Historia de un alma

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Teresa despierta a la vida (1873-1877)

A nuestra santa le ha ocurrido algo semejante a san Antonio. Este franciscano nació en Lisboa, pero se le llama de Padua porque fue en esta ciudad donde se desarrolló la parte más importante y eficiente de su vida y apostolado. A Teresa la denominamos de Lisieux, pero no nació en este lugar, sino en Alençon, pequeña ciudad provinciana de Normandía. Cuando la niña vino al mundo, la localidad contaba con unos 16.000 habitantes.

Sus padres se llamaban Luis Martin y Celia Guerin. Ambos procedían de familias de militares. Luis nació en 1823 en Burdeos mientras su padre recorría las tierras de España con el cargo de capitán en el ejército de los Cien mil hijos de San Luis, que vinieron a poner fin al trienio constitucional de 1820 a 1823 y restaurar la monarquía absolutista de Fernando VII. Era hombre recto y profundo creyente. Celia también era de ascendencia militar. Su padre, siendo aún muy joven, tuvo que incorporarse al ejército imperial. Tomó parte, bajo las órdenes de Napoleón I, en muy importantes batallas. Estuvo en la península Ibérica y participó, con el ejército francés, en las batallas de Vitoria y Tolosa en 1813. Al ser derrotadas las fuerzas francesas, tuvieron que retirarse a su territorio nacional. Fue condecorado por el valor y entereza que había demostrado en las situaciones más angustiosas. Tantos años de servicio despertaron en él la afición a la disciplina castrense, por eso quiso continuar prestando sus servicios a la patria como guardia nacional hasta conseguir la jubilación. Cuantos le conocieron destacan en él la honradez y rectitud.

Los padres de Teresa eran cristianos convencidos y no simples practicantes. Ambos habían sentido la llamada a la vida religiosa. Luis pretendió ingresar entre los monjes del Gran San Bernardo, en los Alpes, pero no fue aceptado porque no poseía suficiente conocimiento de la lengua latina. Aunque intentó, durante algún tiempo, estudiar en serio la lengua oficial de la Iglesia, hubo de renunciar a sus aspiraciones. Aprendió el oficio de relojero en Estrasburgo, en el taller de un amigo de su padre. Allí permaneció durante dos años. Establecido en Alençon abre una relojería-joyería donde trabaja y logra hacerse con una pequeña fortuna para asegurar el porvenir. Poseía un carácter tranquilo. Amigo del silencio y de la paz. Le encantaba la soledad. El oficio de relojero le venía muy bien. Era paciente y detallista como requiere el ejercicio de esta actividad. Tenía ya treinta y cinco años cuando optó por el matrimonio.

Su esposa Celia Guerin era una mujer muy activa. El trabajo constituía para ella una verdadera obsesión. De joven, en su familia, le tocó sufrir mucho. Se queja de la conducta de su madre, que nunca la comprendió. En cierta ocasión hace a su hermano esta confidencia: «Mi infancia y juventud fueron tristes como un sudario». Pretendió ingresar en las Hijas de la Caridad pero no fue aceptada. No se sabe por qué. Designios de Dios que la reservaba para otra misión. Aprendió el oficio de encajera. Era una industria muy floreciente en la ciudad. «Los puntos de Alençon» como se les llamaba, adquirieron mucha fama. La joven empezó de aprendiz, mas dada su habilidad y empeño, llegó a montar, por su cuenta, un pequeño taller donde daba trabajo a varias mujeres. De este modo preparó una considerable dote para el matrimonio. No era ya joven cuando se decidió a dar este paso: tenía veintinueve años.

La boda se celebró el 13 de julio de 1858, a medianoche, como era costumbre. Luis y Celia estaban llamados a formar un hogar. Al principio, dejándose llevar por aquella idea de consagrarse al Señor en la vida religiosa, que todavía bullía en sus mentes, como un alto ideal, acordaron vivir como hermanos. Pero se les disuadió de este propósito y entonces se decidieron a crear una familia numerosa. Como fruto de esta determinación vieron nacer en su hogar nueve hijos: siete niñas y dos niños. Cuatro fallecieron en la infancia. Cinco niñas alcanzaron la edad adulta. Cuatro llegaron a una edad avanzada, y Teresita, la más joven, que iba a ser un pequeño efémero, dejó este mundo a los veinticuatro años. Su carrera de gigante fue breve, rápida, pero muy densa. Sería precoz. Todo lo haría deprisa, como a presión, aunque luego se quejaría de que al acercarse los acontecimientos más importantes de su vida, como la entrada en el convento, la profesión religiosa y la misma muerte, tuvo que esperar más de lo calculado y deseado (UC 6.7.2).

La niña nació el 2 de enero de 1873. Sería la última, pues su madre, como decía a su cuñada, ha alcanzado ya la edad en que una empieza a ser abuela. Celia temía que la niñita se extinguiera como había ocurrido ya con cuatro anteriores. La confió a una nodriza, pues ella se sentía ya enferma e incapaz de amamantarla. La pequeña superó los peligros y sobrevivió. La madre cuenta en las cartas que escribe a sus hijas mayores, internas en un colegio de religiosas, las graciosas peripecias de su hermanita. La santa, en su autobiografía, resume sus recuerdos de este período de su vida en esta afirmación: «¡Qué feliz era yo en aquella edad!» (MsA 11rº). No se necesita gran cosa para sentirse feliz en la infancia. Teresa tenía todo. Era muy querida en la familia. La llegada de las hermanas mayores durante las vacaciones constituía uno de los acontecimientos que la colmaban de dicha. Pero en este mundo no hay felicidad durable. Pronto se le echará encima un suceso ensombrecedor, que le ocultará el sol luminoso de la alegría y de la dicha: la muerte de su madre. El cáncer de seno acabó con la vida de aquella mujer valerosa. No se entregó a la enfermedad hasta el último instante. Siguió trabajando incluso cuando ya estaba extenuada. Realizó, con sus hijas mayores, una peregrinación a Lourdes a pedir la ayuda del cielo. A pesar de todo, fallecía en la madrugada del 28 de agosto de 1877. No había cumplido aún cuarenta y seis años. La hija pequeña tenía solamente cuatro. Este acontecimiento influyó mucho en la niña. Nos dice que «a partir de la muerte de mamá mi excelente carácter sufrió un cambio total. Yo, tan viva, tan expansiva antes, me hice tímida y dulce, en extremo sensible» (MsA 13rº).

En Lisieux (1877-1881)

El señor Luis Martin se queda solo con sus cinco hijas. La madre, poco antes de morir, había insinuado a su hermano Isidoro que acogiera a sus jóvenes sobrinas y procurara tenerlas cerca de sí y de su señora. Necesitarían de su protección, de sus orientaciones para situarse en la vida. Isidoro, hombre dinámico y decidido, era muy indicado para llevar a término esta misión.

El farmacéutico de Lisieux no defraudó las esperanzas de su hermana. Inmediatamente se puso en acción. Alquiló una bonita casa, separada de los demás edificios, a la que dieron el nombre de «Les Buissonnets». Está cerca del centro de la ciudad y a poca distancia de la casa del tío, que vivía allí al frente de su farmacia. Una vez preparado el nuevo nido para la familia Martin, se desplazó a Alençon. Hicieron los últimos preparativos, se despidieron de las familias y personas más allegadas, y se dispusieron a emprender el viaje, un viaje que iba a ser trascendental para aquel quinteto de jóvenes. Era el 15 de noviembre, cuando la pequeña comitiva, compuesta por seis personas: las cinco hermanas Martin y su tío Isidoro montaron en el tren. A la tarde llegaban a la estación de Lisieux. Allí les esperaba la Sra. Guerin con sus dos hijas. En adelante estos dos grupos iban a formar casi una sola familia. Teresita se dirige a sus tíos, en las cartas, y mucho más en las conversaciones, dándoles el título de papá y, sobre todo, de mamá. La primera noche la pasaron en la casa de los tíos. Al día siguiente se instalaron en su nueva residencia.

Lisieux, con sus 18.000 habitantes, era una ciudad industrial en declive. La fabricación del tejido, que era su principal actividad, estaba pasando por una situación difícil. El cielo no muy azul y el ambiente oscuro y brumoso del mes de noviembre no causaron muy buena impresión a sus moradoras recién llegadas. Pero allí pasarían todas, menos una, el resto de sus vidas. Serán las que harán famosa esta ciudad de Normandía. Y la que ahora es una niña de cuatro años será universalmente conocida como santa Teresa de Lisieux. Pronto se organiza la vida en la casa. Las dos mayores, terminados ya sus estudios, se ponen al frente de las actividades. Las otras dos: Leonia y Celina ingresan en el colegio de las Benedictinas. La más pequeña se queda en casa, cuidada y dirigida por sus dos hermanas mayores, sobre todo por Paulina. Para algo, al quedarse huérfana de madre, la había escogido por su segunda mamá (cf MsA 13rº). No echaba en falta su antigua casa y ambiente de su ciudad natal. Al recordar, dieciocho años más tarde, este traslado, escribe: «No me apenó en modo alguno la salida de Alençon; a los niños les gustan los cambios. Vine contenta a Lisieux» (MsA 13vº).

Ciertamente, el cambio no le impresionó. Es que, en realidad, no era tan grande. Los miembros de la familia eran los mismos, el ambiente íntimo no había sufrido modificación alguna. La única novedad era la cercanía y familiaridad con los tíos y las primas. Este entorno, muy femenino, prácticamente sin ningún contacto con niños o muchachos, sería el campo donde se desarrollaría la vida de la niña y adolescente Teresa.

La jornada estaba muy bien organizada bajo la dirección de las dos mayores. El padre permanecía casi al margen. Pero todas abrigaban un gran respeto hacia él. Era realmente venerado. Pero le trataban con gran confianza y familiaridad. Tomaron la determinación de tutearle. La pequeña experimentó grandes alegrías en este período. Ella, que fue muy sensible y tenía muy buena memoria, nos recuerda algunos de los acontecimientos que le dejaron una marca indeleble en su vida. Cuenta la impresión que le causó el mar al contemplarlo por primera vez. También afloran a su memoria los paseos que hacía al campo con su padre, las visitas a las iglesias. Poco a poco iba entrando en la vida real y seria. Recibió una buena formación humana y religiosa de acuerdo con su edad y los tiempos.

 

Algunos de los acontecimientos que ha recordado en su libro son su primera confesión (cf MsA 16vº), la primera comunión de su hermana Celina (cf MsA 25rº) y unas pequeñas aventuras suyas (cf Ms 15vº-16vº). Todo ello llenaba de encanto la vida de la niña. Más tarde, refiriéndose a la vida que llevaba durante estos años, la califica de «tranquila y feliz» (Ms 22rº). La salida ordinaria es a la casa de los tíos donde tiene dos primitas que la acompañan.

En el colegio (1881-1886)

La niña tiene ya ocho años y medio. Es tiempo de empezar en serio su formación intelectual y humana. Ha de abrirse un poco a la sociedad que la rodea, por lo menos con el contacto con las niñas de su edad. El 3 de octubre de 1881 entra en la abadía benedictina de Lisieux como semipensionista.

Este cambio sí que lo va a sentir. Es mayor que el de Alençon a Lisieux. Dice que aquello fue como arrancarla de una tierra selecta y plantarla en una común. No logró arraigar en este nuevo terreno. La vida del colegio le resultó un verdadero calvario. Así lo confiesa: «Con frecuencia he oído decir que el tiempo pasado en el colegio es el mejor y el más feliz de la vida; pero para mí no lo fue. Los cinco años que pasé en él fueron los más tristes de mi vida» (MsA 22rº).

Estaba bien preparada para los estudios. Había tenido una buena profesora en casa; su hermana Paulina. En la clase ocupaba siempre uno de los primeros puestos, si no el primero. Era muy inteligente. Pero no sabía relacionarse con las compañeras, jugar con ellas, o hacerse amiga de una de las monjas.

La dificultad que encontraba para comunicarse con las demás, la tristeza y melancolía que siempre mostraba, su poca destreza para las labores manuales, su pobre caligrafía, etc., causaban una pobre impresión incluso entre sus familiares. Su tío aseguraba sin titubeos que era «una pequeña ignorante, buena y dulce de carácter, discreta, pero incapaz e inhábil». Y ella no se extraña de esta opinión que se formaban de su persona en casa del tío, porque «no hablaba casi nada por ser muy tímida; cuando escribía, mi letra de gato, etc., no eran para entusiasmar a nadie» (MsA 37vº). «Llegué a la conclusión de que no era inteligente, y me resigné a no serlo» (MsA 38rº).

Así fue desarrollándose su tiempo de colegio, que suele ser tan trascendental para muchos. Aguantó los primeros años gracias a la compañía de Celina, que sabía desenvolverse perfectamente entre sus compañeras y ganarse la simpatía de las monjas entre las que tenía una muy buena amiga. Pero la futura santa estaba perdida, totalmente desambientada. Lo único que hacía a gusto era contar historias a sus amigas. Eso le iba admirablemente. Pero las profesoras se lo prohibieron porque querían que las niñas, durante el recreo, corrieran y jugaran. Mas la pobre Teresita «no sabía jugar» (MsA 37rº).

La vida en el colegio le resultaba penosa, pero tenía sus compensaciones en la familia. Allí encontraba el calor y la confianza que necesitaba. Mas no tardaría en llegar un acontecimiento doloroso para la niña. Su hermana Paulina, su confidente, maestra y segunda mamá, decidió ingresar en el Carmelo. Durante algún tiempo la pequeña no se enteró de nada. Un día sorprendió la conversación que mantenían las dos hermanas mayores. Trataban de la próxima entrada de Paulina en el convento. La pequeña comprendió que su segunda mamá la abandonaba y sintió una angustia inexplicable. Empezaban para la pobre las desgarradoras separaciones de la vida. Derramó lágrimas amargas, pues aún no comprendía el valor del sacrificio. Paulina trató de consolarla. Le explicó lo que era el Carmelo, y esta explicación despertó en la pequeña el deseo de seguirla. Al exponer su deseo a la Priora del convento, con ocasión de una visita, esta le contestó que no recibían postulantes de nueve años. La niña se resignó a esperar.

Paulina cruzó el umbral del convento el 2 de octubre de 1882. Teresa, al recordar los momentos de la separación, dice: «Todavía veo el lugar donde recibí el último beso de Paulina» (MsA 26vº).

Siguió sus clases en el colegio aunque se quejaba de dolores de cabeza. A finales de marzo aparecieron los síntomas de una nueva enfermedad. Debió influir en ello la ausencia de su hermana. Era una enfermedad de nervios. Sufría fuertes crisis: temblores nerviosos, miedos, alucinaciones. El médico la juzgó muy grave pero no sabía diagnosticarla. Sorprendentemente se sintió bien para asistir a la celebración de la toma de hábito de Paulina. Parecía curada. Al día siguiente recayó. Ella piensa más tarde que esta enfermedad fue cosa del demonio. Y tuvo, al parecer, un desenlace feliz por la intervención de la santísima Virgen. El 13 de mayo se encontró totalmente curada. Se le había aparecido la Virgen y le había sonreído. Era Nuestra Señora de las Victorias. Habían desaparecido los males del cuerpo y empiezan las penas del alma. Comunicaron a las monjas el suceso y, al ir a visitarlas, estas le hicieron varias preguntas. La niña creyó que podía haber simulado su enfermedad y mentido a las religiosas. Esta idea le amargó la vida durante varios años. No se vería libre de estas inquietudes hasta que la Virgen le aseguró que se le había aparecido. Esto ocurría cuatro años y medio más tarde, al visitar su santuario en París. No recobró la tranquilidad total hasta lograrla en el convento por la intervención de un confesor. Las visitas que, en familia, hacían a Paulina le resultaban decepcionantes. No le permitían estar a solas con ella todo el tiempo que necesitaba para sus confidencias.

Durante el verano de 1883, la niña de diez años hizo, con su padre y hermanas, la primera visita a su ciudad natal, Alençon. Era ya una jovencita despierta y como a tal la trataron. Se encontraron con diversas familias, celebraron fiestas, se divirtieron mucho un poco a lo mundano. No dejaron de impresionarle las atenciones y halagos de que fue objeto. Más tarde confiesa que esta experiencia le sirvió para conocer un poco el mundo y saber a qué renunciaba al encerrarse en un convento de clausura. Se hizo una idea de la caducidad de las alegrías y de la felicidad de este mundo.

Teresita no sabía jugar pero tenía una gran afición a la lectura. No se cansaba de leer. Le encantaba recordar las hazañas de las heroínas francesas, principalmente las de Juana de Arco. Se sentía llamada a realizar proezas semejantes, se creía destinada a la gloria. ¿Con qué posibilidades contaba para llevar a cabo estos ideales? ¿No veía entre sus aspiraciones y la realidad en que se movía, un abismo imposible de cruzar?

Como en tantas otras ocasiones, Dios le hizo comprender su destino real. ¿Cuál es la meta de gloria a la que desea encaminarse? ¿Qué camino ha de tomar? Le dio a «entender que la verdadera gloria es la que ha de durar eternamente, y que para alcanzarla no hacía falta realizar obras deslumbrantes, sino esconderse y practicar la virtud de modo que la mano izquierda no sepa lo que hace la derecha». «Me hizo comprender también que mi gloria quedaría oculta a los ojos de los mortales, que consistiría ¡en llegar a ser una gran santa!» (MsA 32rº). Aún no tiene un conocimiento claro de en qué consistirá la santidad, pero el convencimiento de estar destinada a alcanzarla la pone en camino. Marchará con decisión y confianza. No es que ya no vaya a tener problemas. Mas la orientación fundamental está ya tomada. Al afrontar nuevas situaciones según se vayan presentando, recibirá nuevas luces y el necesario impulso. Es la santa de la confianza. Ella se lanza y Dios la asiste cuando necesite (cf MsA 83vº).

Uno de los acontecimientos principales de este período va a ser su Primera Comunión, que recibirá el 8 de mayo de 1894. Ella nos cuenta en el Manuscrito «A» todos los detalles de la preparación. Paulina le escribía una carta cada semana, le enviaba estampas muy significativas, que le hicieron reflexionar. Como preparación inmediata hizo un retiro de cuatro días en la Abadía.

El día de la Comunión fue espléndido, sin ninguna nube. Todo salió muy bien. Respecto a su encuentro con Jesús dice: «¡Oh!, qué dulce fue el primer beso de Jesús a mi alma» (MsA 35rº).

El mismo día, por la mañana, en la intimidad de la comunidad de monjas, Paulina hizo la profesión religiosa. Por la tarde, toda la familia fue a visitarla. Allí se juntaron todos los supervivientes. Teresita no echó en falta a su madre. Le parecía que en aquel día de cielo estaba allí presente.

Las fiestas pasan y la niña tiene que volver a la vida ordinaria. No poseemos mucha información sobre los acontecimientos de los años siguientes. La interesada, que escribe su biografía once años más tarde, no nos ha conservado muchos recuerdos. Por lo visto, no le parecieron de interés para lo que ella quería. Sabemos por otros informadores que iba creciendo en todos los aspectos. Se abrió a la vida, estudió con plena dedicación, e iba también entendiendo algo de lo que es la verdadera vida cristiana aunque aún le quedaba mucho camino que recorrer y lo más importante por descubrir.

Asistía al colegio. Durante las vacaciones pasó temporadas en una casa de campo con sus tíos y primas. También residió algunos días en la orilla del mar en Trouville, a lo largo de los tres veranos siguientes. Disfrutó mucho. Le gustaba el campo, pero, sobre todo, le encantaba el mar. No se cansaba de contemplarlo. Su salud no era muy buena. Sufría mucho de catarros. Todos los inviernos caía enferma. Según testimonio de su hermana Celina, no podía correr porque se sofocaba. Como se ve, su aparato respiratorio era terreno abonado para la tuberculosis.

Uno de los acontecimientos que le impresionaron, fue el retiro de preparación para la segunda comunión solemne. Escuchó pláticas terribles sobre el pecado mortal y la facilidad con que se cae en él, y sobre otros temas semejantes. Estas consideraciones provocaron en su pobre alma una tormenta de escrúpulos. Este estado duró, con esa intensidad, durante año y medio. Su única persona de confianza era la hermana mayor, María. Esta la consolaba y trataba de tranquilizarla. Nunca dijo nada de esto al confesor. Se acusaba de sus faltas según las indicaciones de su hermana. Por fin, recurrió a la intervención de sus hermanitos del cielo, y ellos le consiguieron de Dios la paz que tanto necesitaba (cf MsA 44rº).