al porche.

Natela vino de Moscú movida por un ramalazo romántico o, mejor dicho, aventurero. Era licenciada en Ingeniería y trabajaba de maestra. Decidió pasar aquí sus tres meses de vacaciones. Ahora se arrepiente. La reserva es una cloaca. Los guías y los expertos están chiflados. Los turistas son unos ignorantes y se comportan como cerdos. Todos idolatran a Pushkin. Y su amor por él. Y el amor por su amor. La única persona decente aquí es Márkov…

—¿Márkov?

—Un fotógrafo. Un borracho sin remedio. Ya se lo presentaré. Me ha enseñado a beber agdam12, el brebaje azerí. ¡Es algo fantástico! A usted también le enseñará…

—Se lo agradezco mucho, pero me temo que también soy un experto en el tema…

—¿Y por qué no nos cogemos una curda un día de estos? Localizamos un buen rincón a la sombra…

—Hecho.

—Es usted realmente peligroso.

—¿Cómo?

—Me di cuenta enseguida. Es usted un hombre terriblemente peligroso.

—¿En estado de embriaguez?

—No, me refiero a otra cosa.

—No la entiendo.

—Es peligroso enamorarse de un tipo como usted. —Y dicho eso, me propinó, con aire cómplice, un doloroso rodillazo.

Señor, me parece que por aquí no hay nadie normal. Ni siquiera los que tienen por anormales a los demás…

—Tómese un agdam, señorita —le dije— y serénese. Tengo ganas de descansar y de trabajar. No represento ningún peligro para usted…

—Eso ya lo veremos. —Y Natela estalló en una carcajada histérica.

Luego agitó con coquetería su bolsa de lona con un James Bond estampado y se fue.

Me dirigí a Sosnovo. El camino trepaba hacia la cima del monte, bordeando un campo desolado. Dos hileras de rocas oscuras dibujaban sus lindes en montones informes. A la izquierda se desencajaba un barranco cubierto de matas. Al descender vi cabañas dispersas, rodeadas de abedules. Merodeaban por allí vacas monocromas, planas como decorados teatrales. Unas ovejas sucias de perfil bohemio pastaban sin mayor entusiasmo. Las cornejas volaban muy por encima de los tejados.

Di varias vueltas por la aldea esperando encontrarme con alguien. Las casas grises sin pintar presentaban un aspecto miserable. Tiestos de barro coronaban las estacas de varias cercas destartaladas. Los pollos alborotaban en corrales cubiertos con polietileno. Las gallinas vagaban por fuera, con los andares espasmódicos de los dibujos animados. Varios perros achaparrados y peludos alborotaban en alguna parte.

Atravesé la aldea, volví atrás. Me detuve ante una de las casas. Se oyó un portazo y en el porche apareció un hombre cubierto con una chaqueta desteñida de ferroviario.

Me acerqué a él y le pregunté dónde podía encontrar a Sorokin.

—Yo me llamo Tólik —dijo.

Me presenté y le expliqué de nuevo que buscaba a Sorokin.

—¿Dónde vive?

—En la aldea de Sosnovo.

—Pues en Sosnovo estamos.

—Lo sé, pero ¿cómo podría verlo?

—¿A Timoja Sorokin o qué?

—Se llama Mijal Iványch.

—Timoja la palmó hace un año. Se cogió una trompa y la palmó ahí, congelado…

—Quisiera ver a Sorokin.

— Que de haber seguido chupando, lo mismo habría librado y eso…

—Verá, yo busco a Sorokin…

—¿A Mishka o qué?

—A Mijal Iványch.

—Claro, hombre. Mishka. El yerno de la Dolija. ¿Conoce a la Dolija, la que lleva siempre la toca descolocada?

—No soy de por aquí…

—¿No será usté de Opochka?

—De Leningrado.

—Ah, sí, lo tengo oído…

—¿Y dónde le parece a usted que pueda encontrar a Mijaíl Iványch?

—¿A Mishka?

—A ese.

Tólik comenzó entonces a mear con gran precisión y sin pudor alguno desde lo alto del porche. Luego, entreabrió la puerta y ordenó:

—¡Baja aquí, Iványch, tronao! ¡Tienes visita!

Y añadió, lanzándome un guiño:

—¡Son los de la milicia, a reclamarte la pensión de tu mujer!…

Al poco rato asomó una jeta purpúrea, piadosamente adornada con un par de ojos azules:

—Esto… ¿cómo así?… ¿Por lo de la escopeta, o qué?

—Me han dicho que alquila una habitación.

La cara de Mijaíl Iványch expresaba una tremenda confusión. Más tarde tendría ocasión de comprobar que esa era su reacción habitual ante cualquier declaración, incluso la más inofensiva.

—¿Una habitación?.. ¿Cómo así?… ¿Y para qué?

—Trabajo en el parque. Quiero alquilar una habitación. Temporalmente. Hasta el otoño. ¿Tiene usted una?

—Lo que pasa es que esta casa es de la madre. O sea que está registrada a nombre de la madre. Y la madre está en Pskov. Que se le hincharon las piernas a la mujer…

—O sea, ¿que no alquila la habitación?

—El año pasado estuvieron aquí unos judíos. No voy a decir nada malo de ellos, era gente con mucha clase… Al blanco, al tinto y a la cerveza sí le daban, sí… Pero ni gota de barniz, ni de colonia. Yo, personalmente, a los judíos los respeto…

—Crucificaron a Cristo —intervino Tólik.

—¡Hombre, pero eso fue hace mucho! —gritó Mijal Iványch—. ¡Antes de la Revolución!…

—Digo que… la habitación, ¿la alquila o no?

—Llévalo al hombre —ordenó Tólik abrochándose la bragueta.

Caminamos los tres por una calle de la aldea. Junto al seto había una individua con chaqueta de varón y una Orden de la Estrella Roja13 en la solapa.

—¡Préstame cinco rublitos, Zina! —voceó Mijal Iványch.

La mujer agitó la mano.

—¡Vas a acabar hecho cisco con tanto vino!… ¿No has oído que se ha promulgado un decreto? ¡Van a colgar del cableado a todos los borrachuzos como tú!…

—¿Andónde? —Mijal Iványch rompió a carcajadas—. No hay cable suficiente. Se irá a tomar por culo toda la industria metalurgista…

 

Y añadió:

—Mala zorra… ¡Ya vendrás a pedirme leña!… ¡Soy guardabosques! ¡Soy amistadista, joder!

—¿Cómo? —no entendía nada.

—Tengo una tronzadora… De la marca Amistad… La enchufas, joder, y diez rublos palbote.

—Amistadista, amistadista… —rezongaba la tipa—. De la botella eres amigo tú… Ten cuidadito y no te cojas una trompa que revientes vivo…

—Lo veo difícil… —dijo Mijal Iványch, casi lamentándolo.

Era un hombre apuesto y fornido. Ni la ropa desgarrada y sucia llegaba a afearlo del todo. Rostro parduzco, clavículas enjutas y robustas bajo la camisa abierta, paso ligero y decidido… No podía sino sentir admiración por él…

La casa de Mijal Iványch tenía un aspecto horrible. Una antena torcida exhibía su negro perfil con las nubes como fondo. El techo se había derrumbado a trozos, dejando al desnudo unas vigas bastas y oscuras. Las paredes estaban enchapadas de cualquier manera. Los cristales rotos, repuestos con papel de periódico. La estopa sucia brotaba de las innumerables grietas.

En la habitación del dueño olía a comida avinagrada. Encima de la mesa vi un retrato en color de Mao, tomado del semanario Ogoniok14. A su lado, Gagarin15 exhibía una amplia sonrisa. En el fregadero, entre los negros círculos del esmalte mellado, flotaban algunos macarrones. El reloj de pared estaba parado: la plancha que hacía las veces de péndulo yacía en el suelo.

Dos gatas con aire de figuras heráldicas —una negra como el carbón y la otra de un color blanco sonrosado— se meneaban melindrosas sobre la mesa, merodeando alrededor de los platos. El dueño las ahuyentó, arrojándoles la primera bota que se le puso a mano. Saltaron pedazos de vajilla rota, y las gatas volaron a su rincón lanzando maullidos desgarradores.

La habitación contigua era todavía más deprimente. La parte central del techo se cernía con aire amenazador. Dos camas de metal estaban abarrotadas de trapos y restos malolientes de carne de cordero. Por todas partes asomaban colillas y cáscaras de huevo.

La verdad, estaba algo distraído. Si hubiera manifestado un sincero: «Verá, no acaba de convencerme…». Pero soy un intelectual, no tiene arreglo. De modo que emití un lírico: «¿Dan las ventanas al sur?».

—Al sur, al mismísimo sur —coreó Tólik.

A través de la ventana contemplé el baño en ruinas.

—Lo importante —dije— es que tiene entrada aparte.

—¡Aparte la tiene! —admitió Mijal Iványch—. Pero está atrancada.

—Vaya. Una lástima.

—Ein moment —dijo el dueño. Cogió carrerilla y abrió el portón de una patada.

—¿Cuánto pide?

—Bah. Nada.

—¿Cómo que nada? —pregunté.

—Lo que te digo. Me pasas seis botellas de brebaje y toda pa ti.

—¿No podríamos ajustarlo más concretamente? Digamos… ¿veinte rublos?

El dueño se quedó pensativo:

—¿Cuánto es eso?

—Lo dicho, veinte rublos.

—¿Cuánto es eso en cogorzas a base de caldo de a uno cuarenta?

—Eso son diecinueve botellas de clarete criminal. Un paquete de cigarrillos Belomor y dos cajas de cerillas —apuntó Tólik.

—Y dos rublos de propina —precisó Mijal Iványch.

Saqué el dinero.

—¿Quieres echarle una ojeada al retrete?

—Luego —dije—. Entonces, todo resuelto, ¿no? ¿Y la llave?

—No hay llave —dijo Mijal Iványch—, me se perdió. Pero no te vayas, vamos los tres a echar un trago…

—Tengo cosas que hacer en el centro turístico. Otra vez será…

—Lo que quieras. Esta tarde pasaré por el campamento. Tengo que darle una patada en el culo a Lizka.

—¿Quién es Lizka?

—Es la socia. La mujer, digo. Trabaja de enfermera jefe en el campamento. Nos habemos separado.

—¿O sea que va a pegarle?

—¿Cómo así?… ¿A esa? A esa colgarla sería poco. Pero no me da la gana de meterme en líos. Querían quitarme la escopeta, porque dice que la amenacé con pegarle un tiro… Antes me ha parecido que eras tú el que venías a requisarme la escopeta…

—¡Esa no se merece que te gastes ni un cartucho ni medio con ella!… —terció Tólik.

—Hombre, eso sí es verídico… —admitió Mijal Iványch—. Pero igual da, la ahogaré con mis propias manos, si hace falta… Estuve con ella este invierno, que si patatín, que si patatán, de buenas, vaya… Y va y grita: «Ay, no, Míshenka, que no, ay, que me dejas…». Y luego me llama el comandante Dzhafárov y me dice: «¿Tu apellido?». Y le digo yo: «¡El potorro la yegua!». Quince días me metieron. Sin tabaco ni nada… ¿Y qué hostias más da?… ¡Mientras te tienen candao no hay que currar!… Lizka le escribió al fiscal un papel: «Meterlo padentro, decía, que me va a matar…». ¿Pero pa qué carajo iba yo a matarla, hombre?…

—¡Con la bronca que armaría!… —apuntó Tólik. Y añadió: —¡Hala, vamos, que nos van a cerrar el garito!…

Y los dos amigos —vivarachos, exultantes, agresivos, como las malas hierbas— enfilaron hacia las afueras…

Yo me quedé en la biblioteca hasta que cerró.

Tardé tres días en preparar una visita guiada. Galina me presentó a los que consideraba los dos mejores guías. Dimos con ellos una vuelta alrededor del parque, presté atención a sus explicaciones y tomé algunas notas.

Integraban el complejo tres centros conmemorativos. Los dos primeros eran la casa y la hacienda de los Pushkin en Mijáilovskoie-Trigórskoie, que el poeta visitaba a diario y donde vivieron sus amigos. Y, el tercero, el monasterio con el panteón familiar de los Pushkin-Gannibal.

La visita a Mijáilovskoie constaba de varias etapas. Historia de la hacienda. Segundo exilio del poeta. Arina Rodiónovna. Familia Pushkin. Amigos que lo visitaron durante su destierro. Episodio de los decembristas16. Y el gabinete del poeta, donde se exponía una pequeña selección de su obra.

Busqué a la conservadora del museo y me presenté. Victoria Albértovna aparentaba unos cuarenta años. Falda larga con volantes, rizos desteñidos, un camafeo, sombrilla: todo un pretencioso cuadro de Benois17. Se cultivaba aquí expresa y deliberadamente el estilo aquel de la casi extinta nobleza provinciana. Cada empleado del museo manifestaba algún rasgo de dicho estilo. Uno se cubría el pecho con una mantilla gitana de tamaño descomunal. El otro se echaba a la espalda un elegante sombrero de paja. Al de más allá le había tocado en suerte un ridículo abanico de plumas.

Victoria Albértovna charlaba conmigo con una sonrisa incrédula. Algo que me empezaba a resultar familiar. Todos los clérigos del culto pushkiniano eran asombrosamente celosos. Pushkin era su propiedad colectiva, su idolatrado amor, el hijo al que se vigila con ternura. Cualquier atentado contra ese santuario personal los sacaba de quicio. Se esmeraban tratando de poner en evidencia mi ignorancia, mi cinismo y mi codicia.

—¿A qué ha venido? —preguntó la conservadora.

—A sacarme una pasta —le dije.

Victoria Albértovna por poco se desmaya.

—Discúlpeme, es broma.

—Aquí esas bromas están fuera de lugar.

—Estoy totalmente de acuerdo. ¿Puedo preguntarle algo? ¿Alguno de los objetos expuestos es auténtico?

—¿Acaso importa eso?

—Opino que sí. Un museo no es un teatro.

—Aquí todo es auténtico. El río, los montes, los árboles son contemporáneos de Pushkin. Son sus interlocutores y amigos. Toda la admirable naturaleza de estos parajes…

—Me refiero a la exposición —la interrumpí—; en su mayor parte, el manual se refiere a ella con vaguedades del tipo: «vajilla encontrada en el entorno de la hacienda…».

—¿Qué es lo que le interesa en concreto? ¿Qué le gustaría ver?

—Pues… los objetos personales… Si los hay…

—¿A quién dirige usted dicha reclamación?

—¡No, no! ¡Yo no reclamo nada! Y menos a usted. Solo preguntaba…

—¿Los objetos personales de Pushkin? El museo fue inaugurado decenas de años después de su muerte…

—Así es —dije— como se hacen siempre estas cosas. Primero lo liquidan a uno, y luego se ponen a rebuscar entre sus objetos personales. Ocurrió con Dostoyevski, con Yesenin… Ocurrirá con Pasternak18. Y en cuanto caigan en la cuenta, se pondrán a buscar entre los objetos personales de Solzhenitsyn19…

—Lo que nosotros hemos logrado es recrear el colorido, la atmósfera —dijo la conservadora.

—Claro. ¿Es auténtico el estante?

—Como mínimo, es del mismo periodo.

—¿Y el retrato de Byron?

—Es auténtico —dijo con satisfacción Victoria ­Albértovna—; fue regalado a los Vulf… Hay una inscripción… Pero, vamos a ver, qué caprichoso ha resultado usted. Objetos personales, objetos personales… Yo creo que eso revela un interés morboso, la verdad…

Me sentí como un ladrón al que hubieran pillado saqueando un apartamento.

—¿Y cómo va a ser posible —argumenté— un museo sin eso, sin ese interés morboso? El único interés sano que queda en el mundo es el que se le concede a un jamón…

—Pero, ¿no le basta con la naturaleza? ¿No le basta con saber que él paseaba por estas colinas? Que se bañaba en este río… Que admiraba este maravilloso panorama…

«¿Qué hago acosando a esta mujer así?», pensé.

—Me queda claro —dije—. Muy agradecido, Vika.

De repente se agachó, arrancó unas briznas de alfalfa silvestre y me azotó la cara con picardía. Rompió a carcajadas cortas y nerviosas y se marchó, recogiéndose un poco la maxifalda con volantes.

Me uní al grupo que se dirigía a Trigórskoie.

Los conservadores de la hacienda —un matrimonio— me cayeron asombrosamente bien. Al estar casados se podían permitir el lujo de ser cordiales. Polina Fiódorovna parecía mandona, dinámica y algo presuntuosa. Kolia parecía entumecido y confuso y se mantenía siempre en un segundo plano.

Trigórskoie era un lugar apartado. Los jefes asomaban por aquí muy rara vez. La exposición estaba organizada con lógica y gracia. El Pushkin joven, unas guapas y deseables jovencitas, la atmósfera distinguida de los amoríos veraniegos…

Di una vuelta por el parque. Luego bajé al río. En sus profundidades se distinguía el verde de los árboles hundidos. Por el cielo bogaban nubes ligeras.

Me entraron ganas de bañarme, pero al rato llegó el autobús de línea.

Me dirigí al monasterio de Sviatogorsk. A la puerta, unas viejas vendían flores. Compré unos tulipanes y subí caminando hasta la tumba. Unos turistas se fotografiaban ante la verja. Sus caras sonrientes eran repugnantes. Dos pobres diablos se acomodaron allí al lado con sus respectivos caballetes.

Dejé las flores y me fui. Tenía que ver la exposición de la catedral Uspensky. En los frescos nichos de piedra resonaba el eco. Unas palomas dormitaban bajo las bóvedas. La catedral era auténtica, rechoncha y garbosa. En un rincón de la sala central rodaba calladamente una campana rota. Uno de los turistas la golpeó con una llave produciendo un considerable estruendo…

En el altar lateral del sur vi el famoso dibujo de Bruni20. Allí mismo podía apreciarse también la blancura de la mascarilla funeraria. Dos cuadros enormes representaban la comitiva secreta y el entierro. Aleksandr Turguénev21 parecía una verdadera dama…

Se acercó un grupo de turistas. Me dirigí hacia la salida, pendiente de las palabras del guía:

—La historia de la cultura no ha conocido tragedia semejante… La autocracia, apoyada por una aristocracia servil…

Por fin me instalé en casa de Mijal Iványch. Mishka bebía sin parar. Hasta el aturdimiento, la parálisis y el delirio. Debo precisar que deliraba exclusivamente a base de juramentos. Blasfemaba con el mismo sentimiento que exhibe un honorable caballero de mediana edad mientras canturrea una melodía a media voz. Es decir, para sí, sin esperar la aprobación ni la censura de nadie.

Lo vi sobrio dos veces. Esos días paradójicos, Mijal Iványch enchufaba la radio y la tele al mismo tiempo. Se acostaba con los pantalones puestos y sacaba una caja de tarta Skazka. Luego empezaba a leer las postales que había recibido a lo largo de su vida. Las leía y las iba comentando una a una:

—«¡Hola, padrino!»… ¡Hombre! ¡Hola! ¡Hola, aborto de oveja!… «Te deseo que prosperes en el trabajo»… Me desea que prospere… El coño de tu madre… «Siempre tuyo, Rádik»… Siempre tuyo, siempre tuyo… ¿Para qué carajo te he necesitado nunca yo, piojoso de los cojones?…».

Mijal Iványch no era muy querido en la aldea. Muchos lo envidiaban. «También a mí me gustaría tirarme varios días de borrachera», pensaban. «¿Que si me gustaría? ¡Me gustaría un huevo, joder! Pero hay que cuidar la casa, el huerto, dar de comer a los animales…». Mijal Iványch nunca había tenido huerto. Solo dos perros famélicos que a veces desaparecían una temporada, un manzano esquelético y un bancal de cebollas…

 

Una tarde de lluvia nos pusimos a charlar:

—Misha, ¿tú querías a tu mujer?

—¿Cómo así? ¿A mi mujer o qué? O sea, ¿a la socia? ¿A Lizka, dices? —respondió, asustado.

—A Liza. A Yelizaveta Prójorovna.

—¿Y para qué coño iba a quererla? La agarraba por ahí y hala…

—¿Pero qué fue lo que te atrajo de ella?

Mijaíl Iványch permaneció pensativo un buen rato.

—Dormía muy apañadita —alcanzó a decir—, modosita como una oruga…

Cada mañana me acercaba a recoger la leche a la casa vecina de los Nikitin. Gente de orden. Tenían un televisor y una reproducción de La desconocida de Kramskóy22 en la pared… Nikitin se ponía a trabajar a las cinco de la mañana. Arreglaba la valla, cavaba en el huerto. Una vez lo vi con una ternera colgada por las piernas. La estaba desollando. Con un cuchillo blanquísimo, cubierto de sangre…

Mijal Iványch despreciaba a los Nikitin. Y, en justa reciprocidad, los Nikitin lo despreciaban a él.

—¿Sigue bebiendo? —se interesaba Nadezhda Fiódorovna, mezclando la comida de los gallos en una batea.

—Lo vi en el campamento —decía Nikitin, mientras le daba a la garlopa—, cocido desde primera hora de la mañana.

No me apetecía hacerles coro.

—Es un buen tipo.

—Buenísimo —asentía Nikitin—. Tanto que casi pasa a cuchillo a su mujer. Le quemó toda la ropa. Tiene a los chavales correteando en zapatillas todo el invierno… Por lo demás sí que es bueno, sí…

—Misha es un insensato, lo reconozco, pero es buena gente y tiene una elegancia interior…

De hecho, había algo aristocrático en Mijal Iványch… No devolvía botellas vacías, las tiraba.

—Me da vergüenza —decía—, me parece cosa de mendigos…

Un día se despertó en muy mal estado. Se lamentaba:

—Estoy temblando enterito…

Le di un rublo. A la hora de comer le pregunté:

—¿Qué tal, estás mejor?

—¿Cómo así?

—Que si te has despejado…

—¡Y cómo! ¡Entró echando chispas como un chorrito de agua en la sartén! Hay que ver, cómo silbaba…

Por la tarde volvió a enfermar.

—Voy a donde Nikitin. A ver si me da un rublo. O si me lo echa, o sea…

Salí al porche y presencié su conversación:

—Vecino, asqueroso, échame una monedita.

—Me debes pasta desde las últimas fiestas…

—Te lo devolveré todo.

—Hablaremos cuando me devuelvas lo que me debes.

—Escucha: te lo pago todo con el anticipo.

—¿Con qué anticipo? Si te echaron ya ni se sabe cuándo, por vago…

—¡Bah!… Que les den.. Pero préstame algo, anda. ¡Dame algo por lealtad a tus principios, hostia! ¡Deja claro que eres un soviético de ley!

—¿Para vodka, o qué?

—¿Cómo así? Para un asunto que tengo…

—¿Qué asunto es ese, parásito?

A Mijaíl Iványch le costaba mentir. Flaqueaba.

—Tengo que echar un trago —dijo.

—No te doy nada. Mosquéate, si quieres, pero yo no te doy nada.

—Pero si te digo que te lo devuelvo todo con el anticipo.

—Nada.

Para acabar con la conversación, Nikitin entro en la isba dando un portazo que hizo temblar el pequeño buzón azul incrustado en la hoja.

—¡Aguarda, vecino! —gritó indignado Mijaíl Iványch—. ¡Aguarda!… ¡Me las pagarás! ¡Ay, cómo me las vas a pagar, cabrito! ¡Te vas a acordar de esta conversación!…

No obtuvo respuesta alguna. Las gallinas iban de un lado a otro. Doradas ristras de cebollas se balanceaban sobre el porche…

—¡Verás la vida que te voy a hacer pasar! Te voy a…

Erizado, rojo como un tomate, Mijaíl Iványch seguía profiriendo alaridos:

—¡¿Ya te has olvidado?! ¡¿Eh?! Te has olvidado de todo, ¡¿no, cabrón?! ¡¡De todo te has olvidado!!…

—¿Me he olvidado de qué? —Nikitin asomó de nuevo.

—¡Ya te lo recordaremos, ya…!

—Venga, dime, ¿de qué me he olvidado?

—¡Te lo recordaremos todo! ¡Te vas a acordar del año diecisiete! ¡Ahí os dimos bien!… ¡A ti, carroña, te vamos a meter una purga que te cagas! ¡Os vamos a deskulakizar a todos! ¡Vamos a purgar a todo dios del partido! ¡A la cheka, como a este… como al padrecito Majnó23!… ¡En un plis plas!…

Y tras una pequeña pausa:

—Échame una mano, vecino, dame cinco rublitos… Venga, aunque sean tres… Por Jesucristo te lo pido… Perra tuberculosa…

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